—A estas horas de vuelta. Esta mañana le dio por ir al monasterio.
—¿Es que va a meterse fraile?
—Allí no querrán a la
Galana
.
—Tenía que hablar con él.
—Estará al llegar a casa de la Vieja.
—¿Por qué no vas a avisarlo de mi parte?
El
Relojero
echó mano a un paquete muy voluminoso.
—¿Quieres ver esto?
Era una larga tira de cretona floreada de rojo: diez metros de flores.
—¿Para tu novia?
—Cada año le llevo un traje.
—¿Sin hacer?
—En cuanto llego la desnudo, la envuelvo la tela al cuerpo, y con imperdibles y una cuerda para la cintura, listo.
—Estará guapa.
—A mí me gusta.
—Es bonito. Anda, ve junto a don Carlos. Dile que traiga el carricoche: no tengo ganas de mojarme más.
—¿Me cuidas el puesto?
—Bueno.
Tardó poco en regresar.
—Que lo esperes en los soportales, que llega en seguida.
Se metió en el cuchitril.
—La Vieja está acatarrada, ¿sabes?
—No pases pena, que a ésa no hay rayo que la parta.
Clara esperó, paseando bajo los soportales. Todavía compró unas cebollas a una vendedora que se retiraba y quería deshacerse de la mercancía sobrante.
De pronto se dio cuenta de que el carricoche estaba parado cerca de ella, y de que Carlos la contemplaba, riendo.
—Pues no es para ponerse así, hijo. No están las cosas para risas.
—¿Te pasó algo con Juan?
—Ayúdame a subir y te contaré. Puedes llevarme a casa.
Le contó por encima lo sucedido la noche anterior y aquella misma mañana. Carlos pareció preocupado.
—Hizo mal tu hermano en marchar tan pronto. Es abandonar a los pescadores.
—Eso le dije yo.
—Y con él fuera, la Vieja no creo que acceda a nada. ¿Cuándo vuelve?
—No volverá.
Carlos soltó las riendas y el carricoche se detuvo.
—No lo entiendo.
—Me dijo también que vendiera la casa. Quedé de mandarles la mitad de lo que den por ella.
—Pero ¿vas a quedarte en la calle?
—Ya me arreglaré. Claro que… necesito alguna ayuda.
Pasó a Carlos el papel con la cuenta de gastos.
—En el Ayuntamiento me dieron eso. Y yo no tengo un real. Di a Juan todo lo que había en casa. En cuanto venda, pagaré.
Carlos se guardó el papel.
—Aquí el único que puede comprar es Cayetano.
—La finca es buena, Carlos. Tiene setenta ferrados de monte y veinte de regadío. Bien trabajada da dinero. Puede convenirle a cualquiera.
—Sí, pero nadie dispone de cuenta corriente para imprevistos.
Recogió las riendas y arreó al caballo.
—A no ser que pienses vendérselo a la Vieja. Ella también puede comprarla. Le hablaré, si quieres.
—De ninguna manera. Podría pensar que vendo… para obligarla a ella a comprar.
—De todos modos, cuando se entere querrá hacerlo. Cayetano está empeñado en quedarse con todos los bienes de los Churruchaos, y ella en impedírselo.
—Pero no tiene por qué enterarse. Está enferma, y tú no le dirás nada.
—Como quieras.
—Puedes, en cambio, preguntarle si está dispuesta a alquilarme el bajo que tiene vacío en una casa de la plaza. Ya sabes, donde quería poner una tienda y encargarme a mí de ella.
—¿Para qué te interesa?
—Si vendo la casa puedo abrir yo la tienda. El sitio es muy bueno.
—No te imagino vendiendo metros de puntillas a las aldeanas.
—¿Por qué?
—¡Qué sé yo! Cada uno tiene su destino, y el tuyo no es ése.
Se volvió hacia ella, riendo, y le dio una palmada en el hombro.
—Tú eres una mujer dramática, Clara. Luchando contra tus hermanos, contra la pobreza, contra el pecado, estás en tu salsa, eres tú misma. Pero detrás de un mostrador pierdes la mitad del interés. Doña Mariana tuvo que darse cuenta cuando te ofreció el empleo.
—No, hijo, no. Lo que doña Mariana pensó es que, a lo mejor, te compadecías de mí y te casabas conmigo por lástima.
—Da igual. A su modo, ella sabía que eres una mujer interesante y, también a su modo, pretendía que dejases de serlo. Pero ahora eres tú la que te conviertes en tu propia enemiga.
—¡Vaya! ¿Llamas enemistad a intentar salir de apuros de una vez?
Carlos sacó un pitillo, lo lió rápidamente y lo encendió.
—Un gran poeta dijo: «Sé fiel a ti mismo». Tu obligación es mantenerte en tu casa, luchar contra la miseria, contra ti misma, contra tu propio demonio, y aguantar la lucha hasta el final.
—¿Y cuál será el final?
—¿Quién puede saberlo? —Carlos se echó a reír—. A lo mejor ocupar la plaza que deja vacante tu hermano. Una mujer como tú sería un gran caudillo anarquista. ¡Piénsalo, Clara! Si mañana te presentas a la Vieja al frente de la comisión de los pescadores a exigirle lo que Juan tenía que pedir, la Vieja se asombrará y, a lo mejor, te regala los barcos.
—No dices más que tonterías, Carlos. Pero, además, las haces, porque todo eso que acabas de aconsejarme, supongo que en broma, es lo que vienes haciendo desde que llegaste al pueblo. Sólo que a ti te visita una mujer todas las noches y yo duermo sola.
Le agarró de un brazo y lo sacudió.
—Y estoy harta, ¿sabes?, y, además, tengo miedo. Como pueda poner la tienda la pondré, aunque a ti no te guste; y si no quieres ayudarme, allá tú. Y si está en mi mano haré todo lo contrario de lo que dices: dejaré de ser pobre, me respetarán los hombres y me casaré con el primer tío decente que me lo pida. Me importa un pito dejar de ser una mujer interesante; lo que quiero es ser un poco feliz.
—¿Y por qué me lo dices con esa ira?
Clara le soltó el brazo, lo miró largamente y no respondió. Estaban llegando al pazo de Aldán.
—Bueno —dijo Carlos—, veré de conseguirte ese dinero y le hablaré a la Vieja.
Las zuecas de Clara chapotearon en el fangal de la corraliza al atravesarlo. Subió al patinillo y, desde él, se volvió. Carlos le hizo una seña y dio la vuelta al coche. Con el viento y el agua de cara tuvo que taparse las piernas. Dio un rodeo al pueblo, subió al Penedo. Paquito, el
Relojero
, no había vuelto aún. Carlos subió al cuarto de la torre y miró cuánto dinero tenía: no llegaba a trescientas pesetas, menos de lo que Clara necesitaba. Se lo echó al bolsillo, escribió una nota para que el
Relojero
pasase por casa de la Vieja después de comer, se la dejó en el zaguán, en lugar bien visible, y regresó.
Doña Mariana se había levantado, y le esperaba, envuelta en mantas y cerca de la chimenea, con la mesa puesta. Carlos explicó su retraso.
—Creí que Clara había logrado raptarte.
La
Rucha
sirvió la sopa. Mientras comían, Carlos contó las novedades.
—Juan se ha llevado todo el dinero que había en casa, yo tampoco tengo y Clara está necesitada. Habrá que hacerle un préstamo.
—Querrás decir un regalo.
—Un préstamo. ¿Sabe usted que se ha decidido a poner una tienda? Me encargó que le preguntase si está usted dispuesta a alquilarle no sé qué bajo.
—¿Poner una tienda ella? ¿Con qué dinero?
—Va a vender el pazo, pero me encargó que le guardase el secreto. No quiere que usted lo sepa.
A doña Mariana le hizo gracia la decisión de Clara.
—Esta chica es la única que tiene arrestos de todos vosotros. Me gustaría que fuese mi sobrina.
—Puede usted adoptarla.
—No creo en falsos lazos de sangre. Además, está Germaine. Y yo quiero que se case contigo.
Carlos dejó caer la cuchara y la miró con estupefacción fingida.
—Tan mal la quiere?
—Este verano haremos un viaje a París.
—¿Haremos?
—No pretenderás que vaya sola. Y quiero averiguar el misterio de mi sobrino Gonzalo y de su hija, y traérmelos. No es que me haga gracia Gonzalo; pero tengo ciertos deberes con Germaine.
—Y de los barcos, ¿qué?
—Si Juan no está, no hay nada de lo dicho. Es un favor que hacía a Juan.
—Juan diría…
—Juan diría tonterías, como tú. Ya puedes llegarte a la taberna del
Cubano
, esta tarde, y explicarles que las cosas seguirán como hasta aquí.
—Tendré que dar unas razones.
—Las inventas.
Cuando estaban tomando el café, llegó el
Relojero
. Carlos pidió a doña Mariana doscientas pesetas, las metió en un sobre con sus trescientas, y las envió a Clara.
—Llévate el coche —dijo a Paquito— y regresa en seguida. Tengo que salir.
A la caída de la tarde, el viento se hizo más fuerte.
Bonito
arrastraba el coche con dificultad; la capota parecía volar.
Carlos volvió el coche a la cochera y el caballo a la cuadra.
—¿Vas a ir así, con esta lluvia?
Pero a Carlos, de pronto, le había entrado comezón de hablar con el
Cubano
y con los pescadores. Se envolvió en una bufanda. Hizo cara al vendaval.
Algunos marineros, metidos en sus ropas de agua, contemplaban, desde el pretil del malecón, los barcos anclados. Al pasar, oyó Carlos algo acerca de las amarras.
Frente a la tasca, un grupo discutía si sería mejor encender fuegos y sacar los pesqueros al medio de la ría. Cuando vieron llegar a Carlos, quedaron silenciosos. Carlos les saludó y entró en la tasca.
Carmiña estaba en el mostrador. Dijo en seguida que su padre andaba por dentro, pero que le avisaría. Mientras, podía tomar algo.
—Tráeme un tinto.
Dos mujeres que compraban algo le miraron y cuchichearon. Entraron dos marineros de los que estaban fuera y volvieron a salir. Por los vidrios empañados de la ventana se adivinaron sombras curiosas.
El
Cubano
llegó corriendo.
—Sucede algo, don Carlos?
Se sentó a su lado. Carmiña regresó al mostrador y chilló a las compradoras.
—¡Vamos, idos ya! No os importa nada.
Salieron las mujeres. Carlos dijo que no era necesario.
—Pero ¿sucede algo?
—Sabrá usted que Aldán se marchó esta mañana.
—¿Que se marchó? ¿Adónde?
—A Madrid.
—Pero, marcharse, ¿cómo? ¿Por qué? —sacó tabaco, lo dejó en la mesa sin liarlo—. Tenía que haber venido, pero con este tiempo pensé que estaría en su casa. Habíamos quedado en que mañana…
—Por eso vengo.
—Es que Juan, ¿no regresará? —súbitamente asustado, cogió a Carlos por la muñeca—. ¿Es eso, don Carlos? ¿Que no regresará?
Carlos se encogió de hombros.
—Personalmente, no me ha dicho nada, pero no creo que regrese. Pasan cosas…
El
Cubano
había bajado la cabeza y jugueteaba con el cigarrillo.
—Me pareció mejor hablar con usted antes de que la gente se entere. Ya sé que será difícil convencerles de que no los ha abandonado; pero usted, al menos, puede comprender que existan unas razones. Usted es distinto de los demás; conoce a Juan y ha andado por el mundo.
El
Cubano
seguía con la cabeza baja. El cigarrillo se había roto entre sus dedos, y recogía en un montoncito el tabaco desparramado.
—¡Unas razones!
Dio, de pronto, un puñetazo fuerte en la mesa y miró a Carlos con ira.
—¡Unas razones! ¿Cree usted que hay razones bastantes para dejar plantados a los que confiaban en él? Dígalo, don Carlos: ¿hay razones bastantes? ¿Puede haberlas?
—Algo de las hermanas… Algo grave, quizá.
—¿Acaso sus hermanas valen más que esa gente? —volvió a golpear la mesa—. ¡No son cuatro gatos, don Carlos! ¡Son sesenta familias que estaban pendientes de él! ¡Son sesenta hombres que le escucharon y se fiaron de su palabra durante años! Y toda esa gente tiene hambre y empieza a hartarse de tenerla.
Dejó caer las manos desalentadas.
—En cuanto lo sepan, más de diez irán a pedir trabajo al astillero. Y el otro jugará con ellos hasta saber que no pueden más, hasta que les haya hecho perder la dignidad y les dé la limosna de un empleo.
Se levantó y dio un paseo hasta la esquina opuesta. Se detuvo, regresó en silencio. Había, en medio, un taburete. Lo golpeó con la pata de palo, furioso.
—¡Lo que sucede —dijo, tendiendo hacia Carlos los puños cerrados— es que no puede uno fiarse más que de los de su clase!
—Usted tiene familia y no la abandona.
—También la tenía en octubre del treinta y cuatro y fui a la cárcel.
Se acercó al mostrador.
—¡Dame una copa!
Carmiña, tranquila, se la sirvió. El
Cubano
la bebió de un trago, carraspeó y marchó hacia la puerta. Iba a abrirla y se volvió.
—Con usted no va nada, don Carlos. Pero usted comprenderá que eso tiene un nombre, y que el señor de Aldán lo ha perdido todo con nosotros.
Con la puerta entreabierta añadió:
—¡El señor de Aldán! ¡Al fin y al cabo, un señorito!
Cerró con fuerza. Carmiña abandonó el mostrador y se acercó a Carlos.
—¿Me dice a mí lo que pasó?
Le brillaban los ojos y le temblaba la voz.
—Inés está en Madrid, en mala situación, y él tuvo que ir allá.
—¿Y no va a volver? ¿De veras que no va a volver?
—¿Qué sé yo?
—Siempre estaba triste por las hermanas.
Vio la taza de Carlos vacía.
—¿Quiere más vino?
—No.
—¿Y usted cree que, sin él, eso de los barcos…?
—A ti puedo decirte que era un favor de la Vieja a Juan. Al no estar Juan, no hay favor.
Carmiña sonrió tristemente.
—Nunca creí otra cosa. La gente no se desprende de lo suyo así como así.
—Pero iba a desprenderse, y nadie hubiera sabido por qué lo hacía.
—Eso sí.
Recogió las manos bajo la cruz de la toquilla.
—Mi padre dirá lo que diga, pero Juan es un buen hombre. Si le escribe, mándele recuerdos de mi parte.
Dio la vuelta, se metió detrás del mostrador y empezó a lavar las tazas sucias.
Fuera, el viento no apagaba las voces, cada vez más fuertes, más violentas, de los pescadores. Se habían juntado veinte, treinta. El
Cubano
, en medio del corro, les hablaba. Vestían todos ropas de aguas y algunos llevaban faroles.
Como a las nueve de la mañana, Paquito el
Relojero
entró en el cuarto de Carlos. Traía, en una bandeja, el desayuno. Carlos le preguntó por qué lo despertaba tan temprano.
El Relojero
, sin contestarle, dejó la bandeja encima de la cómoda y abrió las maderas de la ventana.