—¡Buenos días, mamá!
Los capataces, los obreros, saludaron también. Lo hacían cada mañana, y a doña Angustias le complacía el acatamiento. Sonrió a un lado y otro, como una reina agasajada, mientras Cayetano se acercaba al pie de la ventana.
—¿Vas a salir?
—Voy a misa.
—¡Que te pongan el coche!
—No, hijo, que está ahí al lado.
—¡Mira que está fría la mañana!
—Voy abrigada.
—¡Mira que como te acatarres…!
Le echó un beso y volvió al astillero. Los capataces, los obreros, habían comprobado una vez más que la madre y el hijo se amaban. Doña Angustias le veía satisfecha. Era el más fuerte, el más poderoso. Aun así, vestido como todos, se destacaba por la figura y el ademán. Era, además, bueno, mejor de lo que decía la gente.
Tenía que rezar, sin embargo, por él. Lo hacía siempre, día y noche. Ofrecía al Señor sacrificios para que Cayetano no se descarriase del todo, y para que nunca le sucediese nada malo. Tenía muchas envidias.
Abandonó la ventana y se puso la mantilla. Metió en el bolso el dinero de la limosna, y algo más, por si lo había menester.
Salió al pasillo. Al pasar frente a la puerta del comedor, vio a don Jaime sentado a la mesa, con el desayuno delante, sin tocarlo. No la miró, ni seguramente miraba a ninguna parte. Empezaba a chochear, o, al menos, a estar un poco ido. Tenía prontos en que quedaba como alelado.
Doña Angustias pensaba que Dios empezaba a castigarle, y que, cuando el Señor lo hacía, tendría sus razones, y no había por qué meterse en las razones de Dios, ni importunarle con simplezas cuando empezaba su justicia.
Se santiguó antes de pisar la calle. La criada esperaba con el paraguas abierto.
—¡Cómo llueve! —dijo doña Angustias, por decir algo.
Seguía pensando en su marido, y en la justicia de Dios. Dios la había escuchado. Nunca le había pedido venganza, sino justicia. Dios era, ante todo, justo.
En el camino emparejó con dos beatas que iban también a misa. Las saludó, les preguntó por los maridos ausentes. Hablaron de que en La Habana iban las cosas mal.
—Si los hombres no mandan ya dinero, ¿de qué vamos a vivir?
Ninguna de ellas tenía hijos que emplear en el astillero, sino hijas.
Claro que aún son pequeñas —aclaró la más joven de las dos, con retintín; pero doña Angustias no recogió la alusión, ni pensó que lo fuese.
Se despidieron a la puerta de la iglesia. Doña Angustias repartió unas pesetas entre los pobres de pedir. Luego, entró. Las beatas retuvieron a la criada, que sacudía el agua del paraguas.
—¿Sabes si está enterada?
—¿De qué?
—De lo de Rosario la
Galana
.
—Yo no sé nada.
—¿No sabes que Cayetano le dio una tunda que la dejó baldada? Dicen que no se puede mover, pobriña, y que pasa la noche en un puro grito.
Dieron detalles. No estaban totalmente de acuerdo; más bien había contradicciones, pero la criada los recogió, sin discriminar. El último toque de campana las metió en la iglesia.
Al salir, doña Angustias preguntó a la criada por qué había tardado. Ella respondió de modo que doña Angustias entrase en sospechas, y sólo cuando recibió orden de contar lo que sabía, con amenaza de despido si se callaba, lo contó. No en la calle, sino en el gabinete de doña Angustias, y a puerta cerrada.
—No se lo diga a nadie.
—Por mí, señora, no se ha de saber, pero todo el mundo está enterado.
—A pesar de eso, tú, ni palabra.
—No, señora.
Salió la criada, y doña Angustias apartó el café. Había perdido el apetito y sentía el corazón turbado, y algo que le entenebrecía el alma. Empezó a llorar. No podía pensar; el sentimiento le oscurecía la mente, pero, desde su corazón, se elevaba una plegaria sencilla, reiterada: «¡Dios mío, Dios mío!». Quería decirlo todo. Pedía piedad para su hijo y piedad para ella misma.
Así estuvo mucho tiempo. Fuera seguían los ruidos, y a veces, entre ellos, llegaba la voz de Cayetano, ordenando o riñendo. Doña Angustias se sobresaltaba, intentaba formular un reproche, pero no podía. Era más fácil pedir piedad. Cayetano no la había ofendido, había ofendido a Dios. Ella se ponía de parte de su hijo, y pedía por él.
Se preguntaba, sin embargo, por qué Cayetano habría hecho aquello. Otras veces, muchas otras veces, había tenido queridas. No estaba bien, pero eran cosas de hombres, y lo pagaba con buenos regalos, y ninguna se había quejado. Dios tenía que considerarlo con benevolencia, porque, bien mirado, no hacía mal, sino bien, y sacaba a mucha gente de la pobreza. ¿Por qué, a ésta, le había pegado? Tenía que haber razones, pero, a lo mejor, Dios no estaba conforme con ellas. ¡Si ella, al menos, las conociese! Podía preguntarlo, sí. Pero Cayetano le mentiría para tranquilizarla, y la
Galana
le mentiría también, para sacarle los cuartos.
De repente, se hizo la luz en su cerebro. Todo un sistema de causas trascendentes se le reveló con su entera, abrumadora evidencia, como si un ángel severo lo dictase al oído.
—Yo había prometido un altar a la Virgen de Lourdes, y no pudo ser, por causa de esa bruja.
Estaba claro. Dios y su Santa Madre la castigaban en lo que más quería, la hacían sufrir con el pecado de su hijo. Había hecho una promesa, se había comprometido ante la Santa Madre de Dios, y luego, ante el primer obstáculo, se había acobardado. La Señora de los Cielos le mostraba su enojo. Estaba claro: no era Cayetano el verdadero pecador, sino ella. ¡Pobre Cayetano! Le había creído capaz de una villanía, cuando, en realidad, no era más que el instrumento del castigo divino. Corrió a su alcoba, y se arrojó de rodillas, delante de la Virgen. Ya no pedía perdón por su hijo, sino por ella misma. «¡A él, no; a mí!», clamaba entre sollozos. «¿Qué debo hacer para que me perdones?» Escrutaba los ojos doloridos de Nuestra Señora de las Angustias, tan bonita y tan triste en su cromo de marco dorado, por si de ellos salía la respuesta. Los ojos no se movían, ni la miraban siquiera. Pero la respuesta le brotó del corazón, con la misma claridad con que antes había comprendido el castigo divino.
Corrió al tocador y se arregló la cara. Llamó a la criada.
—¿Se me nota que he llorado?
—No, señora.
—Busca al señorito, y dile que necesito el coche. Vino Cayetano. Le dio un beso.
—¿Te pasa algo?
—No.
—Tú has tenido algún disgusto. —¡Te digo que no!
—¿Fue papá?
—¡No lo he visto en toda la mañana!
—Pues tú has llorado.
—Sí, pero por nada. Cosas mías.
—¿A dónde vas a ir?
—Al monasterio.
—Te llevaré yo mismo.
—¡Te digo que no es nada importante!
—Sin embargo, te llevaré. Es la primera vez que vas al monasterio.
No preguntó más, y por el camino fueron silenciosos.
—Tú, espérame en el coche.
—¿A quién vas a hablar?
Cayetano se encogió de hombros y abrió la portezuela.
—Como tardes, iré a buscarte dentro.
Doña Angustias ensayó, sin fortuna, una expresión severa.
—Tardaré lo que haga falta, y tú no te moverás.
El ruido del automóvil había atraído a un lego. Condujo a doña Angustias hasta un recibidor oscuro y húmedo como una mazmorra, amueblado de sofá, mecedoras y sillas de rejilla, medio desfondados los asientos. El suelo era de piedra resbaladiza, y la cal de las paredes se abría en grietas negras o caía a pedazos.
—Quiero ver al padre Fulgencio.
Salía el lego. Doña Angustias añadió:
—Que está la señora de Salgado.
Mientras esperaba, se arrimó a la ventana. El aire gris, las nubes revueltas, resultaban más alegres que aquella sala de recibir. Doña Angustias se sentía oprimida, y pensaba: «¡Cómo viven, los pobres!». Había sido buena la idea de venir, había sido mejor la ocurrencia de dar una buena limosna al monasterio. Y, ¿quién sabe?, a lo mejor Dios había dispuesto las cosas de tal manera que, al final, resultasen los frailes beneficiados. ¡Qué extraños eran los designios de Dios! ¡Y por qué ignorados caminos conseguía su propósito! Había hecho falta el disgusto de la mañana, y, antes, la brutalidad de Cayetano con Rosario, y, aún antes, el orgullo de doña Mariana. ¿También el orgullo de doña Mariana formaba parte de los designios de Dios? Al pensarlo, le dio un vuelco el corazón. No, no. Doña Mariana había obrado contra Dios. Aquél era otro cantar. De su benevolencia, doña Angustias excluía a doña Mariana.
—Buenos días. ¿Contempla usted nuestra pobreza?
El prior sonreía y le tendía la mano. Doña Angustias se inclinó a besarla, pero él no se lo permitió.
—¡Qué frío pasarán ustedes aquí!
—El que hace. Claro está que siempre sobra de un año para otro.
Tenemos frío en el cuerpo para lo que nos queda de vida.
—¡Vaya por Dios!
—Aunque, como es el frío que Él nos envía…
Indicó a doña Angustias el asiento menos averiado, y se sentó también. Había recogido las manos bajo el escapulario.
—De buena gana la llevaría a usted a otro lugar, pero el resto es clausura. ¿Viene usted abrigada? Sí, trae usted abrigo. Bien. Pues usted dirá.
Doña Angustias no sabía cómo empezar. La desasosegaba el rostro agudo del fraile, aquel rostro que parecía humilde y resultaba burlón, la mirada que parecía de vuelta, pero que en el viaje de ida le llegara hasta el alma.
Empezó a contar lo del altar de la Virgen de Lourdes y su fracaso. Cierta señora de la localidad, de no muy buena reputación, había tenido la culpa. En medio del relato hacía pausas, y el prior le respondía: «¡Ah!», o bien: «¡Oh!». Pero las interjecciones, aunque poco variadas, venían cargadas de asombro.
—… de modo que he pensado en levantar ese altarcito en la iglesia del monasterio. Aquí vendrá menos gente, pero Nuestra Señora queda igualmente honrada.
—Aunque lo levantase usted en el desierto.
—Culto no ha de faltarle, porque para eso están ustedes. Yo quería…
Se detuvo. El fraile la, ayudó.
—Que se celebrase una misa diaria en ese altar. A cambio, haré un buen regalo al monasterio. Un regalo importante. ¿Qué es lo que ustedes necesitan?
—¡Todo, señora!
Empezó la enumeración. Ahora, las interjecciones corrían a cargo de doña Angustias, acompañadas de delicados remilgos: «¿Es posible? ¡Y los cristianos sin saberlo!». «¡No nos perdonará Dios por dejarles morir de hambre!»
—Dios lo perdona todo, señora; y a los que ofrecen el remedio, suele premiarles.
Quedaron en que una visita posterior concretaría ofertas y peticiones.
Cayetano había fumado tres cigarrillos, y encendía el cuarto, cuando salió su madre. La acompañaba el prior, que se acercó al coche y saludó a Cayetano. Los bendijo, al arrancar el coche.
—Es un hombre simpático, y están en la miseria —dijo doña Angustias.
Cayetano reprimió un exabrupto anticlerical.
—¿Qué dinero necesitas? —preguntó con sorna.
—Ya hablaremos. Por ahora sólo quise enterarme de sus necesidades.
Bajaba el coche la pendiente, y a ambos lados la mar golpeaba las peñas. Cerca del promontorio, media docena de
bous
peleaban contra las olas.
Fray Eugenio daba los últimos toques a un san Antonio de Padua muy bonito. Los daba con rabia y burla; toques de carmín, perfiles de sonrisa, reflejos nacarados de azucena, rosados de inocente carne. El prior entró en la celda silenciosamente, se llegó al cuadro, lo contempló. Fray Eugenio seguía con las últimas pinceladas, absorto en ellas.
—Bonito cuadro, ¿no le parece?
Fray Eugenio se volvió, murmuró un saludo y una excusa.
—Ya sé que el ejercicio del arte abstrae casi tanto como el deliquio místico. No se disculpe.
—No, no. Es otra cosa. ¡Dios me libre de compararlos!
—Pero el cuadro es bonito. ¿Cuánto podemos pedir por él? Considerando, claro está, que la República ha abaratado el género.
Fray Eugenio imaginó una cifra alta.
—Pongamos mil pesetas.
—¡Mil pesetas! ¿Cuánto tiempo lleva usted con este san Antonio? ¿Dos meses? Pasará otro antes de que se seque. Después habrá que embalarlo para que no se estropee, y mandarlo a Barcelona. Otro mes más. Y lo que tarden en venderlo… En resumen: que dentro de cuatro meses lo pagarán. ¡Un mal asunto, fray Eugenio! Ya no se estima el arte. Unos cromos con marco y cristal son más baratos y hacen el mismo oficio.
—Lo siento, padre, pero no puedo trabajar más de prisa.
—Yo no se lo pido. Pero se me ocurre que hay otros trabajos…
Empujó al monje hacia el hueco de la ventana, y le dijo en voz baja, de modo casi misterioso:
—Tengo que hablarle. Acaban de hacerme una importante oferta.
Contó la entrevista con doña Angustias.
—¿Qué piensa usted que podré pedirle? ¿Cinco mil duros? ¿Diez mil?
—¡Es mucho dinero! —dijo fray Eugenio, medio asustado.
—Es poco dinero. Por discreción no pienso pasar de los diez, pero necesito justamente el doble. Veinte mil duros. Con veinte mil duros ya podemos empezar.
No se atrevió fray Eugenio a preguntarle qué era lo que podría empezarse con los veinte mil duros. Dejó que la mirada interrogase.
—De eso es de lo que quiero hablarle. justamente de eso —respondió el prior, cauteloso.
Bajó la voz todavía más. Bajó la voz y detuvo con una mirada dura los ojos temerosos, huidizos, de fray Eugenio.
—Quiero poner un colegio en el monasterio.
—¡Pero, la Regla! …
—Por encima de la Regla está la necesidad.
—¿Qué quiere usted? ¿Enriquecernos con un colegio de párvulos?
—No sea bobo, padre. Yo sé perfectamente lo que quiero.
Se retiró de la ventana y buscó un taburete en que sentarse.
—Fíjese bien en lo que voy a decirle: hay en Pueblanueva más de cuarenta estudiantes de bachillerato. Unos van a los maristas de Lugo y otros a los jesuitas de Vigo. Si nosotros montamos un internado, vendrán aquí. ¡No pretendo que vengan, de momento, los cuarenta! Con veinte me basta. Veinte somos nosotros. Cobrándoles como el más barato, sacaremos lo suficiente para que cada niño alimente a un monje. ¡Veinte niños, y se acabó el hambre! ¿Se da usted cuenta? ¡Veinte niños, a treinta duros cada niño! Pero necesito veinte camas, material para seis aulas, cuartos de baño, retretes nuevos, y todo eso que ahora quiere la gente para sus hijos. ¡Veinte mil duros de gastos! Si la señora de Salgado nos regala la mitad, hay que sacar los otros de donde sea. Para esto he venido a verle.