—La República tenía que haber terminado con todo eso de las monjas y de los frailes, pero no se atrevieron. Mientras haya gente de ésa, el país no tendrá arreglo —comentó el
Cubano
.
Siguió una corta perorata anticlerical, con referencias a los brazos inactivos, al poder opresor de la Iglesia y a las riquezas de los jesuitas.
Carlos la escuchó con atención y le vinieron ganas de confundir un poco al
Cubano
y hacerle perder la seguridad con que hablaba. Esperó a que terminase.
—Luego, ¿no cree usted en Dios?
—¿En Dios? ¿Cómo voy a creer? Supongo que usted, que es un hombre de estudios, tampoco creerá.
—Ya me gustaría no creer, porque Dios siempre estorba, pero no tengo más remedio que rendirme a la evidencia. Dios está ahí fuera, en esa galerna, y también lo encuentro muchas veces, contra mi voluntad, en el fondo de mi conciencia.
—Será así. Usted tiene más letras y más motivos para estar enterado. Pero ¿sabe lo que le digo? Que si hay Dios, deben llamarlo de otra manera, porque el nombre que lleva ahora se lo han estropeado.
Estaba sentado en un taburete, con las piernas abiertas. La de palo hurgaba en el suelo de tierra. También sus manos se movían pausadamente encima de la panza.
—Luego, ¿piensa usted que sólo es cuestión de nombre?
—También de quien lo usa. Porque, hasta ahora, parece cosa de ricos, propiedad suya, para amolarnos a los pobres en su nombre. Déme usted un nombre nuevo, que sirva, y, a lo mejor, lo usamos luego nosotros para amolar a los tiranos.
Implicada en la disputa la lucha de clases, el
Cubano
no perdía puntos, y el intranquilo era Carlos. Dio salida al toro, se despidió hasta pronto y marchó al Casino. Se había citado en él con don Baldomero, de vuelta ya en Pueblanueva.
Había poca gente: el juez municipal y Cubeiro. Al abrir Carlos la puerta se volvieron hacia él con la esperanza de que fuese un jugador de tresillo. Carlos no sabía jugar. Se sentó cerca de la estufa. Los otros reanudaron la conversación sobre el mal tiempo y los destrozos de la galerna. Poco después llegó don Baldomero. Antes de que saludase, Cubeiro buscó un disco y lo puso en la gramola. Gardel, o alguien así, empezó a cantar:
¡Victoria! ¡Araca, victoria!
¡Estoy en la gloria! ¡Se fue mi mujer!
El boticario, a medio salón, se detuvo. Después hizo a Cubeiro un corte de mangas y se sentó tranquilamente.
—Es mi modo de darle la enhorabuena, no se ponga así. Ahora, sin nadie en casa, campará por sus respetos. Ande, vamos a jugar una partida. ¿Por dónde anduvo estos días?
Don Baldomero dijo que venía a hablar con Carlos y que esperasen a otro para jugar; pero como Carlos disponía de poco tiempo, porque tenía que acompañar a doña Mariana, el boticario se decidió por el tresillo y empezó a contar que había estado en La Coruña y lo que había visto en materia de cafés cantantes y bailarinas.
—Eso. Usted, divirtiéndose, y su señora, a la montaña, la pobre. La vi entrar en el coche y no doy un patacón por su vida.
—Bien podía usted callarse.
—¿Qué quiere que le diga? ¿Que la encontré de buen color? Usted sabe que no es cierto. Pero, ya ve: si estuviera en mi mano salvar su vida o la de doña Mariana, que también está para espicharla, la salvaría a ella.
Cubeiro levantó la visera verde y miró a Carlos.
—Con perdón de usted, don Carlos, que ya sé que es su amigo. Pero en este pueblo no le tenemos mucha simpatía. No hace más que pinchar constantemente al amo, y el amo, por causa de ella, anda de mal humor. Y es lo que yo digo: si no hay otro remedio que aguantar a un amo, pues que sea uno solo y que viva contento para que estemos tranquilos los demás. He llegado a esta conclusión después de mucho pensarlo.
El juez repartía cartas. Don Baldomero abatió las suyas con rabia.
—¡Qué naipe, Dios!
—No se queje. Mala suerte en el juego, pronto se quedará viudo.
Hacía frío, a pesar de la estufa. Carlos apalabró una entrevista con don Baldomero para dos o tres días después y regresó a casa de doña Mariana. Seguía amodorrada. Había estado el médico y la había encontrado igual.
—Dice que volverá después de cenar.
Entró en el cuarto de estar, encendió un cigarrillo y se sentó junto al fuego. El viento sacudía las ventanas, y el estruendo de las olas, reiterado, tremendo, envolvía la casa, imponía su ritmo al pensamiento.
Corrió las cortinas y volvió a sentarse. Unas horas antes daba por seguro que doña Mariana se curaría. Ahora, sin haberlo vuelto a pensar, contaba con su muerte. La idea le saltó en la conciencia, y allí permaneció, solitaria, quieta. Pasó unos minutos sin pensar en otra cosa, dándole vueltas o, más bien, dando vueltas a su alrededor, hasta que sintió miedo de quedarse solo.
—Si muere, me marcharé. No se me pierde nada en Pueblanueva.
Recordó, entonces, a Rosario. De Rosario se desharía rápidamente. Rosario no le diría: «Lléveme con usted», ni le pediría nada: se limitaría a asentir, a aceptar, a resignarse.
De repente, se levantó y fue al cuarto de doña Mariana. Una sola luz, muy débil, en un rincón, lucía en la penumbra. Acercó una silla a la cama y se sentó. Doña Mariana respiraba con fatiga; el aire sacaba a los bronquios ruidos destemplados, sibilantes o roncos. A veces, doña Mariana se agitaba o gemía y, entonces, llevaba al costado izquierdo una mano y se tocaba.
Carlos se dio cuenta de que seguía fumando. Aplastó el cigarrillo contra el fondo de un cenicero y sopló en el aire para alejar el humo de la enferma. Entonces, sonrió y se dijo que quería a doña Mariana, no sabía cómo, no sabía bien por qué, y le entró deseo de analizar sus sentimientos y curiosidad de conocer el resultado. Pero su mente funcionaba perezosamente, y algo le prevenía contra el error, algo que, al mismo tiempo, le acusaba de haberse equivocado últimamente, de no haber acertado en uno solo de sus análisis y de sus pronósticos. Reconoció que carecían de objetividad, que su mente había perdido la independencia y funcionaba prisionera de su persona. Tendría, ante todo, que psicoanalizarse y despojarse de todas las oscuridades de su ánima, si quería ver claro a su alrededor y dentro de sí mismo.
—A lo mejor, este deseo mío de marcharme, si ella muere, no es más que miedo. Toda mi conducta, durante estos meses, ha estado regida por el miedo.
¿Miedo como el del niño que pierde la protección del padre, que se encuentra indefenso cuando el padre ha marchado y le deja solo frente a lo temeroso? ¿Es que doña Mariana representaba para él la protección del padre? ¿Tenía que admitir que había galleado frente a Cayetano sólo porque se sabía protegido por ella o porque se sentía metido en todo aquello que doña Mariana defendía contra Cayetano? Se rió de sí mismo, pero no pudo evitar considerarse como un niño que, asido a la mano de su padre, insulta al fuerte de la escuela. Y el fuerte le guiñaba un ojo, como diciendo: «Cuando no esté tu padre, nos veremos». Cubeiro había acertado: muerta doña Mariana, Cayetano sería señor absoluto.
—Se lo va a llevar todo la trampa.
Y él, si se quedaba, acabaría vencido sin pelear, sumiso al yugo, envilecido día a día. No se sentía con fuerza para la brega. Jugaría al tresillo, como don Baldomero, y, como Cubeiro, se vengaría de la esclavitud burlándose del prójimo.
¡Victoria! ¡Araca, victoria!
¡Estoy en la gloria! ¡Se fue mi mujer!
No dejaba de tener gracia. A don Baldomero, el tango le había sentado como una patada en la boca del estómago.
Doña Mariana despertó y le llamó débilmente.
—Tienes que acostarte pronto. Necesito que mañana vayas a La Coruña, aunque yo esté muriendo. Aprovecharé tu ausencia para traer al notario. Se me han ocurrido algunas modificaciones en mi testamento.
Le dio una taza de café con leche y la acompañó hasta dormirse. Las
Ruchas
la velarían durante la noche. Marchó a su habitación, la misma en que había dormido los días de su llegada a Pueblanueva. Los recordó, mientras se desvestía, y se preguntó para qué había venido y lo que había sacado en limpio con el viaje.
—Decididamente, marcharé. Marcharé para siempre.
Pensó que, desde La Coruña, podría escribir algunas cartas y buscarse un modo de vivir en cualquier parte. Mejor, fuera de España, en una gran ciudad donde pudiera perderse, pasar inadvertido. Quizá París. París le recordó a Germaine, y procuró alejar el recuerdo.
El Packard de Cayetano se detuvo en el borde mismo del corral, allí donde empezaba el fango. Hizo sonar la bocina y esperó. Después descendió del coche.
—¡Clara!
Sacó la pipa del bolsillo y empezó a cargarla. Clara asomó a la puerta de la cocina. Traía puesto un mandil y se envolvía la cabeza en un pañuelo rojo. Al ver a Cayetano se santiguó.
—¡El demonio!
—¿Puedo entrar?
Clara se encogió de hombros. Miraba a Cayetano sin sonreír. Él encendió la pipa y atravesó el corral por los lugares donde el barro era menos profundo. A su paso se espantaron unas gallinas cobijadas bajo el alero.
—¿Qué sucede? —dijo Clara.
—Tengo que hablarte, y no te quejarás de mí, porque te hago el honor de venir a tu cueva.
Miró, desdeñoso, alrededor.
—¡Qué asco!
—El demonio viene aquí con frecuencia y lo encuentra limpio.
Clara, puesta en jarras, esperaba en la puerta. Cayetano subió las escaleras del patinillo hasta quedar frente a ella.
—Me mandarás pasar, ¿no? Está lloviendo.
—Te haré el honor de mandarte entrar a la cocina. No tengo sitio mejor.
—Tienes tu alcoba.
—Ésa, por ahora, está reservada. Para ti, desde luego, cerrada a cal y canto. Pero al resto de la casa puedes pasar.
Hizo una pausa y dejó la puerta franca.
—No me das miedo.
—Es una prueba de confianza. Ya sé que no hay hombres que te guarden. Es decir, hombres, lo que se dice hombres, no los hubo aquí nunca.
—Si vienes a insultarnos, mejor será que no entres.
Cayetano sacó la pipa de la boca y penetró en la cocina.
—Comprenderás que sólo para eso no hubiera venido.
—Bueno.
Clara le señaló una banqueta. Luego cerró la puerta. Él se sentó en la esquina de la mesa y apoyó un pie en el asiento. Se miraron largamente. Clara se había arrimado al llar. Él llevó —de nuevo— la pipa a los labios.
—Vengo a hablarte de esta casa.
—¿Quieres comprarla?
—Compro todo lo que fue de Churruchaos. Un capricho, ¿comprendes? Los Churruchaos, antes; los Salgados, ahora. Pero lo que fue de unos tiene que ser de los otros. Se me ha metido en la cabeza, y todo el mundo lo sabe. Es inútil sacar la casa a subasta. Nadie se atrevería a pujar contra mí.
—Haz una oferta.
—¿Cuánto pides?
Clara parpadeó un instante.
—Treinta mil duros.
—¡Estás loca! Te doy la mitad.
—No.
—Quince mil duros es el precio máximo y está bien pagado. La próxima vez te ofreceré doce solamente, como es corriente en estos casos. Si eres un poco lista, aprovéchate. Hoy estoy de buen humor.
—La finca vale más. Tiene monte, pinar y unos buenos ferrados de regadío. Y la casa, aunque está destartalada, es antigua y buena.
Cayetano echó una bocanada de humo y se guardó la pipa en un bolsillo de la cazadora.
—La finca no vale más que lo que yo quiera dar por ella.
—Entonces, no la venderé.
Clara le indicó, con un gesto, la puerta. Él sonrió y permaneció sentado.
—No hemos terminado aún.
—Por mi parte, sí.
—¿Te he dicho ya que te has puesto muy guapa?
—Todavía me queda en la casa algún espejo. Cuando los haya vendido todos, me miraré en los escaparates.
—O en los ojos de Carlos Deza. Tiene muchas clientes esta temporada.
Clara hizo una mueca de fastidio. Tuvo en los labios el nombre de Rosario. Se contuvo.
—¿Por qué no te vas ya?
—Vine a comprarte la finca. Y a advertirte; por si lo has olvidado, que sólo yo la compraré.
—No la vendo.
—Té hago la oferta máxima, lo que cualquiera te daría por ella. Y si añadí un piropo, fue por pura cortesía. Personalmente, no me interesas. Los Churruchaos estáis muertos y enterrados. Ni el propio Carlos existe. En cuanto a tu hermano…
Se levantó y se acercó a ella.
—¿Dónde está?
Clara aguantó la mirada dura de Cayetano.
—No lo sé.
—Le venía muy ancho eso de la revolución. Le venía muy ancho… El día que vuelva a Pueblanueva, si vuelve, lo correrán a pedradas sus propios compinches.
—¿Por qué no te vas?
Cayetano volvió a sacar la pipa.
—Me hizo mucha gracia cuando me lo contaron. Y, ya ves, Juan fracasó sin que yo tuviera arte ni parte en el asunto. Te juro que no me metí en nada, aunque me divertían sus ideas. Cayó por su propio peso, como caen todos los imbéciles —rió—. ¡A quién se le ocurre, la explotación sindical de la pesca! Dile a tu hermano que haga versos y que no se meta en lo que no entiende.
Marchó hacia la salida tranquilamente.
—La Vieja está muriendo —dijo sin volverse—. Cuando la espiche, se acabó la pesca en Pueblanueva, y aquí no se hará más que lo que yo mande. Y toda esa gente lo va a pasar muy mal antes de que yo les dé trabajo.
—Pero con la Vieja no has podido: tienes que esperar a que se muera.
Cayetano se volvió rápidamente.
—Con ella pudo mi padre. Le hizo un hijo, lo sabes perfectamente. Ahora, cuando ella muera, me entenderé con mi hermanito. Debe de ser un buen muchacho y se avendrá a razones. Como no quiere a su madre, me querrá a mí. Puedo, incluso, obligar a mi padre a que lo reconozca. No estaría mal, ¿verdad?, y todo quedaría en casa. «Salgado Hermanos, S. A.» Bonito.
Abrió la puerta.
—Vosotros habéis terminado ya. Os ha comido el tiempo, sois una puñetera decadencia. Lo mejor que puedes hacer es venderme la casa y largarte con tus hermanos. A una mujer como tú le va mejor la ciudad. Bien vestida resultarás vistosa.
La miró de arriba abajo, sonriente.
—Podrías hacer una gran carrera fuera de este agujero. Aún te quedan unos años de bonita.
Salió, cerró la parte inferior de la puerta y se asomó a ella.
—Voy a veces a Madrid. Si alguna vez te encuentro…
—¿Qué?
—Me harás una rebaja por acostarme contigo.