Los gozos y las sombras (23 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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Fray Eugenio, al entrar Carlos, arrojó el pincel a cualquier parte.

—¡Carlos, querido Carlos!

Corrió hacia él, le abrazó. Pero, de pronto, se volvió al monje joven y le pidió que saliera y esperase fuera.

—Siéntese. Aquí tiene este escabel. No creo que esté sucio. Siéntese. Me alegro mucho de que haya venido.

Hablaba de prisa, un poco atropelladamente, como si le hubieran sorprendido haciendo algo vergonzoso. No se sentó: de pie, vuelto hacia Carlos, tapaba con su cuerpo el caballete en que había estado pintando. Había cuadros por todas partes, grandes y chicos, terminados y por terminar, en que se repetían, con escasa variante, Cristos y Vírgenes insulsos, casi industriales. Pero si la mirada de Carlos resbalaba hacia los cuadros, fray Eugenio hablaba más fuerte, como para atraerla. Le llevó a las ventanas, le mostró la mar, el Finisterre lejano —«que a veces, en mañanas claras, se veía»—, y cuando ya no hubo nada que ver, le sacó del taller para enseñarle el monasterio y sus curiosidades. En el claustro pareció más tranquilo; dejó a Carlos que hablase y preguntase, y Carlos, advertido ya de que el fraile no quería tratar de sus pinturas, por lo que fuese, se limitó a preguntas baladíes, a palabras de compromiso.

Cuando explicó lo que le llevaba al monasterio, fray Eugenio dijo que él sabía poco de achaques arqueológicos, pero que fray Ossorio era muy versado; y fueron a la celda de fray Ossorio, al otro extremo. Fray Ossorio era un monje joven, fornido; debía parecer, a las mujeres, varonilmente guapo. Le sorprendieron hundido entre libracos, sobre la traducción de un texto alemán. Saludó a Carlos con alegría mesurada, y, por algo que dijo, dejó traslucir que también él le esperaba. Carlos, más que escucharle, le observó, y pretendía hallar las razones del encanto ejercido sobre algunas mujeres. Comparado con fray Eugenio, fray Ossorio pudiera parecer algo tosco en sus rasgos, pero la tosquedad aparecía dulcificada por una intensa vida espiritual, quizá también por dura ascesis. La conversación tomó en seguida un giro intelectual. Por lo pronto, el conocimiento del alemán establecía entre ellos una relación distinta, de la que fray Eugenio quedaba tácitamente excluido. El haber vivido ambos en Alemania reforzó la comunidad, y si fray Ossorio manifestó interés por los estudios de Carlos, cuyas materias no ignoraba, Carlos, un poco por cortesía, le interrogó sobre la teología que había estudiado. Quedaron en prestarse libros, cuando Carlos abriese los cajones en que guardaba los suyos.

Fray Eugenio, reducido a mera condición de auditorio, halló medio de intervenir recordando a Carlos el deseo de doña Mariana; y Carlos lo expuso a fray Ossorio.

—Es muy sencillo restaurar la iglesia. Basta con desnudarla de adornos y requilorios, y reducirla a su ser primitivo. Si le parece, la veremos juntos una mañana y explicaré al maestro de obras lo que debe hacer. Aunque no sé si una vez restaurada quedará a gusto del cura.

—Me temo que doña Mariana no cuenta con él para nada. La verdad es que ella misma no sabe lo que quiere. Por eso me envió aquí.

Fray Ossorio empezó a explicar cómo debía ser la ornamentación de una iglesia románica, y en esto estaban, cuando llamaron a la puerta de la celda, y entró un fraile de edad madura, bajo, de pelo entrecano y cara astuta. Los otros dos se acercaron a él y le besaron el escapulario; luego lo presentaron a Carlos como el prior, fray Fulgencío.

—Sabía que estaba usted en el monasterio; por eso vine a saludarle.

Ante el prior, los dos frailes habían callado, y permanecían un poco atrás, sin mirarse y sin mirarle. El prior se sentó en el asiento que antes fray Ossorio había ocupado.

—¿Cómo va el trabajo, padre Ossorio?

—He terminado las veinte hojas que me dio Vuestra Paternidad.

—No cuento más que quince.

—Las cinco las he roto. Equivocaciones.

—Procure no equivocarse. Son cinco hojas, y nosotros muy pobres. No puede tirarse el papel, padre Ossorio.

—Sí, reverendo padre.

El prior, entonces, indicó a Carlos un asiento.

—Le extrañará que cuente a un fraile el papel que le doy para su trabajo, pero no puedo hacerlo de otra manera. El monasterio es muy pobre; comemos mal, comemos de manera insuficiente, y dos de nuestros muchachos están tuberculosos. Es una tristeza, créame, para quien los tiene a su cargo y ha de responder de ellos.

Sonrió.

—Usted no lo sospecharía, ¿verdad? Por ahí se dice que la Iglesia atesora las riquezas de la nación. Pues le aseguro que a este monasterio le ha cabido muy poco en el reparto. Vivimos, debo decirlo, gracias al trabajo de fray Eugenio y de fray Ossorio. No son nuestros únicos ingresos, pero son los más considerables. En los últimos tiempos, la verdad, han bajado un poco.

Fray Eugenio había inclinado la cabeza, escondida ahora, casi tapada por la capilla.

—Ellos no tienen la culpa. Desde que vino la República, la gente se ha apartado de nosotros.

Preguntó a Carlos si había visto las telas que fray Eugenio pintaba.

Carlos negó.

—¿Es posible que no se haya fijado? ¿No le llevaron a usted al taller directamente?

—Sí, pero permanecimos allí muy poco tiempo.

—Tiene usted que verlas.

Intervino fray Eugenio con timidez:

—Otro día. Hoy no hay nada que valga la pena.

—Debe saber, don Carlos, que a fray Eugenio le da vergüenza de pintar lo que pinta. Es un romántico. A él le hubiera gustado organizar un taller en gran escala, un taller como los de la Edad Media, y pintar magníficos retablos que no compraría nadie.

—Pretendo solamente orientar el gusto de los fieles hacia otra clase de representaciones.

—¡Hermosa idea, sí, señor! Pero ¿qué haríamos mientras tanto? Suele decirse que la Iglesia no tiene prisa, pero un monasterio pobre puede tenerla. Hay que vender los cuadros, fray Eugenio; hay que pintar lo que quiere la gente. Si no, moriremos de hambre.

Se volvió hacia Carlos.

—¿Ha visto, al menos, el monasterio?

Le respondió que sí; que fray Eugenio se lo había enseñado.

—Me gustaría verle a menudo por aquí y que se considere como en su casa, porque… —vaciló, sonrió, miró a los frailes—, porque en cierto modo lo es. ¿Sabe que este monasterio perteneció a su familia, y que si esta Comunidad se disolviese, el monasterio volvería a su propiedad?

Carlos abrió los ojos desmesuradamente.

—No lo sabía.

—Busque en los papeles tic su padre y hallará la copia de la escritura de cesión. Fue redactada por mi antecesor en el Priorato cuando se restauró la Orden, y su padre de usted no hizo más que aceptarla. ¿Tampoco sabe usted cómo fue restaurada la Orden y por qué vinimos a dar a este monasterio? ¿No se lo ha contado todavía fray Eugenio?

Carlos negó.

—Ya se lo contará —continuó el prior—. Pero, después que lo sepa, hable conmigo. Es una hermosa historia que conviene conocer desde todos los puntos de vista.

Fray Eugenio, como avergonzado, miraba hacia la mar, y el padre Ossorio hurgaba en unos libros.

—De un modo o de otro, usted tiene, además, ciertos derechos sobre el monasterio: de una celda y comida gratis, si quiere vivir aquí. Debo advertirle que el privilegio no es de su exclusiva propiedad, sino que vine de antiguo y alcanza a todos los Churruchaos.

Miró a fray Eugenio.

—Así vino fray Eugenio, y así se quedó.

—No tengo pensado hacerme monje.

—¿Qué sabe uno? Aunque, si algúnydía lo pretende, no se olvide de dejar fuera lo que ahora es; si ha leído alguna vez a san Pablo, recordará lo del hombre viejo y el hombre nuevo. Aquí no debe entrar más que el hombre nuevo.

Volvió a mirar a fray Eugenio.

—Traer consigo al hombre viejo no es más que fuente de dolores.

Se levantó y tendió la mano a Carlos. Éste vaciló: no sabía si besársela o limitarse a estrecharla. El prior le sacó del embarazo con un apretón fuerte.

—Me alegro de conocerle, don Carlos.

Al salir, dijo al padre Ossorio:

—Pásese después por mi celda. Le daré más papel.

Los dos frailes esperaron a que saliese, inclinados. Cuando la puerta se cerró, parecieron respirar con alivio.

Pero, a partir de aquel momento, perdieron la naturalidad. Apenas hablaron, se miraban entre sí, y fray Ossorio dijo algo acerca de la hora de comer.’ Carlos se apresuró a despedirse, y fray Eugenio le acompañó, silencioso. En la puerta le dijo:

—Vuelva usted. Tenemos mucho de qué hablar… Vuelva mañana.

No fue Carlos directamente al pueblo, sino a su casa. Abandonó el caballejo y el carricoche bajo la lluvia incipiente y subió de tres en tres las escaleras, corrió a la torre y repasó los papeles del armario. Haló, efectivamente, la copia de la escritura a que el prior se había referido, acompañada de un paquete de cartas que leyó ávidamente. Estaban escritas en francés, unas, y en español, otras, y enviadas desde Santiago, desde París y desde Roma. Las firmaba un clérigo francés, de nombre Hugo, y se referían todas a la restauración de una Orden extinguida cuando la desamortización —una Orden española fundada en el siglo XV y que nunca había traspasado las fronteras del reino de Castilla—. Las más antiguas se referían al encuentro, en Santiago, entre el padre Hugo y don Fernando Deza, y a las conversaciones habidas entre los dos. El abate Hugo buscaba un monasterio abandonado para repetir la hazaña de Dom Guèranger en Solesmes, pero de otra manera; no vinculándose a la disciplina de una institución ya existente, sino con la libertad de una fundación nueva. No pretendía, sin embargo, crear una Orden ni lo creía necesario: le bastaba con restaurar una Orden extinguida, una Orden con tradición intelectual, cuya regla le permitiese hacer del monasterio un centro de espiritualidad moderna. Buscaba, al mismo tiempo, que el monasterio se hallase emplazado cerca de algún santuario donde se mantuviese viva la piedad popular: por eso había venido a Compostela, y por eso había elegido el monasterio de San Andrés, a cuya capilla, batida de las olas, acudían peregrinos desde los primeros siglos del Cristianismo. «Lo que yo quiero —escribía— no puede fundarse sobre la arena: necesita alimentarse de la religiosidad viva del pueblo, por corrompida que esté. Nosotros la purificaremos, pero ella nos mantendrá a nosotros dentro de la realidad, nos impedirá convertirnos en intelectuales solitarios ajenos a este mundo.»

En las cartas escritas desde Roma contaba al detalle sus gestiones: las contaba sin desesperación, con alegría y sentido del humor. Su pluma describía a las personas con las que tenía que tratar y a las que necesitaba convencer; las describía con caridad alegre y enorme penetración. Una vez decía: «Si tuviera que tratar con ángeles, esto carecería de valor. Son hombres los que discuten conmigo, los que a veces se ríen de mí, los que levantan dificultades como montañas. Son rutinarios y débiles en su fe. Su mayor argumento es: “Pero ¿para qué?”. Y cuando se lo explico, no lo entienden». Así un año, dos, tres, sin desfallecer. Por fin, decía en la última carta: «Lo he conseguido. Jamás condiciones más duras se le habrán brindado a nadie. Me dan cinco años de plazo para crear una comunidad de veinte frailes, y en el momento en que baje de ese número habrá que disolverse. Espero que cinco años sean suficientes. Ahora me voy a Francia, donde tengo que vender mis bienes. Hay dos o tres sacerdotes que me acompañarán. Pronto estaremos cerca de usted…».

Eran unas cartas atractivas, apasionantes. Se traslucía en ellas una enorme, recia personalidad. Con ellas en la mano, vagando la mirada sobre los montes y la ría, recordó Carlos a Rancé, abad de la Tapa. El abate Hugo, luego prior de San Andrés, tenía que haber sido un hombre así: un hombre de mundo traspasado por la fe. Todo lo contrario que el padre Fulgencio.

Esperaba a Carlos una carta de Cayetano en que le pedía, puesto que no podían verse en casa de doña Mariana, que acudiese al casino para tratar de algo que importaba a los dos. Dio la carta a doña Mariana. Ella la leyó por encima y se la devolvió.

—No puedo imaginar qué te quiere, pero ve allá. No vaya a pensar que le tienes miedo.

La entrada dé Carlos en el casino, inesperada, suspendió las partidas de
tresillo
, acalló el ruido de los jugadores de chamelo y arrancó del sillón en que casi dormitaba a don Baldomero Piñeiro. Se levantó, corrió hacia Carlos y le saludó de manera ostensible, como para que a los demás no cupiesen dudas acerca de su amistad. Luego le presentó a los jugadores.

Cayetano llegó en seguida y se apartó con él a un rincón, cerca de la radiogramola, en que sonaba un tango.

—¿Cuánto pides por la casa y las tierras que el
Galán
te lleva en arriendo? Me refiero a la Granja de Freame.

Al principio, Carlos no caía en la cuenta.

—No te hagas el desentendido. El
Galán
es el padre de Rosario, mi querida.

—¡Ah!

—Quiero comprarte la finca.

—No se me había ocurrido venderla.

—Eso no importa. Te ofrezco por ella cinco mil duros. Bien vendida, no creo que valga arriba de sesenta mil reales. No encontrarás a nadie que te dé un cuarto más. Te advierto que haces un negocio redondo. Te pagan de renta catorce duros anuales. Los cinco mil duros, puestos en el Banco al tres por ciento, te dan diez veces más.

Carlos se encogió de hombros.

—Ni las setenta pesetas que me dan ahora, ni las setecientas que pudieran darme, me sacarán de pobre.

—Eso no es una razón ni una respuesta.

—Quiero decir que no me interesa vender nada.

—¿Y un cambio? Tenemos algunas fincas colindantes. Puedes redondear un predio.

—Tampoco.

Cayetano no respondió. Sacó tabaco, lió un pitillo, sin ofrecer, y lo encendió.

—Tengo mis motivos para querer esa finca. Supongo que se te alcanzarán.

—No.

—Están bien claros. Rosario vive en ella, y tú eres el propietario.

—Rosario vive en ella desde que nació, y no se te ha ocurrido hasta ahora comprarla.

—Supón que quiero regalársela.

—Por lo que me has dicho, habrá otras mejores por el mismo dinero.

—Yo quiero ésa.

Carlos, con la misma lentitud, y en silencio, sacó de su tabaco, lió y encendió.

—No venderé nada que haya sido de mis padres.

—¡Eso es una estupidez! Tendrás que hacerlo si no quieres morir de hambre. Sabes de sobra que tus rentas no te darán para vivir.

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