Algunos de ellos habían envejecido durante los once años transcurridos desde que los había visto en la Corte del Emperador. A otros, como los representantes de la Corporación Meekum y el presidente de la junta de directores de la Seinar, los había conocido en fechas más recientes. La dama Theala Vandron, reconocida como superior entre la nobleza de Senex por estar al frente de la más vieja y noble de las Antiguas Casas, había acudido al Senado hacía muy poco para responder a unas acusaciones de inhumanidad y expolio planetario presentadas contra ella por el Gran Tribunal, y había parecido sorprenderse de que alguien considerase asunto suyo el que permitiera que los traficantes de esclavos tuvieran granjas de crianza en Karfeddion, su mundo natal.
—Sólo son ossans y bilanakas, Alteza —había dicho, dando los nombres de aquellas dos razas, inteligentes pero de bajo nivel cultural, como si eso colocara el asunto más allá de la necesidad de cualquier otra explicación.
Theala Vandron, una cuarentona entrada en carnes y de aspecto majestuoso con una chispa de tozudez distraídamente superior brillando en sus ojos azules, estaba exponiendo de una manera más amplia sus opiniones sobre aquel asunto a un pequeño grupo de invitados que incluía a Irek, Roganda y Garonnin.
—Discutir esos temas con los miembros del Senado que se niegan a comprender las condiciones económicas locales es pura y simplemente una pérdida de tiempo.
Una pequeña unidad R-10 fue rodando hasta el grupo con una bandeja de copas.
—Su Alteza tiene que probar el vino —dijo Roganda—. Es un Celanón semiseco, una cosecha realmente exquisita.
—Ah. —Vandron paladeó una cantidad casi infinitesimal—. Excelente.
Leia creyó oír en su mente la voz de su tía Rouge. «Sólo los patanes de los espaciopuertos beben semisecos, querida. Tienes que esforzarte por cultivar unos gustos más refinados…» El leve descenso de sus párpados pintados y la casi imperceptible profundización de las arruguitas que enmarcaban la boca de la dama habían bastado para transmitir de manera comprimida pero clarísima hasta la última de esas palabras.
—¿Un algarino, tal vez? —preguntó Garonnin.
Leia se acordó de que los vinos de Algarín habían sido los favoritos del padre de la dama Vandron.
—Por supuesto. —Roganda se volvió hacia el R-10 —. Trae un algarino de las bodegas: enfríalo hasta cincuenta grados, y calienta la copa hasta cuarenta.
El androide bodeguero se alejó velozmente.
—No es como si estuviéramos secuestrando personas y sacándolas de sus hogares —siguió diciendo la dama Vandron con visible indignación—. Esas criaturas son criadas específicamente para el trabajo agrícola. Si no fuera por nuestras granjas, ni siquiera nacerían. Y Karfeddion está pasando por una severa depresión económica.
—Algo que no les importa lo más mínimo en Coruscant.
Lord Garonnin dejó su copa encima de la cómoda de mármol y bronce, una pieza del mejor período alraviano y uno de los escasos muebles que había en la larga sala de suelo de piedra.
—Muy cierto, Alteza —dijo Roganda con su voz suave y dulce—, y ésa es la razón por la que debemos tratar con los señores de la guerra y con el Senado desde una posición de fuerza, en vez de con la sumisión del tipo sombrero-en-la-mano que todos parecen esperar. Seremos… un poder al que habrá que tomar en consideración.
Puso la mano sobre el hombro tic su hijo y sus rojos labios se curvaron en una sonrisa llena de orgullo. Irek reaccionó bajando modestamente la vista.
Un poco más cerca del buffet, que ofrecía una gama de rarezas y exquisiteces gastronómicas que resultaba obvio habían sido confeccionadas por algún androide, un ejecutivo sullustano con bioayudas se inclinó hacia Drost Elegin.
—No se parece mucho al Emperador, ¿verdad? —preguntó con el más suave de los murmullos imaginables.
El sullustano volvió la mirada hacia el otro extremo de la habitación para contemplar a Irek y su madre. Los dos iban vestidos de manera sobria y conservadora, ella de blanco y él de negro. Irek se había separado del grupo para hablar con un noble de Juvex al que Leia reconoció vagamente como líder de la rama más militante de la Casa Sreethyn. Estaba claro que el muchacho tenía un gran encanto personal.
Elegin se encogió de hombros.
—¿Qué importa? Si puede hacer lo que ella dice que es capaz de hacer… —murmuró, e inclinó la cabeza en dirección a Roganda.
Roganda seguía haciendo cuanto podía para congraciarse con la dama Vandron y conseguir que se mostrara un poco más afable. Leia habría podido decirle que tendría tanto éxito como si intentara meterse un hutt adulto en el bolsillo. Las damas de las grandes Casas nunca se mostraban afables con mujeres que habían sido concubinas, fuera quien fuese la otra parte de la relación de concubinato y fuera lo que fuese lo que pudieran hacer sus hijos.
—Bueno —dijo el sullustano con voz dubitativa, e hizo un ajuste en el dial de potencia de las gafas protésicas que llevaba—. Si las grandes Casas le respaldan…
Elegin hizo un movimiento muy peculiar con las cejas, descartando —o casi descartando-……al muchacho de cabellos oscuros.
—Por lo menos tiene buenos modales —dijo—. No te preocupes, Naithol. Cuando llegue la nave, tendremos el núcleo de una verdadera flota que será más poderosa que cualquier contingente que esos imbéciles puedan reunir en la actualidad. Y, de hecho —añadió con una sonrisa maliciosa—, en cuanto los señores de la guerra hayan podido disfrutar de una pequeña demostración de lo que Irek es capaz de hacer, creo que se apresurarán a aliarse con nosotros y que escucharán con gran atención cuanto tengamos que decirles.
«¿Nave?», pensó Leia, y empezó a sentirse todavía más preocupada.
El sullustano empezó a volverse nuevamente hacia el buffet, y se quedó inmóvil con los receptores de intensificación visual que llevaba —probablemente para compensar los defectos corneales que muchos sullustanos desarrollaban después de los treinta años— vueltos en la dirección de Leia.
Leia no podía estar muy segura de lo que veía el sullustano —de cómo el residuo psíquico de la droga hacía que apareciera en el sistema de visualización, suponiendo que apareciese—, pero un instante después el ejecutivo completó el giro hacia la comida con un leve encogimiento de hombros. Aun así, aquello bastó para que Leia decidiera alejarse de allí y se dedicara a vagar como un fantasma por entre los otros y más tenues fantasmas que parpadeaban en aquella sala, ecos borrosos y casi imperceptibles de niños que, sin prestar ninguna atención a su presencia, jugaban en el suelo entre los altivos y elegantes aristócratas y los burócratas, secretarios y sabuesos de las grandes corporaciones que mantenían una cauta vigilancia.
Leia se dio cuenta de que Irek estaba «trabajando» la sala con toda la destreza de un candidato al Senado, inclinándose cortésmente ante los nobles de las grandes Casas y concediendo unos momentos de imperceptible condescendencia aristocrática a los ejecutivos de las corporaciones y los secretarios de los nobles. Tal como había observado Drost Elegin, el muchacho tenía unos modales magníficos. El duelo de honor ritual era uno de los logros más valorados por los nobles entre su propia clase, por lo que Irek también podía discutir con los aristócratas más jóvenes.
—Todos hemos oído hablar de esta nave —dijo Lord Vensell Picutorion, que había sido uno de los nobles presentados durante el debut como senadora de Leia—. ¿De qué se trata exactamente? ¿De dónde ha salido? ¿Están seguros de que es lo bastante grande para proporcionarnos el poder y el armamento que necesitamos si queremos crear nuestra propia Flota Aliada?
Irek inclinó respetuosamente la cabeza, y los otros nobles de Senex se agruparon a su alrededor.
—Es, para decirlo de la forma más sencilla posible, la luna de batalla más grande y más potentemente armada del momento de máximo poderío de la Flota Imperial que existe en la actualidad —explicó con su límpida y potente voz de muchacho—. Fue el prototipo de transición entre las plataformas de torpedos y la Estrella de la Muerte original. No cuenta con el poder concentrado de los haces destructores —añadió, y Leia detectó una nota de disculpa en su voz—, pero su capacidad energética se aproxima a la de la Estrella de la Muerte…
—Creo que todos estamos de acuerdo en que la tecnología destructora de planetas supone, por decirlo suavemente, un serio desperdicio de recursos —intervino Lord Garonnin.
—Pero ha de admitir que es un magnífico medio de disuasión —replicó Irek, y una chispa de feroz alegría ardió en las profundidades de sus ojos azules durante un momento.
—Pues en realidad no lo es —dijo Su Señoría en un tono bastante seco—, como demuestra la sucesión de acontecimientos que acabó provocando la disgregación del Imperio. —Irek abrió la boca para protestar, pero Garonnin siguió hablando antes de que pudiera hacerlo—-. La luna de combate
Ojo de Palpatine
fue construida originalmente para una misión hace treinta años —continuó diciendo—. Fue construida y armada en el más absoluto secreto, con lo que cuando la misión fue abortada sin haberse iniciado casi nadie conocía la existencia de la luna de combate, y todos los registros donde figuraba su escondite, un campo de asteroides de la Nebulosa Flor de Luna, se perdieron.
—Qué descuidados —comentó una dama más joven, cuyos músculos bronceados hablaban de toda una vida pasada en los campos de caza.
Varios invitados rieron.
Garonnin pareció irritarse, pero Roganda no perdió la calma.
—Cualquiera que haya tenido que vérselas con una biblioteca realmente ancestral sabrá que un pequeño defecto en el ordenador puede dar como resultado la desaparición de, por ejemplo, todo un juego de losetas de datos o de un libro de dimensiones considerables…, y la relación de tamaños existente entre un libro y, digamos, cuatro o cinco habitaciones es mucho más pequeña que la existente incluso entre la más pequeña de las lunas de combate y veinte parsecs del Borde.
«Algo que ella sabe muy bien —pensó Leia, recordando las frases llenas de desesperación escritas por Nasdra Magrody—. ¡Una luna de combate!»
—¿Y se dirige hacia aquí? —preguntó Lord Picutorion.
Irek sonrió con visible satisfacción.
—Viene hacia aquí —dijo—, y está a nuestro servicio.
Roganda puso la mano sobre su hombro y volvió a sonreír con aquella sonrisa llena de orgullo.
—Nuestros invitados están sedientos, hijo mío —dijo con su dulzura habitual—. ¿Te importaría ir a ver qué ha sido de ese R-10?
«Un excelente toque personal», pensó Leia mientras observaba la aprobación que apareció en los rostros de la dama Vendron y de Lord Picutorion.
—Por supuesto que no, madre —respondió Irek, logrando reprimir una sonrisa maliciosa mientras hablaba.
En la parte de atrás del grupo hubo un suave murmullo de comentarios sobre lo bien educado y dócil que era Irek mientras el esbelto muchacho salía de la estancia. Leia le siguió, no muy segura del porqué lo hacía pero sin gustarle nada la expresión que había visto en sus ojos.
Avanzando por el pasillo se aproximaba la unidad R-10, pequeña y cuadrada, de aproximadamente un metro de altura y con una barandilla de latón decorativa alrededor de su parte superior plana. El tablero en que terminaba la unidad era de mármol negro cargado electrónicamente para que sujetase copas, bebidas y cualquier otra cosa que se le pusiera encima. Leia había observado, casi sin darse cuenta de ello de una manera consciente, la ligera rotación con que todos los invitados cogían su copa de encima del tablero, y ella misma apenas se daba cuenta del gesto cuando lo hacía en su casa. Ese movimiento se había convertido en algo totalmente natural para cualquier persona que tuviese un R-10 moderno.
El androide transportaba sobre su superficie la botella solicitada —un algarín seco de doce años, adecuadamente polvoriento—, y una copa cubierta por una delgada capa de escarcha, solitario homenaje a la importancia de la dama Vandron, tal como pretendía Roganda.
Irek se cruzó de brazos y se plantó en el centro del pasillo con la misma sonrisa malévola en los labios.
—Alto —dijo.
El R-10 se detuvo con un zumbido.
—Coge la copa.
El androide hizo surgir de su cuerpo uno de sus largos brazos multi-articulados terminados en parches de terciopelo levemente adhesivos y cogió obedientemente la copa enfriada.
—Tírala al suelo.
El androide se quedó inmóvil a mitad del movimiento. Romper copas —romper cualquier clase de vajilla o utensilio —formaba parte del código «caja negra» programado mecánicamente en todos los androides de uso doméstico.
La sonrisa de Irek se hizo un poco más amplia. El muchacho clavó la mirada en el R-10. Leia sintió el estremecimiento de la Fuerza en el aire, desplegándose y abriéndose paso a través de la programación del androide, obligándolo a remodelar sus acciones sinapsis por sinapsis a pesar de las múltiples capas de restricciones que se oponían a esa alteración.
El androide reaccionó con abundantes muestras de nerviosismo. Retrocedió, se balanceó, trazó un círculo…
—Vamos —murmuró Irek--. Tírala al suelo.
Mientras tanto, tal como le había dado instrucciones de que hiciera Roganda —y como sin duda le había enseñado a hacer Magrody—, su mente daba forma a las órdenes subelectrónicas necesarias para que la acción se llevara a cabo.
El androide lanzó la copa al suelo con un tembloroso movimiento de su brazo. Inmediatamente después hizo emerger de su base un brazo terminado en un cepillo y un tubo aspirador para recoger los trocitos de cristal.
—Todavía no.
Los utensilios de limpieza se quedaron inmóviles.
—Ahora coge la botella y derrama el vino en el suelo.
El androide se tambaleó en una agonía de aturdimiento e infelicidad mientras luchaba con la orden más categórica y absoluta de su programación, que era la de no derramar nunca jamás ninguna clase de líquido. Irek estaba disfrutando visiblemente de su confusión. Sus ojos azules no se apartaron ni un instante de la unidad R-10, y siguieron tensando su concentración sobre la Fuerza, canalizándola a través del chip implantado en su mente.
Después su cabeza giró de repente, y Leia sintió cómo su concentración se apartaba del androide igual que si el muchacho se hubiera limitado a dejar caer un juguete con el que se había estado entreteniendo. El androide volvió a colocar la botella de vino encima de su tablero y huyó hacia la recepción tan deprisa como podían llevarle sus ruedas, pero Irek ni siquiera se dio cuenta.