—Haré todo lo posible, señor. ¿Permanecerá en su domicilio actual?
—Sí, y usted encuentre a Jevax y haga que… —empezó a decir Han—. En… Y gracias —añadió, acordándose de las repetidas admoniciones de Leia—. Le agradezco mucho su ayuda. Lo sabía, Chewie —murmuró mientras la imagen se desvanecía—. ¡Sabía que Leia no tendría que haber salido con Erredós! El wookie emitió un sonido interrogativo e hizo saltar en la palma de su manaza el perno de sujeción que habían encontrado encima de la mesa.
—Por supuesto que se lo quitó —dijo Han—. Leia sería incapaz de pensar mal de esa latita de tornillos aun suponiendo que… ¡Bueno, intentó asesinarla, maldita sea!
Han se levantó, dio un par de vueltas por la habitación moviéndose tan nerviosamente como si fuese un vethiraptor endorano enjaulado y fue hasta la mesa sobre la que habían encontrado el perno junto a la caja de herramientas abierta de Chewie.
El wookie volvió a gruñir.
—¡Ya sé que Leia siempre es fiel a sus amigos! Pero…
El holófono zumbó de nuevo, y Han cogió el receptor como si fuera el interruptor de cancelación de un ciclo de autodestrucción planetaria. Pero en vez de la lucecita verde que indicaba una llamada local, vio encenderse la estrella azul del receptor subespacial. Un instante después la esbelta silueta envuelta en cuero de Mará Jade apareció en la zona de recepción.
—Tengo esas coordenadas que me pediste. —Mará Jade le mostró una loseta de datos de plasteno amarillo—. ¿Cuál es tu velocidad de recepción?
—¿Por qué no nos dijiste que andabas detrás de Nubblyk el Slita? —preguntó secamente Han.
—Porque no miento a mis amigos —replicó Mará en un tono tan seco como el que había empleado Han—. Y si eso es todo lo que tienes que decirme…
—Lo siento. —Han desvió la mirada, irritado consigo mismo—. Pero he oído decir que…
—¿Qué ocurre, Solo?
Mará volvió a mirarle a la cara, y todo el sarcasmo se esfumó de sus facciones tan deprisa como si fuese el maquillaje del día anterior y acabara de quitárselo con una esponjilla.
—Leia ha desaparecido. Fue al Centro Municipal esta tarde y acabo de enterarme de que nunca llegó allí. Está con Erredós… Anoche se volvió loco y trató de matarnos, y le pusimos un perno de sujeción, pero al parecer Leia se lo quitó y se lo llevó con ella…
Mará soltó un comentario extremadamente impropio de una dama y Lando Calrissian apareció detrás de su hombro, aseado, peinado y vestido con su mejor traje de satén púrpura para salir a disfrutar de una velada de diversión.
—¿Qué sucede?
Han se lo contó.
—Estamos esperando a que Jevax se ponga en contacto con nosotros —añadió en cuanto hubo terminado—. Leia habló de hacer una visita al centro de reparaciones de la ciudad, así que tal vez se llevó a Erredós con ella para que le echaran un vistazo, pero ya hace un rato que ha oscurecido y últimamente han estado ocurriendo demasiadas cosas raras.
—¿Por qué me preguntaste por Nubblyk? ¿Quién te dijo que andaba detrás de él? —preguntó Mará—. Sólo pasé doce horas en esa bola de hielo, y creo que no podría reconocer a Nubblyk en una hilera de sospechosos ni suponiendo que me hubiera limpiado los bolsillos.
—Le dijo a uno de sus amigos que la Mano del Emperador andaba detrás de él —explicó Han—. La Mano del Emperador estaba en el planeta, y Nubblyk tenía que largarse a toda prisa antes de que le encontrara. Nubblyk desapareció hace unos siete años…, después de que tú estuvieras aquí y te marcharas. Pensé que habías vuelto y…
El cambio que se produjo en la expresión de los ojos de Mará bastó para que Han se callara.
Mará permaneció en silencio durante unos instantes, pero su rabia resultaba tan tangible como la onda de choque de una explosión termonuclear incluso a través de la intermediación del holograma subespacial.
Cuando por fin habló, su tono era engañosamente normal y muy tranquilo.
—Ese reptil —dijo. Sus ojos se clavaron en la nada, y se llenaron de un odio asesino tan salvaje como repentino—. Ese condenado hijo de una oruga del barro…
—¿Que? —Lando dio un rápido paso hacia atrás y casi salió del campo de recepción del holograma—. ¿Qué te…?
—Me dijo que era la única —murmuró Mará, todavía con el tono tranquilo y suave de quien está manteniendo una conversación de sociedad—. Me dijo que yo era la única Mano del Emperador. Yo era el arma que escogía cuando necesitaba un escalpelo en vez de una espada, eso es lo que me dijo… Su sirviente de confianza. —Sus sensuales labios rojos se habían tensado hasta formar una línea de piedra, revelando la rabia impotente de alguien cuya posición no sólo había sido su orgullo, sino toda su vida—. Ese maldito parásito embustero, baboso, senil, repugnante, rastrero; ese sucio y asqueroso chupador de basuras… ¡Tenía otra Mano! —La voz de Mará Jade se fue debilitando hasta convertirse en un susurro letal—. ¡Siempre tuvo otra Mano!
No se había movido de su asiento, pero la furia que irradiaba de su cuerpo era tan perceptible como la repentina caída de la presión atmosférica antes de una tormenta. Estaba dirigida contra un muerto, pero Han se alegró de encontrarse en otro sistema estelar a varios centenares de parsecs de distancia de ella.
—¡Me mintió! ¡Me utilizó! ¡Su «sirviente de confianza»! ¡Todo lo que me dijo era mentira! ¡Todo!
—Mará… —dijo Lando, visiblemente preocupado—. Está muerto, Mará.
—Sabes lo que eso significa, ¿verdad?
Se volvió hacia Lando y le lanzó una mirada tan gélida que le hizo retroceder. Ninguno de los dos hombres la había visto nunca tan enfurecida, y la mera intensidad de su ira ya resultaba aterradora.
—Significa que la guardaba en reserva para utilizarla contra mí. O que pensaba utilizarme contra ella. ¡O contra quien sabe quién más, para evitar que nunca llegáramos a ser algo más que los peones de sus mentiras!
Casi estaba temblando de rabia, aquella misma rabia que en el pasado la había impulsado a dirigir y concentrar todas sus energías en el objetivo de matar a Luke Skywalker por haberle arrebatado la posición que había sido toda su vida.
—¿Y Leia? ¿Sigue estando en el planeta?
—No lo sé. Yo…
Por alguna razón inexplicable, Han se acordó de que Leia le había hablado de la concubina del Emperador. Sí, le había hablado de un miembro de la Corte del Emperador, una mujer que había afirmado estar trabajando en un sitio donde no trabajaba; una mujer que había aparecido de repente pocas semanas después de la desaparición de Nubblyk, y que sabía con toda exactitud qué casa quería alquilar.
—Sí —dijo—. Creo que sí. Una mujer llamada Roganda…
Los ojos de Mará se desorbitaron en cuanto reconoció el nombre, y un instante después se entrecerraron hasta convertirse en dos relucientes rendijas verdes.
—Oh —murmuró—. Ella.
La imagen holográfica extendió una mano hacia el lugar en el que estarían los interruptores del transceptor, fuera del radio de alcance de los transmisores, y se desvaneció.
—No podemos correr ese riesgo. —Roganda Ismaren abrió el maletín de plasteno que había traído consigo, sacó de él la delgada varita plateada de un infusor de drogas y encajo una ampolla en la ranura—. Sujetadla.
Ohran Keldor fue cautelosamente hacia Leia, que se había levantado en cuanto oyó abrirse los cerrojos. Leia retrocedió hacia la pared, pero Lord Garonnin estaba inmóvil en el umbral empuñando una pistola aturdidora. Keldor titubeó. Leia no era muy alta, pero también era nervuda, fuerte y flexible, tenía treinta años menos que él y estaba visiblemente decidida a pelear.
—Si lo que os preocupa es el riesgo, mi señora —intervino Garonnin—, entonces yo diría que utilizar esa droga con ella supone un riesgo excesivamente superior a los que me gustaría correr. No sabéis qué es…
—Sé que funciona —replicó la concubina—. Sé que la mantendrá callada mientras nuestros invitados estén aquí.
—Sabemos que funciona en algunas ocasiones. Sobre algunas personas. En ciertas dosis. Lleva un mínimo de treinta años en esos laboratorios abandonados de las criptas, y puede que incluso el doble de ese tiempo. No sabemos si se ha deteriorado con el transcurso de los años, si ha sufrido algún proceso de contaminación… El contrabandista con el que la utilizamos hace cuatro o cinco años murió.
—Tenía el corazón débil —replicó Roganda con una premura un poco excesiva—. Oh, Lord Garonnin —siguió diciendo, y su voz suave y dulce adquirió un tono suplicante—, ya sabéis cuántas cosas dependen de los que estarán aquí esta noche. Sabéis cuan desesperadamente necesitamos su apoyo si queremos que vuestra causa…, ¡que nuestra causa triunfe! Conocéis la reputación de Su Alteza. No podemos correr el riesgo de que exista ni una sola posibilidad de que logre escapar e interferir con la recepción de nuestros invitados.
Los ojos fríos e impasibles del noble de Senex se posaron sobre Leia durante unos momentos. El cañón de su pistola aturdidora permaneció tan firme e inmóvil como una roca, y Garonnin acabó asintiendo.
Reidor dio un paso hacia adelante.
Estaba esperando que Leia se agachara, por lo que saltó sobre él, curvó el pie alrededor de su tobillo y bloqueó su avance con el hombro —y con todas sus fuerzas—, haciendo que se doblara sobre sí mismo y cayera al suelo. Leia echó a correr hacia la puerta. Había pensado que el movimiento pillaría desprevenido a Garonnin aunque sólo fuese un poco, y que ese poco bastaría para que su primer disparo no diese en el blanco y le proporcionara una oportunidad de pasar junto a él. El haz aturdidor cayó sobre ella con un impacto tan terrible como el de un golpe en el plexo solar, dejándola sin aliento en el mismo instante en que todo su cuerpo sentía como si lo hubieran vuelto del revés.
El efecto era horrible incluso cuando el arma estaba ajustada a la intensidad más reducida y, de hecho, tal vez fuese peor que el de una ráfaga más potente, pues Leia ni siquiera perdió el conocimiento. Se limitó a derrumbarse sobre el suelo, con las piernas temblando por el efecto irresistible de una oleada de agujetas y pinchazos, y Keldor y Roganda se arrodillaron junto a ella.
—Estúpida —observó Keldor mientras el infusor era colocado sobre un lado del cuello de Leia.
Un chorro de frialdad. Leia sintió cómo sus pulmones dejaban de funcionar.
Pensó que estaba sumergida en un océano de cristal verde que tenía mil kilómetros de profundidad. El cristal es un líquido, por lo que llenaba sus pulmones, sus venas y sus órganos y permeaba todos los tejidos de sus células. Se estaba hundiendo muy despacio, pero el cristal estaba atravesado por rayos de luz que venían de arriba, y Leia pudo oír las voces de Garonnin, Roganda y Keldor mientras salían de la habitación.
—…antídoto tan pronto como la recepción haya terminado —estaba diciendo Roganda—. No disponemos del personal necesario para mantenerla vigilada en todo momento, pero los efectos de la droga no son tan impredecibles como teméis. Todo saldrá a la perfección.
«Vuestra causa. Nuestra causa.»
Keldor. Elegin.
Irek.
Tenía que salir de allí.
«La Fuerza», pensó. De alguna manera inexplicable, y a pesar de que su cuerpo estaba suspendido en aquel silencio espeso y lleno de luz donde no había ninguna respiración, Leia todavía podía sentir la Fuerza rodeándola por todas partes. Podía percibirla al alcance de las yemas de sus dedos, y podía oírla como una música, una melodía que ella misma podía aprender muy fácilmente.
Si lograba establecer contacto con la Fuerza —si atraía la luz de la Fuerza hasta ella y hacía que entrara en su ser—, podría ver la habitación en la que yacía sobre la cama de Nasdra Magrody, con una mano apoyada sobre el estómago y su oscura cabellera envolviendo su cabeza como una aureola despeinada sobre la almohada descolorida.
«Cray tiene razón —pensó—. Tengo que ser mucho más constante con las aplicaciones de la Crema Antiarrugas de Hayas Melíferas alrededor de los ojos.
»Me pregunto si podría levantarme…»
Hizo una inspiración de aire experimental, tirando de la Fuerza para que entrara en ella como una especie de extraña luz cosquilleante, y se levantó.
Su cuerpo siguió inmóvil sobre la cama.
El pánico se adueñó de ella, aturdiéndola y desorientándola. Leia hizo volver a su mente algunas de las disciplinas que Luke le había enseñado, y se fue tranquilizando poco a poco hasta recuperar la calma y el dominio de sí misma.
Y echó un vistazo a la habitación que la rodeaba.
Todo parecía muy distinto visto sin ojos físicos. Había otros tiempos y otras eras presentes, como si estuviera contemplando un panel de cristal de proyección detrás de otro. Un anciano con el cabello canoso estaba sentado a la mesa, escribiendo sobre el reverso de unas anotaciones de plastipapel verde, y de repente dejó de escribir para apoyar la cabeza en los brazos y se echó a llorar. Una Jedi rubia y esbelta yacía sobre la cama —que por aquel entonces había estado al otro lado de la habitación—, leyendo historias a su esposo, que estaba acostado junto a ella con su morena cabeza encima de su muslo. Leia contempló la puerta, y supo que podía caminar a través de ella.
«¡Me perderé!»
El pánico helado y la sensación de estar desnuda y totalmente desprotegida volvieron a adueñarse de ella.
«No», pensó. Fue hasta la cama y tocó el cuerpo que yacía sobre ella.
Era su cuerpo. El olor de su carne y el sonido del latir de su corazón eran inconfundibles. Si se concentraba, podría encontrar el camino de vuelta a él de la misma manera que había seguido los rastros mucho más débiles y menos familiares de Keldor y Elegin a través de los túneles.
Leia cruzó el umbral con el corazón lleno de terror.
Inmediatamente fue consciente de unas voces. Aquella sección de los pasadizos había sido el alojamiento de los Jedi después de haber formado parte de las interminables cavernas-invernadero de Plett. La adormilada consciencia de las plantas y la cansada y agridulce benevolencia del anciano Maestro Ho’Din había impregnado la roca de las paredes. Leia fue siguiendo las voces hasta llegar a una larga cámara iluminada no sólo por un techo lleno de radiantes paneles luminosos, sino también por media docena de ventanales de distintos tamaños a los que gruesos cristales protegían de las tormentas del pasado y que, como los de su habitación, quedaban ocultos entre las rocas y telones de lianas del muro del valle.
Leia pudo reconocer a más de dos terceras partes de los presentes.