Los gozos y las sombras (48 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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—Si lo que quieres es casarte…

—Claro; pero si, además, me quiere.

—¡Bah! Un hombre hace falta para trabajar y para despicarla a una, mientras se es moza. Lo demás son bobadas.

Metió otra sábana en el agua; la restregó luego contra la piedra con brazos poderosos.

—Bobadas. En el mundo no hay más que trabajar para comer y comer para trabajar. Si no fuera por lo que es, los hombres no hacían puñetera falta. De modo que, ya sabes: si te decides, yo sé de una que, por pocos cuartos, te echaría una mano.

—No, no. Si él lo quiere, bien; pero eso de obligarlo, no sé, no me parece decente.

—Allá tú.

Por la orilla del río, mirando bien dónde ponía los pies para no embarrar los zapatos relucientes, llegaba la
Rucha
hija: el delantal blanco bajo el abrigo, y la cofia rizada como una corona. Clara dejó de lavar, sorprendida; le temblaban las manos.

—¿Qué querrá ésa aquí? —preguntó la
Chasca
.

Viene por mí.

—¿No estáis reñidos con la Vieja?

La
Rucha
, al otro lado del río, se había detenido. Hizo unos dengues y se quejó del camino.

—Mi señora me mandó al pazo de Aldán, a preguntar por una tal señorita Clara, y me dicen que estará aquí. ¡Qué horror! ¿A eso le llaman pazo?

Hablaba con retintín, se sonrió al decir
señorita Clara
, mientras daba vueltas al paraguas abierto.

—¿Y qué? —preguntó Clara, sin mirarla.

—Dice mi señora que vaya a hablar con ella.

—Está bien.

Antes de la hora de comer.

—Está bien.

—¿A qué hora come tu ama? —preguntó la
Chasca
.

—Todo el mundo come a la misma hora.

—Será todo el mundo que no trabaja, porque nosotros comemos cuando Dios quiere.

—Es que vosotras no sois todo el mundo.

La
Chasca
quedó en jarras, agresiva.

—Si para ser todo el mundo hay que poner la cosa esa en la cabeza y llamar a la Vieja mi señora, Dios me mantenga muchos años fuera del mundo, amén.

Clara le rogó en voz baja que la dejase.

—Iré en seguida, en cuanto haya lavado esta ropa.

La
Rucha
hizo un mohín desdeñoso y marchó sin despedirse, con pasito menudo, lleno de cautelas.

—¡Mira bien dónde pisas, no sea que des con los perifollos en el río! —le gritó la
Chasca
.

Cuando la
Rucha
hubo desaparecido, dijo Clara:

—Lávame esto, si puedes. Voy a ir allá.

Vestida, calzada y enguantada, Clara no tenía donde verse entera. Dio una patada al espejillo que sólo le devolvía la imagen de media pierna, y salió. Se metió en el pueblo, en vez de rodearlo, sólo por mirarse en algún escaparate. Bullía la gente en el mercado: el coche de línea acababa de llegar. Un viajante que descargaba muestrarios de la baca le dijo un piropo, el mozo de la peluquería se quedó estupefacto al verla, y, más abajo, varias cabezas asomaron a la puerta de la tienda de comestibles. Un socio del casino la siguió de lejos, como quien no quiere la cosa, y, al verla entrar en casa de la Vieja, regresó al corrillo con la noticia. Los presentes respondieron con tacos variados, y sólo uno dijo en castellano claro que no lo entendía.

—A lo mejor fue doña Mariana quien le dio para la ropa nueva.

—Pero ¿por qué?

Clara no había hallado espejo ni vidriera de mercería donde contemplarse a gusto, y caminaba insegura. Los bronces relucientes del zaguán, la suave alfombra del vestíbulo, el rostro hostil y rudo de la
Rucha
—tan frágil y elegante vista de espaldas— la acoquinaron; pero vio el gran espejo de dorado marco, lo vio al fondo, como una tentación, y se acercó a él, y se miró, y halló que estaba bonita y que no desentonaba. Se sonrió a sí misma y dio gracias a Dios.

—Buenos días, Clara.

Doña Mariana había llegado silenciosamente, estaba cerca de ella, erguida, y le sonreía. Clara respondió al saludo con timidez; dio un paso atrás, un pasito menudo y cobarde, como si se hubiera arrepentido y quisiera marchar. Pero se mantuvo, y se esforzó por sostener la mirada de la Vieja. ¡Dios, qué fuerza tenía!

—Entra, no te quedes ahí. Dentro también hay espejo.

Clara vaciló.

—Es que… en mi casa…

—Quítate el abrigo. Aquí hace calor.

Y como Clara se embarazase, doña Mariana agregó:

—Te ayudaré.

Pero antes de que doña Mariana llegara, Clara ya se lo había quitado, y esperaba con él en la mano. Doña Mariana se volvió a la
Rucha
.

—Recoge el abrigo de la señorita. ¡Vamos, date prisa!

La criada recogió el abrigo, con la cabeza baja y un mirar asesino advertido por Clara. «Le sacaré los ojos cualquier día», pensó; y le volvió la espalda para no verle la mirada.

Doña Mariana la había cogido del brazo y la empujaba hacia una puerta. La nueva habitación estaba caliente, y la alfombra apagaba los pasos. Se detuvo.

—¡Qué bien vive usted! —dijo.

Haría cualquier cosa que la Vieja le mandase, por el modo que tenía de hacerlo, por aquella seguridad y aquella riqueza. ¡Así cualquiera podía ser una dama, y permitirse el lujo de tener un hijo de soltera sin que la gente le faltase al respeto!

—Bueno, usted dirá.

Doña Mariana se había sentado en un sofá, y le señalaba un sillón enfrente, pero cerca. Un sillón ancho, grande, blando, que sólo sentarse en él y sentir cómo se hundía era una gloria.

—¿Te gusta esto?

—¡A ver!

—Tu casa fue tan buena, lo menos, como la mía.

—Yo no me acuerdo. Y usted sabe…

Se detuvo, por miedo de soltar alguna inconveniencia, y repitió:

—Bueno. Usted dirá. Porque para algo me habrá llamado.

—Para conocerte.

—¿Nada más?

—¿Es que tú esperabas otra cosa?

—Sí, señora. Creí que me llamaba para decirme que no volviese a salir con Carlos.

—¿Por qué había de hacerlo?

—Yo no tengo buena fama.

—Yo, tampoco.

—No es lo mismo. ¡Caray! Con una casa como ésta, mucho me importaría a mí la mala fama.

—Exactamente lo que me importa a mí la mía.

—Eso.

—Pero a ti, como eres pobre, te preocupa la tuya.

—Verá. Es como si fuese una fea, y le gustase ser bonita. Como no tiene remedio…

Doña Mariana cogió una labor de ganchillo.

—¿A ti te gusta Carlos? —preguntó, de pronto.

—Sí, señora. Ya sabía que me lo preguntaría.

—¿Por qué?

—¿Para qué otra cosa iba a llamarme?

—Tienes razón. Sin embargo, ya lo sabía. No hace falta ser muy lista para eso. Y a él, ¿le gustas?

—¿Qué sabe una? Carlos es un tipo raro, un hombre de esos que no se adivina nunca lo que piensan. Yo creo que le gusto, pero no lo bastante para tomarme en serio. Así que no pase cuidado.

—¿Quién te dice que me preocupe?

—Usted es ahora como su madre, y le parece que yo no soy la nuera apetecida. Eso lo reconozco. Aunque, claro está, las madres quieren siempre para sus hijos mujeres que no les convienen.

Rió doña Mariana.

—¿Eso quiere decir que le convienes a Carlos?

—Para sacarlo de pobre, no. Soy dueña de mi casa, y de una poca tierra, pero eso no es nada. Claro que una mujer sirve para otras cosas, pienso yo.

—Pero, al parecer, no hay caso. Si no le gustas…

—No he dicho que no le guste, sino que no le gusto lo bastante para casarse conmigo.

—¿Y sin casarte?

—Ya me han ganado la delantera.

—¿La
Galana
?

—Eso dicen. No piense que vengo aquí a delatar a Carlos. Después de todo, es soltero.

—Pero a ti eso no puede gustarte.

—Yo, señora, he visto muchas veces a los hombres como perros junto a mí, y sé mejor que usted lo que tira una mujer. Claro que no me gusta, y que lo siento. Pero ¿qué quiere: que le invite a cambiarme por ella?

Se detuvo y miró a doña Mariana con susto súbito en el semblante.

—No me habrá usted llamado para proponérmelo.

—¿Me crees capaz de hacerlo?

Clara se echó hacia atrás en el sillón y no pudo contestar: doña Mariana había hablado en tono repentinamente duro, con el mismo tono usado con la
Rucha
, y ahora la miraba fríamente.

—Respóndeme.

Clara hizo un esfuerzo para hablar.

—Es que, si usted me lo mandase, lo haría.

Se sobrepuso, se levantó, se acercó a doña Mariana.

—Mire, señora: no sé si lo que digo está bien o mal. No estoy acostumbrada al trato de gente como usted, lo sabe perfectamente, y a los animales con que hablo cada día se les puede decir lo que se piensa sin que se ofendan, y si se ofenden, responden del mismo modo, y a otra cosa. Usted me ha traído aquí, me hizo decir lo que quería, y ahora se ofendió porque fui sincera. Bien. Yo no quise ofenderla. Lo dije porque, de pronto, me dio miedo que me hubiera llamado para eso, y más miedo me dio saber que, si me lo pidiera, estaba dispuesta a hacerlo, y también se lo dije. Pero, entiéndalo bien, lo haría a petición de usted, pero si usted no me lo pide, o no me lo pide él, no lo haré jamás. Quiero decir que no he premeditado cazar a Carlos, o, si lo pensé en algún momento, me he vuelto atrás. Después de todo, hace dos meses no sabía de su existencia. De modo que puede estar tranquila.

La Vieja sonreía otra vez. Le había pasado el enojo y sonreía. Clara quedó ante ella con las manos tendidas y sin palabras que decir.

—¿Te has desahogado ya?

Cogió el bastón y la empujó con él hacia el asiento.

—Siéntate, te digo. Me gustas. No eres cobarde, como lo fue tu padre y como lo es tu hermano. Y si ahora quieres llorar, llora. Yo, en tu lugar, lloraría.

—No.

—Mejor entonces. Así podremos hablar.

—Yo ya lo dije todo.

—Yo aún no he empezado.

Se levantó y tiró de la campanilla. Pidió a la
Rucha
dos copas de vino y algo de picar.

—Ahora, voy a decirte una cosa. Tengo un bajo vacío, cerca del mercado, y quiero montar allí un negocio, una quincalla.

Clara la miró asombrada.

—¿Usted?

—¿Por qué no? No quiero decir que vaya a ponerme al frente, y a vender metros de puntilla a las aldeanas. Necesito una persona de confianza, y tú me sirves. Te daré un sueldo…

—No te vayas, Juan. Tengo que hablaros —dijo Clara a su hermano.

—¿A mí?

—A ti y a ella.

Señaló, con la mano enguantada, los platos del fregadero:

—Cuando termine esto.

Juan se encogió de hombros y encendió un pitillo.

—No sé de qué vas a hablarme.

Marchó a la sala. Inés estaba allí, en el hueco de la ventana, sentada, con el libro de rezos abierto sobre el regazo. Juan se acercó y echó un vistazo al libro.

—No me dirás que ya entiendes el latín —le dijo, bromeando. Inés alzó la cara y le sonrió, un instante.

—Clara quiere hablar con nosotros. ¿Te lo dijo?

—No.

—¿No supones qué será?

—Voy a marcharme.

—Si ella quiere hablarnos…

—Ya será alguna estupidez, o alguna marranada. Esperaré en mi cuarto.

Salió. Su cuarto no había sido ventilado, y la cama permanecía revuelta, como la había dejado al levantarse. Abrió la ventana y respiró el aire húmedo.

—¿Qué? ¿Vienes o no? —le gritó Clara desde la puerta.

Se levantó y fue a la sala. Al salir, se echó el abrigo por encima de los hombros. Hacía frío, un frío glacial y penetrante.

—Bueno, ¿qué pasa?

Inés cosía a mano las vueltas de un abrigo. Clara, arrimada a la chimenea sin lumbre, alzó una mano explicativa.

—Hoy estuve en casa de la Vieja. Me llamó para ofrecerme un sueldo.

Juan, que se había acercado, indiferente, a la ventana, y miraba el huerto envuelto en lluvia, se volvió, como sacudido por algo interior y violento. Iba a apostrofar a Clara, iba a gritarle: «¿Qué tienes tú que hablar con ella?»; pero no lo hizo porque Inés sonreía y parecía alegre de la noticia. Se acogió, expectante, al rincón de la ventana.

—Quiere poner una tienda de quincalla, y dice que yo le sirvo. Es una suerte, porque por lo menos me dará cuarenta duros, y con ese dinero…

—¿Cómo dices? ¿Que te dará cuarenta duros?

—Eso, lo menos. A lo mejor, son cincuenta.

Juan abandonó el refugio de la ventana, adelantó unos pasos, miró a Clara, sonrió.

—¿Nada más?

—Ya me parece bastante.

—Por un trabajo, quizá sí. Por una venta, es muy barato. Yo no me vendo por tan poco.

Arrastró una silla y se sentó, cariñosamente, junto a Inés. Repitió:

—No me vendo por tan poco.

Clara les miraba con sorpresa: a Inés, que cosía, sin decir palabra, y a Juan, que le sonreía con burla.

—No te entiendo. Esto no tiene que ver contigo. Es a mí a quien ha llamado.

—Pero es a mí a quien compra. Eso está claro. Como no se atreve a hacerlo directamente, porque es muy delicada, te lo ofrece a ti. Pero la maniobra es igual a la de Cayetano: atraparme por la miseria, comprarme.

Se volvió a Inés.

—Nuestra hermana es tan estúpida que se cree que le hacen un regalo por su cara bonita.

—No se habló de ti para nada, Juan. La Vieja…

Juan alzó la mano.

—No sigas. ¿Para qué vamos a discutir?

—¡Es que se trata de un sueldo, Juan! ¡Un sueldo, un trabajo! ¡Dejar esta vida arrastrada y vivir como personas! ¿Te das cuenta de lo que podríamos hacer sólo con cuarenta duros?

—Tú. Lo que podrías hacer tú.

—¡Son para todos!

—Para ti. Yo, si aceptas esa limosna, me iré de casa.

Inés se sobresaltó. Juan echó atrás la silla y se puso en pie.

—Entérate bien, Clara. Yo no puedo impedir que sirvas a la Vieja, pero me iré de casa. No puedo comer un mendrugo de pan comprado con dinero de la Vieja, o con dinero de Cayetano: es igual.

—Pero ¿por qué? ¿Quieres decirme por qué? ¿Es que te hago daño trabajando?

Juan se le acercó hasta casi rozarle la cara.

—No tienes moral. Imagínate que mañana los pescadores se ponen en huelga. Imagínate que piden aumento de salarios. ¿Con qué cara podría yo alentarlos, dirigirlos, ponerme al frente de ellos, exigir a la Vieja, si comía de su pan?

Clara, empujada por las palabras, había retrocedido hasta la pared.

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