—Este chico hace milagros y se está convirtiendo en una institución.
Ramón, el camarero, afirmó que la única medicina que curaba todos los males era viajar.
* * *
La miseria continuaba en toda España, como Ignacio había tenido ocasión de comprobar en el tren que les llevó de Barcelona a Madrid. Quizá el hombre más tranquilo, que mejor descansaba, de todo el país fuera un maestro de Avilés que llevaba seis meses durmiendo, sin que los médicos lograran diagnosticar la causa.
Amanecer
quería infundir confianza mediante el fácil sistema de notificar que se multiplicaban las cosechas. La cosecha de trigo en Jaén se calculaba en seis mil vagones; la de naranja batía el récord con diez millones de cajas; la de arroz alcanzaba los doscientos cuarenta millones de kilos. Nadie daba crédito a estas cifras. Pero el camarada Montaraz, siguiendo los consejos del ministro Girón, continuaba facilitándolas al periódico, en el que, cuando llegaba el Día de los Difuntos, aparecían esquelas colectivas, que daban grima, con los nombres de todos los caídos por Dios y por España. Imposible publicar la esquela de un fusilado por «desafección al Régimen» u otro delito similar.
El estraperlo iba en aumento, pese a las medidas tomadas contra los infractores. María Fernanda se lo decía a su marido: «Es que, si acabarais con el estraperlo, la gente no tendría de qué ni con qué vivir. Deberían cerrar las fábricas e incluso la cafetería España».
Dura lucha la del gobernador, que llegó a Gerona lleno de buenas intenciones y cuya única alegría se la proporcionaba su hijo, Ángel, quien se abría paso en su carrera de arquitecto, hasta el punto de que tenía ya a su cargo un aparejador y un par de delineantes. El camarada Montaraz lo sabía todo acerca del estraperlo; sólo se le escapaban algunas maniobras de los hermanos Costa y de don Rosendo Sarró, pero ahí estaba Manolo para contárselas. La última jugada había sido la importación «legal», autorizada, de cincuenta camiones, que fueron a buscar a la frontera, so pretexto de que regalarían cinco a la Delegación de Abastecimientos.
Los bragueros, las patas de palo y las piernas postizas servían también para la ocultación, que en estos casos solían ser de joyas o de mercancías de precio. Había que desconfiar hasta de los impedidos, porque eran bastantes los que utilizaban la silla de ruedas como escondrijo de cualquier artículo. Por su parte, Sebastián Estrada, que por fin había ingresado en el Opus Dei —convencido por Agustín Lago y Carlos Godo—, contaba que el contrabando más corriente en los barcos mercantes eran botones de nácar, estilográficas Parker, encajes de Malinas, perfumes, medias de nylón y pieles de astrakán. Lo curioso era que tales mercancías seguían un itinerario disparatado. Los perfumes más caros, los que interesaban a la perfumería de Dámaso, había que ir a buscarlos a una mercería de la calle Figuerola; para las estilográficas Parker, era forzoso acudir a una lechería de la calle Ultonia.
Los hermanos Costa estaban eufóricos, no sólo por la marcha de la guerra, sino porque, a raíz de la boda de Ana María y del traslado de éste a Gerona, don Rosendo Sarró parecía guardar con ellos menos distancia. Se hizo asequible. Por si fuera poco, los Costa le presentaron a la Torre de Babel y a Paz, a Padrosa y a Silvia. Don Rosendo, comparando el bocio en el cuello de Leocadia, su mujer, con los despampanantes cuerpos de Paz y Silvia se derritió. Llegó a invitar a las dos parejas a su yate —como antes lo había hecho con Gaspar Ley y Charo—, para hacer un par de breves cruceros por la Costa Brava. «Con una condición —les dijo—. Que no dejéis encinta a esas preciosidades». La Torre de Babel y Padrosa sonrieron. No iba a serles nada difícil complacer a su «amo», pues lo mismo Paz que Silvia estaban decididas a no tener hijos hasta nuevo aviso.
Por cierto, que la Torre de Babel y Padrosa no habían visto nunca la Costa Brava desde el mar. Ahora comprendieron por qué la habían bautizado Costa Brava. Sobre todo el cabo de Creus les fascinó. Paz y Silvia llevaban a bordo dos trajes de baño escuetos, pues la vigilante guardia civil andaba lejos. Don Rosendo aprovechaba cualquier momento para reseguir con la mirada aquellos cuerpos de sirena. La verdad es que se deshidrataba. Tenía su «amante» en Barcelona, como era de rigor, además de un «haiga» y de los libros comprados a metros; pero no podían compararse a Paz y Silvia. Especialmente Silvia, le tenía embobado. Senos como limones, piernas larguísimas, piel tostada por el sol. Envidiaba a Padrosa, quien, en vez de hablarle de su mujer, le hablaba siempre de Félix Reyes, el aprendiz de pintor que tenía «ahijado» en su casa y que «para hacer academia» su maestro Cefe le había dado ya permiso para pintar desnudos.
La Torre de Babel le contó a don Rosendo que por las playas y calas en torno al cabo de Creus antes de la guerra había un par de campamentos nudistas. Don Rosendo se palpó la barriga y dijo, riendo: «Esto no es para mí…» Y les ofreció a Silvia y Paz unos cóctel-refrescos de su invención, con sendas cañitas para succionar.
Don Rosendo, en bañador, resultaba «asquerosito», según palabra de Paz. La barriga, las mollas de la cintura, el vello. Le sobraba grasa por todas partes. Lo que más le gustaba era que Silvia le arreglara las uñas de los pies. «Pedicura, que no manicura —le decía—. La manicura me la hacen en Barcelona». Siempre que podía, dejaba en tierra a su esposa, Leocadia. Ésta oponía poca resistencia, primero por el bocio y luego porque Paz y Silvia le parecían vulgares. Se quedaba en su chalet de San Feliu de Guíxols tomando el sol y leyendo novelas de amor, que era lo que le gustaba. Don Rosendo, por supuesto, invitó un par de veces a Ignacio y Ana María, pero Ignacio «no tenía vacaciones y no pudo aceptar».
En uno de los cruceros recalaron en Cadaqués. Era el paraíso de los pintores, capitaneados por Dalí, que tenía su feudo muy cerca, en Port Lligat. Don Rosendo pretendió comprar un par de cuadros del Dalí surrealista, pero le dijeron que debía ponerse en contacto con los marchantes que aquél tenía en París y en Nueva York. Don Rosendo consideraba que Dalí estaba loco, pero en Barcelona fueron rotundos: sus cuadros se cotizarían cada día más.
Paz vivía momentos de ensueño. Los dos marinos del yate, que formaban la tripulación le gustaban mucho. Iban torso desnudo y con slips muy ceñidos. Le gustaban mucho más que la Torre de Babel. Por eso llevaba gafas negras, para que nadie pudiera adivinar la dirección de su mirada.
Apenas si se acordaba de Pachín, pese a que éste, ídolo de Eloy e inmensamente popular, jaleado por las multitudes de los estadios, aparecía retratado en todos los periódicos. «No me interesa —le había dicho Paz a Silvia—. Ha declarado que es germanófilo y que su máxima ilusión es jugar un día contra Inglaterra».
Paz, repasando su vida, a veces se intranquilizaba un poco. Tal vez se hubiera vendido por un plato de lentejas. Burgos quedaba lejos, ¡con el papel matamoscas colgando del techo sobre la mesa del comedor! ¿Y su padre? Fusilado por los Rosendo Sarró de turno… Y su madre, Conchi, muerta antes de que ella consiguiera despegar. Había sido, la suya, una capitulación en regla, empezando por permitir que su hermano, Manuel, entrara en el seminario. Había dejado incluso de cotizar para el Socorro Rojo puesto que Jaime, el librero, que era el recaudador y el contable, conocía sobradamente la trayectoria de la muchacha.
Silvia no tenía ningún remordimiento. Ella siempre aspiró «a más» y fue su propia madre quien le aconsejó que para pescar un pez gordo se hiciese manicura. Claro que nunca imaginó que el pez fuera tan gordo como Rosendo Sarró.
A finales de septiembre se acabaron los cruceros porque el clima ya no era el mismo y don Rosendo tenía trabajo en Madrid. Entonces los hermanos Costa y Agencia Gerunda se quedaron en Gerona. Habían empezado los campeonatos de fútbol y de hockey sobre ruedas. El Gerona Club de Fútbol, sin Pachín, iba de capa caída; en cambio, en hockey el Gerona encabezaba la clasificación. Por lo demás, los Costa, desde que don Rosendo les trataba casi de igual a igual, ya no tenían necesidad de insultar al árbitro, de gritar que le rompieran una pierna o el cráneo. Se comportaban civilizadamente, sentados en tribuna, con cigarros habanos como el que Ignacio regaló al revisor del tren.
La nota negativa era que el capitán Sánchez Bravo, que había sido su enlace con el Ejército, de pronto rompió con ellos, rompió definitivamente con la empresa EMER. Su decisión se debió al ultimátum que le dio su padre, el general, pero también a su personal examen de conciencia. Sin la presión psicológica del coronel Triguero se sentía falto de bases dialécticas. Ahora le dio por emborracharse y por seguir jugando al póquer. Su madre le dijo: «Modérate, hijo… Según tu padre, la guerra no está perdida aún. Y Franco vela por todos».
La otra nota negativa para los Costa era que no podían salir de la provincia. Continuaban en situación de «libertad vigilada» y cada quince días debían presentarse a la policía, ante don Eusebio Ferrándiz, quien pese a su buena voluntad sentía por ellos auténtica repugnancia.
* * *
Ricardo Montero, el director de la Biblioteca Municipal, en excedencia por enfermedad, se suicidó. Poco después del sexto electrochoque, gracias a cuya terapéutica había salido de su casi estado catatónico, al verse «despreciado» —era su expresión— por Gracia Andújar empezó a beber, en compañía del capitán Sánchez Bravo y a jugar al póquer en el casino todas las noches hasta las tantas.
El doctor Andújar le había advertido de que la mezcla de barbitúricos y alcohol era explosiva y que podían acarrearle una crisis casi mortal. Ésta fue precisamente la idea que le corroyó desde el primer momento. Cada noche, al quedarse solo por las calles de Gerona —vivía en la fonda Mellado, de la plaza del Aceite— contemplaba desde el puente de Piedra el Oñar que bajaba sin apenas agua. Su depresión era honda, y sólo podían comprenderla quienes hubiesen vivido otra igual. Por lo demás, en los ojos del doctor él había leído que aquel mal, aunque a intervalos, le perseguiría a lo largo de su existencia. No tenía más familia que su padre, que residía en Salamanca y con el que andaba bastante distanciado. No encontraba asidero. Gracia Andújar hubiera podido serlo, pero la muchacha prefirió a José Luis, que era un ser vital, que no llevaba la carga de los «tiros de gracia» que él llevaba y que con toda evidencia la haría cabalmente feliz.
Un sábado por la noche —el otoño se presentía—, había dejado en el casino todos sus haberes. Habían hablado de la guerra y todo el mundo se había mostrado muy pesimista, a pesar de los discursos de Goebbels. Sánchez Bravo le había atacado con dureza diciéndole: «Lo que tienes que hacer es dejar de jugar y volver a la biblioteca». ¡La biblioteca! Estaba allí, junto al puente de Piedra, con una sala anexa para exposiciones. Los libros, de un tiempo a esta parte le daban asco, tal vez porque no le resolvían su problema. Especialmente la Enciclopedia Espasa, con sus setenta volúmenes, le llevaba a pensar: «Tanta sabiduría acumulada y nada puede curar la depresión». Siguió Rambla abajo. Todo estaba cerrado. Una vez más se preguntó por qué los estancos llevaban la bandera nacional. Varios cuerpos inmóviles en las aceras, durmiendo. En las esquinas, durante el día los ciegos vendían sus cupones. Oyó el reloj del Ayuntamiento y también el de la catedral. Llegó a la fonda en el momento en que el sereno gritaba: «Las tres de la madrugada, sereno, Ave María Purísima». ¡Ave María Purísima! Estaba completamente borracho. Subió a tientas los escalones. Entró en su habitación. Se bebió los últimos tragos de coñac que le quedaban. Miró a su entorno. Nada familiar. Ni un solo retrato de un rostro amigo. El único, el de Gracia Andújar, lo había roto y tirado a la papelera.
Notó asfixia en el pecho y ganas de vomitar. Otras veces había tenido la tentación del suicidio y la había superado. Esta vez, no, sucumbiría a ella. Todo era de color negro en su mente y en su corazón. No se sintió capaz de levantarse al día siguiente y volver a empezar. ¿Qué le importaba a él que la gente durmiera o se hiciera el amor? De repente, se acordó de dos de los condenados a quienes disparó el tiro de gracia. Una pareja de comunistas que quisieron volar una central eléctrica. Su dignidad y compostura ante el pelotón le sulfuró y al acercarse a sus cuerpos y rematarlos lo hizo con rabia. Curioso. De entre todos los condenados aquella pareja se le grabó en la memoria. Ahora mismo los veía, mofándose de él. Central eléctrica. Comunismo. También aquello fue un suicidio, pero un suicidio con decoro; en cambio, el suyo era un puro derrumbamiento, carencia de una mano afectuosa, la nada. Recordó una conferencia del doctor Chaos en la que éste dijo que durante las guerras se suicidaban más hombres que mujeres. Él era un hombre. Una caricatura de hombre.
¿Dejaría una nota escrita? Para qué. Brrrrr… ¡Ay, apenas si podía sentarse! Pensó en su padre. El coñac le subía a la garganta. Ni siquiera quiso mirarse al espejo. Se tomó todo el tubo de barbitúricos y se durmió para siempre, cruzado sobre la cama.
La muerte de Ricardo Montero dio lugar a toda suerte de comentarios. Nadie podía asegurar que se trataba de un suicidio, ni siquiera el doctor Andújar. La autopsia reveló la mezcla de barbitúricos y alcohol; pero también pudo tratarse de un paro cardíaco. El último testigo, el capitán Sánchez Bravo. «Sí, le dejé solo en el puente de Piedra, borracho y deprimido a más no poder, pero de ningún modo podría afirmar que pensaba en suicidarse. Precisamente le aconsejé que volviera a la biblioteca y me contestó con una mueca que no supe cómo interpretar».
Llegó su padre de Salamanca, Abdón de nombre, y se presentó en el hospital donde se había practicado la autopsia. Él no tenía ningún interés en llevarse el cadáver, lo cual, por lo demás, exigiría trámites un poco largos. «Lo enterramos en Gerona y en paz. Para mí, Ricardo murió al ascender a alférez y ofrecerse voluntario para lo que ustedes ya saben».
Entonces intervino mosén Falcó, en nombre del obispo. La versión más probable era el suicidio. El doctor Andújar abrió las manos. «Que conste que yo no he afirmado tal cosa». «Tampoco ha afirmado lo contrario». Valió lo del suicidio y, por tanto, el entierro no tuvo lugar en tierra sagrada, sino en un anexo dispuesto en el cementerio para los suicidas y los protestantes. De haber estado presente, David se hubiera acordado de su padre, suicida y que también fue enterrado allí.
Mosén Falcó cumplió con sus obligaciones. Únicos testigos, Abdón Romero, el capitán Sánchez Bravo y León Izquierdo, el ex divisionario, ayudante en la biblioteca, campeón local de billar. Era una mañana prematuramente otoñal. El viento movía levemente los cipreses. Las flores de todos los nichos aparecían muertas. Ricardo Montero, por orden del general, tuvo su féretro y su nicho e incluso su ramo de flores.