Salió y montó en el carricoche. El dolor del labio le resultaba especialmente agudo, y sentía hincharse la carne. Escupió sangre y comprobó con la lengua que un diente se movía.
«Pues me ha dejado hecho unos zorros.»
Dirigió el coche a la plaza y lo paró ante la casa de Clara. Saltó y corrió a los soportales. Ante la puerta vaciló. La empujó con mano temblorosa, y la puerta cedió. Sintió una gran alegría. La tienda estaba a oscuras. Arrimó otra vez la puerta y corrió un cerrojo. Escuchó. Por debajo de la puerta interior salía una raya de luz débil. Entró en el pasillo. La luz venía de una habitación con montante de cristal. Se acercó, llamó con los nudillos y abrió. Clara estaba encima de la cama, debruzada, el cuerpo desnudo cubierto por la sábana hasta más arriba de la cintura. Sillas caídas, la almohada en el suelo, ropas aquí y allá. El cuerpo de Clara, inmóvil. Puso la mano sobre la espalda caliente, temblorosa.
—Clara.
Ella levantó la cabeza y le miró entre la maraña de cabellos, con mirada quieta, de animal asustado. Tardó un rato en moverse, en sonreír. Entonces le temblaron las pupilas y dejó caer los párpados. Extendió un brazo y gimió.
—Espera. No te muevas. Te traeré ropa.
Abrió el armario y cogió un abrigo negro. Clara se había tapado con la sábana y escondía la cara entre los brazos. Dejó el abrigo a su lado.
—Dame agua, ¿quieres? En la cocina.
—Sí.
Salió, buscó un vaso, lo llenó. Clara se había puesto el abrigo y estaba sentada en el borde de la cama. Bebió el agua ávidamente. Devolvió el vaso a Carlos y le miró el rostro. Alargó la mano y le acarició el labio tumefacto.
—¿También a ti?
—No importa.
Carlos le apartó los cabellos y le examinó el rostro. Tenía el labio inferior hinchado y amoratado, la cara manchada de sudor y sangre.
—Espera. ¿Dónde tienes una toalla?
—Por ahí.
Las buscó en el aguamanil; fue a la cocina y llenó de agua la palangana.
—A ver. Inclina la cabeza.
La lavó y la secó.
—Ahora, vámonos.
—¿Adónde?
—A mi casa.
—Mis zapatos…
Carlos se arrodilló, buscó los zapatos debajo de la cama y se los calzó. Clara respiraba con fuerza. Cruzó el abrigo y lo sujetó con la mano.
—Bueno. Como quieras.
Apagaron la luz y salieron. Carlos descolgó la enorme llave de hierro y cerró con ella la puerta de la calle. Ayudó a Clara a subir al coche.
Aquí, a mi lado.
—¿Y Juan?
—Ahora lo recogeremos.
Se detuvieron ante la casa del boticario. La mandó esperar. Don Baldomero abrió la puerta.
—Ya está mejor. Ya habla. ¿Quién queda en el coche?
—Clara.
—Pero ¿qué ha sucedido?
—Es penoso explicarlo. Ya lo sabrá usted.
—A ese tío había que matarlo…
Juan apareció en la puerta de la rebotica, deformado el rostro por la hinchazón y los apósitos; arrastraba una pierna.
—Le he dado alcohol alcanforado para las fricciones y unas pastillas para dormir. Mañana subiré a hacerles las curas. Porque irán al pazo, supongo…
Juan se agarró al brazo de Carlos.
—¿Y Clara?
—Está ahí. Vendrá con nosotros.
Don Baldomero les acompañó y esperó a que el coche arrancase. La calle estaba vacía, y se oía, lejana, una canción cantada a coro.
—Mañana subiré al mediodía…
Juan iba tumbado en el fondo del coche. Carlos abrazó a Clara con la mano libre, la sujetó durante todo el trayecto.
Fueron silenciosos. Juan, de vez en cuando, resoplaba y se quejaba. Al descender del coche, le flaqueó la pierna y cayó. Clara le ayudó a levantarse. Carlos había entrado en el zaguán y llamaba al
Relojero
. Paquito apareció en la puerta del chiscón con la luz en la mano. Miraba a Carlos con ojos saltones. Señaló el labio hinchado, las manchas de sangre…
—Alúmbranos el camino, Paco. Después, hazme el favor de guardar el coche y el caballo.
—¿Hubo guerra?
—Y derrota.
Juan apareció en el umbral, apoyado en Clara. El
Relojero
se volvió hacia ellos, atravesó el zaguán y levantó la luz por encima de su cabeza.
—¡Carajo!
—Ve delante, Paco.
Ayudaron a Juan a subir las escaleras. El
Relojero
, cada dos pasos, se detenía y miraba. Entró en la habitación de Juan y prendió las luces.
—¿Y ahora?
—Haz lo mismo en mi cuarto y en la torre.
Paquito señaló la pierna renqueante de Juan.
—Esa pierna hay que verla. Yo entiendo de composturas.
—Alumbra las habitaciones y vuelve.
—Yo haré lo que sea, ¿eh?
—Vete, y vuelve.
Echaron a Juan en la cama y empezaron a desnudarlo. Le dolían los movimientos, le lastimaba hasta el colchón. Quedó en ropas menores; Clara se apartó, hasta que Carlos lo hubo tapado. Quedaban fuera los pies, calzados de zapatos relumbrantes con largas rozaduras. Clara se arrodilló y empezó a descalzarlo.
—Puedo darle unas fricciones —dijo—. De vinagre.
—Trae ahí con qué darlas, pero el
Relojero
lo hará mejor.
Entregó a Paquito el frasco de alcohol.
—Te lo encomiendo, Paco.
El
Relojero
rió.
—A mí me han dado tundas mayores, y ya me ve.
—Ven, Clara.
La llevó a su habitación. Paco había encendido velas y quinqués. Clara se dejó caer en la cama, y Carlos se sentó a su lado y le acarició el pelo. Ella había cerrado los ojos. Su mano buscó la de Carlos y se la apretó.
—No me compadezcas, Carlos. Me defendí como pude, pero hubo un momento en que deseé entregarme a él. Si se hubiera dado cuenta, si hubiera sabido esperar un poco más, no habría tenido necesidad de golpearme.
Se incorporó y quedó apoyada en el codo.
—Siempre hay algo dentro de mí que lo estropea todo.
—Eso no eres tú, sino lo que llamas tu demonio.
—Quizá; pero lleva tanto tiempo dentro, que es como si fuera mío.
—¿Y no habrá muerto hoy?
—No lo sé…
Alzó la mano y acarició de nuevo el labio de Carlos.
—¿Te duele mucho?
—Una especie de hormigueo…
Clara sonrió.
—¡Estás tan feo, Carlos! ¡Y me da tanta pena pensar que te han pegado por mi culpa…!
—Hace bastante más de un año que este golpe me amenazaba. Por fin, ha descargado. No fuiste más que el pretexto.
Clara dejó caer la cabeza y extendió los brazos.
—¿No estaría de Dios que hubiera de ser Cayetano…? —se interrumpió; agarró el brazo de Carlos—. De una manera o de otra, buena, mala o peor. No se puede escapar a lo que está escrito.
—Nada hay escrito, Clara. No hay más que nuestra voluntad y la voluntad de los demás. A veces, la de ellos puede más que la nuestra, y nos hacen daño; a veces, la nuestra se equivoca y hacemos daño a los demás y a nosotros mismos.
Quedaron en silencio. Se oyeron los pasos del
Relojero
en el corredor y el golpe de sus dedos en la puerta.
—Pasa.
El
Relojero
abrió una rendija y asomó la cara.
—Ya está. Dice que había unas pastillas para dormir.
—En el bolsillo de su chaqueta.
—¿Cuántas le doy?
—El sabrá.
El
Relojero
cerró la puerta. Clara dijo:
—También me gustaría dormir.
—Te traeré una pastilla.
Salió y fue a la habitación de Juan. Paquito le daba a beber un vaso de agua.
—Majaron en él como en el trigo.
—¿Dónde están las pastillas?
El
Relojero
señaló un tubo encima de la mesa de noche.
—Golpes en todas partes, muchos con sangre, y un hueso de la pierna desconcertado. Ya lo encajé y le puse unos paños, pero, a lo mejor, está roto.
—Ahora, acuéstate.
—No tengo sueño.
Clara se había acostado. Al incorporarla para darle el agua y la pastilla, Carlos vio que estaba desnuda.
—Ponte, si quieres, mi pijama, pero está destrozado, y no tengo otro.
—Ya me arreglaré.
—Mañana te traeré ropa. Ahora, duerme.
Adiós, Carlos.
Apagó las velas y salió. El
Relojero
estaba en el pasillo, ante la puerta de Juan.
—¿Sucede algo?
—Nada. Pero ¿adónde va a dormir esta noche?
—No te preocupes. Hasta mañana.
Se metió en la habitación de la torre y cerró la puerta. La sangre latía en el labio golpeado, en las sienes, en los pulsos.
Echó un trago de coñac, se sentó en un sillón y cerró los ojos.
Amaneció un día resplandeciente. El sol se asomó al cielo limpio y lo inundó todo de luz. Carlos, desde el sillón, contempló el disco rojizo, le vio ascender por encima de los montes. Se estiró y se contrajo rápidamente: le dolían los músculos, las articulaciones, quizá los huesos y el alma. El labio se le había hinchado mucho más: lo podía ver, oscuro, sólo con bajar los ojos.
Se levantó y sintió un pinchazo en la pierna derecha. «¡Ay!» También la parte alta de las nalgas recordaba el puntapié de Cayetano. Renqueando, se acercó a la mesa y bebió coñac. Se sintió con más bríos. Abrió la ventana y dejó entrar el aire fresco. Pueblanueva dormía. Miró el valle oscuro, la mar que clareaba, los montes remotos. Era hermoso.
Marchó a la cocina, se lavó en el fregadero, destaponó las narices y limpió las manchas de sangre. Después se miró en el espejo del
Relojero
y se rió. Oyó pasos quedos en el corredor, se abrió la puerta y entró Paquito.
—¿Le pasa algo, don Carlos?
—Nada.
—¿Va a salir?
—Sí.
—¿Quiere que le prepare el coche?
—Bueno.
—También puedo acompañarle.
—No.
El Relojero
dio una vuelta por la cocina.
—Es muy temprano para hacer el café.
—Lo haremos luego.
—¿Va a venir pronto?
—En seguida.
—Sería bueno traer vendas para Aldán.
—Más tarde vendrá el boticario a hacerle las curas.
—¡Ah!
Cuando Carlos bajó al zaguán, el coche le esperaba. No halló a nadie en el camino, ni en la plaza; pero, a su paso, se movieron algunas cortinas. Entró en casa de Clara, fue derecho al armario, recogió toda la ropa, la empaquetó en una sábana y llevó al coche el atadijo. Volvió adentro, buscó en la tienda lo que Clara hubiera podido olvidar, recogió sus avíos de coser, cerró y guardó la llave. Al salir de la plaza, el autobús matutino asomaba a la puerta del garaje. Había gente a la espera, y por la esquina de la iglesia asomó don Lino, la maleta al hombro y su mujer al lado. Carlos entró en el coche y esperó. Don Lino venía desalado, miraba a todas partes; entró el primero en el autobús y se escondió en un rincón; María esperaba, inquieta.
«Este pone tierra por medio», pensó Carlos.
Marchó a casa de doña Mariana, metió el coche en el jardín y subió. Olía a humedad y el polvo apagaba los brillos de la cera. Recorrió los pasillos, abrió alguna ventana, vació la ropa de un armario y la fue colocando en un cajón. Después, desarmó la cama que había usado Germaine, llevó sus piezas al coche y arrastró, como pudo, el cajón de la ropa. Sudaba y sentía en las fauces sabor a sangre.
Paquito le esperaba a la puerta del zaguán, con el bastón en las manos y la mirada perdida.
—Ayúdame, Paco. Vamos a armar esa cama en el cuarto que fue de mi madre. El cajón lo subiremos entre los dos.
—¿No tiene hambre?
Trabajaron durante una hora. La cama quedó armada en un rincón, y hacía bonito, con la colcha de seda y los damascos del dosel.
Ahora puedes hacer el desayuno.
Ordenó en el armario la ropa de Clara, barrió un poco el suelo, limpió el polvo de los cristales y de los muebles. El
Relojero
vino a decirle que ya estaba el café.
—Acaba de llegar la panadera. ¿Cuánto cojo?
—Tú verás. Para cuatro.
Le dio dinero y marchó a la cocina. La cafetera humeaba encima de la mesa. Preparó la bandeja con dos tazas. Paquito subió con el pan, moreno, crujiente.
—Tú, lleva el café al señor Aldán.
—Sí, don Carlos.
El
Relojero
no se movió.
—¿Esperas algo?
—¿Quién les pegó?
—¿No lo adivinas?
—Era cuestión de suponerlo.
Colgó el bastón de un clavo y empezó a preparar la bandeja de Juan. Carlos llevó la suya al cuarto de la torre y entró después en la habitación de Clara.
—¿Estás despierta?
—Sí.
Clara miraba al techo, y Carlos advirtió en las pupilas la misma quietud, el mismo terror que unas horas antes, al entrar en su cuarto, al hallarla desnuda. Carlos se estremeció; la mirada de Clara le recordaba otras miradas vistas en Viena y en Berlín, entre los
clientes
de los sanatorios.
Se acercó, le cogió la mano.
—¿Te encuentras bien?
—No lo sé.
—Ya he traído tus ropas, y algunas cosas más. Están en otra habitación.
Cogió el abrigo de Ciara y lo dejó encima de la cama. Ella no se había movido, pero ya no miraba al techo.
—Ahora, ponte esto y ven a desayunar.
Se acercó a la ventana mientras Clara se vestía.
—Ya puedes volverte —dijo ella.
Los pantalones rotos del pijama le salían por debajo del abrigo. Se había recogido el pelo y buscaba algo con que atarse la cintura. Carlos le trajo un trozo de cuerda.
—Es que, al andar —explicó Clara—, se abre y se me ve la carne.
La llevó a la torre. Clara se empeñó en servir las tazas y en preparar el pan. Se movía en silencio, sin mirar a Carlos. A veces pasaba la lengua por el labio amoratado, o retiraba bruscamente las manos y las escondía. Al echar el café, el chorro oscuro vertió fuera de la taza. Se disculpó, enrojecida. Cortó, temblando, las rebanadas de pan.
—Me preocupa Juan —decía Carlos—. Es difícil que un hombre como él encaje con serenidad el golpe. ¿No sabes con qué alegría interior, con qué furia, esperaba a Cayetano! Se le notaba en los ojos brillantes, en la voz segura. Era la ocasión de su gran victoria, pero lo fue de su derrota, una derrota pública, evidente, sin paliativos y que no hay manera de disimular. Porque lo mío fue otra cosa. Fue, como si dijéramos, un lujo. Me metí en la pelea a sabiendas de que perdería, sólo por solidaridad con Juan en la derrota, sólo pensando que le gustaría no ser el único vencido. Yo estaba sereno y sabía lo que iba a suceder. Sopapo más, sopapo menos, Juan estaba vencido antes de empezar. A fuerzas iguales hubiera ganado Cayetano, porque su furia era todavía mayor. Sin embargo,. me alegré de que Juan pelease, me sentí lleno de orgullo cuando le vi, hecho un gallo, y no por él, sino porque salía en tu defensa. Llegué alguna vez a dudar que te quisiera, pero lo de ayer lo hizo sólo porque te quiere.