Los hombres lloran solos (42 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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Sin embargo, el padre Forteza necesitaba desahogarse y por fin dio a leer la carta a Ignacio, puesto que a éste Oriente le interesaba cada día más. Ignacio le dijo:

—Sí, sí, comprendo a su hermano y me imagino de lo que es capaz la disciplina
samurai
y la de los
kamikaze
s
. Pero el Japón es oriental sólo a medias. Si no estoy equivocado, el siglo pasado empezó a conectar con Occidente y ha heredado ya muchos de nuestros defectos. Por supuesto, su hermano conoce aquello mejor que yo, que sólo me baso en una decena de libros que han caído en mis manos; pero dudo de que el Japón, aislado, pueda darle un vuelco a la situación. Más bien espero que al final se impondrá entre ellos el tradicional
harakiri

El padre Forteza no supo qué contestar. A él le había llamado la atención que los bonzos hubieran empezado a trabajar en las fábricas. El budismo era como una lluvia gigantesca que impregnaba todo Oriente. Claro que era preciso matizar. La parte de China que estaba bajo la presidencia de Chiang Kai-shek se aprestaba a declarar la guerra al Japón, y entre los chinos —casi ochocientos millones— Buda y Confucio influían a la par.

—En el transcurso de este año que ahora empieza se decidirá la papeleta… Veremos si la influencia del emperador Meiji, que fue quien conectó con Occidente, fue benéfica para los japoneses o lo contrario. Entretanto, ahora que se acerca el día de Reyes, a ver, mi querido Ignacio, si te comportas como debes con respecto a tu familia.

Ignacio sonrió. La festividad de los Reyes Magos era especial para él, porque de niño le traían siempre un caballo de cartón y una peonza, con lo cual era feliz; ahora también se intercambiaban obsequios los mayores y debería estrujarse el magín para contentar a cuantos estaban a su alrededor.

¡Día de Reyes! Fue un triunfo para el profesor Civil y para la madre de Marta, quienes en Auxilio Social repartieron gran cantidad de juguetes. Muchos de estos juguetes habían sido construidos en prisión por los reclusos, para sus hijos o para ganarse un dinero extra. Por su parte, Mateo acertó con el obsequio a Pilar: un collar de tres vueltas, perlas de Mallorca. Ignacio se dedicó a regalar libros a cuantos le rodeaban. A Pilar, obras de Gabriel y Galán, de Alarcón y de José María de Pereda; a Ana María, obras de Pérez Galdós y de Blasco Ibáñez, que Jaime el librero le vendió bajo mano. Llamó a Bilbao y encargó a sus tías Josefa y Mirentxu media docena de muñecas, que pasaron a engrosar la colección de Marta; y a Esther una boquilla larga, suiza, que encontró en casa del anticuario Pujadas. Etcétera.

El regalo de libros no fue una improvisación. Ignacio deseaba que todo el mundo cultivara su intelecto. Sabía que Pilar pasaba malos ratos en las reuniones con Esther, María Fernanda, Carlota y Charo, por falta de formación cultural. Había un evidente desnivel entre ella y las demás, y Mateo parecía no darse cuenta. Le dijo a su hermana: «Tienes que leer… Saca el tiempo de donde puedas. Ahora que estás encinta y debes descansar, aprovéchalo. Los libros que he elegido para ti son como un aperitivo. Los digerirás fácilmente; más tarde iré regalándote libros más complejos. Por ejemplo, los de Stephan Zweig, quien acaba de suicidarse en el Brasil, junto con su esposa, mediante un veneno lento y doloroso…»

Ignacio tenía razón. El desnivel entre Pilar y sus amigas —incluyendo a Ana María, e incluso a Marta— era sensible. En este sentido tal vez la influencia de Carmen Elgazu, con su cantinela de los libros prohibidos, hubiera sido nefasta. Pero también fallaba la materia prima. Pilar era un encanto, un ser pillín hasta perderse de vista; pero prefería los seriales radiofónicos a las «Píldoras para pensar» que emitía el doctor Andújar. Con la guerra se hacía un lío con los nombres propios, a excepción de Sicilia, de Riga y del lago Ilmen. Ni que decir tiene que a Mateo le bastaba con eso, porque Mateo era machista y las sabihondas, en el fondo, le incordiaban.

Para la población en general, los tres Reyes Magos fueron los tres ex divisionarios: León Izquierdo, Pedro Ibáñez y Evaristo Rojas. Este último fue el rey negro, papel al que aspiraba
Cacerola
. Llegaron en carroza, procedentes de la estación, y los niños con sus farolillos se alborotaron y querían besarlos. «La Voz de Alerta» vio a su hijo, Augusto, de la mano de Carlota, agitando el farol. Pilar vio a César de la mano de Mateo. Los Alvear hubieran querido ver a Eloy, pero éste, que acababa de estrenar pantalones largos, les dijo: «Hace años que dejé de chuparme el dedo…» Entonces, Matías se rió y se fue al quiosco de la esquina a comprarse la primera novela protagonizada por
el Coyote
, que acababa de aparecer y que, según Jaime, sería la conmoción entre el público amante de las aventuras.

¡Pobre Jaime! Nadie podía vaticinarle, a lo largo de la jornada, lo que le ocurriría al llegar la noche. Los tres Reyes Magos se despojaron de sus disfraces, recobraron sus camisas azules y amparándose en la oscuridad penetraron en la librería por una puerta lateral —Facundo se había marchado ya—, y le pegaron a Jaime una tremenda paliza, hasta hacerle sangrar la boca y amoratándole el ojo izquierdo.

Jaime, por descontado, reconoció a los tres ex divisionarios, que salpicaron su gesta con palabras alusivas al Socorro Rojo, a los rusos y a la madre que los parió. Jaime chilló como un perro herido y al quedarse solo se fue, renqueante, al dispensario, que se encontraba lejos —cerca de Correos y Telégrafos—, para que le hicieran la primera cura. Allá no quiso revelar los nombres de los autores del atentado; se reservó para el día siguiente, convencido de que don Eusebio Ferrándiz, jefe de policía, le haría caso.

Tiempo perdido. Don Eusebio Ferrándiz le recibió con semblante desolado. «¿Hay testigos?», le preguntó. «El testigo soy yo», contestó Jaime. «Entonces, me temo que no podremos formular una acusación en regla…»

El camarada Montaraz no había sido el instigador del asalto, pero le ordenó por teléfono a don Eusebio Ferrándiz que diera carpetazo al asunto.

* * *

Las reuniones entre la élite femenina de la ciudad tenían lugar periódicamente. O bien en el salón del hotel Peninsular, o bien a domicilio, por rotación. Formaba parte de ellas, además de las mencionadas por Ignacio, Eva, la mujer de Moncho. Adela hubiera dado todas sus joyas para ser admitida, pero su marido era un simple telegrafista y la consideraban vulgar. ¿Vulgar? Adela se tomó su venganza, apuntando directamente hacia María Fernanda, la esposa del gobernador. Puesto que Ignacio le había dicho paladinamente: «Adela, se acabó, vamos a terminar esto de una vez», la mujer, en cuanto pudo, se desquitó. Un par de miradas insinuantes a Ángel y se llevó el gato al agua. El muchacho picó, aun a riesgo de que su madre tuviera un ataque de nervios. Pero nadie había de enterarse. Ni siquiera Marcos, un bendito de Dios, como siempre.

Ángel no consiguió que Adela olvidara a Ignacio, como la Torre de Babel no conseguía que Paz olvidara a Pachín, pero era todo un hombre, tal vez con mayor experiencia que Ignacio, debido a la edad. El comportamiento de la pareja era digno del Kama Sutra, una embriaguez, un enajenamiento. Mientras Marcos estaba en Telégrafos enviando continuamente mensajes al Papa en pro de la salvación de Roma, Adela se refocilaba con su nuevo amor. Sabedora de las aficiones de Ángel a la fotografía, lo encandiló para que le sacara «desnudos» eróticos como para ilustrar los cuentos de Boccaccio. Ángel había saltado de los locos y los ancianos a los caprichos de una mujer febril, cuyo íntimo deseo hubiera sido llegar a
supervedette
del Paralelo, en Barcelona.

No, nadie estaba enterado de este emparejamiento, por lo cual la élite femenina de la ciudad se veía obligada a dar pábulo a otros rumores. Últimamente, además del incidente de Jaime, que se saldó diciendo que se trató de una riña personal con un borracho, los dardos apuntaban hacia Sólita… ¡y Rogelio! «Se conocieron en Rusia, y estas cosas pasan…» «Yo opino que Sólita tiene perfecto derecho a tener un amante». «Sea lo que sea, es una muchacha estupenda». «De todos modos, es bastante mayor que Rogelio». Etcétera.

Las reuniones eran dispares, heterogéneas. Si alguien conseguía hilvanar el diálogo, era precisamente la benjamina del grupo, Ana María. A ésta no le gustaba el chismorreo. Tal vez, con la edad, modificara su criterio; pero, de momento, prefería creer que la gente era honrada, excepto cuando una guerra andaba de por medio. También la ayudaba Eva, metódica en su manera de hacer y que era la que les aportaba las noticias más interesantes; por ejemplo, que por fin el doctor Fleming había podido rematar sus estudios sobre la penicilina, gracias a lo cual ya se había hecho una prueba en España —el medicamento procedía del Brasil—, curando en cuestión de un par de días a una niña madrileña llamada Amparito Peinado, que padecía una mortal infección.

María Fernanda, tan aprensiva siempre —le temía al cáncer—, comentó:

—Le diré a mi marido que tenga siempre penicilina en casa…

—No es fácil conseguirla.

—Se hará lo que se pueda.

Ana María, Charo y Eva eran las únicas mujeres del grupo que no habían tenido hijos. En una de las tardes en las que les dio por abordar el tema —el bridge lo jugaban por las noches—, les pusieron como ejemplo el último premio de natalidad: María Martínez Rodríguez, de Barcelona, acababa de enviudar, tenía treinta y ocho años y había traído al mundo veinte hijos.

—¡Jesús! —protestó Esther—. Manolo dice que eso debería de estar castigado por el Código civil…

Aparecieron en Gerona las minimotos Soriano, flamante innovación. La primera muchacha que se paseó por Gerona montada en una de ellas fue Gracia Andújar. Sorteaba los obstáculos con una elegancia impar. «Gracia tiene clase y se entenderá muy bien con José Luis». Por cierto, que la única mujer del grupo que sabía conducir coche era Esther. Se habían comprado un
Studebaker
y a menudo se iban todas con él a inspeccionar las obras del chalet que Ángel les construía en S'Agaró. En estas excursiones lo pasaban divinamente comentando la belleza del paisaje de Gerona a la Costa Brava. Tierra ubérrima, tupido arbolado, masías centenarias y, de pronto, el mar. Las obras avanzaban y Ángel les había prometido que a principios de verano estarían concluidas. «Ya lo sabes, Ángel —le repetía Esther—. Quiero que la fachada sea blanca, como en mi tierra». «No hay inconveniente. Al lado del Mediterráneo, la solución es correcta». Tendrían piscina y pista de tenis. Más adelante, tal vez, un yate como el de don Rosendo Sarró.

Charo conocía muy bien a aquellas mujeres porque todas acudían a su flamante peluquería —peluquería Charo—, en la que ella no se ensuciaba los dedos. Tenía dos dependientas muy capaces y lo que Charo hacía era dirigir y, por descontado, cobrar. Se puso de acuerdo con Dámaso y repartía a las clientes unos sobres perfumados que hacían las delicias de los amantes de la limpieza. Sus preferencias iban para Esther, pese a que ésta últimamente parecía desentenderse un poco de las preocupaciones sociales que la absorbían tiempo atrás.

—¿Te das cuenta, Esther? Estamos en plena guerra… ¿Cuántas personas, en el mundo, viven como tú?

Esther hacía un mohín y dejaba en el cenicero la larga boquilla que le regalara Ignacio.

—Sí, comprendo muy bien lo que dices. Y a veces me asusta tanta felicidad… Temo que de repente caiga un rayo del cielo y todo salte por los aires.

—¿Por qué? —intervenía la condesa de Rubí—. La vida tiene altibajos. Hay que saberlos aprovechar… Mi marido opina que antes de la guerra civil y en sus comienzos lo pasó fatal. De modo que si ahora se toma un whisky lo saborea a modo, mientras contempla los cachivaches que los Reyes Magos le trajeron a Augusto.

Fue Carlota la que les habló de que un ingeniero español llamado Alejandro Goicoechea, asociado con el financiero José Luis Oriol, había presentado un tren articulado ligero que se llamaría Talgo. «Va a ser la revolución». Al mismo tiempo, otro español, Teófilo Gaspar Arenal, había inventado un producto para conservar los frutos de la tierra por tiempo indefinido. «Otra revolución».

Esther cortó por lo sano.

—Pase lo del Talgo… Lo del señor Teófilo, esperaremos sentadas.

Ana María, que de vez en cuando hacía un viaje a Barcelona —siempre en coches de primera—, habló de un elefante llamado Perla que había sido regalado a la ciudad. Tenía 17 años y era precioso. «Millares de niños fueron a esperarle al parque de la Ciudadela. Y con la excusa de los niños, fueron también los mayores».

En ocasiones, Eva quedaba fuera de juego. No comprendía que en plena contienda mundial aquellas mujeres chismorrearan sobre asuntos tan livianos. Exageraba. Aquellas mujeres se expansionaban o desahogaban como pudieran hacerlo los contertulios del café Nacional, pero cada cual en su interior era consciente como pudiera serlo Moncho. De suerte que cuando convenía hablar de política o de la guerra lo hacían también, y con conocimiento de causa.

—No sé por qué se dice que el sinsombrerismo halaga al marxismo —decía Charo—, puesto que en Rusia, a causa del frío, los miembros del Politburó llevan todos gorro de astrakán.

Intervenía María Fernanda.

—¿Sabíais que los rojos españoles residentes en Méjico se proponen colocar una estatua de Stalin en el cerro de los Ángeles?

Le tocaba el turno a Esther.

—Leed mañana
Amanecer
. Se ha firmado un importante acuerdo comercial entre España y los anglosajones. A veces no entiendo a míster Churchill, y menos aún a míster Edén, quien acaba de declarar que la ayuda prestada por el gobierno español a las tropas aliadas que desembarcaron en África es impagable…

—Es la generosidad del vencedor —terciaba María Fernanda—. Sin contar con que España ha sido muy útil para el intercambio de prisioneros. La semana pasada en Barcelona se canjearon dos mil, entre ellos los generales Cramen y O'Carrol, en poder de los alemanes.

Hablaron de la cantidad de felicitaciones que todo el mundo recibió por Navidad: ¡felicitaciones de barrenderos, de serenos, de vigilantes, de carteros, de limpiabotas!, etc., con sus versos ripiosos. Hablaron de la supresión del hombre-anuncio, decretada por el camarada Montaraz. María Fernanda dijo: «Mi marido consideraba humillante esta fórmula de propaganda, un hombre con una gran pancarta en el pecho anunciando cualquier producto». Hablaron —y Eva parpadeó— de que en el Ejército británico había más de 40.000 judíos luchando. Y hablaron, ¡cómo no!, de Núñez Maza.

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