—Es lo que dice el conde de Foxá —explicó, ante el entusiasmo de Cefe: ¡El día que se vaya Franco, menuda patada le van a dar en nuestro culo!
* * *
En otro orden de cosas, el notario Noguer vivía días amargos. El hombre, de formación francesa, como su gran amigo el difunto profesor Civil, sentía en la entraña, todo lo que ocurría en Francia. No sólo el mariscal Pétain había empezado a ser juzgado, sino que Pierre Laval, que se había refugiado en España, según noticias estaba a punto de ser entregado por Franco a los aliados. «Es una traición sin nombre. El mariscal, tal vez salve la pelleja; pero a Laval lo van a fusilar».
Por otra parte, en París acababa de fallecer uno de sus escritores preferidos: Paul Valéry. Tropas francesas desfilaron ante el catafalco instalado en la terraza del Palais de Chaillot. «Francia honra así a sus hombres ilustres; en cambio, aquí, ha regresado del exilio José Ortega y Gasset, en automóvil y nadie ha desfilado ante él. Y ha muerto el pintor Gutiérrez Solana y apenas si la prensa se ha hecho eco del suceso».
Al notario Noguer sólo le compensaba que De Gaulle «hubiera metido la nariz» entre los cuatro grandes. Sin su enorme personalidad, Francia figuraría en la lista de los vencidos en la guerra; ahora figuraría entre los vencedores y sin duda recibiría ayuda masiva de los Estados Unidos para su reconstrucción. Por de pronto. De Gaulle había prohibido a los comunistas españoles que editaran periódicos y organizaran mítines por su cuenta, lo que a los maquis debió de sentarles como un tiro.
El notario Noguer se ocupaba de Carlos Civil, porque el padre de éste, el profesor Civil, antes de morir le encargó: «Vigile usted a mi hijo, que al lado de los hermanos Costa no sé dónde irá a parar». El notario Noguer no podía hacer nada… Carlos Civil era mayor de edad y además los hermanos Costa, pese a la estampida de don Rosendo Sarró, habían demostrado tener bien puesta la cabeza sobre los hombros. Redujeron a la fuerza su volumen de negocios —y de esto sabía algo Gaspar Ley—, pero externamente nadie lo advertía y además habían comprado el chalet y el yate de Ana María a Ignacio. Carlos Civil era la cara opuesta de los hermanos Costa. Introvertido, jefe de la EMER, actuaba bajo mano. Hacía negocios por su cuenta, como antaño el coronel Triguero, convencido de que sus «amos» no se enteraban. Éstos, por descontado, estaban rigurosamente al corriente de todas sus actividades.
Carlos Civil era miedoso y aprensivo. Cualquier cosa le producía sobresalto. Si leía que en Huesca habían lanzado a la piscina a uno de los «guardias de la moral», pensaba: «Esto ocurrirá aquí y Dios sabe la que se va a armar». De haber sufrido la urticaria que turbaba a «La Voz de Alerta» no se hubiera movido de la clínica Chaos o del hospital Provincial. Detestaba a su mujer, sin saber por qué. Decía que «olía mal», que su aliento era insoportable. Y que de noche, en la cama, la pobre tenía pesadillas y pegaba puntapiés. ¿Qué más? Que leía la revista
Hola
y las novelas del Coyote y que escuchaba los seriales de la radio. Leopoldo, el contable, le decía: «Pero si eso lo hacen todas las mujeres de Gerona, sin exceptuar la del gobernador». «No digas tonterías, que la mujer del gobernador huele bien».
Muchas veces había pensado en suicidarse. Tampoco sabía por qué. Las cosas se le presentaban de cara, pero no le gustaba un ápice el mundo que le había tocado vivir. De no ser por el recuerdo de su padre, de sus consejos, tal vez se hubiera tirado por una ventana. Pero su padre le había dicho siempre: «Lo que te ocurre es que te saltas la historia a la torera. Todas las épocas han sido iguales. Lo del valle de lágrimas no se dice porque sí. El hombre es insensato; pero cada cual, en su interior, puede formarse un lago en calma. Si tu madre no estuviera tan enferma yo disfrutaría de ese lago. Elige bien tus amistades, tu pequeño mundo, y todo lo verás de otro modo». Carlos Civil pensaba: «Sí, claro, pero el aliento de mi mujer es insoportable».
A raíz del suicidio de Ricardo Montero, el bibliotecario, Carlos Civil se pasó tres noches sin apenas dormir. «Ha sido más valiente que yo». Su mujer era muy desgraciada. «¿Cuándo te veré sonreír?». Carlos Civil, callado en la oficina, de pronto en casa pegaba gritos a lo Tarzán: «¡Ho-hé! ¡Ho-hé!». Sus hijos se asustaban. Entonces los cogía y los llevaba al cementerio a depositar un ramo de flores a la tumba de sus «abuelos».
Tal vez fuese un sádico-masoquista. A menudo le castañeteaban los dientes. A Jaime le pedía libros sobre la Revolución Francesa, porque se deleitaba con las cabezas cortadas por la guillotina. Leopoldo le decía: «Fuma, fuma mucho y todo esto se te pasará». Leopoldo le tenía miedo. «Algún día cometerá una barbaridad. Hará saltar la oficina a pedazos, con todos nosotros dentro». Lo malo es que le tenía la moral ganada. Carlos multiplicaba mentalmente a una velocidad vertiginosa. «No te asombres —le decía a Leopoldo—. En el manicomio, y el doctor Andújar lo sabe, hay un loco que multiplica mucho más de prisa que yo…»
Había oído hablar de las teorías de José Luis Martínez de Soria sobre el Maligno, sobre Satán; pero decía:
—Nada de Satán. Aquí es el hombre el que destruirá el universo…
* * *
Los hechos parecieron dar la razón a Carlos Civil. El gobierno imperial del Japón había decidido «ignorar» el ultimátum de Truman que exigía deponer las armas. En vista de esto, se trazaron todas las disposiciones y el 5 de agosto una bomba atómica —no se sabía exactamente en qué consistía— cayó sobre Hiroshima, «arrasando la ciudad y no dejando apenas supervivientes». Sólo los sabios podrían, tal vez, calcular sus efectos; el resto de los mortales, no. En Gerona se oyó un grito de horror y de protesta. Todo el mundo conectó las radios, que daban noticias contradictorias. Se hablaba de un hongo, de un formidable hongo rojizo emergido de la tierra y que había sepultado Hiroshima. ¿Por qué precisamente esta ciudad? Sin duda se trataba de un aviso, de una sirena de alerta.
El asombro se apoderó de las gentes, sobre todo porque, a través de alguna emisora inglesa, se dijo que, en el momento de ocurrir la catástrofe el presidente Truman se hallaba a bordo del crucero Augusta haciendo gala de buen humor. Y que cuando recibió la noticia: «Misión cumplida», le dijo a la tripulación: «¡Chicos, les hemos metido en el blanco un pepino de 20.000 toneladas de TNT!». Veinte mil toneladas… TNT. Eva, física de profesión, se llevó las manos a la cabeza y no daba crédito a sus oídos. Pero las radios facilitaban detalles. El bombardero que llevaba la carga mortífera había sido bautizado
Enola Gay
, por el nombre de la madre del piloto, coronel Tibbets.
El 9 de agosto trajo consigo el colofón. Una segunda bomba atómica había caído sobre Nagasaki —donde se encontraba de misionero el hermano del padre Forteza—, con daños comparables a los de Hiroshima. Al parecer, las bombas levantaban un viento de 120 kilómetros por hora, derribando los muros y cuanto les salía al paso y calcinando los cuerpos. Y se decía que sólo en Hiroshima los muertos rebasaban los cien mil y que los supervivientes vomitaban sangre por la boca y que la piel les caía a jirones.
El general Sánchez Bravo diagnosticó:
—El Japón se rendirá… De lo contrario, nadie les impide a los americanos lanzar una tercera bomba sobre Tokio.
Por lo visto no había unanimidad en el alto estamento japonés. Varios generales eran partidarios de la capitulación, otros querían luchar hasta el fin. En definitivas cuentas, pronto se dio a conocer la decisión. El emperador, Hiro Hito, dirigió un mensaje a su pueblo optando por la capitulación. En las ciudades y en las aldeas, ochenta millones de japoneses, que nunca habían oído la voz del emperador, se estremecieron. ¡Capitulación! ¿Y el viento divino, el
kamikaze
? El viento había alcanzado la velocidad de 120 kilómetros a la hora y los
kamikaze
, con sus aviones y sus lanchas, se precipitaban al fondo del mar, mientras una serie de generales se hacían el
harakiri
y grupos de patriotas les imitaban a su vez, prosternados en silencio ante el puente Niju Bashi, entrada principal del palacio imperial.
La capitulación se firmó a bordo del acorazado Missouri. Mac Arthur firmó por parte de los americanos, Shigenitu por parte del Japón. Por lo visto el discurso de Mac Arthur fue magnífico. Significaba el fin de la guerra, que había durado exactamente 2.194 días y en la que habían participado 110 millones de hombres. El número de víctimas tardaría mucho tiempo en ser evaluado. Pero Mac Arthur habló de que, pese a todo, aquello suponía el comienzo de la paz y que la vida continuaba sobre la tierra, a excepción, tal vez, de Hiroshima y Nagasaki, pues nadie podía afirmar que la radiactividad permitiera proseguir sobre su suelo la existencia.
Todas las personas que en Gerona empezaban a sobrecogerse ante los detalles de los «campos de exterminio» alemanes, y que antes lo hicieran a través de los bombardeos de Coventry y otras ciudades inglesas, tuvieron un argumento que esgrimir a su favor.
—Nada puede compararse a las bombas atómicas —afirmó el camarada Montaraz, respaldado por el general Sánchez Bravo—. Porque, lo más grave de ellas es que, en el momento de ser lanzadas, se ignoraba por completo la magnitud de los daños que podían ocasionar. ¡Podían radioactivar a toda la población japonesa y contornos! Ah, el presidente Truman. Su responsabilidad es histórica. Más le hubiera valido seguir vendiendo corbatas…
Mateo era de su parecer, tanto más cuanto que la aviación inglesa había
coventryzado
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ya una serie de ciudades alemanas, como Dresde, Bremen, Hamburgo, etc. «Los aliados tampoco se han andado con chiquitas y también la historia los juzgará». Marta se fue a rezar a la iglesia del Sagrado Corazón, donde encontró al padre Forteza, arrodillado, sumido en una profunda meditación…
Manolo y Esther no sabían a qué carta quedarse. Lo sucedido era verdaderamente horrible y resultaba difícil justificarlo. Por último se aferraron a un argumento que les facilitó Moncho, analista de profesión. «Tal vez, de no haber usado las bombas atómicas, las víctimas en el Japón hubieran sido mucho más numerosas, dado el fanatismo de quienes no se querían rendir».
—Hubieran tenido que ocupar el archipiélago palmo a palmo… Me gusta hablar con claridad. Tal vez la fórmula elegida haya sido la correcta.
Moncho dijo esto y se volvió a sus microscopios, mientras Manolo y Esther se sentaban frente a frente, ella en su diván amarillo, él con su batín floreado, en su butacón preferido.
—¡Qué cosas tiene la vida! —comentó Manolo—. Se ha terminado la guerra y todos deberíamos estar eufóricos; sin embargo, esta inesperada masacre me ha puesto un nudo en la garganta…
—Lo mismo te digo —terció Esther, mientras atendía a Jacinto y Clara, que le reclamaban la merienda—. Siento un dolor extraño; sobre todo, porque ese hongo rojizo presupone una incógnita para el porvenir…
—No creo que estemos tan locos —replicó Manolo—. He leído que el científico Fermi estaba en contra del uso de la bomba. ¡Y quién sabe lo que Einstein andará pensando en su interior!
Esther marcó un silencio.
—Si he de serte sincera, ya no me fío de nada… Ahí tienes a Franco, decretando tres días de fiesta nacional.
—De ése puede esperarse cualquier cosa. Ya habrás oído dónde ha pasado estos días: en su amada Galicia, pintando… —y Manolo se levantó y se fue al ventanal, a contemplar la Rambla.
Esther, viendo merendar a sus hijos, sintió que le ganaba un hambre atroz. Pidió a Rosario que les sirviera el té, con abundancia de pastas. Ello la reanimó. Se atrevió a levantar la taza y decir:
—En fin, ¡brindemos por la terminación de la guerra!
—Brindemos… —repitió Manolo, pidiendo que le añadieran una raja de limón.
MÉJICO, 20 DE AGOSTO DE 1945.
Querido Ignacio:
Recibimos tu carta, en la que nos dabas cuenta de que la niña de Pilar nació muerta. Ya puedes imaginar el dolor que nos ha causado esta noticia. Imaginamos lo que ella y Mateo deben sentir. Nosotros no quisimos tener hijos por miedo a que nos sucediera una cosa así o a que nos naciera un niño subnormal. También nos enteramos del fusilamiento de tu primo, José Alvear. Dado su temperamento, este final ha sido lógico…
Después de daros nuestro pésame más sincero, permítenos que expresemos nuestra alegría por el final de la guerra. Ha sido la más cruenta de la historia. Aquí salieron todos los coches tocando los claxons e incluso hubo, en algunos barrios, concierto de cacerolas. Olga y yo, acompañados de algunos amigos del Círculo Catalán —sigo siendo el mandamás—, lo celebramos con champán
Codorníu
, que no sabemos cómo ha podido llegar hasta América. Y a última hora, con ayuda de una familia valenciana dedicada a fuegos artificiales, lanzamos al aire tres cohetes simbólicos.Ahora sí que vemos cercano el día de nuestro regreso a Gerona. Ya sabréis —o quizá, no—, que en la reunión de Potsdam se acordó declarar «indeseable» el régimen español y recomendar a todos los países de la ONU que le hicieran el boicot al gobierno de Franco si intentaba presentarse como miembro de la Asamblea de las Naciones Unidas. Simultáneamente, se ha celebrado en el Salón de Cabildos de la ciudad de Méjico una reunión extraordinaria de las Cortes del Frente Popular. De los quinientos y pico de parlamentarios, sólo quedan noventa y siete supervivientes. Hay una lucha por el poder, como siempre ocurre en esos casos.
Que si Prieto, que si Negrín, que si Martínez Barrio, que si Giral. Finalmente creemos que el doctor Giral se llevará el gato al agua. Queremos decir que será nombrado presidente del consejo y del gobierno republicano español.
Todo el mundo está preparando las maletas. Los que tenemos maletas, claro, pues el exilio no ha sido dorado para todos. Ha habido familias que en estos años no han podido salir adelante ni a la de tres. Por ejemplo, el Responsable sigue en Venezuela entre rejas. Y nos ha escrito Antonio Casal diciendo que los alemanes le hicieron prisionero y que ha tenido que cavar muchas trincheras.
Olga tiene juanetes. Le duelen los pies. ¡Ya era hora de que le doliera algo! Tan guapa y tan sana, era casi una agresión para todos cuantos la conocen.
Sin que ello signifique precipitar los acontecimientos, nos gustaría que sepáis que, una vez en Gerona, estaremos naturalmente a vuestra disposición. Contad con nosotros como si fuéramos de la familia. Confiamos en que Matías podrá continuar yendo de pesca y jugando al dominó y que Ignacio podrá perorar en la Audiencia cuanto se le antoje. De la actuación de Mateo sabemos muy poco; así que, sobre este punto, preferimos abstenernos.
Imaginamos los dimes y diretes que en estos días circularán por Gerona. Todo llegará por sus pasos contados, pero, como es lógico, más de prisa de lo que podéis sospechar los que vivís ahí dentro.
Desde Méjico un saludo como siempre. Y con un abrazo tan emocionado como el que hubiéramos querido daros en 1939, cuando nuestra provisional huida de España.
Firmado:
DAVID Y OLGA
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