Paquito dejó la pajilla sobre el banco del zaguán, encendió una cerilla y entró en el cuchitril. Tenía empapada de lluvia la chaqueta: se puso otra, remendada, y subió, descalzo.
Al fondo del pasillo lucía un resplandor. Fue hasta la torre y entró en el estudio, sin llamar. Carlos leía junio a la chimenea.
—¿Qué se te pierde?
Sin responderle, Paquito se acercó al fuego y se calentó un poco. Le miraba, de vez en cuando, y reía.
—¿De dónde vienes?
—Cayetano acaba de darle a Rosario una buena tunda. ¡Mi madriña querida, en mi vida vi más palos! Cuestión de patadas, puñetazos, ¡yo qué sé! Y ella le zumbó también, mientras pudo.
Señaló la botella de coñac.
—Si me da un poco de eso… Estoy como una sopa.
Bebió de un trago y volvió a reír.
—¡Qué tunda, mi madre! Ella quedó como muerta. Ni a mí me pegaron nunca tanto. ¿Me da más de eso?
Bebió de nuevo y carraspeó. Se le encendían las mejillas y el alcohol le bailaba en los ojos. Buscó tabaco en el chaleco.
—Después, Cayetano vino corriendo, y estuvo para llamar, pero no se atrevió. Aún debe andar cerca.
Abre la puerta y búscalo.
—No sea loco. El nombre de usted no salió para nada. Fue ella, que le dio con la ventana en las narices. Es de mucho cuidado.
Carlos se levantó.
—Voy a verla.
—Yo no iría. Van a enterarse los viejos, y mañana lo sabrá Cayetano.
—¿A mí, qué?
—Yo no iría. Pero si va, no vaya solo, y lleve una escopeta. Es cuestión de defensa propia.
—No tengo escopeta.
—Lleve lo que sea, un cuchillo, unas tijeras. Y yo iré con usted.
—¿Para qué?
—Hay un perro que ladra. A mí me conoce: es cuestión de caricias. Los perros se llevan bien conmigo, ¿sabe? En general me llevo bien con todos los animales. Luego, viene la cuestión de la ventana: a usted no le abrirá.
Además, no debe ir por la carretera, y yo puedo enseñarle los atajos.
—Habíamos quedado en que no te meterías en mi vida.
—Éste es caso de conveniencia. Si lo dejo ir solo, me quedo sin amo y sin casa.
Carlos paseó en silencio. Paquito, cerca del fuego, le miraba ir y venir. Tiritaba.
—Si me deja, bebo otro trago.
—Bueno.
—Estoy mojado hasta los huesos.
—¿No tienes con qué mudarte?
—Si vamos a salir…
—Espera.
Carlos salió, fue a su dormitorio y revolvió en sus maletas. Halló una linterna eléctrica y la probó. Volvió a la torre.
—Vamos.
—Póngase algo. Llueve mucho. Y lleve el cuchillo.
La boina y el impermeable, nada más. Nada más. Desechó la idea del cuchillo. Pero, ya en el zaguán, esperó a que Paquito explorase el jardín; y, fuera del pazo, le siguió por donde le llevaba, fuera de la carretera. El loco no permitió que encendiera la linterna; y cuando llegaron a casa de Rosario, volvió a esperar, hasta que Paquito hubo tranquilizado al perro; y saltó el seto por donde le dijo, y esperó junto a la ventana a que golpease el cristal con una piedra, suavemente. Una vez, dos.
—Déjalo ya. Debe estar dormida.
—Ya que estamos aquí…
Llamó de nuevo, y se escuchó el ruido de las maderas al abrirse. Carlos se alumbró el rostro con un destello de la linterna.
—Antes de salir, hágame una señal —dijo Paquito; y se refugió en el hueco del castaño. Sólo cuando vio que Carlos había entrado, y que la ventana se había vuelto a cerrar, echó mano de sus recuerdos.
Esquirlas de cristal cubrían el piso de la habitación; crujieron y se rompieron bajo los pies de Carlos. Quedó en el hueco de la ventana, retenido por Rosario, que sollozaba. Le había abrazado, sin decir palabra, y se apoyaba en su pecho. Olía toda ella a vinagre. Habló cuando Carlos encendió la linterna e intentó alumbrarla. Se cubrió la cara con las manos.
—¡Apague eso! ¡No quiero que me vea así!
Después le preguntó cómo había venido con Paquito. Y Carlos lo explicó.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó luego.
—Después de haber estado con el señor, no podía recibirlo.
—¿Por qué?
—No lo sé, señor. Por una cosa que me venía de dentro. Sabía que me iba a pegar, y lo hice. Estoy contenta.
No le había soltado. Hablaba quedo, y sus labios, al moverse, rozaban como una caricia el cuello de Carlos.
—Mañana me pegaré con él.
—¡No lo haga, señor! —se apretó más—. Nadie tiene que saber que fue por usted. No quiero que Cayetano lo sepa. Que piense que fui capaz de echarlo sin ayuda de nadie. Déjeme ese gusto.
Rogó. También temía que Cayetano hiriese a Carlos a traición, o lo matase. Cayetano tenía mucha fuerza, y mucha gente dispuesta a ir a la cárcel por matar a un hombre si Cayetano lo mandaba.
—No quiero que le pase nada al señor. Tendría mucha pena.
—Entonces, vendrás a mi casa a quedarte.
—Tampoco, señor. Iré cuantas veces quiera, y pasaré allí la noche, si lo desea, pero sin que lo sepa nadie, como ayer.
—¿Vendrás mañana?
—Iré cuando me hayan pasado los golpes. Así no quiero que me vea. Tengo la cara hinchada y los pechos marcados de cardenales. Le mandaré recado por el
Relojero
cuando haya de ir. Ahora, váyase.
Abrió, con cuidado, la ventana; con la mano izquierda, mientras la diestra enlazaba a Carlos por la cintura. Carlos hizo la señal, y Paquito se acercó.
—No hay cuidado.
Saltó.
—Déjeme que lo bese.
Sangraban los labios de Rosario, y Carlos se sintió atraído, retenido, por el sabor salado. Quiso entrar de nuevo.
—No, señor. Hoy no.
Paquito tiraba ya de su chaqueta, y el can le olfateaba los zapatos.
—Tengo que ir al Casino —dijo Carlos a doña Mariana.
Había permanecido silencioso y, a ratos, abstraído. Ella le había preguntado, dos o tres veces, si le sucedía algo. Se le notaba la preocupación. Dio una vuelta por el muelle, bajo la lluvia, para distraerse. Cuando llegó al Casino, la partida había comenzado, pero Cayetano no estaba. Carlos se puso a mirar, y, a alguien que le preguntó, respondió que le convenía aprender el juego del
tresillo
, porque en algo había que matar el tiempo.
—Cuando quiera —le dijo don Baldomero—, viene usted a casa y le enseño. Lucía también sabe jugar.
Cayetano llegó un poco tarde. Parecía de buen humor, o, al menos, lo simulaba. No había puesto vacante, _v se sentó al lado de Carlos.
—¿Qué? ¿Te acostumbras al pueblo? Esto no es como Viena.
Carlos tuvo la sensación de que, detrás de la sonrisa, la mirada de Cayetano buscaba algo, quizá una certeza. Hubo de admitir que la educación inglesa de Cayetano no había sido inútil.
Vinieron en busca de Cubeiro, que jugaba, y Cayetano quedó en su puesto defendiéndole unas pesetas.
Ganó rápidamente. Cubeiro, al volver, prefirió tocar unos discos a seguir jugando. Protestaron don Lino y don Baldomero, que perdían.
—Para usted, don Baldomero, tengo una compensación —dijo Cayetano sin dar importancia a las palabras—. Puede acostarse cuando quiera con la
Galana
.
Carlos haba permanecido sobre sí, a la espera de aquélla o de otra manera de afrontar la cuestión. No se alteró. Los otros dejaron de jugar.
—¡Hombre! ¿Se ha peleado con ella?
—Le di anoche una paliza que la dejé baldada.
Don Lino jugaba un solo a favor, pero ni él ni los demás parecieron interesados.
—Cuente, cuente.
Cayetano rió. Dejó las cartas sobre el tapete, y sus manos empezaron a moverse, explicativas.
—Cuando uno pega a una mujer, es para hacer con ella lo que a uno se le ocurra. Y anoche tuve un capricho.
Acercó el rostro a don Lino y le habló al oído. Los ojos del maestro relampaguearon de lujuria.
—¡Qué bárbaro! ¿Lo hizo?
—Ella no quiso, y se me puso brava. Entonces, le di de palos.
—¿Y después, le dejó?
—Ya no me importaba. ¡El gusto que da pegar a una mujer desnuda! La verdad es que me arañó y me mordió. Miren…
Mostró la mano, amoratada en un lugar, y el arañazo de la frente.
—Pero, en lo gordo de la faena, las heridas no duelen. Le di de veras, hasta sudar; la dejé tirada y me dio asco. Se acabó Rosario. Y como la tengo pagada hasta fin de mes, he pensado…
Se volvió hacia el bar y gritó:
—¡Chico! Tráete unas cuartillas.
Corrió el chico del bar con lo pedido. Cayetano continuó, mientras escribía.
… he pensado en extenderles unos vales, a los que quieran pasar con ella una noche. A usted, don Baldomero, desde luego. ¿Y usted, don Lino?
Agitaba la cuartilla escrita y la pasó por las narices estupefactas, abiertas de esperanza lujuriosa, del boticario y del maestro. Sonreía.
Dominaba la situación.
—¡Hombre, Cayetano…!
—¡Pero ella, a lo mejor…!
—¡Sin miedo! La tengo pagada hasta fin de mes, y si se niega le planto fuego a la casa. Es decir…
Se interrumpió.
—… bueno. Fuego a la casa, no, que tiene dueño.
—Otra paliza —sugirió Cubeiro—. Me extiendes otro vale, y se la pego. No debe estar nada mal, darle fuerte en las nalgas, con la mano bien abierta.
Alzó la suya y golpeó en el aire un trasero imaginado, apetecido acaso.
—Y tú, Carlos, ¿no quieres también un vale? A ti no creo que intente rechazarte. Eres su casero.
Almibarado, cortés, como si ofreciera un polvo de rapé, Carlos pasó a su terreno.
—No estoy tan seguro.
—Son dos autoridades, la tuya y la mía.
—La mía, no la ejerzo. Además…
—¿Qué?
—El juego, así, no tiene gracia. ¿Qué se ventila?
—¡Caray, don Carlos! —intervino, voceras, don Baldomero—. ¿Qué se ventila? ¿Usted ha visto bien a la
Galana
?
—No muy bien, pero no es suficiente. Al menos, para mí. Como regalo, no me parece aceptable, quizá porque mis ideas sobre la esclavitud difieren de las de Cayetano. Y como broma de casino, la encuentro poco pesada. Una cosa de éstas, se organiza para que el pueblo esté pendiente de ella mientras no se lleva a cabo, y para que se hable de ella durante cien años, después de realizada. De modo que, si ha de seguir el juego, les ruego que tengan en cuenta mi proposición, que es ésta: dos de nosotros, Cayetano y yo, por ejemplo, nos comprometemos a algo grave; mi vida contra la de él, o sus bienes contra los míos. Gano si la
Galana
rechaza al que se presente en su casa con el vale, o si paso en su cuarto más de una hora; pierdo si me da con la puerta en las narices, o si admite en su cama al que vaya con el papelito. De lo contrario, sin riesgo, sin emoción, la aventura no me atrae.
—¡Qué bien habla! —susurró el maestro.
Cayetano había escuchado sin pestañear, pero también sin que una sola señal de interés o enojo hubiera alterado su rostro. Sonrió al final.
—No tienes sentido del humor, Carlos.
—O quizá lo tenga, aunque distinto del tuyo.
—Lo que no me explico —terció Cubeiro— es su manía de tomarlo todo por lo trágico, don Carlos. Es como si yo tuviese un par de langostas o una empanada de lampreas que me hubieran regalado, y les dijera: Señores, a disfrutarlas.
—No consigo entender la identidad entre las lampreas de la empanada y esa moza que Cayetano acaba de ofrecernos.
—¿La identidad? ¿Qué es eso?
—¡Eres una bestia, Cubeiro! Identidad quiere decir…
La mano de Cayetano, extendida hasta la boca del maestro, le hizo callar.
—Has dado en el clavo, Carlos. Tú y yo no nos entenderemos jamás, porque para mí, entre la
Galana
y una buena langosta no hallo diferencia. Es decir, hay una: el modo de deshacerse de ellas una vez disfrutadas.
—¡Enorme! ¡Enorme! —chilló Cubeiro, con grandes carcajadas—. ¿Y si fuera al revés?
—Si fuera al revés —le respondió Cayetano, calmoso, marcando bien las palabras—, te llenarías bien la boca con Rosario, hasta hartarte.
Cubeiro siguió riendo; rió más brutalmente todavía, pero, entre la risa, una leve mueca, un resplandor de odio fugaz, respondieron en vez de sus palabras.
—Hay que sacar ese solo; don Lino —dijo Cayetano, recogiendo sus cartas.
Planchar unas enaguas con tres palpaos de encaje no es nada fácil. Plancharlas con el encaje encañonado, más difícil aún, sobre todo cuando se ha perdido el hábito de planchar con delicadeza, cuando las últimas prendas almidonadas —las camisas de Juan, en el tiempo en que Juan las usaba— se han planchado hace bastantes años.
La verdad es que ni los hombres llevan ya pecheras planchadas, ni las mujeres enaguas de volantes. Clara las había hallado entre las ropas de doña Matilde, le habían gustado, se había enamorado de ellas y quería ponérselas. Puro capricho personal. Carlos no lo sabría nunca, pero si tenía un poco de interés, podía averiguarlo con sólo mirar: montada la pierna, el volante de encajes quedaría por debajo del borde de la falda, a media pantorrilla. No era un descoco, ni una postura indecente, ¡y hacía tan bonito!
Las tres de la madrugada, y le dolía la espalda de encorvarse y de cargar la fuerza del cuerpo sobre el brazo derecho. Había trasnochado toda la semana, se había quedado a coser, noche tras noche, en la cocina. Probablemente había adelgazado —bueno, eso no era muy grave—. Había terminado el abrigo y el traje; estaban ahora sobre su cama, doblados. Sólo faltaban las enaguas. Un poco más, y estarían a punto. Un poco más: quizá un cuarto de hora —suponiendo que no se agotase el carbón, que no se enfriase la plancha—. Se acercó al llar y sopló con fuerza; por la chimenea de la plancha salieron algunas chispas, pocas, y mucha ceniza. Esto se acaba. ¡Qué digo, un cuarto de hora! Ni cinco minutos.
Carlos no supondría jamás que lo hacía por él.
Era sólo una parte de lo que hacía, o más bien, de lo que pensaba hacer. Había proyectado muchas cosas, nada fáciles. En un principio, no. En un principio le había parecido suficiente una prueba manifiesta de gratitud —cualquiera—. Por ejemplo, si él quería besarla, dejarse besar. No proponérselo, pero sí darle facilidades, o sacar la conversación a cuento de algo visto en el cine. «Bueno, sí, pero sólo una vez, ¿eh?» Sólo una vez: esto se dice muy fácilmente y puede hacerlo quien no lleva dentro enormes ganas de besar. Por lo pronto, ¿qué pasaría después? No mientras Carlos estaba junto a ella, y la abrazaba, sino más tarde, al quedarse sola y carecer de fuerzas para vencerse. Bien, pasaría lo de siempre. ¿Tendría que ser así, siempre así? ¿Tendría que ser así también con Carlos? Y él lo sabría, o, al menos, lo sospecharía.