Los hombres lloran solos (35 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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¡La tarta! Era monumental. Y también a cargo de Matías. Las manos de Ignacio y Ana María al cortarla temblaron más que en el momento de cruzarse los anillos. La parejita que, como una guinda, coronaba la tarta fue entregada a Gracia Andújar, quien se levantó lagrimeando y enseñando el trofeo a los comensales.

Los novios, terminado el plazo de cortesía, se despidieron de todo el mundo y en un taxi que esperaba fuera, adornado con flores y lacitos blancos se escabulleron en dirección a Gerona. Antes de llegar a la ciudad, y cumpliendo lo pactado, entraron en el cementerio a depositar el ramo de novia en el nicho de César. Fue un momento de dolor. César era el único gran ausente de la fiesta. Bien, era posible luchar en favor de la vida, pero nada se podía hacer contra la muerte.

Los regalos, de todo tipo, esperaban en el piso de la avenida Padre Claret para cuando ellos dos regresasen. Incluso una sirvienta, Mari-Luz, que les había procurado el profesor Civil, quien también estuvo presente en la ermita y en el ágape. En el trayecto de Gerona a Barcelona, en un tren que andaba a la patacoja, los novios se rieron mucho contándose el uno al otro los consejos que las respectivas madres les habían dado. «Como si fuéramos unos críos…» Ana María, en un momento dado le dijo a Ignacio: «Yo, por supuesto, lo soy». «Yo, no —replicó Ignacio, sonriendo—. No quiero empezar nuestra luna de miel contándote una mentira». Ana María reaccionó sonriendo también. «A mí lo que me importa es que seas mío a partir de ahora…» «Eso, te lo juro». Ignacio levantó la mano y al hacerlo pensó, sin querer, en la guapetona Adela, con la que le hubiera gustado bailar, pero que cada vez le rehuyó.

Al llegar, ya de noche, a Barcelona, fueron al hotel Majestic, donde les tenían reservada habitación. Un botones les acompañó. «Señora…», dijo el muchacho, abriendo la puerta. Era la primera vez que a Ana María la llamaban señora y aquello la turbó.

—A partir de ahora, tendrás que acostumbrarte…

—Ya lo sé. Pase lo que pase.

—Eso es.

Ana María se fundió en un abrazo con Ignacio.

—Confío en que algún día me llamarán mamá…

* * *

El acoplamiento fue feliz, sin traumas, hombre y mujer, y Ana María se sintió importante. Ya no le chocaría que los botones de los hoteles le llamaran señora. Era la señora de Alvear. Mientras desayunaban en el hotel, de prisa para no perder el tren que les llevaría a Madrid, leyeron en los titulares de
La Vanguardia
que el mando aliado había decidido, en efecto, la toma de Sicilia y que Mussolini había declarado: «Si el enemigo desembarca en Italia, será exterminado hasta el último hombre en la línea de arena donde acaba el agua y empieza la tierra. Si ocupa un jirón de la patria, será en posición horizontal y ¡para siempre!».

Ignacio comentó:

—A fuerza de amenazas al adversario, Hitler y Mussolini conseguirán que los aliados lleguen a Roma y a Berlín…

Ana María no contestó. Estaba ocupada pensando en su amor.

Por lo visto se les notaba que eran novios porque el revisor del tren, después de taladrar los billetes les dijo sonriendo: «Felicidades…» Ignacio se sintió generoso y le dio un cigarro habano de los que habían sobrado la víspera. El revisor, ante aquella «pieza», no supo qué hacer. Llevaba un año con la picadura que le suministraban las mujeres que en los andenes repartían: «Tabaco negro con peligro de muerte…» El revisor dijo: «Si en algo puedo servirles, mi turno termina en Zaragoza».

El tren andaba repleto hasta los topes y el día se presentaba bochornoso. Ana María había tenido la precaución de llevar consigo un termo de agua fresca. Iban en primera clase; luego había segunda y tercera. En su mismo vagón, sólo una señora de aspecto sudamericano. A juzgar por las joyas que llevaba hubiérase dicho que llegaba de un banquete oficial o de una boda de postín.

Ana María hubiera pagado billete doble para que nadie les molestase. Pero la señora estaba allí, leyendo una revista. El tren se paraba en cada estación y subía más gente, y más y más. Posiblemente ocupaban incluso los estribos. Ignacio, por la ventanilla, advirtió este detalle. «Somos unos privilegiados, ¿te das cuenta?». «Sí, claro, es verdad…» Y Ana María reclinó la cabeza en el hombro de Ignacio.

Éste resistió hasta Massanet-Massanas, estación de cruce. Allí la aglomeración fue tal que el muchacho le dijo a Ana María:

—Perdóname un momento… No quiero perderme este espectáculo.

Ana María, aunque sorprendida y a regañadientes, asintió y se quedó contemplando el paisaje a su derecha. El tren arrancó de nuevo e Ignacio, avanzando por los pasillos y diciendo sin cesar «perdón» alcanzó los coches de tercera clase. ¡Dios santo! Hubiérase dicho que habían elegido al personal para que el muchacho meditara sobre las declaraciones optimistas del camarada Montaraz. Daba grima. Bultos negros, cuerpos esqueléticos, hombres sudando y tantos críos como pudiera acoger el profesor Civil. Llevaban sacos y paquetes de todas clases y poco antes de las estaciones importantes los tiraban por las ventanillas, donde eran recogidos por compinches que aguardaban la mercancía. Era el estraperlo de «a peseta el kilo», como lo llamaba el comisario Diéguez. Niños de pecho amamantándose con fruición. Gitanos. Muchos vagones diciendo: «Reservado: las autoridades». En todas partes las autoridades tenían derecho de pernada. Ignacio sintió ganas de orinar, pero había cola para ir al retrete. Cuando le tocó el turno casi vomitó. Visión excremental. Apretó el pedal del agua y el pedal estaba atascado. Del grifo no manaba una sola gota y el hedor era insoportable.

Ignacio logró salir del retrete y se detuvo ante un vagón en el que los pasajeros dormitaban, pese a los sobresaltos del tren. Las manos en el vientre, eran seres amorfos, indefensos. La cabeza les bamboleaba a derecha y a izquierda. Por la ventana entraba carbonilla, alguna mosca y ellos ni se enteraban. Uno de dichos pasajeros sacó de un maletín una bolsa que contenía churros. Todo el mundo se despertó. Miraron aquellos churros, que apestaban, como si fueran la gloria. El hombre se los tragó sin prisa, regodeándose y luego se puso en la lengua una pastilla de menta. El revisor pasó: «billetes, billetes» y no reconoció a Ignacio. Éste pudo leer en la revista
Fotos
que el hombre de los churros desplegó: «Ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan».

Ignacio dio por terminada su gira. Abriéndose paso a codazos regresó a los coches de primera y por fin se reunió con Ana María, quien empezaba a estar impaciente.

—Perdona, pequeña… Pero la excursión valía la pena.

Le contó lo que había visto. Ana María le escuchó con los ojos abiertos de par en par.

—Exactamente igual que un documental italiano que vi sobre la India —terminó Ignacio—. Pero, claro, quienes practican el hinduismo creen en la reencarnación. A partir de ahí, todo cambia. Si aceptan con resignación su estado se reencarnarán en una casta superior. Los pasajeros de esos vagones de tercera no pueden esperar más que la muerte.

La pareja se sintió incómoda. Recordaron la fiesta del día anterior. Pensaron en la luna de miel que les esperaba y en el piso de la avenida Padre Claret. «Hubiéramos podido ir en avión», comentó Ana María. «No, no, tenemos que ahorrar. Además, a mí me gusta palpar las realidades». La realidad era que una pareja de la guardia civil detuvo a dos muchachos jóvenes, que los esposó y a empellones les obligó a bajar en Zaragoza.

Llegaron a Madrid a la caída del sol, sin comer apenas y sin que las teorías de Ignacio sobre el autodominio y ¿
el Yin
y
el Yang
les sirvieran para nada. En Madrid, gran tumulto. Al asalto de los taxis —con gasógeno— y de los faetones a tracción animal. Consiguieron un faetón. ¡Albricias! Les cupo todo el equipaje y respiraron aire libre. Sentado en el pescante, un ciudadano charlatán, con el látigo en la mano. «¿Conocen ustedes Madrid?». «No, es la primera vez», improvisó Ignacio. «Pues abran bien los ojos y no se pierdan detalle».

* * *

Durmieron en el hotel Bristol, en la Gran Vía —avenida José Antonio Primo de Rivera—, donde también tenían habitación reservada. Y a la salida se fueron raudos al Museo del Prado. «Madrid es una ciudad habitada por un millón de cadáveres», había dicho el poeta Dámaso Alonso. No andaba descaminado. Era una prolongación de la barahúnda del tren, incluso en la zona del Palacio de Oriente. Podían contarse por centenares los vendedores ambulantes y los mendigos. Uno de esos vendedores tenía en el suelo una rata gris, articulada, que dándole cuerda avanzaba de prisa moviendo la cola. Ignacio compró un ejemplar. «Eso le gustará a mi padre. Y daremos varios sustos a las gentes de pro».

El Museo del Prado estaba muy concurrido, con muchos extranjeros. Sin duda se trataba de refugiados políticos, fugitivos de la guerra, que estaban de tránsito para Portugal o África del Norte. También se veían uniformes alemanes, con su taconeo peculiar.

A Ana María le fascinó el Greco, a Ignacio, Goya. Eran dos concepciones del mundo. El primero rezaba, el segundo blasfemó. Podía pintarse con arrobo o con furia iconoclasta. El Greco debía de ser tísico, Goya, un chorro de humanidad, tal vez a causa de la sordera. «A Goya le hubiera gustado pintar el espectáculo de los retretes del tren».

No valía la pena mencionar nombres. Era tanto el arte acumulado en aquellas salas que bastaba con sentirse un enanito. Nada más. Sin embargo, recordaron el contento de mosén Alberto porque muchas de las obras que durante la guerra civil fueron evacuadas a Suiza habían sido ya devueltas al museo. «También me dijo mosén Alberto —informó Ignacio— que las obras de la Galería Nacional de Arte de Londres se encontraban a cien metros bajo el suelo, en precaución de los bombardeos. Entre tales obras,
la Venus del espejo
, de Velázquez, que algunos comparaban a
las Meninas
».

Les impresionó mucho Alberto Durero.
Adán y Eva
, desnudos, con un aura poética, de mundo recién creado, difícil de igualar. Muchas crucifixiones y muchos frailes con capucha.

—¿Qué tal andas de religión? —le preguntó Ana María.

—De religiones, querrás decir… —Se acarició el bigotito—. El cristianismo ha inspirado casi todo lo que vemos aquí, y mucho más, de modo que es tan reverenciable como cualquier otra.

Ana María se quedó desconcertada, pero no era aquél el momento para polemizar. Ella tenía una fe firme y sabía que sería uno de los toros que con Ignacio tendría que lidiar. Pero estaban cansados. Tanta pintura destrozaba los nervios, era mareante. Decidieron salir al sol, que caía a plomo sobre Madrid. «En todo caso, regresaremos». Compraron las postales de rigor. Además, querían una reproducción de tamaño discreto de
la Maja desnuda
de Goya, pero les dijeron: «Están agotadas». Ignacio comprendió que el mosén Falcó de turno había intervenido en la operación.

* * *

El Rastro fue otro mundo. Ignacio estaba convencido de encontrar allí el busto de Ramón Gómez de la Serna. En vez de esto, la posguerra en miniatura, con muchas cornucopias, retratos de antepasados —¿no sería, alguno de ellos, del tronco Alvear, Elgazu o Sarró?—, y toda clase de cachivaches, desde palanganas hasta espantaviejas.

A Ana María se le encogió el corazón. Había tenido pocas oportunidades de conectar con la miseria. Tal vez fuera bueno que Ignacio empezara por ahí su «reeducación». En el Rastro estaban a la venta los residuos de centenares de familias que en sus tiempos se amaron, se odiaron e hicieron también su viaje de novios. El Rastro era un cementerio mostrado al público antes de que se lo comieran los gusanos. Ignacio dijo que seguir el itinerario de aquellos objetos sería un viaje apasionante. Ellos mismos hubieran comprado muchas cosas, a no ser por el peso y que debían ahorrar. ¡Un pájaro disecado!: Mateo. Dibujos al carbón, ¡caricaturizando a Churchill y a Roosevelt!: ideales para el camarada Montaraz. Había unas pesas para halterofilia. Y un paraguas sin varillas. Y cartas de amor… Un hombre, sentado en un taburete, las escribía para las chachas. Ana María se entusiasmó. Aguardó turno y le dictó al escribiente un «Querido Ignacio», seguido de una retahíla de frases cursis. Luego le dijo a Ignacio: «Págala tú, que yo no tengo suelto». Aquella carta Ana María iba a guardarla «hasta que la muerte los separase».

En el Rastro, Ignacio se acordó por primera vez de que su padre era de Madrid. Tal vez fuera cierto que entre los retratos viejos hubiera un Alvear. Vio un juego de dominó y lo compró sin comprobar si faltaba alguna ficha: faltaba la blanca doble, que era la preferida de Matías. Ana María se quedó con una extraña Dolorosa que llevaba una sola espada clavada en el pecho.

—También volveremos por aquí…

—Sí, claro. Imagino que de noche las ratas vienen a celebrar sus grandes festines.

* * *

Todo discurría sin sobresaltos, incluidos El Escorial y el intento frustrado de llegar al Valle de los Caídos. Se necesitaba un permiso especial e Ignacio no quiso acudir a Salazar, como Mateo le había recomendado. «No me gustan los consejeros nacionales». Fue una lástima, porque Ignacio recordó que Alfonso Reyes le había ayudado a él en el Banco Arús al comienzo de la guerra civil.

Fueron a Toledo, y allí tuvieron una suerte inmensa: coincidir con una visita del Caudillo a la ciudad. Apenas si pudieron alcanzar las proximidades de la catedral —Ignacio se sirvió de su carnet de ex combatiente—, pero esperaron de pie en una de las calles por donde Franco tenía que pasar. Se enteraron de las precauciones tomadas. En todas las azoteas, un soldado con un fusil. Y lo mismo en muchos balcones. Previamente habían sido encerrados en prisión los sospechosos. Motoristas por todas partes, guardias civiles. Sonaban las bocinas. Ignacio comentó:

—Debe de ser horrible llevar tanta escolta para salir de casa… Los jefes de Estado y los reyes están hechos de otra pasta.

Por fin pudieron ver a Franco. De pie en un coche negro descapotado, en compañía de su mujer y de Carmencita, su hija. La multitud fue un clamor, que una compañía de legionarios se cuidó de controlar. Querían darle la mano, estrechársela, besársela, pedirle Dios sabe qué. «¡Franco, danos pan!», se oyó una voz. «¡Franco, danos agua!», se oyó otra voz. Pan y agua… Los franciscanos. Franco se llamaba Francisco. Era —lo comprobaron Ignacio y Ana María— bajito y tripudo, pero de aspecto sanísimo y autosatisfecho. Saludaba al gentío levantando el brazo un poco menos que el camarada Montaraz. Sonreía, pero se hubiera dicho que se dedicaba la sonrisa a sí mismo. Allí estaba el amo de España, el hombre providencial, «la mejor estilográfica de Dios», según García Sanchiz. Ignacio repasó
in mente
las loanzas que mejor recordaba y que habían aparecido en
Amanecer
: «Enviado de Dios hecho Caudillo». «Espada del Altísimo». «El Caudillo es el Sol». «Es el hijo del Padre Todopoderoso». «Semidiós inasequible». Millán Astray había dicho: «Franco es el enviado de Dios» y Pilar Primo de Rivera: «Franco, nuestro Señor en la Tierra».

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