La sensación de verdor cristalino que la había rodeado hasta aquel instante se fue desvaneciendo, al igual que los fantasmas e incluso los recuerdos de los fantasmas y de otras presencias en la habitación. La cabeza le dolía como si le hubieran llenado el cerebro con algún producto desecante.
—¿Alteza?
Leia intentó contestar y descubrió que su lengua se había convertido en un saco de arena de tres kilos.
—Unnnhhhh…
Sus ojos seguían estando cerrados, pero vio que Garonnin y Elegin intercambiaban una mirada.
—Otra —dijo Elegin, y el jefe de seguridad frunció el ceño.
—No queremos hacerle ningún daño. Idiotas.
Cargó otra ampolla en el infusor y volvió a apoyar el metal sobre la garganta de Leia.
Su mente se despejó de golpe, y su corazón empezó a latir tan deprisa como si hubiese despertado de repente y sintiéndose llena de pánico después de haber oído un ruido muy fuerte. Leia se encogió sobre sí misma y se irguió, siendo muy consciente de que le temblaban las manos.
—¿Alteza? —Garonnin esbozó una reverencia militar y volvió a guardar el infusor en su bolsillo—. La dama Roganda desea vuestra presencia.
Eso no parecía gustarle demasiado, aunque resultaba difícil saber qué emociones desfilaban por detrás de aquellos ojos de piedra mojada. «La dama» Roganda era un título de cortesía, ya que estaba claro que Roganda no tenía ningún derecho a exigir que la última princesa de la Casa Organa fuera a presentarse ante ella. Leia fue normalizando su respiración y enarcó levemente las cejas, como si no hubiese esperado un desaire tan humillante, pero después se puso en pie procurando dar la impresión de que accedía graciosamente a someterse al martirio y siguió a los hombres al pasillo. Tuvo que recurrir a todo el adiestramiento físico de los Jedi para no tambalearse y tropezar, pero consiguió caminar con lo que sus tías habrían llamado «majestuosa elegancia».
Al igual que Palpatine, los hombres de las Antiguas Casas preferían la obediencia resignada al desafío, y hasta que encontrara alguna manera de escapar activamente Leia supuso que lo más prudente que podía hacer era portarse lo mejor posible para congraciarse con aquellas personas.
Estaban muy bien armados, y tenían pistolas aturdidoras aparte de los desintegradores.
Seguía sintiéndose desorientada, extraña y un poco mareada, aunque el moverse la ayudó. Leia no tenía ningún deseo de aguantar las tres horas de dolores y náuseas garantizadas por el impacto de un haz aturdidor, por lo que decidió esperar un momento más favorable.
Roganda, Irek y Ohran Keldor ocupaban una pequeña cámara un nivel más arriba, y la habitación estaba bastante fría a pesar de la unidad calefactora discretamente colocada en un rincón. Los muros estaban cubiertos por tapices negros, y durante un fugaz momento Leia tuvo la impresión de hallarse en el tipo de cámara de meditación utilizada por algunas sectas de Dathomir, que empleaban el silencio, la penumbra y un solo punto de iluminación para concentrar la mente.
La mesa de madera pulimentada a la que estaban sentados Irek y su madre sostenía una aglomeración de velas. Una terminal de tamaño folio, dispuesta con una discreción tan grande que casi rozaba las disculpas, había sido colocada sobre un banco justo en el límite de la visión periférica de Irek, y Ohran Keldor estaba inclinado sobre ella tecleando rápidamente una serie de cálculos y lo que parecían informes de sensores. También había cuatro bolas de cristal del tipo que Leia había visto en varios lugares de las criptas colocadas sobre peanas en las esquinas de la habitación, de tal manera que la silla de Irek quedaba justo allí donde se habrían cruzado las líneas trazadas entre ellas.
Irek alzó la cabeza y la contempló con sus arrogantes ojos azules llenos de furia.
—Ya me has creado bastantes problemas —dijo. Su voz juvenil no podía sonar más gélida, y a Leia no le pasó desapercibido el irritado fruncimiento de ceño con que Lord Garonnin reaccionó ante aquella grosería y el delito de lesa majestad que significaba—. Ahora me lo dirás. ¿Por qué tu androide no me obedeció en las criptas? ¿Qué le has hecho?
—Podéis marcharos —se apresuró a decir Roganda, haciendo una señal a Garonnin y Elegin.
Leia vio la mirada que los dos hombres intercambiaron mientras salían. Cierto, Roganda tenía mucha prisa. Pero durante su infancia a Leia le habían grabado en el cerebro que ninguna persona de alta cuna podía llegar a tener jamás la prisa suficiente para dirigirse con brusquedad a un superior social.
Los inferiores, por supuesto —y aquellos a los que las circunstancias habían puesto en manos de un noble—, quedaban abandonados a sus propios recursos y tenían que arreglárselas como buenamente pudieran.
Se volvió para encararse con Roganda y le lanzó una mirada helada.
—¿Qué garantías puedes darme de que se me devolverá a Coruscant sana y salva?
—¡Te atreves a pedir garantías! —chilló Irek.
El muchacho dio un puñetazo sobre la mesa, y Roganda alzó la mano.
—Puedo garantizarte que a menos que nos reveles lo que le hiciste a tu androide, y que tuvo como resultado permitirle escapar a la influencia de mi hijo —dijo con suave malevolencia—, serás borrada del universo dentro de muy poco tiempo junto con todos los demás seres vivos que hay en Plawal…, porque el
Ojo de Palpatine
no está respondiendo a las órdenes de mi hijo.
—¿Que no está respondiendo…? —exclamó Leia, muy sorprendida—. Creía que tu hijo le había ordenado que viniera aquí.
—Lo hice —murmuró hoscamente Irek.
—No… exactamente —le corrigió Keldor. El robusto jefe de seguridad parecía bastante preocupado, y las luces de la consola arrancaban destellos a la capa de sudor que cubría su calva—. Sabíamos que parte del relé señalizador de activación original que habría hecho entrar en acción al
Ojo de Palpatine
había sido destruido en algún lugar de los alrededores de Belsavis. Lord Irek recurrió al poder de la Fuerza, y eso le permitió reactivar el relé y traer la luna de combate hasta aquí, donde estaría lo suficientemente cerca de él para que pudiese controlar de manera directa la programación interna de los sistemas de a bordo.
Keldor se aclaró la garganta con un nervioso carraspeo, rehuyendo tanto la mirada de Roganda como la de Leia.
—Nuestro problema, princesa, es que el
Ojo de Palpatine
—un navío totalmente automatizado, uno de los pocos diseñados con un control de misión completamente automático para evitar cualquier filtración de seguridad—, fue programado originalmente para destruir toda forma de vida en Belsavis y para que bombardeara cualquier cosa que tuviera el más remoto parecido con una estructura habitada hasta aniquilarla por completo.
—Porque los Jedi estaban aquí —dijo Leia sin perder la calma.
Los ojos de Keldor evitaron encontrarse con los suyos.
—El Emperador dio todos los pasos que consideró necesarios para reducir el riesgo de una guerra civil. Dejando aparte cualquier otra cosa que pueda decirse de ellos, los Jedi eran unos insurgentes en potencia y el Emperador opinaba que no se les podía confiar ninguna clase de poder.
—Y en cambio supongo que a él sí, ¿verdad? —Leia miró a Roganda—. Tú estuviste aquí de pequeña, ¿no? —preguntó—. Iban a atacar a tu familia.
—Todos vamos cambiando con el paso del tiempo, princesa.
Roganda cruzó sus delicadas manos y el topacio de su anillo brilló como una estrella sulfurosa bajo la luz de las velas. Cuando su jefe de personal y los nobles de Senex a los que tanto deseaba impresionar no se hallaban presentes, aquella tímida indefensión que la envolvía desaparecía por completo sin dejar ningún rastro. En su lugar aparecía una gélida ferocidad llena de odio, y el desprecio impregnado por el amor al poder que Leia supuso surgía de la envidia hacia aquellos que la habían desdeñado y del deseo de vengarse de ellos.
—Si hubiese seguido las estrictas tradiciones de mi familia habría sido destruida, igual que fueron destruidos ellos y Lagan, mi hermano mayor. Lo que hice fue adaptar esas tradiciones.
—Lo que quieres decir es que seguiste el camino del lado oscuro.
Eso la irritó visiblemente, y las cejas que parecían alas se levantaron.
—¿Qué es el «lado oscuro», princesa? —Había mucho de Irek en su voz repentinamente helada, y Leia pensó que se encontraba ante otra persona que era incapaz de concebir la posibilidad de estar equivocada—. Algunos opinamos que la adhesión fanática a todos los puntos y comas de un código que se ha quedado anticuado es, si no exactamente oscura, por lo menos sí estúpida. Y por lo que he oído contar, el «lado oscuro» parece ser cualquier cosa que no encaje con esas enseñanzas inamovibles y divisorias, que me parece podríamos resumir en el lema cada-árbol-y-cada-arbusto-son-sagrados, y que restringieron el uso de los poderes de los Jedi y a cada cuerpo político que tuvo algo que ver con los Jedi, tanto si estaba de acuerdo con sus teorías como si no, de una forma tan pesada y opresiva como una cadena de hierro.
Movió la mano, aquella manecita que nunca había hecho ningún trabajo en toda su vida, como si estuviera invocando el espíritu del viejo aterrador envuelto en la túnica negra cuyos ojos incoloros todavía contemplaban a Leia de vez en cuando en sus sueños.
—Palpatine era un pragmático. Al igual que yo.
—¿Y no te parece que ese pragmatismo, como llamas a esa forma de egoísmo, no es exactamente la esencia del lado oscuro?
—Para ser estrictamente pragmático, mi señora, disponemos de muy poco tiempo —dijo Keldor, sin dejar aclarado a quien se dirigía—. El
Ojo de Palpatine
podrá atacar este valle, que es su objetivo principal, dentro de cuarenta minutos.
Sus gélidos ojos claros se clavaron en el rostro de Leia, escrutándola y evaluándola.
«Igual que Moff Tarkin», pensó Leia. Keldor también estaba intentando averiguar que haría que se derrumbara.
—Es muy posible que escapéis a la destrucción gracias al refugio que ofrecen estos túneles escondidos. Pero os aseguro —y aquel destello de desprecio volvió a infiltrarse en su voz—, que todos los que se encuentren en el valle morirán. Eso presumiblemente incluye a vuestro esposo, y lo mismo ocurrirá en todos los otros valles de este planeta. ¿Qué le hicisteis a vuestro androide?
—Yo no le hice nada —respondió Leia en voz baja y suave—. Hubo que recablear sus circuitos después de que intentara matarnos anoche.
—¡Cambiaste sus diagramas! —Irek estaba perplejo—. ¡Pero un androide no puede funcionar si le cambias los diagramas! —Sus ojos llenos de horror fueron de su madre a Kendor, como si estuvieran buscando alguna confirmación de aquel hecho—. El viejo Magrody dijo que cada androide tiene un diagrama estándar y que…
—Obviamente el profesor Magrody no se relacionaba mucho con mecánicos de espaciopuerto —dijo Leia.
—¡Pero ésa no puede ser la razón! —Irek giró en su asiento para volver a encararse con Keldor—. Nadie ha hecho alteraciones en los circuitos del
Ojo
…
—Que nosotros sepamos. —El corpulento hombrecillo volvió nuevamente la mirada hacia su pantalla sensora, y su rostro pareció deshincharse repentinamente bajo aquellos fragmentos de luz llenos de sombras, como si alguien hubiera dejado escapar todo el aire de su cuerpo. Leia casi pudo oír la batalla que estaba librando para impedir que el pánico se adueñara de su voz—. Pero la realidad, mi señor Irek, es que no sabemos si el daño sufrido por los relés de activación fue la única razón por la que el
Ojo de Palpatine
no acudió a su cita con el ala de ataque enviada a Belsavis hace treinta años. ¿Acaso no cabe la posibilidad de que los enemigos del Nuevo Orden averiguaran que se suponía que debía obedecer a la señal de los relés y consiguieran introducir un saboteador a bordo? Si una parte del núcleo del ordenador fue dañada, por ejemplo, durante un intento de sobrecargar los reactores…
—¿Podéis arreglarlo? —Roganda puso la mano sobre la muñeca de su hijo para acallar lo que se estaba disponiendo a decir con el aire que había tragado, fuera lo que fuese--. ¿Podríais ir hasta allí en una nave y desactivar el centro de control de la misión?
Los ojos de Keldor se movieron lentamente. Leia casi pudo oír cómo calculaba la posible resistencia de la roca que tenían encima y a su alrededor, y cómo la comparaba con la potencia de fuego de los torpedos del
Ojo de Palpatine
.
—Por supuesto que puedo.
—Y si no podéis hacerlo —dijo Leia sarcásticamente—, entonces supongo que estaréis más seguro a bordo de la nave que aquí abajo.
Los ojos de Roganda se encontraron con los de Irek.
—Hice estallar el servomecanismo central de los silos de descenso —dijo el muchacho—. ¡Me ordenaste que lo hiciera! - -añadió, como intentando defenderse.
—La nave de Theala Vandron sigue en la pista. —Roganda se levantó y señaló la terminal portátil del rincón con una inclinación de cabeza—. Coged la terminal —dijo. Después guardó silencio durante unos momentos y contempló a Leia con expresión pensativa- . Y a ella. Si no conseguís desactivar esa luna de combate, entonces necesitaremos un rehén.
La espada de luz de Irek cobró vida con un destello repentino, un estallido color llama en la oscuridad de la habitación cubierta de colgaduras negras. Dio un paso hacia Leia, y el frío cauterio de su hoja siseó levemente cuando la alzó delante de su rostro.
—Y será mejor que no intentes nada —dijo, con un destello de malévola alegría en su sonrisa—, porque yo no creo que tengamos tanta necesidad de contar con un rehén como piensa mi madre.
El pasillo estaba desierto.
«Garonnin —pensó Leia con desesperación, rechazando los últimos restos de mareo y falta de aliento inducidos por la droga—. Tiene que haber alguna forma de avisar a Garonnin de que está siendo traicionado…»
Lanzó una rápida mirada de soslayo a los botones de alarma rojos colocados a intervalos de doce metros en la pared, y se preguntó si los reflejos de Irek serían lo bastante veloces para partirla en dos si se lanzaba sobre uno.
Sospechaba que lo serían.
—Debo haceros una advertencia, mi señora —jadeó Keldor, que trotaba al lado de Roganda con su terminal portátil debajo del brazo y las tiras colgando en todas direcciones—. El ordenador artillero era una entidad semi-independiente de la Voluntad, el ordenador central del control de misión. Si ha habido algún problema con la Voluntad, puede que ni siquiera nos permita subir a bordo, y mucho menos llegar al núcleo central.