Núñez Maza continuaba en Ronda, bajo libertad vigilada y seguía recibiendo a muchos «desafectos» del Régimen, e incluso a algún socialista. Circulaban fotocopias de sus escritos y era inexplicable que ello pudiera ocurrir. En el último hacía un canto a Julián Besteiro, que murió en la cárcel de Carmena el año 1940, mientras cumplía condena. Su esposa no pudo ir a verle nunca porque, al no estar casado por la Iglesia, no se la consideraba su esposa legal. «¡Haberse casado por la Iglesia!», había exclamado mosén Falcó.
Ana María, al regresar a su piso de la avenida Padre Claret, cuyo ascensor se estropeaba siempre, experimentaba un sentimiento dual. Satisfecha porque, pese a la edad, la consideraban una más del grupo, insatisfacción porque, por lo general, no se llegaba a ninguna conclusión. Claro que aquellas mujeres tenían buen cuidado de no mencionar sus propios méritos. Por ejemplo, María Fernanda no decía ni pío de las muchas veces que había conseguido arrancar de las manos del gobernador sentencias lesivas para los «desafectos». Tampoco Esther alardeaba de que había empezado a aceptar alumnos para clases de inglés. Ésta parecía ser la tónica imperante. En el Instituto Británico de Barcelona había cola para la inscripción. Carlota, la condesa de Rubí, no aludía tampoco para nada a sus donativos en favor de la Cruz Roja con destino a los damnificados por la guerra… En resumen, Ana María comprendía que las personas y las cosas tenían su cara y su cruz, lugar común del que Ezequiel le había hablado desde pequeña y del que era un veraz ejemplo su propio padre, don Rosendo Sarró.
Ignacio se interesó por cuanto se refería a Núñez Maza. Deseaba conocerle, debido a lo que de él le había contado Mateo. A este respecto Ana María, a mediados de enero, le llegó con la noticia del posible traslado de Núñez Maza a la provincia de Barcelona, porque en Ronda se pelaba de frío. Ignacio vio la puerta abierta. «Mateo me acompañará. Vamos a ver qué nos cuenta el actual admirador de Julián Besteiro, a quien hace un par de años posiblemente hubiera fusilado sin dilación».
Ignacio estaba contento con Ana María. Prolongación de la luna de miel. La prueba íntima, de la que le había hablado Manolo —coincidir los dos en el cuarto de baño— la habían superado sin el menor apuro. La hora predilecta de los dos era después de la cena, cuando Mari-Luz se había acostado ya. Entonces leían o escuchaban música o canto, ¡a veces, gregoriano! Y Ana María estaba a punto de tomar una decisión: aprender a tocar la guitarra. Sebastián Estrada era un consumado maestro. Había aprendido en el mar, en las horas solitarias y para bordonear la nostalgia de la tripulación. También quería Ana María una minimoto Soriano, como Gracia Andújar. Y tener un hijo. Y tantas cosas…
Adivinaba los deseos de Ignacio y se anticipaba a ellos, bajo el icono que Mateo se trajo de Rusia y que les regaló. E Ignacio la correspondía. Por ejemplo, la acompañaba a misa todos los domingos, e incluso a comulgar. Lo que le ocultaba Ignacio era que llevaba mucho tiempo sin visitar la celda del padre Forteza para confesarse. Con eso de Buda, Confucio, el sintoísmo, el animismo y demás se armaba un lío como los soldados americanos con el cambio de moneda de los rapaces de Napóles. ¡Querría concretar! Y lo conseguiría. Lo conseguiría el día que encontrara un maestro, cosa tan difícil como que Jaime olvidara la paliza que le dieron los tres ex divisionarios.
«SI ES NIÑA, se llamará Carmen». Esto era lo acordado por Pilar y Mateo y por toda la familia. A medida que se acercaba el día, Mateo comentaba: «Lástima que mi padre no esté ya entre nosotros. Hubiera querido regalarle una nieta». Matías más bien intuía que sería niño, en cuyo caso se llamaría Emilio, en recuerdo precisamente de don Emilio Santos. Carmen Elgazu repetía siempre lo mismo: «Igual me da. La cuestión es que salga sano y salvo».
No hubo lugar. Era una niña, pero nació muerta. Tres vueltas del cordón umbilical la asfixiaron. El doctor Morell y la comadrona, Sara, no pudieron hacer nada por evitarlo, aunque Moncho opinó que tal vez en una clínica bien organizada hubiera podido salvarse. «Llegará un momento en que podrá cuidarse del feto en previsión de que esto ocurra. Pero estamos todavía en mantillas».
El caso es que las opiniones no servían para nada. Pudo evitarse que Pilar, en medio de los dolores, viera a la niña muerta. Sara la escamoteó en el momento preciso, mientras Pilar la reclamaba para poderla contemplar. Mateo estaba anonadado. Nadie sospechó una cosa así. Nacían millares y millares de niños en el mundo sin los cuidados de que Pilar había gozado durante el embarazo, y tan campantes.
El drama se cebó en ellos, Dios sabía por qué. Mateo vio el cadáver, contraído, diminuto, que parecía un pingajo. En seguida tuvo la sensación de que no olvidaría jamás aquel pedazo de carne «sin bautizar». Tuvo un momento de rebeldía y miró al techo —al cielo— con los puños cerrados. Cuando Pilar se enteró, se desmayó. Al reponerse rompió a llorar, mientras el doctor Morell decía: «Dejen que se desahogue. Que se desahogue lo que sea menester. Para la madre es fundamental».
El piso de la plaza de la Estación se convirtió en un sorprendente velatorio, puesto que la cuna y todo lo demás estaba preparado. Se oían toda suerte de comentarios. «Lo importante es que se haya salvado la madre», «Mejor esto que no que hubiera salido mongólica o algo así». Mateo, al oír esto, pegó un puñetazo en la pared. Comprendió que ignoraba cuál habría sido, llegado el caso, su reacción. En Gerona había varios subnormales profundos y por regla general los padres los querían mucho más. Él temía que no hubiera estado a la altura. Pero no era momento para elucubraciones. Había que consolar a Pilar, cosa difícil, porque ésta no hacía más que continuar llorando, sufrir y morder la almohada.
* * *
Un coche de caballos y un pequeño féretro blanco, camino del cementerio. Detrás, tres coches negros: familia e íntimos, nadie más. El camarada Montaraz y María Fernanda quisieron estar presentes. Muchas coronas de flores. En el cementerio, el sepulturero gorra en mano y un par de albañiles. Estrenarían nicho, por decisión de Mateo. La arena crujió bajo los pies, en una mañana de frío cortante, presidida por la tramontana. La boca del nicho pareció enorme comparada con el féretro. Éste, al penetrar en el hueco se deslizó con suavidad. Antes mosén Alberto había rezado un responso y había dicho que el bautizo
post mortem
era válido y que tenían delante un ángel más, que ni siquiera había rozado la tierra. «Los designios de Dios son incomprensibles y ante el misterio no podemos hacer más que rezar».
El murmullo de los rezos sonó débilmente, porque los asistentes no hicieron más que balbucear. Sólo la voz del sacerdote resonó contundente. Algunos dudaban de que «aquello» que enterraban hubiese sido vida. Mosén Alberto, no. Desde el momento de la concepción el feto tenía ya alma, y alma inmortal. De modo que aquella niña había llegado al final de su destino, el cielo, sin necesidad del período intermedio que suponía la existencia. «Para nosotros será Carmen, como si hubiera sobrevivido al parto».
Visto y no visto, todo el mundo hizo la señal de la cruz y retrocedió hacia la puerta de salida. Matías estrujaba el sombrero entre los dedos, mirando sin querer hacia el nicho donde estaba César. Carmen Elgazu no acudió al cementerio. Se quedó haciéndole compañía a Pilar, que debía guardar reposo. Mateo, con su camisa azul, caminaba al lado de Ignacio. Éste le había dado un abrazo que recordaba aquellos tiempos en que dialogaban interminablemente en favor de la misma causa.
Mateo estaba sereno. Consideró un deber guardar la compostura y lo consiguió. Manolo, antes de subir al coche encendió un pitillo. Fue el primer pitillo del entierro, que Esther le quitó de los labios con delicadeza y lo tiró al suelo y lo pisoteó. Marta llevaba escolta: Chelo Rosselló y Gracia Andújar. Marta fue la que con más ahínco decidió acompañar a Pilar en los días sucesivos, pues era de prever que la espantaría la soledad.
Mateo logró susurrarle a Marta:
—Ya lo ves… Hay momentos en que los yugos y las flechas no sirven para nada.
—Sí, es verdad.
En el piso de la Estación quedó solamente la familia. Tere, la joven sirvienta, estaba tan asustada que incluso le pasó por el magín hacer la maleta y huir. Pero adoraba a su «señorita», a Pilar, y no iba a hacerle esta faena. A medida que iban subiendo la escalera todos sentían un hambre atroz. Tere se había ocupado de eso y había tres bandejas preparadas en el comedor. Carmen Elgazu cuidó del café y durante un rato sólo se oyó el ruido de los platos y de las cucharillas. Luego, casi se formó una cola para ir al lavabo, para ir a orinar. Y luego los pitillos fueron permitidos y supusieron un heterodoxo consuelo.
Mateo, en su interior, tuvo una aparatosa reacción contra aquel Dios de que le habían hablado siempre y que parecía divertirse disparando contra unos y otros «como los órganos de Stalin». ¿Carmen un ángel? ¿Qué necesidad tenía, pues, de pasar nueve meses en el vientre de una criatura llamada Pilar? ¿Dónde estaba la misericordia? ¿O dónde estaba la omnipotencia? Mateo había visto tantas muertes que a veces dudaba de la omnipotencia de Dios. Tal vez José Luis tuviera razón y el Maligno guardara para sí determinadas parcelas de poder. Tal vez tuvieran razón Ramiro Ledesma y José Antonio, que en el plano religioso eran más bien escépticos.
Pilar era un velero a la deriva. Su madre no la dejaba ni a sol ni a sombra para que no la invadieran «malos pensamientos». Pero Carmen Elgazu ignoraba que lo peor de lo que le ocurría a Pilar eran los escrúpulos. Cuando Mateo regresó de la División Azul la muchacha pasó más de un mes volviéndole la espalda. Por fin comprendió que su actitud era falsa y que debía complacer a su marido. Pero no lo hizo de una manera total. En el momento de amarse ella experimentaba cierto rencor. Tal vez la niña muerta fuera el castigo, tal vez ella fuera la culpable. Le pedía a Dios que tuviera piedad y la librara de aquel tormento. Espiaba los mínimos gestos de Mateo para ver si detectaba una sombra de acusación. Nada de eso. Todo lo contrario. Mateo la rodeó de un afecto sin mancha, puro, arrollador. Cuando Pilar fue dada de alta le prometió estar a su lado hasta que todo lo ocurrido les pareciera una pesadilla. Un pensamiento, una asociación de ideas asustaba a veces a Mateo: el día de Reyes le regaló a Pilar un collar de tres vueltas y «Carmen» se asfixió por un cordón umbilical también de tres vueltas. Mateo era todo lo contrario de un supersticioso o de un creyente en los «gnomos» maléficos, pero aquello no dejaba de ser una insólita casualidad.
Moncho y Eva trataron a Pilar. Le dieron infusiones calmantes o tónicas, según el momento. Moncho se alegró una vez más de su decisión de no querer tener hijos. «Te ocurre una cosa así y te destroza». También el doctor Andújar estuvo al quite y visitó repetidamente a Pilar, porque le temía al fantasma de la depresión. El doctor Andújar era la única persona a la que Pilar confesó sus escrúpulos. «Esto es una chiquillada, hija mía… Tu actitud, normal debido a las circunstancias, no tiene nada que ver. Fue una carambola de la naturaleza. Procura reponerte y dentro de un tiempo lo que vais a hacer es encargar otra Carmen. Tú y Mateo estáis muy sanos y esto no se va a repetir».
Un detalle que Pilar consideró entrañable: a los dos días del entierro se presentaron en su casa, por orden de Marta, una representación de flechas y pelayos encabezada por Eloy, con un espléndido ramo de flores.
—Para ti… —le dijo Eloy.
—Gracias, renacuajo —le contestó Pilar—. Es el ramo más hermoso que haya recibido jamás.
* * *
La mala racha de Mateo no terminaba ahí. Al otro lado de la familia estaban la guerra y la Falange, y ambas cosas se presentaban torcidas. En Italia había empezado la batalla para la ocupación de la ciudad de Cassino y de su monasterio —Montecassino—, y aunque las fuerzas que la defendían por el momento se salían con la suya, el poderío aliado era de temer. Y Montecassino era la clave de Roma y Roma era la clave de todo el resto de Italia. Y los Estados Unidos declarando oficialmente que se disponían a construir ciento cincuenta mil aviones en el plazo de los próximos doce meses.
En cuanto a la Falange, la Iglesia se la había metido en el bolsillo. Eran palabras de Salazar y también del camarada Montaraz. Por su parte, Franco parecía jugar un doble juego. Con pocas fechas de diferencia había dicho, recibiendo a Aírese y a su equipo: «A vuestra fe y a vuestro fanatismo respondo yo con el mío. Creo en España porque creo en la Falange»; luego, «La Falange no es un partido estatal, sino un instrumento al servicio de la unidad nacional». ¡Sibilina frase! ¿La Falange no era el Estado? Por lo visto, no. Y en Gerona era evidente que ostentaba más poder el obispo, doctor Gregorio Lascasas, que el gobernador. Además, apenas si el nombre de Falange se usaba ya; se hablaba cada vez más de Movimiento, término ambiguo que a Mateo nunca acabó de gustarle. «En Rusia éramos falangistas y no afiliados al Movimiento». También los hermanos Costa, que se dedicaban a la construcción, habían acuñado la palabra «Inmobiliaria», que antes no existía.
Mateo estaba confuso. Precisamente, pocos días antes del parto de Pilar había insertado en
Amanecer
una frase del corresponsal Tebib Arrumi: «Franco ha hecho la guerra con la espada del Cid, la vara del alcalde de Zalamea y la lanza de don Quijote». Pero, por otro lado, el mismo Franco permitía que se pasearan por la nación extrañas reliquias, como el brazo de san Francisco Javier, el pie de san José de Calasanz, el dedo de san Juan de Dios y la costilla de san Francisco de Regís… Por si fuera poco, y para implorar la lluvia —sequía pertinaz, espanto de los campesinos—, habían salido en procesión las imágenes de san Roque, de san Pancracio, de santo Toribio, de san Críspulo y en la propia Barcelona el Cristo de Lepanto. Al lado de esto era poco eficaz que al cardenal Pía y Deniel, por lo bajito que era, se le llamara «Su menudencia».
Menos mal que acababan de nombrar jefe nacional del Frente de Juventudes al camarada Elola, quien al parecer llegaba con ganas de trabajar. Le había llamado por teléfono y le había dicho: «Tengo la intención de recorrer una a una las provincias de España. Cuando le toque el turno a Gerona te avisaré».
Por si esto fuera poco, el «cáncer» del catalanismo avanzaba sin hacer ruido. Por ejemplo, seguía publicándose en Barcelona el semanario
Destino
, ahora aliadófilo y catalanista a la vez. Y por lo visto tenía gran éxito. Y el ingeniero Carlos Buigas, creador de las famosas «fuentes luminosas» de Montjuich, acababa de entregar a las autoridades un proyecto único en el mundo: la iluminación de la montaña de Montserrat. «Como no paren esto, el nombre de Montserrat se hará más popular que el de Walt Disney». Mateo creía saber que Carlota, al leer lo del proyecto había pegado un salto de alegría y se había apresurado a movilizar toda su influencia en Barcelona para que la genialidad del ingeniero Buigas se convirtiera en realidad.