Los gozos y las sombras (167 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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La condujo al sillón, la empujó con dulzura hasta sentarla. Quedó de rodillas delante de ella, intentó dar a sus palabras un tono indiferente.

—Hay alguien que piensa matar a Cayetano, y sólo yo puedo evitarlo.

Clara apretó los puños, cerró la boca con fuerza.

—¿Por qué me lo dices?

—Debes saberlo. Estoy como si tuviera en mis manos algo que no me pertenece y que debo restituir. La vida de Cayetano es tuya. Y no puedo ocultarte que el
Relojero
lo matará inexorablemente, mañana, un día cualquiera, si tú o yo no lo evitamos.

Clara había inclinado la cabeza y la ocultaba con las manos. Carlos se incorporó, la cogió por las muñecas y las apartó suavemente.

—Yo puedo decidir por ti, si me lo mandas, nunca por mí. En todo caso, tu ofensa es mayor que la mía. Y es tuya propia, te pertenece, lo has dicho esta mañana. ¿No crees, Clara, que hubiera hecho mal reservándomela decisión?

—¡Es horrible!

—¡Es sobre todo tan fácil! No hay más que cruzarse de brazos y esperar. Y un día llegará don Baldomero, sudoroso, pedirá un poco de agua y contará que el
Relojero
ha atravesado las tripas de Cayetano con un arma de fabricación casera. «¡Ah! ¿Sí? ¿Y cómo fue?»

—¡No sigas, por Dios!

—Quedaríamos impunes. Porque aunque alguien pudiese suponer que yo hubiera incitado al
Relojero
al crimen, él lo reivindicaría enteramente para sí, lo reivindicaría con orgullo y se reiría de quien me atribuyese cualquier clase de responsabilidad. «Quién? ¿Don Carlos Deza, ese cobarde?» El
Relojero
va a matar a Cayetano porque yo no quiero matarlo, y me desprecia por eso, y hace una hora se mudó de domicilio porque, a su juicio, un cobarde como yo no merece su compañía. Nadie me ha mirado jamás como él…

Se levantó y recogió la pipa, que había dejado en la repisa de la chimenea. Apretó el tabaco, desatornilló la boquilla y empezó a limpiarla: un poco de espaldas, sin mirar a Clara.

—También tu hermano, esta tarde, se marchó despreciándome. ¿Sabes por qué? Porque no creo que él mate nunca a Cayetano, ni siquiera ahora, que estás tú por medio y cuenta, al menos, con un pretexto dramático, con una justificación aceptable. No lo he creído nunca y me reí un poco de él. Bueno, no estuvo bien hacerlo, pero él no me desprecia por haberme reído. Ni sé tampoco si de verdad me desprecia o si necesita creérselo. Juan es muy complicado. Para creer en sí mismo necesita que antes crean los demás. Quizá si yo le dijera que sí, que es capaz de matar a Cayetano y que lo admiro por eso, llegase a matarlo realmente. Pero le he dicho todo lo contrario o se lo di a entender, y le pareció mal…

Se apoyó en la repisa y siguió limpiando la boquilla, miraba el agujero, soplaba.

—Sólo tú, Clara, eres sencilla, sólo tú no te engañas a ti misma, sólo tú estimas o desdeñas a las personas por lo que son y no por lo que simulan ser. Y sobre todo sólo tú tienes sentido de lo justo y de lo injusto. Por eso te he dicho lo que acabo de decirte y he puesto en tus manos la decisión. Yo no sabría jamás si había obrado justamente, lamentaría que Cayetano siguiese vivo o me arrepentiría toda la vida de haberlo dejado morir.

La boquilla de la pipa quedó satisfactoriamente limpia. La atornilló y encendió una cerilla. Clara había cambiado de postura y movía nerviosamente las manos.

Además, tus razones son más serias, más respetables que las de cualquiera de nosotros. Da risa pensar en los motivos que tiene Juan para desear la muerte de Cayetano; y los míos… Bueno, los míos casi no existen y no vale la pena mencionarlos. Pero por ofensas como la que tú has recibido han muerto muchos hombres desde que existe el mundo y desde que los hombres han inventado razones para matarse. Es repugnante lo que hizo Cayetano; es repugnante pensar que alguien se atreve a pisotear de esa manera la libertad de otro. Y lo es más todavía imaginar a qué estado llega un hombre cuando lo hace. Sin embargo…

Clara continuaba con la cabeza agachada. Sus dedos arañaban los brazos del sillón, se clavaban en el tapiz.

—… sin embargo, Cayetano no es enteramente responsable. Recibió una provocación inmediata, a la que respondió con brutalidad excesiva, desproporcionada. Pero no debemos olvidar, o al menos no debo olvidarlo yo, que desde hace año y medio ha soportado la provocación constante de mi presencia, la ha soportado hasta la exasperación. Desde que estoy en Pueblanueva he sido para Cayetano como el clavo del zapato que se hunde en el talón, que molesta, que irrita, que desespera. Y todo lo que ha pasado en este tiempo…

La cerilla se había consumido sin usarla. Carlos sintió la llama en la piel, sacudió la mano y se chupó el dedo.

—Bueno. ¿Para qué voy a recordarlo? Sería penoso para los dos y para mí vergonzoso. Es algo que necesito olvidar si quiero seguir viviendo. Pero eso no me exime de las consecuencias; ante todo, de que no pueda soportarme a mí mismo sin antes perdonarme. ¿Y cómo voy a perdonarme si no he perdonado a los demás?

Golpeó con la pipa la palma de la mano y sonrió.

—Todo esto te lo digo para justificarme, porque quizá tú creas también que debo matar a Cayetano. Pero te aseguro que no impediré que lo hagas… No lo impediré. Esta mañana decías que han sembrado en ti algo malo. Cayetano ha sido, y ni a él mismo podría extrañarle que el primer fruto de su siembra fuera su propia muerte.

Clara saltó violentamente del asiento.

—¡Calla, Carlos! ¡Yo no valgo la vida de un hombre!

Quedó en pie, erguida, agresiva. Carlos la cogió por los brazos y le miró a los ojos.

—Vales mucho más, Clara.

Ella aguantó la mirada unos instantes, bajó luego la cabeza, intentó esconderla, empezó a sollozar. Carlos fue a la mesa y escribió algo. Clara se limpió las lágrimas, hizo un esfuerzo para no llorar más. La pluma de Carlos rozaba el papel, ras, ras; trazaba signos, palabras. Clara se sintió atraída. Pero, ya junto a la mesa, no miró a la carta, sino a Carlos: a su cabeza inclinada sobre la escritura, a sus manos. Carlos dijo:

—Escucha —alzó el papel escrito y leyó—: «No puedo evitar que el loco vaya a matarte, pero sí advertírtelo. No sé con qué arma querrá hacerlo, pero yo desconfiaría de su bastón. Y no me agradezcas el aviso, sino a Clara». —Le tendió el papel; ella no se movió. —Esto lo llevaré esta noche, por si el loco tiene prisa.

—Suprime lo de Clara.

—¿Por qué?

—No olvides que me quiere. Es cruel decirle que le perdono la vida.

—Precisamente por eso…

Dobló el papel, lo metió en un sobre y escribió el nombre de Cayetano.

—Supongo que también a él… —sonrió— le gustará saber que está perdonado. Y hasta es posible que si en el daño que te hizo se resumen todos sus daños, el perdón que le das valga por los demás perdones —movió los brazos; la luz le daba de lleno, y Clara vio en sus ojos por primera vez un resplandor de alegría—. El pecado es inaguantable: hay que librarse de él como sea, lo sabes bien, porque, si no, destruye. Y no creo a Cayetano capaz de enmascarar el suyo ni de olvidarlo; tengo también la esperanza de que no sea tan perverso que lo dé por bien hecho.

Los hombres perversos son raros…

Guardó el sobre en el bolsillo, sonrió y escondió la mirada.

—Después de cenar bajaré a llevarlo.

Clara permanecía de pie, frente a él, como esperando. Cuando Carlos dejó de hablar y de mirarla, adelantó una mano y la retiró. Pareció que iba a añadir algo. Luego encogió los hombros.

—Yo me voy —dijo Clara—. Mi madre está sola desde ayer, sin su comida y sin su anís. ¡Cómo habrá gritado la pobre! No encontraré ni un cacharro sano en la cocina.

—Te llevaré. Cuanto antes llegue la carta…

Le temblaban las manos, y su voz era opaca. Había desaparecido la alegría de su mirada, y la hinchazón del labio, su color morado, hacían ridícula su sonrisa. Sus manos revolvían los papeles de la mesa, como buscando algo. Se volvió de espaldas, buscó entre los libros del anaquel. Luego dijo resuelto:

—Vamos.

Salió el primero al corredor, como si huyera. Clara lo siguió con la mirada hasta que su sombra se perdió en la oscuridad, con los brazos tendidos, anhelantes y en los labios una palabra que no dijo. Hizo un gesto de desaliento, de resignación, recogió su abrigo del sofá, se lo puso y salió también. Cuando llegó al zaguán aparecía en la plazoleta el carricoche. Un cuarto de luna alumbraba las piedras grises, y en el jardín el canto de un alacrán jugaba a las distancias ilusorias. El caballo al moverse agitaba los cascabeles. Clara atravesó la plazoleta y subió en silencio; Carlos tiró de las riendas, dijo un «Arre!» apenas perceptible, y el caballejo se metió en la vereda oscura. Clara cruzó los brazos y se recostó: estaba al lado de Carlos, sus cuerpos no se rozaban, y Carlos, con la pipa atrapada en la boca, sólo miraba adelante, atento a las riendas, al cascabeleo, a la negrura del camino. Llegaron a la verja, dejaron atrás los árboles. Ahora la carretera blanqueaba entre los setos y en el aire brillaban las luces de Pueblanueva. Las contempló Clara, precisas; las fue identificando: aquéllas, de la plaza; aquellas otras, del muelle; las más lejanas, del astillero. La carretera blanca, lunada, la llevaba hacia ellas; el coche la dejaría allí. Y se dirían: «¡Adiós, Carlos!», «Adiós, Clara!». Sintió un escalofrío, ahogó un grito. Carlos miraba a la carretera, o quizá a la oscuridad, y acaso pensaba lo mismo. Clara movió el brazo, dejó caersu mano sobre la de Carlos. Él soltó las riendas y sacó la pipa de la boca.

—Tenemos que volver atrás —dijo—. Ahora recuerdo que ayer traje toda tu ropa, la que había en el armario, y te hará falta.

—¿Para qué la has traído?

—Pensé que te quedarías. No me había acordado de tu madre.

Clara retiró la mano.

—Pero, si quieres —continuó Carlos sin mirarla—, podemos ir a buscarla y traerla con nosotros. La pobre no nos estorbará, y así no te marcharías. Se volvió hacia ella lentamente. —Y en el caso, claro está, de que hayas recobrado ya tu cuerpo. Clara bajó la cabeza y la acercó hasta hallar el pecho de Carlos. —Sí, Carlos.

¡Peste de Churruchaos, casta de locos! Por fin Pueblanueva del Conde se ha visto libre de ellos. Fueron muchos siglos de soportarlos —siete, según se dice—, sin esperanza. El mundo daba vueltas, las cosas iban cambiando, costumbres y gobiernos, y ellos seguían ahí, en sus pazos, con sus narices y sus pecas, como si no hubiera más en la tierra que sus líos, y sus caprichos, y sus disparates, y Pueblanueva para aguantarlos. Un año y otro, un siglo y otro, el tiempo eterno. La muerte no prevalecía contra ellos. Cuando nacía uno de nosotros, se le podía profetizar: «Tendrás el sarampión, vivirás del sudor de tu frente, y un día u otro tropezarás con algún Churruchao, que están ahí, esperando, y el tropiezo te hará la puñeta para el resto de tu vida». Nadie creyó jamás que pudiéramos perderlos de vista: eran nuestra enfermedad incurable, nuestra verruga en la nariz, nuestras piernas torcidas, nuestra joroba de nacimiento. O bien, si se considera desde el punto de vista de los beatos, el castigo de nuestros pecados. Que los tenemos, quién lo duda; pero, ¡caray; no tan distintos de los pecados corrientes como para merecer un castigo especial. Dicen que los pueblos tienen el gobierno que merecen; pero de los castigos el refrán no dice nada. Por eso no se ha inventado todavía el modo de remediarlos, si no es aguantar el incordio y esperar a que cambie la suerte. Para nosotros cambió. Tal día hará un año, y es de esperar que un alcalde inteligente considere el aniversario como fiesta local. Aunque la fecha exacta sea bastante dudosa. Porque si es cierto que el doctor Deza se marchó con Clara Aldán y con la borracha de su madre, como nadie los vio ni fue a despedirlos salvo, quizá, el boticario, que se calla la boca—, el día y la hora resultan imprecisos. Fue después de la Pascua, eso sí; la primera semana o quizá la segunda. Pero en esto último, ¿qué más da? La pelea con Cayetano aconteció el sábado de Gloria. A partir de ahí cualquier día es bueno para conmemorarlo.

Al doctor Deza nadie volvió a verle el pelo después de la pelea. Bajó al pueblo varias veces, solo o en compañía de Clara, pero siempre en el carricoche y a tales horas que en las calles no había un alma; y si se supo fue porque algún trasnochador vio el vehículo parado en la plaza o frente a la casa de doña Mariana. También vino de Santiago o de La Coruña un camión de mudanzas, que de madrugada cargó los muebles en el pazo y se los llevó con rumbo desconocido. El pazo apareció cerrado, y en el tablón de anuncios del Ayuntamiento, un papel por el que se comunicaba a los interesados que don Baldomero Piñeiro cobraría las rentas de doña Mariana Sarmiento, para lo que tenía poder. Corno tal apoderado, el boticario vendió las tierras del doctor Deza, las que tenía desperdigadas por las aldeas vecinas, y no sacó por ellas arriba de tres mil duros, aunque valían más. Depositó los cuartos en un banco de Vigo, que lo dijo, y aprovechó el viaje para correrse una juerga que le tuvo tres días con sus tres noches fuera del pueblo y, según dicen, borracho.

Nadie sabía adónde se habían marchado, y el boticario callaba como un muerto. Pero empezó a recibir cartas de Portugal, las cartas fueron abiertas y leídas, y así se averiguó que el doctor Deza vivía en Oporto. Un poco más adelante se descubrió que trabajaba en un hospital por el membrete que la carta traía. Que por cierto ese día fue de gran juerga en el casino, porque Cubeiro no quería creer que el doctor Deza trabajase.

«¡Si no dio golpe en su vida ni sirve para nada!» «¿Y de los cuernos? ¿Dónde me deja usted los cuernos? Bien administrados son buena fuente de ingresos.» «¿Pero usted cree que habrá puesto de puta a Clara?» «No hace falta llegar a eso. Oporto, según tengo entendido, es una ciudad de puentes, porque está sobre colinas y el río la parte en dos. Pues con haber tendido los cuernos de un lado a otro y que pase la gente, cobrando un regular peaje pueden llegar a ricos. » Todos imaginamos a don Carlos acostado a la orilla, y la gente colgada de las astas saltando de un brote en otro, mientras en la orilla de enfrente Clara cobraba; y hubo risas hasta la medianoche, y todos estábamos contentos, como si los cuernos del doctor Deza fueran la condición de nuestra felicidad, y la deshonra de Clara viniese a sustituir a la de doña Mariana, ya olvidada. Porque ahora, cuando alguien llega al pueblo, no se le cuenta la historia de la Vieja, sino que se le muestran las torres del Penedo, allá arriba, entre los árboles, y se le dice: «Pues la mujer del propietario fue visitada por Cayetano Salgado», y todo lo demás. Decimos «la mujer», pero lo que no hemos llegado a averiguar es si se casó con ella o si viven amancebados, porque si bien es cierto que el doctor Deza sacó partidas de nacimiento y de bautismo, también lo es que las necesitaba para el pasaporte, y en cuanto a Clara, como no es nacida aquí, nada pudo saberse. Considerado el asunto razonablemente, las conjeturas verosímiles son de que están arrimados; pero, tratándose de Churruchaos, ¿valen acaso las razones? El doctor Deza es capaz de haberse casado. Allá él.

Del otro Churruchao, de Aldán, también se supo. El Cubano fue un día a Santiago, a verle en el hospital, y regresó preocupado, porque Juan, al parecer, se había hecho fascista. Es lo que le faltaba, pero va con él: al fin y al cabo, su papel de redentor de los trabajadores le resultaba postizo. Y aunque aquí nadie sabe exactamente lo que son los fascistas, como la palabreja suena a insulto, nos gusta mucho decir «… Juan Aldán, que, como usted sabe, se hizo fascista…»; y en denigrarle por eso estamos de acuerdo todos, izquierdas y derechas. El señor Mariño lo decía una vez a propósito de no recuerdo qué: «Cómo vamos a aliarnos con un partido que cuenta a Aldán entre sus socios?». El desgraciado ya salió del hospital, pero no ha vuelto a Pueblanueva, ni nadie lo espera, ni se sabe dónde anda. Fascista o anarquista, mejor estará donde no le conozcan, donde no puedan avergonzarle de sus muchas vergüenzas. Una de ellas, el haber embarcado a los pescadores en el famoso negocio de los barcos, que acabó como el rosario de la aurora, pero no sin festín de despedida. Porque don Lino consiguió del Gobierno unas pesetas que sirvieron para pagar algunas deudas y de pretexto para un homenaje monstruo que se hizo al diputado. Vino, cohetes, discursos…; pero nada de mencionar al tirano. Esto fue un sábado. Al día siguiente, domingo, se botó en el astillero el barco que estaba en gradas. A la semana se pusieron las quillas de otros dos, y Cayetano mandó llamar a la directiva del Sindicato: «Necesito emplear a unos cien trabajadores. Ustedes dirán si los traigo de fuera o si se deciden a dejar de una vez esa miseria de la pesca y venirse conmigo». Se reunieron los pescadores, hubo disputa, bronca y pelea. Por fin se impuso la sensatez, y la Junta fue a ver a Cayetano. «¿Y qué haremos de los barcos?» «Amarrarlos. » «¿Y de las deudas?» «Las pago yo. » Volvieron a reunirse, a discutir y a pelear. El Cubano salió con un ojo hinchado. Pero el lunes siguiente los tripulantes de los pesqueros, como un solo hombre, aguardaban a la puerta del astillero a que tocase la sirena. Y ahí están los barcos, en la dársena, amarrados y pudriéndose, quietecitos cuando hay calma y con su balanceo si sopla el viento. RIP. Aquella noche Cayetano fue al casino. Viene muy raras veces, para poco y no gasta bromas a nadie. Pero aquella noche parecía más tratable, y todos le dimos la enhorabuena: por la botadura, y por las quillas nuevas, y porque los pescadores hubieran venido a razones. Hasta ahí las cosas fueron bien. Pero Cubeiro no parecía satisfecho, como si faltase algo. Andaba dando vueltas con su sonrisa de adulón, que lo es, hasta que dijo: «¡Ya ve usted, quién había de decirlo cuando llegó el doctor Deza y parecía que iba a comerse el pueblo!». A la mención del doctor Deza, Cayetano dejó de sonreír. Cubeiro siguió adelante: «¡Y cómo nos engañó a todos, el muy cabrón! Total, para acabar casándose con una puta». Cayetano entonces se levantó y dio a Cubeiro un sopapo que lo zapateó contra la pared. Sin decir nada, sin mirarnos, salió, y no ha vuelto al casino. Cubeiro se rascaba la cara. «¡Ya me dirán ustedes si hay quien entienda a este tío!» Sí. Pero a los pocos días llegó un oficio de Madrid en que le dejaban sin el surtidor de gasolina. Tuvo que ir al astillero, arrastrarse (según dicen), llorar, pedir perdón y dar explicaciones para que la cosa quedase en nada. Hay que decir, en honor de la verdad, que en semejante ocasión todo el mundo se puso de su parte, porque no era para tanto.

Entonces ya se había marchado don Lino, a quien duró poco la gloria local. Un día apareció en La Gaceta su traslado a La Coruña. El diputado lo atribuyó a méritos personales y andaba muy orondo. Se le dio un vino, durante el cual aseguró que no olvidaría a Pueblanueva en los días de su vida. Al siguiente se llevaban los muebles y él tenía que coger el autobús con su familia, cuando en esto Aurorita que se pone a llorar y a decir que ella no marchaba, y patatús viene y patatús va, y el autobús que da bocinazos, y la gente que se junta, y el diputado que no sabe qué hacer. Total, que la chica estaba preñada de dos meses. Don Lino retrasó el viaje, la boda se arregló, y murió el cuento. La chica se casó por lo civil, en el juzgado. Pero después que se marchó su padre, una mañana fue a la iglesia con marido, padrinos y testigos, y don Julián les echó la bendición. Por cierto que se aprovechó la boda para encender la nueva iluminación, no en honor de los cónyuges, sino de doña Angustias, que iba de madrina y gracias a la cual la hija de don Lino se casaba por la Iglesia. Porque doña Angustias se había metido en el asunto y prometió un buen regalo.

Esto de la iluminación es otro cuento. Con la iglesia quemada, con el doctor Deza en paradero ignoto, con el padre Quiroga sepultado en el monasterio, de donde no ha vuelto a salir, dan Julián se presentó un día en casa de doña Angustias a cantar la palinodia: «¡Si usted no arregla la iglesia, quemada y vacía quedará per saecula saeculorurn!». Doña Angustias se conmovió, se echó a llorar, llegaron a un acuerdo, y al día siguiente, los albañiles otra vez en la iglesia. En poco tiempo se levantó en el altar mayor, donde antes estaba la pintura quemada, una hermosísima gruta de cemento, con flores, hierbas y arbustos, agua corriente imitando una cascada, la Virgen de Lourdes coronada de bombillas y una santa Bernardita con su vela eléctrica en la mano; y luces escondidas aquí y allá, que parecía cosa de teatro. El día de la inauguración fue de fiesta. Se cantó misa de tres curas y se trajo de Santiago a un famoso canónigo para el sermón. El canónigo no hizo más que alabar a doña Angustias y garantizarle que, con aquel regalo, se había ganado el cielo. Alguien se percató de que había desaparecido del presbiterio el banco del privilegio. Y preguntado don Julián, se limitó a responder. «¿Yo qué sé? Lo habrán tirado los albañiles». También estaba allí el prior del monasterio, con su sonrisa de cazurro. «Y el padre Eugenio, ¿qué hace?» «Trabaja. ¿Qué va a hacer? Trabaja y casi sostiene él solo el monasterio.» «Pero ¿en qué trabaja?» «En sus pinturas.» Siguió el interrogatorio, pero el prior no dijo más.

Y así continuamos en paz, gracias a Dios y a Cayetano Salgado. Fuera de Pueblanueva la cosa está que arde. En Pueblanueva no se mueve una rata, ni tampoco hay por qué. Se trabaja y se da gusto al amo, y el gusto del amo es que la gente trabaje y no se metan unos con otros. Los beatos, en la iglesia; los socialistas, en su local; los borrachos, en sus tabernas. Como mandan las izquierdas, las derechas no pían, pero tampoco les preocupa gran cosa, porque van tirando. Cuando el señor Mariño regresa de Santiago y dice que se va a armar la gorda, todos sabemos que en Pueblanueva, no. Es el estado ideal. Cada cual a lo suyo, y los locos, fuera. Y, a propósito de locos, con el nuestro pasó una cosa muy chusca. Se presentó un día en el astillero con la pretensión de ver a Cayetano. «Espera —le dijeron—, que ahora viene. » «Es que quiero verlo solo. » Pasaron el recado; Cayetano dijo que sí; pero, al entrar Paquito en la oficina, Martínez Couto le arrebató el bastón. «¡Dame el bastón, hijo de la gran puta!» «O lo dejas aquí o no entras.» El
Relojero
se tiró como una fiera a recobrarlo y, en esto, llegó Cayetano. «Pero ¿qué pasa? Quién trata de esa manera a mi amigo el
Relojero
?» La gente de la oficina se había juntado alrededor y jaleaban. «Este cabrito, que me quitó el bastón.» «A ver, démelo, Martínez.» «¡No! gritaba el
Relojero
—, ese bastón es mío», y quería recobrarlo como fuera; pero Martínez Couto se lo echaba a Cayetano y Cayetano a Martínez Couto, y así estuvieron divirtiéndose hasta que, a una señal del amo, dos o tres de los presentes sujetaron al loco mientras Cayetano examinaba el bastón. Resultó que escondía un mecanismo que, con un gatillo, disparaba un pincho de acero de un palmo de largo y afilado como un bisturí, y tan recio, que allí mismo, al probarlo, atravesó una puerta. «¡Ah, miserable.! ¿con que querías matarme?» «Quién se lo dijo?» «¡No hay más que verlo! Me querías atravesar la barriga.» ,Ese bastón es para defenderme!» Pataleaba el loco, se retorcía y decía demonios por aquella boca; contra don Carlos Deza principalmente, a quién llamaba traidor, sin que nadie pueda explicarse las razones. No le valió de nada. Fue detenido y está en el manicomio de Conjo, donde dicen que no habla con nadie y se muere poco a poco de tristeza.

También anda triste Cayetano. ¿Por qué? Tiene lo que apeteció durante toda su vida, y nadie se lo disputa. Pero es el caso que anda triste. Al principio, nos chocó. Ahora, estamos acostumbrados y ya no se comenta. Apenas se habla de él; y ese poco, bien. Dicen por ahí fuera que no tenemos libertad. ¡Qué tontería! La gente sigue bebiendo; se murmura del Gobierno cuando sale a cuento, y en las noches de calor la juventud fornica en los sembrados que es una gloria. ¿Habrá libertad mayor? El que no esté contento, que se vaya. Pero Pueblanueva del Conde es un paraíso, si se compara con lo de antes. Y lo será para siempre.

Madrid, Ferrol, Villagarcía de Arosa, Madrid.

Marzo de 1961-Enero de 1962.

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