—Date la vuelta mientras las cojo. Huelen mal, pero tengo que fumarlas. ¿A qué has venido?
¡Qué divertida cara, con el cabello alborotado, como una cresta roja!
—Voy a salir.
—¿Y qué? ¿O es que vas a pedirme permiso?
Clara, a pesar de todo, sonreía.
—Hijo, no encuentro a nadie de la casa que se fije en mí y me diga si voy bien.
—¿Y a mí qué me importa cómo vayas?
—Podía importarte. Voy a salir con tu amigo.
Entonces, Juan la miró con detenimiento.
—No te habrá dado también las medias y los zapatos, supongo. ¿Y los guantes? ¿Desde cuándo tienes guantes?
—Los he comprado con mi dinero. Son bonitos, ¿verdad?
Alzó los brazos y miró las manos, complacida.
—Acabaré rompiéndote una costilla.
—¿Por qué? Dinerito honrado. Me dieron veinte duros en el mercado por unas piezas de ropa, y aún me sobró algo para darte.
Arrojó sobre la colcha un duro de plata, y se acodó a los hierros de la cama. Juan se echaba sobre los hombros una chaqueta vieja. No cogió el dinero.
—Anda, hombre, no seas orgulloso. Puedes comprar tabaco. Te lo doy sin rencor.
—¿Para qué sales con Carlos?
—Me ha invitado. Piensa llevarme al cine.
—¿Y tú?
—¡Ah! Yo voy muy contenta. Carlos es buen muchacho.
Se sentó en el borde de la cama, sonriendo.
—No puede parecerte mal que vaya con él.
—No me fío de ti.
—¿Qué puedo hacer? ¿Robarle?
Juan movió la cabeza tristemente.
—No es eso. Puedes comprometerle.
—¿Por salir con él?
—Yo me entiendo, y tú también me entiendes. Pero te advierto que en cualquier caso, estaré de la parte de Carlos, y será a ti a quien rompa las costillas. Después no digas que no estás avisada.
Sobre la cama, cerca de la almohada, había un montón de cuartillas y un lápiz. Juan los cogió y leyó un rato.
—Déjame en paz.
—Todavía no. Ya que has hablado de eso…
—Lo hice para advertirte. Es bastante.
—Y yo quiero decirte que me gusta Carlos y que haré lo posible por ser su novia, y que no me importa lo que pienses.
Juan se incorporó violentamente y la agarró por las solapas del abrigo. La miró a los ojos unos instantes y la soltó luego, empujándola.
—¡Desgraciada! ¿Qué va a hacer una mujer como tú junto a un hombre como Carlos? ¿Piensas que puede casarse contigo?
—¿Por qué no? También tú lo has pensado alguna vez. ¡No lo niegues!
Me mandaste a su casa a ver si le gustaba.
—¿A ti? Juan se echó a reír—. No fue a ti, sino a Inés. ¿Cómo pudo habérsete ocurrido?
Le siguió la risa, una risa venida de las entrañas; una risa asombrada, estupefacta y divertida.
—¡A ti! ¡Enviarte a ti!
Clara se sintió sacudida y despreciada, pero al mismo tiempo pensó que su hermano tenía razón, y que sólo a ella podía habérsele ocurrido —yendo Inés con ella, estando Inés allí, hermosa también y moralmente perfecta—. Ahogó la respuesta airada a la risa de Juan, y se encogió de hombros.
—El caso es que fui, y Carlos me gusta. Haberlo pensado antes. Es decir, si no prefieres que me haga la encontradiza con Cayetano y le pida trabajo para ti en el astillero.
La mano de Juan se alzó para pegarle, pero Clara se la detuvo.
—No seas cobarde. Carlos no te estimaría por esto.
Puesta de pie soltó el brazo de Juan.
—Las cosas han cambiado. Hay algo que me interesa y quiero conseguirlo. No te pido permiso ni me importa tu opinión; pero si pretendes impedirlo, yo, a mi vez, haré un disparate. Verás lo que prefieres.
Fue hacia la puerta con pasos seguros. Antes de salir, se volvió a Juan.
—Y si necesito… eso, comprometer a Carlos, lo haré.
Salió al pasillo y cerró la puerta de golpe. Resonó el ruido en la casa vacía. Clara, taconeando, fue a su cuarto, se quitó los zapatos y los envolvió en un trozo de periódico. Se puso luego las zuecas y, con el paquete bajo el brazo, salió al corral. Lloviznaba. Pensó que apurando un poco el paso llegaría a la iglesia antes de que lloviese fuerte.
Pasó los grupos de mozas endomingadas que, como ella, iban al pueblo —al cine, también; quizá al baile—.Supuso que la miraban y que comentarían con sorpresa la novedad de sus ropas. No volvió la cabeza. Llegó a la plaza desierta. junto a la puerta de la iglesia, una vieja vendía castañas. Se acercó y compró de las asadas.
La vieja la miró con estupor.
—Vas muy guapa hoy, Clariña.
—¿De veras?
—Ya lo creo.
Guiñó un ojo.
—¿Tenemos novio?
Clara, sonriente, alzó los hombros.
—¡Quién sabe! No es tan fácil.
—Ya te va siendo hora. Has de andar por los veinticinco.
—Para febrero.
—A esa edad hace falta un hombre. Malo si no se tiene.
Clara se quitó las zuecas y las envolvió.
—Guárdemelas. Ya las recogeré cuando me vaya a casa. Dígame ahora —añadió con timidez— si le gustan mis zapatos.
Carlos pasó por el Casino para hacer tiempo. Esa explicación, al menos, se dio a sí mismo; y la aceptó sin gran convicción. Cuando entró y se acercó al grupo de tresillistas, un silencio forzado, algo así como un vacío con el que nadie cuenta y al que no sabe adaptarse, le advirtió que estaban hablando de él y que había interrumpido la conversación. Miradas furtivas y frases del juego echadas como para tapar algo.
Había un mirón nuevo, de cabello blanco y rostro joven —el mirar asustadizo— que nadie le presentó, pero que, desde su llegada, empezó a moverse con desasosiego, acercándose un poco a cada movimiento, hasta que se colocó al lado de Carlos. Le dio un suave codazo y le habló al oído.
—Venga un momento, por favor.
Fueron al otro extremo del salón.
—Soy Padilla, el médico. Permítame que me presente.
Le tendía la mano.
—¿Cómo está usted?
—Perdone si no me presenté antes, pero…
Le sonrió con risa ancha e ingenua, un poco temerosa.
—… como decían que usted era un sabio, no sabía si me recibiría bien. Ahora ya sé que es usted un hombre sencillo. No le parecerá mal que se lo diga, ¿verdad?
Carlos le disculpó y se disculpó asimismo por no haber pensado en su colega.
—Debemos de ser de una edad. ¿Dónde estudió usted?
—En Santiago.
—¡Ah, en Santiago! Yo estudié en Madrid. Viví allí desde niño. ¡Qué gran ciudad! Aunque, claro, para usted, que estuvo en Viena…
—También estuve en Madrid, y me gusta.
—Esto es el último rincón del mundo. ¡Ay, aquellos años! Lo que más echo de menos es el teatro. Yo era estrenista: iba siempre con entrada de claque, y el día de
La ciudad alegre y confiada
llevé en hombros a don jacinto. ¿Sabe a quién me refiero?
También aquella conversación parecía urdida para tapar algo, o quizá para ganar tiempo.
—Comprendo que debí saludarle antes, sobre todo desde que supe que usted no pensaba ejercer aquí. Ya se habrá enterado: aquí se gana poco. Yo soy el forense, un sueldo de nada, y las igualas… A cuatro pesetas por familia. Menos mal que soy soltero.
Y nada de recetar específicos. Todo se resolvía con fórmulas magistrales —o no se resolvía.
—Ayer, sin ir más lejos, visité a una enferma. Usted quizá la conozca, una tal. Rosario la
Galana
. Contusiones por todo el cuerpo. «Hay que darle unas friegas con embrocación.» «¡Ay, señor, ¿no bastará con vinagre?» Que si eran pobres, que si la embrocación es muy cara. Todo lo más, algo que valiera seis reales.
—¿Por qué me lo cuenta a mí?
Padilla quedó parado.
—Se estaba hablando…
Miró a diestra y siniestra, y bajó la voz.
—Nadie cree que Cayetano le haya pegado por lo que dijo. Piensan que usted anda por medio y yo quería prevenirle.
—¿De qué?
—Por la cara no van a hacerle nada, pero debe andar con ojo. Un escopetazo en la oscuridad y, después… no me gustaría certificar su muerte.
Señaló a los tresillistas, silenciosos bajo la lámpara verde.
—Algunos de ésos le tienen simpatía, pero ninguno se pondrá de su parte; por miedo. Yo mismo…
—¿También usted lo tiene?
—¿A ver? Le he contado esto por solidaridad profesional, aunque me pregunto cómo un hombre así se mete en estos líos. Es ponerse a nuestra altura. No debía venir al Casino, ni dar conversación a ninguno de esos tipos. En estos pueblos no se puede ser campechano, en seguida le toman por un igual. Aquí me tiene usted: tengo un carácter apacible y soy incapaz de enfrentarme a nadie: pues al mes de estar aquí ya me miraban por encima del hombro. Y no digamos Cayetano… Ése…
Hizo un gesto con la mano que podía significar cualquier cosa.
—Hágame caso. Guarde las distancias y…
Hizo una pausa. Desde la mesa más próxima no le podían oír.
—… no ande de noche por las carreteras.
Le dio una palmada en el hombro y añadió en voz alta:
—Ya le digo: teatro como aquél no lo hay ahora. Ya habrá leído usted eso de
Bodas de sangre
. ¡Bah! Me gustaría verlo y comparar…
Le empujó suavemente hacia el centro del salón, y pasearon un rato.
Padilla insistía en el recuerdo de
La ciudad alegre y confiada
y en la apoteosis de don Jacinto, como la de un torero.
Alguien comentó:
—Ya le está colocando el disco a don Carlos.
Venía de la mar un viento helado. Carlos se metió bajo los soportales, y ascendió hasta la plaza. Eran las cinco en punto de la tarde en el reloj de Santa María. Se detuvo. Al otro lado, bajo el pórtico de la iglesia, Clara esperaba. Le había visto ya; se había apartado de la castañera y retrocedía lentamente hacia el fondo oscuro, mientras Carlos atravesaba la plaza. La castañera hizo un comentario, algo así como «¡Buena moza lleva!». Clara se había apoyado en las columnitas de la archivolta: sus cabellos rozaban los pies de la santa descabezada. Carlos se detuvo y la miró y remiró en silencio, sonriendo. Ella esperaba, sin moverse, como si de Carlos fuese a venir la condenación o el indulto.
—Pareces otra mujer —dijo él.
Le tendió la mano, y Clara se la apretó con fuerza, sin soltarla. —Es lo mejor que podías decirme.
Añadió en seguida, sin mirarle:
—Gracias.
Como si fuera a llorar. Carlos la cogió del brazo.
—Si es así, ¿por qué… ?
No se atrevió a concluir la frase, porque Clara no lloraba.
—He pasado la semana viviendo para esto. He cosido hasta las cuatro de la mañana y esperaba que alguien me dijera: Estás bonita.
—Debí habértelo dicho, porque es cierto.
—¡Oh, me has dicho algo mejor! Algo que no me atrevía a desear.
¿Comprendes? Pareces otra mujer. Parecerlo, ya es algo: casi como serlo.
—¿Es que quieres ser otra?
—Con toda el alma.
Abandonaron el pórtico. La castañera dijo: «¡Que se diviertan!» y volvió a sonreír.
—Esa mujer me dijo que estaba bonita. Antes se lo había preguntado a Juan y a Inés: no me hicieron caso. No me parece mal, porque ellos tienen sus problemas, y yo soy impertinente, pero les hubiera agradecido unas palabras que me diesen seguridad. Bueno, si en casa hubiera un espejo, me pasaría sin su opinión.
—¿Por qué quieres ser otra?
—La única persona que no necesita hacerme esa pregunta eres tú.
—Admito la necesidad de algunos cambios. Por ejemplo, no me gusta tu modo de comer.
—¿Sólo eso? —Clara rió y le apretó el brazo—. Es lo más fácil. Todavía recuerdo las buenas formas. Lo que pasa es que… me parecían inútiles.
Faltaba una hora para el cine. Carlos propuso meterse en alguna parte, y entraron en un medio bar, medio taberna, donde un grupo de obreros endomingados alborotaba alrededor de una timba de siete y media. Se sentaron lejos del bullicio, al extremo de una larga mesa de pino. Clara rechazó el ofrecimiento de tomar anís con el café.
—Es lo que bebe mamá, y me da asco.
Había una botella de
benedictine
que el tabernero destapó para ellos.
—Lleva en casa lo menos treinta años. Nadie pide de esto.
Apártela para nosotros. Cada domingo tomaremos dos copas.
—¿Quieres decir que saldrás conmigo todos los domingos? —preguntó Clara después que el tabernero se hubo retirado.
—Era el trato.
—Dime, Carlos, ¿deseas de veras que cambie? ¿Lo deseas lo mismo que yo? —dijo con vehemencia.
—Lo deseo en la medida que tú lo desees, y sólo porque tú lo deseas.
Clara hizo un gesto de desaliento.
—No es eso lo que quería oír de ti.
—Entre nosotros, el trato es no mentirse.
—Por eso te confieso mi desilusión, en vez de ocultarla.
—¿Qué esperabas?
—¡Qué sé yo! Por lo pronto, que no te conformases con lo que has conseguido, que esperases algo más y quizá que me lo exigieses. Pero veo que lo que el otro día llamabas tu deber consiste solamente en evitar que me entregue a Cayetano. Bueno. Por ese lado ya no hay peligro.
Estaba evidentemente entristecida. Carlos se sintió un poco culpable.
—¿No se te ocurre pensar que te encuentre bien como eres?
—¡No digas eso! No puede parecer bien a nadie.
—Antes te dije: pequeños cambios. Creo que vendrán solos, sin proponértelos. Un traje bonito, como el que llevas, para que siente bien del todo requiere buenos modales, y no decir ciertas vulgaridades. Debo reconocer que hoy no has hecho todavía nada desagradable. Te estás portando de un modo encantador. Más aún: creo que te estás portando como la que verdaderamente eres. El saberte bien vestida te ha bastado para volver a ti misma, a la que fuiste antes.
—¿Antes?
—Sí; alguna vez, más o menos lejana. Si no fuese así, te sentirías embarazada; no sabrías ni llevar el traje.
Clara hizo un gesto con la mano.
—Bueno, Carlos. Me gusta que lo pienses, pero no es bastante. Hizo una pausa, le miró con mirada rápida, y añadió:
—¿Qué te parece Inés? ¿Te gustaría que fuese como ella?
—Inés me parece bien, pero, si fueses como ella, no estaríamos ahora aquí, charlando de estas cosas.
—¿Y las chicas que van con ella?
Apenas las conozco.
—Son honestas y buenas. Ninguna de ellas…
Bajó los ojos.
—Ya me entiendes.
—Supongo que la diferencia entre ellas y tú consiste en que sus pecados los sabe sólo el confesor, y los tuyos los conozco yo. Ahora bien: quiero hacerte comprender que, por esta única causa, no debes sentirte inferior a ellas, y menos aún a mí. Yo también tengo mis pecados. Acabaré por contártelos para que nos sintamos iguales.