El muchacho estaba volviendo lentamente la cabeza de un lado a otro, examinando todo el pasillo. Escuchando. Olisqueando.
—Estás aquí —dijo en voz baja y suave—. Estás aquí, en algún sitio… Puedo sentir tu presencia.
Leia sintió cómo llamaba el poder de la Fuerza para envolverse en él como con una sombra terrible. Vio a Irek, con ojos cambiados, como un espectro de neblina y ascuas al rojo vivo.
—Te encontraré…
Leia giró sobre sí misma y huyó. Fue consciente de que Irek se movía detrás de ella, dando dos rápidas zancadas que le llevaron hasta uno de los pequeños botones murales de color rojo incrustados a intervalos en la oscura piedra de los pasillos. Oyó cómo lo golpeaba con la palma de la mano y el sonido de unas botas que se acercaban, y después oyó la voz de Garonnin.
—¿Qué ocurre, mi señor?
—Ve a buscar a mi madre y traéla aquí. Ah, y coge la bola de acero más pequeña de la sala de juguetes y llévala a la prisión de la princesa.
Leia corrió frenéticamente por los pasillos, girando y serpenteando por el laberinto. Sentía cómo la mente de Irek los invadía, buscándola y desplegándose como unas gigantescas alas de humo para llenar los pasadizos precariamente iluminados con sombras que sabía no podían ser reales, pero que la aterrorizaban de todas maneras. Percibir en qué dirección se encontraba su cuerpo y escuchar el distante palpitar del corazón que estaba siguiendo le resultaba cada vez más difícil.
Leia se detuvo, horrorizada, cuando la negra bola flotante del androide interrogador dobló la esquina con sus luces parpadeando y destellando. No era real —no, no era real—, pero el saberlo no impidió que Leia huyera de él. La gigantesca y pestilente silueta de un hutt surgió en otro pasillo y extendió su temblorosa lengua prensil hacia ella mientras sus ojos color cobre se contraían y se dilataban con un horrible anhelo.
Leia huyó en otra dirección, sollozando y tratando de encontrar algún pasadizo que le permitiera escapar del hutt, y oyó la voz de Irek susurrando dentro de su mente y su aguda carcajada de adolescente.
«Te atraparé. Te encontraré y te atraparé. Nunca podrás salir de aquí…»
«La droga», pensó Leia. La droga que le habían administrado debía de haber dejado un residuo psíquico que Irek podía detectar.
No podía permitir que la capturase. No podía permitir que la alcanzara. Bloques y losas de oscuridad se alzaron ante ella, y muros de pestilencia vencieron su capacidad de saber hacia dónde debía ir. Olía a kretchs, a rosas, a basura. Gigantescas olas aullantes de poder tiraron de ella y la hicieron tambalearse, obligándola a retroceder y empujándola de un lado a otro, En lo más profundo de su consciencia Leia podía ver a Irek corriendo ágilmente, sallando y haciendo piruetas por los pasillos, sin poder reprimir el puro deleite que le producía el tratar de encontrarla, de seguirle la pista e impedir que llegara a la habitación en la que estaba acostado su cuerpo.
«Luke —pensó con desesperación—. Luke, ayúdame…»
Y la voz estridente de Irek la imito como el eco burlón de una atracción de feria.
«Oh, Luke, ayúdame…»
Allí. Aquel pasillo de allí. Leia lo reconoció, corrió hacia la esquina, la dobló y…
Y él estaba inmóvil delante de la puerta.
La imponente silueta negra, el destello de la pálida luz sobre el casco negro, el brillo maligno de las luces ocultas entre las sombras de su gran capa, y aquella respiración entrecortada y gutural.
Vader.
Vader estaba inmóvil delante de la puerta.
Leia giró sobre sus talones, completamente aterrorizada. Irek acababa de aparecer en el pasillo detrás de ella, y la aureola oscura que envolvía su cuerpo parecía palpitar con un temblor de relámpagos. Su mano sostenía una de las bolas de acero que Leia había encontrado tan incomprensibles y enigmáticas cuando las vio en la sala de los juguetes, pero su nueva consciencia sin cuerpo vio que había entradas en ella, entradas que eran invisibles a los ojos limitados por el espectro electromagnético.
Entradas que no podían ser utilizadas como salidas.
Y dentro de la bola había un laberinto concéntrico tras otro de bolas todavía más diminutas.
Irek sonrió.
—Estás aquí. Sé que estás aquí.
Leia se dio la vuelta. Vader seguía inmóvil delante de la puerta. No podía pasar junto a él. No podía…
—Mi madre no puede detenerme —dijo Irek—. Ni siquiera lo sabrá.
Alzó la bola y su mente pareció desplegarse por el pasillo como una inmensa red que tiró de ella. Leia sintió que se disolvía como un fantasma de humo, como una ilusión que hubiera sido creada sin la habilidad suficiente para que pudiera ser tomada por realidad. Estaba siendo atraída hacia la bola de acero de una forma tan irresistible como hacia un vacío, y se disipaba en el poder del lado oscuro.
Pensó que tenía que haber una forma de utilizar la Fuerza para protegerse y poder superar el obstáculo del terror oscuro que seguía inmóvil delante de la puerta. Pero no la conocía.
El muchacho frunció los labios y tragó aire, atrayendo a Leia con su aliento.
—¡Irek!
Roganda apareció en el pasillo detrás de su hijo, con la falda de su vestido blanco recogida en la mano como si hubiese venido corriendo.
—¡Ven aquí ahora mismo, Irek!
Irek se dio la vuelta y su concentración quedó rola de repente. La sombra de Vader se esfumó. Leia corrió hacia la puerta, lanzándose sobre ella y a través de ella, precipitándose sobre la silueta que dormía en la cama.
Estar limitada de nuevo a las percepciones humanas hizo que apenas pudiera oír las voces que hablaban al otro lado de la puerta, pero aun así reconoció la de Ohran Keldor.
—¡Lord Irek, lo hemos captado en los sensores! ¡Está aquí! Es el
Ojo de Palpatine
…
—¿Está realmente seguro de que esto funcionará, amo Luke?
—Vaya, Cetrespeó, esperaba que no me hicieras esa pregunta.
La logística implicada en manejar un bastón y la cuerda con la que Luke estaba remolcando la pequeña bomba que había sacado de un compartimento de lavandería no era la mejor del mundo, pero a esas alturas Luke estaba sencillamente encantado de haber podido localizar una bomba que todavía funcionara. Había muy pocas cosas que siguieran funcionando a bordo del
Ojo de Palpatine
.
«Salvo los cañones —pensó—. Salvo los cañones…»
—¿Cuánto tiempo nos proporcionará esto? —preguntó Nichos, avanzando sin hacer ningún ruido a pesar de que iba cargado con dos barriles de aceite llenos de agua azucarada—. Suponiendo que llegue a funcionar, claro.
—Puede que una hora.
Las luces de su bastón también estaban empezando a fallar, y el pasillo de servicio, con sus techos bajos y sus manojos de cables y cañerías de conducción, estaba empezando a adquirir el aspecto, la humedad y los olores de alguna caverna situada muy por debajo del nivel del suelo. Hilillos de agua goteaban por las paredes aquí y allá. Luke examinó lo que les rodeaba y asintió con satisfacción. No cabía duda de que estaban siguiendo el conducto principal del agua de aquella parte de la nave.
—No es mucho tiempo para inspeccionar los sistemas del transporte y las dos lanzaderas —observó Triv Pothman.
Luke meneó la cabeza. Cada paso que daba le hacía sentir como si le estuvieran arrancando trocitos de hueso del muslo.
—Tendrá que bastar.
Las últimas reservas de perígeno habían sido consumidas hacía ya mucho tiempo, y sólo la Fuerza impedía que su organismo se sumiera en el shock y mantenía a raya la fiebre de la infección interna.
Cray, que caminaba detrás de ellos con un bidón de cinco galones de agua azucarada en cada mano, no dijo nada. No había dicho nada cuando Luke les expuso sus planes para evacuar la nave, y muy poco durante el proceso de cortar los sensores principales para obtener una lectura de su posición y una estimación de cuánto tiempo transcurriría antes de que Belsavis empezara a ser bombardeado. Cray sólo había hablado cuando Callista dijo «Demasiado tiempo» al ver la lectura de doce horas y treinta minutos que apareció en la pantalla.
—Es lo que dice el archivo.
—Es lo que la Voluntad dice que dice el archivo. ¿No lo entendéis? —Callista había seguido hablando—. La Voluntad va a hacer todo lo que pueda y utilizará todos los medios a su alcance para retrasarnos y cumplir su misión. Control de la Misión nunca habría dejado un lapso de doce horas y media después de haber salido del hiperespacio. No habiendo Jedi en el planeta, y no con la flota de cazas Y que tienen…, o que tenían.
—Tiene razón —había dicho Luke, volviendo la mirada hacia Cray.
Había esperado una discusión, ya que Cray nunca había creído que los ordenadores pudieran o quisieran mentir.
Pero desde que había salido de la seguridad de su laboratorio, Cray había soportado el ser juzgada por la Voluntad y su única reacción consistió en un ligero fruncimiento de los labios cargado de amargura. Había contemplado en silencio cómo Luke y los demás mezclaban la melaza con agua para producir una mixtura espesa e hiperdulce, y había cargado con su parte del peso cuando el trineo antigravitatorio había resultado ser demasiado grande para entrar por el hueco de ventilación del corredor de servicio. Se movía como si cada paso y cada aspiración de aire fueran una desagradable tarea que debía llevar a cabo, y Luke se dio cuenta de que rehuía la mirada de Nichos.
—¡Alabado sea el Fabricante! —exclamó Cetrespeó en un tono exultante cuando doblaron una esquina y vieron la tenue claridad de las luces de emergencia extendiéndose a lo largo del techo que tenían delante—. Estaba empezando a temer que este cuadrante de la nave tampoco tuviera energía alrededor de los hangares de las lanzaderas.
—Probablemente los jawas temen demasiado al Pueblo de las Arenas para acercarse lo suficiente, y eso ha impedido que saquearan esta zona.
Luke se metió por un pasillo lateral y fue siguiendo el conducto principal.
—De momento —observó Callista, y su voz vino de detrás de Luke, como si estuviera siguiéndole y se encontrara muy cerca.
—Así me gustan las chicas: animadas y llenas de optimismo.
Callista canturreó el comienzo de una vieja canción de cuna —«Que todo el mundo esté contento, que todo el mundo esté contento»—, y Luke soltó una carcajada a pesar de la agonía de su pierna.
—Debe de estar enloqueciéndoles —siguió diciendo Callista pasados unos momentos—. Me refiero al Pueblo de las Arenas. Si están tan… rígidamente sometidos a la tradición como parece por tu descripción, el que todo sea distinto aquí, no haya día ni noche y sólo existan muros y pasillos en los que cazar tiene que parecerles horrible e insoportable.
—A medida que va pasando el tiempo yo también lo voy encontrando cada vez más desagradable.
La puerta de la sala de bombas principal estaba cerrada. Cetrespeó convenció al programa de la cerradura de que se había insertado una llave, y la puerta se abrió con un siseo.
—Destruye el mecanismo, Nichos —dijo Luke en voz baja—. Tienes razón, Callista. Confío tanto en la Voluntad como en que soy capaz de lanzar esta nave colina arriba y en contra del viento.
—Muy gracioso —dijo Pothman, contemplando el sistema de raíces negras cubiertas de aceite que formaban las cañerías y los conductos de ventilación mientras Luke conectaba la pequeña bomba portátil al sistema principal—. Nunca pensé en ello mientras era soldado, pero ahora… Bueno, ahora creo que nunca podría acostumbrarme a vivir en pasillos, salas, naves e instalaciones. Quiero decir que… Por aquel entonces me parecía normal, ¿entiendes? No comprendí lo mucho que me gustaba el aire libre y cuánto echaba de menos los bosques y los árboles de Chandrila hasta que me encontré viviendo en el bosque de Pzob. ¿Echa de menos los océanos, señorita Callista?
—Cada día.
Cray, que estaba inmóvil en el umbral, se limitó a apoyar la frente en la jamba y no dijo nada mientras contemplaba cómo Luke conectaba los cables de energía improvisados a las entradas principales y pulsaba el interruptor. El seco carraspeo del motor no tardó en hacerse oír, débil y estridente en contraste con el palpitar más tranquilo y grave de la bomba principal que había sido el telón de fondo sonoro de la sala hasta su llegada. Luke dejó escapar un suspiro de gratitud y cogió la manguera de la pequeña bomba.
—Allá vamos…
Introdujo el extremo de la manguera en el primer barril de agua azucarada y vio cómo la conexión entre la pequeña bomba se hinchaba y se ponía tensa bajo la presión del líquido, y un momento después vio repetirse el proceso en la conexión entre la bomba portátil y la fija.
-—Va por vosotros, chicos —murmuró Callista, como en un brindis dirigido al Pueblo de las Arenas, los incursores ignorantes de su presencia en aquel lugar que habitaban en las regiones situadas encima de la sala de bombas.
En total bombearon unos veinte galones de agua saturada de azúcar en el suministro de agua del Pueblo de las Arenas.
—Déjalo —dijo Luke mientras Nichos se apartaba de la puerta para recoger la bomba portátil o alinear los bidones junto a la pared—. No vamos a volver aquí.
—Ah —dijo Nichos, acordándose de que a esa hora del próximo día todo se convertiría en vapor de iones y meneando la cabeza como para pedir disculpas—. Creo que llevo un exceso de sentido del orden programado en la cabeza.
Un instante después lanzó una mirada de soslayo a Cray, comprendiendo que la broma podía haber sido interpretada como una crítica —o sencillamente como un recordatorio de que no era más que un conjunto de programas—, pero Cray logró sonreírle, y su mirada se encontró con la de Nichos por primera vez.
—Sabía que no tendría que haber empleado esas rutinas de los PU Ochenta que limpian las paredes.
Todos se contemplaron en silencio los unos a los otros durante un momento, sorprendidos y no muy seguros de cómo debían reaccionar ante aquella admisión de que ella le había programado y de que Nichos era un androide. Un instante después Cray alargó el brazo y le tocó la mano.
—¿Crees que les importará que nos unamos a su fiesta sin haber sido invitados? —murmuró Callista cuando llegaron al final de la escalerilla.
El ruido procedente del hangar que el Pueblo de las Arenas había ocupado para utilizar como cuarteles generales era tremendo: había gemidos, gruñidos y aullidos; gritos y golpes metálicos indicadores de que partes de maquinaria o armas —¿palos gaffa? ¿rifles?— estaban siendo arrojadas de un lado a otro. De vez en cuando todos empezaban a gritar al mismo tiempo, produciendo un ulular que ponía los pelos de punta e iba subiendo y bajando en volumen y timbre para acabar muriendo entre un coro de roncos chillidos y nuevos golpes.