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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (157 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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Se retiró caminando hacia atrás. La llama había crecido y alumbraba la nave de una luz roja, temblorosa. Don Baldomero hizo una higa, clavó el puño en el aire y exclamó:

—¡Bien que te he jodido, Satanás!

Abrió la puerta, salió, cerró sin ruido. La calle estaba vacía. Corrió hacia el fondo y, por una calle lateral, llegó a la puerta trasera de su casa. La empujó y entró en el patio. En puntillas, se acercó al pozo, metió la mano en el cubo y la sacó mojada.

—¡Gracias a Dios!

Hundió la cabeza en el agua y aguantó el frío.

Fuera empezaban a oírse voces.

La perorata nocturna de don Lino tomó como punto de partida la noticia, traída por alguien, de que el alcalde, obligado por Cayetano, había autorizado las procesiones, contra el mandato expreso del gobernador civil. Don Lino, que estaba de pie, lanzó una carcajada larga, ampulosa, intencionadamente dramática; una carcajada como un toque de atención que suspendió las conversaciones, borró las sonrisas e interrumpió la partida de tresillo. Hasta Carlos Deza, perplejo, miró a don Lino con sobresalto. Alzada la barbilla, esperó que a la carcajada siguiesen altas imprecaciones, manos levantadas, braceos violentos. Pero don Lino, después de la risa, quedó un momento callado y, en seguida, recordó, con palabra sencilla y en baja voz, el número devotos que en Pueblanueva había obtenido la coalición republicana llamada Frente Popular: 3.175 sufragios contra 76 de las derechas. «Evidentemente, Pueblanueva del Conde es una villa republicana. ¿No es cierto, caballeros?» Todos estuvieron conformes en que sí, salvo Carreira, que se refirió, veladamente, al pucherazo cometido, con la complicidad de ciertos elementos… Pero la observación de Carreira apenas fue oída, porque entonces don Lino franqueó las compuertas, y el esperado torrente inundó el casino y atronó sus salas con voces tremendas. Los socios rodearon al orador: de pie, sentados o arrimados a las paredes, se dejaban envolver por el vendaval sonoro, se dejaban sacudir el corazón y convencer la mente. Porque, sin lugar a dudas, aquel rasgo de Cayetano contra la voluntad expresa de la autoridad republicana le confería indiscutible carácter de tirano. Y cuando esto quedó bien demostrado, don Lino bebió un sorbo de agua y comenzó la segunda parte de su discurso, encaminada a lograr la indispensable unidad de acción si los presentes querían conservar su libertad ante las coacciones del cacique. Fue en este momento cuando Cubeiro dijo al juez, por lo bajo:

—¡Qué pena que Cayetano se haya largado! Porque era cosa de telefonearle y que viniera, y a ver qué hacía éste…

El juez estuvo de acuerdo y gratificó a Cubeiro con un pitillo. Don Lino seguía hablando. Había pasado del tono mayor al medio, y, ahora, más que el volumen de la voz, convencía la dialéctica de las manos, que trazaban dobles circunferencias completas, con sus radios, secantes y tangentes. De todas maneras, chillaba lo bastante para que en la sala del casino no se oyeran las voces y los gritos de la calle. Hasta que, en un silencio de don Lino, se percibieron con toda claridad carreras, llamadas y toque de campanas. Carlos atravesó corriendo el salón y se asomó a la puerta. Un muchacho bajaba a todo meter. Le preguntó qué sucedía. «¡Está ardiendo la iglesia!», y siguió corriendo. La noticia fue oída desde el interior, y el corro se deshizo. Todos se precipitaron a la salida. El propio don Lino se acercó a la puerta y salió a la calle. Desde la acera, reflejado en los cristales de las galerías altas, se veía un resplandor de fuego: Carlos se volvió a los socios del casino, los miró uno a uno, se dirigió a Carreira:

—Usted, que conoce a los frailes, coja un automóvil por mi cuenta y traiga al padre Eugenio Quiroga. Se lo ruego.

Echó a correr calle arriba. Al pasar frente a la botica, don Baldomero, asomado al mirador, medio vestido, le preguntó:

—¿Qué sucede, don Carlos?

Carlos no le hizo caso, y llegó a la plaza. En los balcones, en las ventanas, mujeres y mocitas hablaban a gritos. Grupos de hombres corrían hacia la puerta lateral de la iglesia. Entró. Tuvo que abrirse paso entre una treintena de personas agrupadas bajo el primer arco de la nave. Ardía la cortina con grandes llamas, y, detrás, aparecía una montaña de ascuas crepitantes. La gente estaba muda, y la luz del incendio alumbraba rostros estupefactos, ojos de asombro. Alguien retuvo a Carlos de un brazo.

—No se puede hacer nada. Quédese aquí.

—¿Vamos a dejar que arda la iglesia?

Se soltó de una sacudida. Había empezado a arder la alfombra del presbiterio: la retiró como pudo y quedaron limpias las gradas. Haces de chispas saltaban, atravesaban el aire, pegaban contra las bóvedas y contra las paredes. Luego, caían. Y las voces de los que iban llegando se mezclaban al rumor de las llamas. Carlos, como una sombra en medio del fulgor, miró al fondo de la iglesia: caían las pavesas sobre la doble fila de bancos. Se acercó al más próximo y empezó a arrastrarlo hacia la puerta principal; surgió del grupo un mozo que cogió el banco del otro cabo y le ayudó. Otras parejas le siguieron. Alguien abrió las puertas, y los bancos quedaban en el pórtico, unos encima de otros. Chiquillos asustados contemplaban el incendio pegados a las rejas: chiquillos a quienes sus padres llamaban a gritos desde las ventanas:

—¡Ramoniño, ven! ¡Ten cuidado, Pepiño!

Los niños gateaban, querían ver más, indiferentes a las llamadas. La plaza se iba llenando de gente; habían aparecido ya los primeros cubos de agua. Don Julián, de paisano, abierto el cuello de la camisa, dirigía, sin entusiasmo, las operaciones: aquí, unos hachazos; allí, un poco de agua. La torre de ascuas se desmoronó y llovieron chispas sobre los más cercanos. El grupo de mirones reculó. El maestro de obras que había reparado la iglesia explicaba que, retirados los bancos, no había miedo a que el fuego se propagase, y que lo que había que evitar era el incendio de la techumbre.

Don Baldomero, con el abrigo por encima de la camiseta, acompañaba al cura y repetía que aquello era un castigo de Dios.

Los socios del casino, reunidos bajo el coro, escuchaban a don Lino, para quien el incendio era el acto irresponsable de un republicano exasperado. «¡No lo apruebo, pero lo explico! ¡Es peligroso ejercer la tiranía, porque el tiranizado manifiesta como puede, o como sabe, su disconformidad! ¡Si la prohibición de las procesiones se hubiera mantenido, no estaríamos ahora contemplando esta catástrofe para la cultura y el renombre de esta villa civilizada, paladinamente republicana!» No había nombrado a Cayetano, pero en las conciencias de todos había imbuido la idea de su responsabilidad.

El padre Eugenio llegó acompañado del prior. Una larga fila de sombras pasaba de mano en mano cubos de agua. Junto a la iglesia, hombres y mujeres comentaban el incendio. Los frailes atravesaron el grupo, entraron en la iglesia. Los últimos jirones de la cortina, retenidas por las anillas, ardían todavía, y de las brasas salía una humareda oscura. Habían caído grandes pedazos de pared, y lo que quedaba del Cristo estaba renegrido. El padre Eugenio se detuvo y contempló la pared oscura, el humo que ascendía y flotaba debajo de las bóvedas. El prior quedó a su lado, sin quitarle los ojos de encima. Se acercó, corriendo, don Julián: traía en el rostro una sonrisa triunfal.

—¿Lo ve usted, padre prior? ¡Esto no podía acabar de otra manera!

El padre Eugenio pestañeó, sin responder. El prior dijo:

—De todas formas es muy lamentable.

—¡Dinero más tirado!

Don Julián dio unas palmadas al padre Eugenio.

—Tiempo perdido, ¿eh?, y trabajo. ¡Cuando yo le decía…!

—¡Cállese!

El prior lo apartó y se lo llevó lejos. Carlos subía por la nave de la Epístola; el prior le salió al paso.

—No hable al padre Eugenio.

—¿Por qué?

—Se lo suplico: no quiero perderlo. Y si habla con usted…

Abrió los brazos. Carlos se había parado en un rincón de sombra. —No quiero ofenderle, don Carlos; pero conservo sobre el padre Eugenio un resto de autoridad que él acata y que probablemente le impedirá hacer un disparate; pero si queda con usted, si habla con usted… ¿No lo comprende? Caerán sobre él sin freno los malos pensamientos.

—¿Y usted cree que es mejor que le obedezca?

—Estoy convencido. Sobre todo, es mejor para él mismo.

—No puedo, honradamente, dejar de hablar con él.

—Hágalo mañana, o dentro de un par de días. Pero esta noche, no. Vaya usted al convento cuando quiera, y hasta es posible que le mande al padre Eugenio de visita. Déjele ahora conmigo. Yo le disculparé.

Cerró los brazos sobre los hombros de Carlos.

—Hágalo.

Como usted quiera…

—Dios se lo pagará.

Le dio un par de manotazos y sonrió.

—Es usted un hombre inteligente, don Carlos. Ya nos veremos. Volvió al presbiterio. Carlos vio cómo se acercaba al padre Eugenio y hablaba con él. Después de unas palabras salieron juntos. Carlos descendió hasta el pórtico, donde sólo quedaba una sombra pegada a las rejas. Reconoció la silueta de Clara. Se acercó a ella. Venía de la plaza un resplandor de farolas gastadas. Estuvieron un instante callados, mirándose.

—Es mala suerte —dijo Clara.

—Sí. Pero también eso son palabras.

—Quizá. Sin embargo, es mala suerte.

Volvieron a callar. Al cabo de un rato, Clara soltó las manos de los hierros.

Juan está en mi casa.

—¿Se ha decidido a entrar?

—Nos encontramos entre la gente. Me dijo que habíais quedado citados, y le invité a esperarte en la tienda. Supuse que, al verla abierta y encendida la luz, entrarías.

—No te muevas de aquí. Salgo ahora mismo.

Se volvió. En el fondo de la iglesia, un resplandor mortecino alumbraba las paredes negras del ábside.

Los faros del automóvil iluminaron la puerta del monasterio. El postigo permanecía entreabierto, y se veía el hábito del lego que esperaba. El prior dio las gracias al chófer y descendió. El padre Eugenio le siguió en silencio, y el lego cerró la puerta.

—Puede retirarse, hermano.

—¡Paz!

El lego salió al claustro. Quedaron solos el prior y el padre Eugenio.

—¿Está cansado, padre?

El padre Eugenio le miró sobresaltado.

—¿Por qué?

—Me gustaría acompañarle un rato —miró el reloj—. No falta mucho para
prima
, y hasta entonces… Le invito a una copa, que buena falta le hace, y queda dispensado de rezo y misa.

Lo empujó suavemente hacia la puerta.

—Ande, venga.

El padre Eugenio se dejó conducir a través de los claustros. Al llegar a la celda, el prior le hizo pasar delante y le dejó en la oscuridad mientras encendía el carburo.

—¡La falta que nos hacía un tendido eléctrico! Pero ¡sí, sí! ¿Sabe usted lo que pide la Compañía por ponerlo?

Rascó una cerilla y prendió el gas. Encima de la mesa se amontonaban los papeles: los apartó a un lado y dejó un espacio libre.

—Intento hacerme una idea de lo que le sucede, padre, pero no sé si podré. Yo no soy un artista. Pero comprendo que a todo el mundo le fastidia la destrucción de su obra. ¿Cómo le diré? Tiene que ser como si a mí me destruyesen la comunidad, como si tuviésemos que disolvernos…

Hablaba de espaldas, mientras buscaba en la alacena la botella y las copas.
Liqueur bénédictine
para invitar a las visitas si las visitas eran clérigos o seglares varones que pudieran penetrar en la clausura. Benedictino amarillo. Tenía también
Licor del Padre Kermann
, una botella mediada de un líquido verde, que no usaba jamás, a pesar del marchamo eclesiástico y de aquel fraile con gafas que ostentaba en el marbete.

—¿Y qué va a hacer ahora?

Puso las copas sobre el tapete, en el lugar despejado, y las llenó; pero, de repente, devolvió el contenido de una a la botella.

—Yo no puedo beber, lo había olvidado. Tengo que decir misa.

—¿Por qué me pregunta qué voy a hacer?

—Porque supongo que se le ocurrirán mil cosas. Me lo explico. Una de ellas, marcharse del convento.

Le ofreció la copa, mirándole de frente.

—¿Me equivoco?

El padre Eugenio esquivó la mirada. Sorbió el licor y devolvió la copa a la mesa.

—Gracias. No se equivoca. Hace más de una hora que lo pienso.

—Tiene usted que estar furioso, y la furia le lleva lejos. ¡Ese imbécil de don Julián! En el fondo estaba alegre.

—Sí.

—Pero tiene la obligación de ser discreto. ¿Quiere sentarse, padre? También puede fumar. Ahí encontrará tabaco, en el cajón de la mesilla de noche. Le regalo un paquete entero. Hay dos, ¿verdad? El otro es para repartir entre el padre Manuel y el padre Eulogio.

Había acercado dos sillas a la mesa, una frente a otra, y el tablero por medio. El padre Eugenio hurgaba en el cajón. Sacó una cajetilla y la abrió.

—Siéntese, padre. Aquí hay cerillas…

La encendió él mismo y pasó el brazo por encima de la mesa, y lo mantuvo quieto hasta que el padre Eugenio prendió el cigarrillo.

—No es lo mismo ser un fraile que ser un artista: empiezo a comprenderlo. Porque si usted fuera sólo un fraile, apelaría a su resignación y a su humildad y le recomendaría que aceptase la Voluntad Divina. Porque mi voluntad puede ser discutible, y lo es; pero la del Señor, no. Un verdadero fraile no puede siquiera analizarla, no puede siquiera dudar en su corazón de que toda desventura, todo sufrimiento, están ordenados por el Señor para su salvación. Ya ve usted: es lo que estoy pensando mientras le hablo. Porque, si usted se va, mi comunidad tendrá que dispersarse, y yo, probablemente, acabaré de obispo en cualquier parte. No lo deseo, le consta. Lo que me gusta de veras es gobernar el monasterio y sacarlo adelante. ¡Y cómo está la política! Pero si usted se va y tengo que cerrar el monasterio, habré de acatarlo como la voluntad del Señor, encaminada al bien de todos.

Levantó rápidamente la cabeza.

—Incluso de usted. Tampoco en esto quiero que pese mi opinión. Es evidente que el Señor dispuso la destrucción de sus pinturas para probarle, o, quizá, para ponerle en el trance de elegir entre quedarse y marchar, entre el fraile y el artista.

Se levantó solemnemente.

—Piénselo bien y no se equivoque. Pero, créame, lo que no se puede es tener media vida dentro del monasterio y la otra media vida fuera. Mate usted al fraile, o al artista. Ya que, al parecer, no es fácil que convivan…

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