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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (161 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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Cayetano suspendió el balanceo. Alzó una mano. Don Lino se interrumpió y escuchó la objeción.

—¿Es lo que está haciendo ahora, don Lino? ¿Rebelarse? ¿O es que la rebelión existía ya, y usted pretende convertirse en cabecilla?

—¡Yo no necesito rebelarme, señor mío, porque no soy un oprimido! Yo acuso.

—¿A mí?

—A usted. En nombre de los explotados, de los pisoteados, de los deshonrados.

Cayetano se levantó de un salto. La silla en que se sentaba cayó al suelo. Carreira y el señor Mariño corrieron a levantarla.

—Un momento, don Lino. Por lo que a los deshonrados se refiere, puede usted hablar tranquilamente en nombre propio. No pienso oponerme y hasta le doy la razón. Tiene perfecto derecho a acusarme. Como todos estos señores saben, y por eso lo digo en público, yo le he puesto los cuernos.

Dio un paso atrás. Don Lino había empalidecido. Nadie sonreía. Cubeiro y el juez se miraron con inquietud. Cayetano se acercaba a la pared. Don Lino se encogió, miró a un lado y a otro, retrocedió también. Quedó entre Carreira y don Rosendo, constituidos en peones sobresalientes.

—Es usted un miserable, señor Salgado. Es usted, además de tirano, inmoral. Se goza usted en la vergüenza ajena, se alimenta usted del cieno, como los cerdos.

Miró al suelo. El corro vacío le tentaba, le atraía. Sentía en los brazos una fuerza que le impulsa a moverlos, en el corazón un vigor que le empujaba las palabras. Salió a los medios, se inclinó hacia Cayetano, le encañonó con el dedo terrible.

—Pero ¿hasta cuándo va a durar todo eso, señor Salgado? ¿Piensa que su reino es eterno? Por lo pronto, y sépalo de una vez, en este casino ya nos reímos de usted, del burlador burlado. Nos reímos los que recordamos sus bravatas en este mismo lugar, cuando decía que por su cama no pasaban más que virgos —se volvió rápido a los presentes y encontró caras de asombro, miradas de terror—. ¿Lo recuerdan, señores? ¡Hablábamos de cierta señorita de la localidad, y el señor Salgado textualmente dijo que no aceptaba material averiado! Pues bien: el señor Salgado, ante la sorpresa y la risa de todos, lleva casi un año corriendo tras el material averiado y tolera que le den calabazas —rió con risa falsa, ampulosa—. ¡Quiere casarse con la mujer más desacreditada de Pueblanueva porque es la hija de un conde!

Cayetano había dejado de sonreír. El corro de mirones vio con espanto cómo su cara se transformaba, se oscurecía; cómo sus ojos se empequeñecían y afilaban; cómo sus dedos se crispaban y se clavaban en el aire. «Lo va a matar», dijo el juez por lo bajo, y cerró los ojos cuando saltó Cayetano.

Cayó sobre don Lino, le agarró las solapas, lo apretó contra sí. El orador chilló:

—¡Quieto! ¡Soy un diputado de la República! ¡No puede usted tocarme!

Cayetano lo sacudió con violencia, lo despidió contra la barrera. El corpachón de don Lino, su cabezota solemne, rebotaron. Quedó como un pelele: flojo, asustado, trémulo.

—¡No tiene usted derecho…!

Las manos de Cayetano ya le agarraban otra vez y le zarandeaban.

—Le voy a hacer comer el camisón de esa muchacha.

Lo empujó. Don Lino cayó encima de don Rosendo. Cayetano le hizo rodar de un puntapié. Don Lino empezó a gritar. Don Rosendo se levantaba y se limpiaba el polvo de la ropa. Don Lino permanecía en la arena, espatarrado.

—Ustedes me responden de que ese imbécil me espere hasta que vuelva.

Cayetano salió corriendo. El portazo estremeció las botellas del bar. Quince rostros se dirigían a la puerta. Don Lino se levantó con dificultad. Cubeiro acudió a ayudarle.

—¡Ha ido usted demasiado lejos!

—Deme algo de beber, haga el favor.

Se dejó caer en una silla. El cabello revuelto y escaso le cubría la cara. Se lo apartó y miró tristemente al vacío. Cubeiro acudía con una copa de coñac: la acercó a los labios de don Lino y esperó a que bebiera.

—¿Usted cree?

—Está a la vista.

—Pero ¿qué dijo al salir? Una bravata.

Don Lino intentó incorporarse.

—Me marcho.

—Eso no, don Lino. Tiene usted que esperar.

—¿Pretende que me muela a palos?

—Nos ha hecho responsables de que no se moverá de aquí.

La mirada vacilante del diputado iba de una cara en otra.

—Pero… ustedes… ¡Me protegerán! ¡Soy el diputado de este pueblo! ¡Ustedes me han elegido! ¡No pueden entregarme indefenso en las manos del tirano!

Nadie sonreía. El juez se acercó a Cubeiro, le dio unos golpecitos en el hombro. Cubeiro se apartó de don Lino.

—Hay que arreglar esto.

—Pero ¿piensa que la de Aldán tiene el virgo?

—Supongamos que sí.

—Es que si la de Aldán tiene el virgo, ya no entiendo el mundo. —La vida da muchas sorpresas.

—¡Es increíble!

—Cayetano hará alguna burrada: ¿No vio usted cómo iba? Y al fin y al cabo quienes armamos la danza fuimos nosotros.

—En eso lleva razón, ya ve; pero no contábamos con que don Lino fuese un imbécil.

—Se me ocurre que busquemos a Aldán.

—¿Para qué?

—Que esté aquí cuando Cayetano regrese…

Cubeiro le golpeó el hombro con fuerza.

—¡Lo que a usted no se le ocurra…! —contempló al juez con admiración—. Bien mirado, es cosa de Churruchaos. Allá se las entiendan con el amo. La cuestión ahora está en encontrara Aldán.

—Yo telefonearía a la taberna del
Cubano
. Si no está allí…

—Pues hágalo.

Cubeiro le empujó hacia el teléfono. Los presentes hablaban en voz baja. En el diálogo de los brazos y de las manos se expresaba el terror Don Lino, abandonado, prisionero, meditaba en una mecedora. Cubeiro dio dos palmadas. Todos se volvieron hacia él.

—Un momento, señores. El juez y yo hemos pensado…

Cayetano entró en una calleja que corría entre tapias de patios traseros y setos de huertos familiares. La luz de una bombilla gastada quedó a su espalda; la luz de otra bombilla distaba lo bastante como para no alumbrar su cara. Caminó por el centro, y sus pies tropezaron en un envase de conservas, se enredaron en unas ramas caídas, resbalaron en el barro fétido de un charco. Iba de prisa, frenético, ensimismado en su frenesí, inclinado hacia el suelo, la mirada perdida en el fango oscuro. Se detuvo a la mitad de la calleja, alzó los ojos, intentó reconocer las galerías que asomaban por encima de las tapias, todas iguales, todas protegidas de la lluvia por planchas de cinc gris. Continuó hasta el final y regresó. Ahora contaba las casas: «Una, dos, tres… En ésta». La tapia, recién encalada, no ofrecía asidero. Un poco más allá asomaban las ramas de un árbol: intentó alcanzarlas, saltó una, dos veces: sólo rozaba las últimas hojas con las puntas de los dedos. Más allá todavía halló desconchados, hendiduras capaces para manos y pies; pero la luz lejana arrancaba destellos a los vidrios que coronaban el caballete del muro. Desalentado, sus manos tantearon en la pared más sombría. Pudo trepar, agarrarse, llegar arriba. A gatas, recorrió la cresta húmeda, resbaladiza de musgo. Le sudaba la frente y le saltaba el corazón. Se sentó a horcajadas, se limpió el sudor. Las luces de las casas estaban apagadas, menos una, y no se oía bicho viviente. Encendió el mechero y examinó los vidrios del muro inmediato: pedazos de botella verdosos y blancos, en punta y con filos hirientes. Pasó la mano y se estremeció. Descalzó un zapato, golpeó con el tacón los vidrios más cercanos: se mellaban las puntas, y algunas aristas perdían el filo, pero el muro era largo y tan agudo el caballete que no había esperanzas de recorrerlo en equilibrio. Se oyeron pasos al final de la calle, y entró una sombra bajo la luz remota: Cayetano se dejó resbalar hacia la parte interior del muro y esperó colgado, con los pies en el aire. Quien fuera, pasó de largo y dejaron de oírse sus pisadas y la canción que tarareaba. Cayetano tuvo que izarse a pulso una, dos veces, hasta ganar de nuevo el caballete. Se acostó todo a lo largo, sobre el vientre, bien agarrado, y descansó. Sus ojos quedaban encima de los vidrios; si adelantaba un poco la barbilla podía rozarlos.

Pasaron unos minutos; se incorporó y quedó sujeto con las rodillas. Se quitó la chaqueta, la volvió del revés, la dobló y palpó su espesor. Así doblada, la colocó encima de los cristales. Apoyó las manos con fuerza, apretó, cargó el peso de su cuerpo, después la echó más lejos y repitió la prueba. Los pies pisaban los vidrios, los rompían, pero hallaban en ellos sostén. A gatas, con la espalda combada, avanzó: primero, una mano; después, otra. Primero, un pie; después, otro. Muy poco trecho cada vez, una cuarta, dos todo lo más. Lo que su vista abarcaba en la oscuridad era muro coronado de cristales.

Se paraba a respirar, aflojaba la tensión del torso, aproximaba el vientre a los cristales, recobraba la postura, y otra vez una mano y otra, y un pie y otro. Las manos, bien protegidas por la chaqueta; los pies, afincados entre los vidrios, comprobaban su resistencia; temía que le resbalasen y quedar a caballo del muro; temía despedazarse el sexo en los pedazos de cristal. En un huerto cercano ladró un perro. En el patio, a su izquierda, algo se movía. Se oyeron voces de gente que bajaba por la calle principal, voces y pasos. Luego dejaron de oírse. En el puerto gemía una sirena, y algo más lejos funcionaba un motor. «Es mi bomba de achique.»

Le resbalaba el sudor, y el corazón le latía con fuerza. Las piernas empezaban a cansarse, y en el juego de los brazos sentía un dolor agudo. Un poco más, quizá sólo un metro o metro y medio… Las puntas perforaban ya la chaqueta, las sentía cada vez más próximas a las manos. Probó a agarrarla por lugares aún intactos y perdió en la operación unos minutos. Por fin, vio el final de la muralla, los últimos cristales. Con un esfuerzo violento recorrió aquella distancia. Cuando todo su cuerpo se halló sobre el muro vecino, se tendió en él, aflojó brazos y piernas, descansó. Habían pasado quizá veinte minutos. Pensarían los del casino que Clara no le habría dejado entrar.

Tenía la boca seca y los cabellos mojados; le ardían la cara y las manos. Buscó el frescor de la piedra, la acarició, aplicó los labios a su humedad. Poco a poco recobraba la fuerza. Volvió a contar: había recorrido dos tapias, y la de Clara era la próxima. Recordó haber oído que en el patio había pozo: el ansia del agua le impulsó. Esta vez recorrió de pie, en equilibrio, los pocos metros que faltaban. Se dejó caer, buscó el cubo del pozo y lo atrajo hasta sus labios con cuidado infinito. Había un fondo de agua, y la bebió. Después se acostó en el suelo, encendió un cigarrillo y fumó durante unos minutos, hasta que sintió de nuevo vigorosos sus brazos y sus piernas. En el cielo lucían claras las estrellas; el humo del pitillo las borraba y al disiparse volvían a aparecer. Nunca le habían preocupado, e ignoraba sus nombres; pero estaban hermosas así, en la medianoche.

En la pared encalada de la casa había una puerta y dos ventanas. Se arrastró y tanteó la puerta: la halló cerrada. ¿Tendría que romper un cristal? Se movió hacia la derecha: la ventana estaba entreabierta. Metió las narices por la rendija y le llegó un olor de orines y aguardiente. Sonrió en la sombra, se incorporó y apartó una hoja hasta que cupo su cuerpo: reptando, doblándose sobre el antepecho, con las manos adelantadas en busca de obstáculos: hallaron el suelo, se apoyaron, el cuerpo resbaló y quedó dentro. Alguien respiraba cerca, una respiración mezclada de ronquido y queja. Encendió el mechero y se puso de pie: los vidrios clavados en los zapatos crujieron contra las planchas del piso. Abrió una puerta y apagó el encendedor. Quedó arrimado a la pared, pegado a ella. El silencio se llenaba de pequeños rumores. Avanzó poco a poco, hasta que su mano halló el marco de otra puerta. Buscó el picaporte, abrió, escuchó. Clara dormía cerca, y hasta él llegó un olor fragante, de cuerpo limpio, de ropa limpia, de suelo bien fregado. Le temblaron las piernas, le saltaba la sangre en las sienes y en la garganta. Esperó. Sin apartarse del marco fue introduciendo el cuerpo en la habitación. Su cabeza tropezó en la llave de la luz. La encendió sin miedo ya al ruido. Clara dio un grito y se sentó. Cayetano se había agarrado a los hierros de la cama y la miraba. Parpadearon, se veían confusamente. La luz alumbraba desde el techo, y la sombra de Cayetano atravesaba la colcha blanca. Clara cruzó los brazos sobre el escote: sus ojos agitados espiaban la cara, el cuerpo, los brazos de Cayetano. Él se movió; ella saltó de la cama. Él se acercó;ella tendió los brazos con los dedos curvados como garras. Él se inclinó y dio un salto; ella le rechazó contra la pared. Corrió hacia la puerta, pero se sintió cogida, atenazada. Se debatió, logró soltarse y rechazar a Cayetano. Quedaba ahora contra el rincón, y él, bajo la lámpara, la miraba con ansia, con ojos encendidos. A Clara se le había soltado el pelo y le caía sobre la frente. Se lo echó atrás. Miraba las piernas de Cayetano, esperaba su movimiento. Cuando las vio cerca lanzó una patada al vientre; pero el cuerpo de Cayetano cayó sobre el suyo, la aprisionó. Rodaron al suelo, jadeantes, abrazados. Las piernas tropezaban en los muebles, derribaron un jarro lleno de agua. Clara sintió en la espalda su frior, y con el frío más fuerza. Clavaba uñas y dientes donde podía. El aliento de Cayetano calentaba su piel, la humedecía; su cuerpo la oprimía; sus rodillas la sujetaban al suelo. Pudo soltar un brazo y clavarle los dedos en la garganta. Cayetano tosió y abrió la boca. Pero su mano agarró la muñeca de Clara y la retorció hasta que los dedos aflojaron.

Ahora los labios abiertos de Cayetano buscaban su boca: Se dejó besar y sintió que una mano intentaba acariciarla. Con las últimas fuerzas lo empujó lejos, saltó, huyó, se refugió tras la cama. Cayetano se levantó rápidamente, y otra vez su cuerpo se encorvaba como el de un animal dispuesto al salto. Tenía la camisa desgarrada, el cabello revuelto, sangre en la cara y en las manos; pero estaba magnífico, como un gallo victorioso. Clara retrocedió. Más que el dolor, más que el cansancio, empezó a temer al deseo que le nacía en las entrañas, un deseo que, contra su voluntad, respondía a la incitación del macho poderoso, a los músculos férreos, al pecho ancho y levantado. Cerró los ojos y respiró fuerte. Buscó con qué defenderse. Cayetano había escondido los brazos y otra vez se acercaba. Se arrodilló en la cama, sonriente. Clara vio las gotas de sudor mezcladas a la sangre, vio el pecho que se agitaba y su pelambrera oscura asomar por los jirones de la camisa. Le oyó decir:

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