—¿Te desagrada?
—El monjío, en sí, me parece una bobada, pero comprendo que, en el caso de Inés, es la única salida. Yo preferiría que se casase…
Hizo una pausa. Carlos se había agachado a recoger unos libros.
—Inés tiene una moral recia —continuó Juan—. Es noble y fuerte. Clara, en cambio, sólo espera a que Cayetano le diga cuatro cosas para irse con él.
—¿Por qué estableces entre tus hermanas esa diferencia tan cruel?
—Nos la han dado hecha. Inés y yo somos hijos adulterinos.
Le salió sin pensarlo, sin medir las consecuencias y, sobre todo, antes de tiempo. («Aquella declaración debía de haberla hecho más tarde no como algo que necesita ser explicado, sino como explicación y remate de una serie de hechos descritos minuciosamente. Ahora, ya estaba… Quizá fuera posible remediarlo, si la respuesta de Carlos; como la de antes, le daba pie. Pero Carlos no le miraba ni decía palabra.») Se hizo el silencio y duró unos instantes largos, duró peligrosamente.
—¿No dices nada?
Carlos se levantó y fue hacia él. Le miraba a los ojos, y Juan no pudo reprimir el parpadeo. («No es que la mirada de Carlos fuese especialmente penetrante, ni que lo pareciese; ni tampoco que él se sintiera desamparado o transparente, sino más bien que su conocimiento de la profesión de Carlos le llevaba a atribuir una gran perspicacia a la mirada más vulgar.»)
—No puedo decir nada, pero te escucharé si lo deseas.
—¡Eso sí, eso es lo que deseo! Comprenderás que necesito hablar con alguien de todo esto, y no he hallado jamás a nadie con quien hacerlo.
—Sin embargo, te ruego que no seas cruel con tus hermanas. Con Clara, quiero decir…
—¡Oh, no conoces a Clara! Por causa de ella tendré que matar a Cayetano.
Era otro error. Pretendió corregirlo con un: «¡Bueno no exactamente!…» que no llegó a concluir, porque lo que debía seguirle le pareció falso y, sobre todo, inverosímil. La mirada de Carlos, que continuaba, lo desbarataba todo. Pero, al mismo tiempo, parecía prestar claridad y agudeza a la suya. Traía cuidadosamente estudiada la explicación fundamental, las razones reales por las que pensaba matar a Cayetano, la necesidad de hacerlo él, porque era su destino, y patatín y patatán; y también aquel prodigio táctico, en virtud del cual la gente pensaría que le había matado por vengar una ofensa, porque se había acostado con Clara, por… Había pasado la noche estudiando hasta las palabras, hasta las pausas, y ahora, mirado por Carlos, mirado de aquel modo profundo y un poco compasivo —eso, al menos, le parecía—, el plan perfecto, el plan meticuloso lo hallaba él mismo ilógico, ridículo, aunque fuese la verdad, aunque, efectivamente, él considerase, en el fondo de su corazón, que su destino era dar muerte a Cayetano, y que lo de Clara no fuese más que un episodio inteligentemente aprovechado.
—Supongo que en Pueblanueva hay doscientas personas que desean lo mismo. Alguno de ellos lo hará.
—Sí, claro. Pero yo…
(«Tampoco podía volver a su historia personal, a aquella tremenda historia que había empezado por desilusionarse de su padre y había acabado por no creer en Dios. “Es como una columna interior que nos sostiene. A mí me falló la base, porque mi padre era un farsante… Y, después, no podía perdonarlo, y Dios me obligaba. Tuve que prescindir también de Dios, y edificar una nueva columna apoyada en mí mismo:” Un par de años atrás, lo había escrito en verso. Era la misma idea, con palabras distintas. En verso estaba mejor, claro…»)
—Dime, ¿por qué no te vas de aquí? —le preguntó Carlos—. España es grande, y América es más grande todavía. Yo podría ayudarte.
—No. Estoy prisionero de mí mismo; también de mis esperanzas. Esto tiene que acabar.
—¿Lo tuyo?
—Me refiero a la revolución.
Esta palabra, al menos, llevaba las cosas a otro plano. Juan se sintió más libre.
—¿No la deseas también, o, al menos, no la esperas?
—Soy un hombre bastante anticuado. No es que crea que el mundo marcha bien, pero no espero que marche mejor.
—Siempre creí que en el extranjero… En fin, temí que fueses comunista. Por ahí todo el mundo lo es, y yo mismo lo fui algún tiempo. Ya no lo soy.
—¿Por qué?
—Está claro. Si triunfasen los comunistas, seguiría mandando aquí Cayetano.
Carlos se echó a reír.
—Te obsesiona.
—Es mi enemigo.
—¿Lo es ya o lo será? Me refiero a eso que dices de tu hermana.
—No me has entendido bien, Carlos.
Juan había sacado un paquete de cigarrillos medio vacío, y ofreció uno a Carlos. Mientras liaban, Juan permaneció con la cabeza baja, atento al quehacer, y Carlos le miraba. Encendieron.
—No me has entendido bien, y tengo el mayor interés en que, al menos tú, no te equivoques respecto a mí. Yo no soy enemigo de Cayetano por razones personales. Tampoco puedo montar una enemistad radical sobre lo que ha de suceder, aunque sea tan fatal como será lo de Clara. Yo soy enemigo de Cayetano porque él lo es del pueblo. El pueblo es cobarde, y yo, no. El pueblo no se atreve a levantar la voz; yo la levanto en su nombre.
—El pueblo, a pesar de todo, considera a Cayetano su bienhechor. De eso estoy seguro.
—Nosotros no podemos sentir como el pueblo. Nosotros sabemos que la economía es un pretexto, y que la felicidad popular es otro pretexto, y que el verdadero propósito de Cayetano es mandar y aniquilar toda libertad. Quizá exista una clase de poder que se ejerce libremente sobre hombres libres, pero esa clase de poder no es la que le gusta a Cayetano. Lo que él quiere es reducirnos a la esclavitud; que todos marchemos como piezas de una máquina que echa a andar todas las mañanas a toque de sirena. Y eso es compatible con el comunismo, porque el comunismo es también eso. Cuando lo descubrí, dejé de ser comunista.
Hizo una pausa y miró a Carlos. («Era el momento propicio para una de las revelaciones previstas, una de las que debían quedar hechas, bien sentadas, aclaradas. Hacía falta que Carlos le escuchase seriamente, que no apareciese en su mirada ningún destello burlón.»)
—Hubo también razones de orden privado. Yo soy poeta —Carlos se sorprendió, pero no sonrió; más bien pareció agradarle la revelación. Hasta es posible que la nueva expresión de su rostro fuese una expresión admirativa—. Soy poeta de una manera que no es compatible con el comunismo, porque el comunismo es una doctrina optimista, y mi poesía es desesperada. Parte de una experiencia dolorosa, de un desencanto radical. Cuando descubrí que no hay Dios, sentí que debía haberlo, y que no haberlo es una enorme injusticia. Mi poesía protesta contra la Gran Injusticia.
Se había embalado. Podía continuar. Carlos le escuchaba con interés. Probablemente,
aquello
no lo esperaba.
—Estoy escribiendo un poema cosmogónico en que describo la autoformación del Universo como resultado de un azar. En la segunda parte cuento el primer suicidio de un hombre cuando descubre que el Cielo está vacío, y cómo los demás hombres deciden llenar el Cielo de mentiras para salvar a la Humanidad.
Otra pausa, surgida de una súbita duda, de un temor súbito de que también aquello pudiera ser pueril, o de que pudiera parecérselo a Carlos.
—¿Te interesa esto?
—Naturalmente —Carlos se volvió hacia los montones de libros y los señaló—. Ahí hay muchos tomos de poesía. Y también de teología, y libros de arte…
—Pero… ¿no eres psiquiatra?
Carlos rió.
—Teóricamente, sí. Pero, la verdad, soy un mal médico. Desde el punto de vista de la Ciencia, he perdido el tiempo. Alguno de mis maestros desesperó de mí, porque no lograba interesarme realmente por la ciencia. Pero yo no tuve la culpa. La poesía, la teología, el arte, son materiales que estudia el psicoanálisis. A mí me interesaron por sí mismos, me siguen interesando. Sospecho que, en el fondo, se encierra en ellos más verdad que en la ciencia que los estudia, pero esto no podía decirlo, ¿sabes? La Ciencia también tiene sus compromisos.
—Entonces, ¿no eres un sabio, un gran psicoanalista? Quiero decir, un hombre que, con sólo mirar, desnuda el alma de los otros.
—Te aseguro que mis ojos no ven más que otros ojos cualesquiera —Juan abrió los suyos desmesuradamente, abrió también la boca y alzó una mano—. ¿Te decepciona?
—Sinceramente, sí.
—Es curioso…
Volvieron a mirarse: Carlos, sonriente, Juan, ya sin pizca de temor, aunque con vergüenza del temor pasado, con vergüenza de una fe puesta en miradas que eran como las suyas. Ensayó, en la respuesta, un tono de superioridad, casi de orden:
—Hacía falta que lo fueras.
—¿A ti? ¿Te hacía falta a ti?
—También a mí, pero, ante todo, al pueblo. Hay mucha gente que esperaba de ti que el sabio desbancase al rico. ¿Comprendes lo hermoso que sería? Carlos y no Cayetano. Fíjate bien…
Carlos se aproximó y le golpeó la espalda.
—Es curioso —repitió—. Tu punto de vista y el de doña Mariana son exactamente iguales. Por motivos distintos, pero coincidís. Y a mí no me interesa. Ni tampoco me va. En cuanto a ser un sabio…
Juan le interrumpió:
—¿Es necesario que la gente sepa que no lo eres, que lo vayas pregonando?
—¿Por qué?
—Porque entre la gente cuento a Cayetano, y él todavía te tiene miedo. Ya sé que te ofreció un empleo, y que tú no lo aceptaste. Eso estuvo bien, y la gente lo comentó. Pero si Cayetano supiese… En fin, que se crecería, que sería mucho más tirano.
—Quieres decirme que tengo la obligación de llevar adelante una farsa por razones de política local.
—Una farsa, no. Callarte, nada más. ¿Qué te importa que te tengan por lo que no eres?
Tendió la mano a Carlos.
—Hazlo.
Estaba todo dicho. Carlos vaciló, luego rió, se encogió de hombros y le apretó la mano.
—Tengo ahí algo que comer. Espera.
Cuando volvió con el paquete de la merienda, todavía le preguntó Juan:
—¿Por qué has venido aquí? ¿Porque has fracasado?
—No.
—¿Entonces?
—Algo me ha fallado, y algo he descubierto. En todo caso, porque fuera de aquí no tengo nada que hacer. Y aquí viviré muy bien. Estoy arreglando la casa.
—¿Quieres que vengan una tarde mis hermanas a ayudarte? Así verás —bajó la vista— que me parece bien que las conozcas y seas su amigo.
Merendaron. Juan, con voz tranquila y remotamente superior, explicó las ventajas del anarcosindicalismo sobre cualquier clase de marxismo no sólo en orden a la justicia social, sino a la creación de una nueva mentalidad humana. «El anarcosindicalismo hará felices a los hombres, a pesar del desencanto de Dios, y quizá por eso.» Luego marchó. Carlos le despidió a la puerta del jardín.
En la taberna del
Cubano
, Juan contó que había pasado la tarde en casa del doctor Deza; que le había ayudado a arreglar los libros; que le había escuchado. «Nada más que mirarle a uno —dijo—, y ya sabe lo que sucede en el alma.» Carmiña le respondió que, cierta vez, ella había visto un hombre así, en la feria; pero no miraba a los ojos, sino que preguntaba desde lejos a una mujer con ellos vendados. «Pero me pareció un desgraciado», añadió la moza.
Fue a su casa a cenar. Estuvo silencioso. Al retirarse, advirtió a sus hermanas que Carlos Deza no se marchaba del pueblo tan pronto como había pensado.
—Allí hace falta una mujer para arreglar las cosas, y le he dicho que vosotras podríais hacerlo en un par de tardes.
En casa de doña Mariana, sentado en la cocina y de charla con las criadas, esperaba el padre de Rosario: ojillos vivos y azules, sonrisa cazurra, expresión tarda y revuelta, que nada decía sin toda clase de cautelas. Venía a comunicarle que, al término del mes, dejaría la finca libre, y Carlos le respondió que estaba bien, y que si podía servirle en algo más. El
Galán
le respondió que no, pero que sí. Acabó, por fin, proponiendo que no alquilase la casa hasta la recolección de la próxima cosecha, porque, al fin y al cabo, él la había plantado con su dinero y con su trabajo, y parecía justo que la recogiese. Carlos no sabía qué hacer. Le respondió que ya tomaría una decisión, y que pasaría a comunicársela; pero, a esto, el
Galán
opuso una serie de dificultades, por las que se traslucía su deseo de que Carlos no volviera a la casa ni hablase con nadie de ella, salvo con el propio
Galán
, que bien podía volver, el día que el señor dijera, a recoger la respuesta. Con esto marchó.
—Celos de Cayetano —dijo doña Mariana—. ¿Qué tratos te traes con la Rosario?
—Le he hablado aquí, cuando vino a traer el regalo, y en su casa, cuando le devolví la visita. No he vuelto a verla.
—Algo diría ella que puso a Cayetano en ascuas, o con algún cuento le fueron.
Carlos no fue al monasterio, como había pensado, a llevar los libros deseados por fray Ossorio, sino a su casa, con el pretexto de orientar sobre el terreno al maestro de obras, que aquel mismo día, por diligencia de doña Mariana, las empezaba. Mandó recado de que le esperase. Salió en el carricoche con tiempo sobrado, pasó por la plaza y fue luego por el camino por donde Rosario tenía que pasar a la hora de llevar las comidas al astillero. Fingió un accidente en el coche, detuvo al caballejo y empezó a hurgar en los ejes, como si algo se hubiera roto. Las gentes que pasaban decían «Buenos días» y continuaban de largo. Vio venir a Rosario, ya tarde, y muy apurada. Al verle, ella apretó el paso y saludó, casi sin mirarle.
—Rosario.
Ella se detuvo, como frenada, y la cesta que llevaba en la cabeza se tambaleó.
—Dígame, señor —respondió sin volverse.
—¿Qué te sucede?
—Nada, señor.
—¿Por qué te vas de mi casa?
Se apartó del coche y fue hacia ella. La miró de frente, y Rosario bajó los ojos.
—¿Te lo mandan?
—Sí, señor.
—¿Hubieras preferido que se la vendiera?
Rosario sostuvo la cesta con una mano, y miró a Carlos con mirada firme.
—No lo haga, señor.
—Puedo hacerlo por ti.
—No me haría un bien. ¿No comprende que Cayetano me dejará cualquier día, y que quedaría atada a él para siempre? Es mejor así: vamos para otra casa arrendada.
—Lo siento. No creí…
—El señor no tiene por qué preocuparse. Pero no haga caso de mi padre.
Ellos tienen mucha culpa. Por los jornales que ganan en el astillero me dejarían ir en cueros por la calle.