Aquella sensación fugaz de ser conducido partía también del inconsciente, y era anterior al regalo de la lámpara. Y también era anterior la pretensión —cortés, eso sí— de doña Mariana de meterse en su vida y guiarla a su manera. Doña Mariana era atea. ¿Cómo codos aquellos ingredientes tan dispares podrían caber en el mismo fenómeno? ¿La virtud de la lamparita y la voluntad conductora de doña Mariana le empujaban al mismo fin?
Volvió a reír.
—Estoy armando una buena novela —dijo en voz alta.
Y, de repente, salió del cuarto, bajó corriendo las escaleras y montó en el cochecillo. Arreó al caballejo, restalló la fusta sobre sus orejas. El carricoche partió. Lo guió hacia la carretera.
No pensaba en lo que hacía. Se sentía conducido, fuertemente empujado, pero por otra fuerza, una fuerza nueva, quizá por su propia voluntad, que había estallado de pronto, que se había revuelto con furia burlona y que llevaba a donde ni doña Mariana ni ninguna potencia celestial podría desear que fuese.
Llegó frente a casa de Rosario. Estaba cerrada la parte inferior de la puerta. Saltó del coche, brincó sobre la cancela, entró corriendo.
—¡Rosario!
Quizá el modo de llamar fuese excesivo. Hubiera debido llegar con pausa, como quien va de paseo y recuerda algo de poca importancia.
Rosario estaba sentada en su silla baja, en medio de la cocina. Tenía al lado una cesta de panochas, cuyas espigas desgranaba en el regazo.
Alzó los ojos.
—¡Señor!
Su madre estaba más al fondo, junto al liar. Le miró con sorpresa y desagrado. Rosario iba a levantarse, pero la madre se adelantó, la sujetó por un hombro y fue, renqueando, hacia la puerta.
—Le dijo mi marido que no viniese.
Carlos permanecía fuera, apoyado sobre la media puerta. No le mandaron pasar.
—Tengo que hablar a Rosario.
—Rosario tiene padres.
—Entonces, con sus padres.
—Espere.
Se asomó y dio un grito, llamando a su marido. Lo repitió en seguida, urgente. El padre de Rosario asomó tras el pajar. Vino corriendo, pero entró por la puerta de la cuadra y no se quitó la boina. Carlos seguía fuera.
—El señor quiere hablarte.
—Ya le pedí al señor que no viniera por aquí. Si algo se le ofrece, con mandarme llamar…
—Se refiere a Rosario.
—¿Algo del señor?
Carlos no respondió. Sacó tabaco, ofreció, y hasta que encendieron no dijo palabra. La madre se había retirado un paso, pero esperaba.
—El señor dirá.
—Voy a quedarme en el pueblo, en mi casa. Necesitaba una persona que se encargase de aquello…
—¿Una criada? —terció la madre de Rosario, bruscamente, como ofendida.
—No. Una criada, no. Un ama de llaves. Criada, se buscaría.
Rosario no había vuelto a mirarle. Desgranaba maíz tranquilamente, sin un solo temblor en los dedos.
—Pensé si, a lo mejor, Rosario… En fin, si ustedes quieren. Le daría un sueldo, claro. Sin regateos.
—¿El señor no sabe que Rosario es costurera?
—Sí.
—Rosario no necesita servir. En su casa no sirvió nadie. Y aunque hubieran servido —añadió la madre—, Rosario tiene buenas manos para ganarse la vida, si su padre o sus hermanos le faltasen. Ahora, gracias a Dios, tenemos un jornal en el astillero.
—Me gustaría saber qué piensa ella —se atrevió a decir Carlos.
—Ella no tiene nada que decir. Está en casa de sus padres, y obedece.
Miró a Rosario por encima del hombro del viejo; desgranaba maíz todavía, la cabeza un poco baja, los dedos rápidos.
—Obedece —repitió la madre.
Carlos se sintió en el aire. No sabía cómo marcharse, y, al mismo tiempo, necesitaba hacerlo. Los viejos habían enmudecido, y esperaban. En los ojos de la vieja saltaban chispas de orgullo.
¡Dios, qué hubiera dicho doña Mariana, si fuese testigo! Pero él no se sintió capaz de responder con la ofensa o el desdén. Se encogió de hombros y arrojó la punta del cigarro.
—Bueno. Ya encontraré a quien me convenga.
Hizo con los dedos señal de despedida.
—Que usted lo pase bien —respondió la vieja.
El viejo, ni eso.
Carlos se alejó. Subió al coche sin volverse. Sentía, sin embargo, sobre su espalda, la mirada aguda, maligna, del tío
Galán
, y el orgullo victorioso de su mujer.
Pensó que había cometido un error. Aquella misma noche, Cayetano sería informado, y, al día siguiente, lo contaría en el casino, entre grandes carcajadas. Y la primera vez que se encontrasen, se reiría en su cara, si no le buscaba adrede para reírse.
Encaminó el coche al pazo. Necesitaba esconderse hasta que la pesadumbre hubiera pasado, hasta sentirse otra vez dueño de sí, capaz de disimular ante doña Mariana, capaz —acaso— de reírse también.
Hacía frío. Venían de la ría ráfagas húmedas.
«Va a cambiar el tiempo», pensó.
—Ahí está la criada del boticario, y trajo esto —anunció la
Rucha
hija: ofrecía a Carlos un sobrecillo dirigido a su nombre, con letra remilgada.
Contenía una tarjeta estrecha, larga, fileteada e impresa en oro, en que Lucía Abraldes de Piñeiro «rogaba a don Carlos que, si aquella tarde no tenía mejor ocupación, le hiciese el honor de merendar con ella y con unas amigas, a eso de las cinco».
Carlos, después de consultarlo a doña Mariana; respondió con tinas letras en que aceptaba la invitación.
Faltaban más de dos horas. Tocó el piano un rato: de los valses favoritos de doña Mariana pasó, sin proponérselo, a piezas de más empeño, y comprobó que cada vez tocaba peor.
—Pues a mí me suena bien —dijo la Vieja.
Pasaba de las cuatro cuando llegó un nuevo recado, esta vez del boticario: que esperaba abajo a don Carlos, y que si quería dar un paseo. Doña Mariana hizo un comentario burlón sobre el interés que, cada uno por su parte, mostraban don Baldomero y su mujer. Carlos, al marchar, los defendió de las burlas.
Don Baldomero le saludó cariacontecido, le cogió del brazo con energía dramática y se lo llevó a la calle.
—¿Sucede algo?
—Quiero prevenirle —respondió con misterio—. ¿Va a ir usted a mi casa?
—He aceptado una invitación de su mujer.
Ándese con pies de plomo. Es una trampa. Lucía quiere casarle con una de esas beatas. No puedo decirle con cuál, pero es indudable que ha echado el ojo a una de ellas para usted.
Soplaba el viento con furia, empujaba los cuerpos contra las paredes, pero el boticario no parecía enterarse. Se detuvo en medio dé la calle y miró a Carlos trágicamente.
—Hágame caso y vaya con cuidado. Se juega su libertad.
—No creo que eso que usted llama trampa…
—Mire, don Carlos: usted es soltero, y aunque por ahí empieza a hablarse de si le gusta o no cierta moza, la verdad es que, hasta ahora, no se le conocen apaños. Es una mala situación: no hay nada más fácil que enganchar a un hombre casto. ¡Si lo sabré yo! Le pasan por delante una muchacha con buenas pantorrillas, boquita de piñón y ojos inocentes, y usted cae como un pardillo, y después de caer, ya no tiene remedio.
Carlos le respondió que tomaría sus precauciones.
—No basta con que las tome esta tarde. Hágase a la idea de que, si a mi mujer se le mete en la cabeza, le van a perseguir, y usted no sabe lo que es un pueblo para estos tejemanejes. Primero, le insinúan que fulana es bonita, y que si su madre tiene cuartos; luego, dan por sentado que a usted le gusta; después, que si ella está por usted, y así, sin darse cuenta, un día se encuentra convertido en novio formal. Entonces ya no hay remedio, porque, si da el pescantazo, no le dejarán vivir.
—Me cuesta trabajo que pueda parecer a alguien un buen partido.
—¡Qué ingenuo es usted! Llamarse Deza y tener casa con torre, ¿le parece poco?
—No olvide que, en el mundo de donde vengo, eso ya no cuenta.
—En este en que ha caído, cuenta todavía. Aparte de que usted no es pobre, sino un rico mal gobernado. Cualquiera de esas beatas que van con mi mujer a la misa del monasterio, y que se pasan la vida hablando del breviario, y del canto gregoriano, y de no sé cuántas zarandajas, si se casara con usted, le administraría la hacienda al céntimo.
—Empiezo a pensar que, si es así, vale la pena de que me case.
Don Baldomero volvió a detenerse.
—No haga ese disparate. Arréglese como pueda, pero no se case.
De pronto se santiguó.
—Dios me perdone si digo una herejía. Ya sé que el matrimonio es santo, y que la Iglesia lo recomienda contra la concupiscencia. Pero usted, que me conoce, sabe que a mí no me remedió nada.
—Eso no descarta la posibilidad de que a mí me remedie.
—¿Habla usted en serio?
—Totalmente.
Don Baldomero echó atrás la gorra de visera y se pasó la mano por la frente, como si sudase.
—Hágame caso, que tengo experiencia. El matrimonio, en teoría, es una gran cosa. En la práctica, una de dos, o engaño a mi mujer, que es gran pecado, o pienso en las mujeres que me gustan, cada vez que me toca acostarme con la propia, lo que es pecado también. No hay opción, y, pecado por pecado, el de la simple fornicación en soltería es mucho menor. Además…
Volvió a limpiarse el sudor.
—… además, al casarse se renuncia a todo lo que hay de excitante en las mujeres. A la de uno se la trata con miramientos, y si ella es remilgada, como la mía, puede usted despedirse para el resto de su vida de todo lo que no sea tocarla por encima del camisón. En cambio, de soltero…
Le brillaban los ojos de lujuria.
—Mire: si yo lo estuviera, a estas horas habría montado ya un puticomio para mi uso privado. Y si fuese rico, me haría construir un carro como los, carros de los emperadores romanos, y me haría pasear tirado por veinte bacantes. ¿Se lo imagina, don Carlos? ¡Uno, tan ricamente sentado, y ellas tirando, y un látigo de rosas para golpearlas!…
Miró al aire con expresión placentera, en seguida deshecha por una mueca y un gemido.
—¡No puede ser! En cuanto uno se distrae, el pecado. ¿No podría usted librarme de esta obsesión, don Carlos?
Le acompañó hasta la puerta de la botica, pero renunció a subir.
—¡Allá usted! ¡Compóngaselas como pueda! Yo me voy al casino.
La criada pasó a Carlos a un comedor mezclado de sala de recibo, con una lámpara adornada de abalorios verdes y prismas de colores.
Doña Lucía vino en seguida. Rizado el pelo, empolvada, de punta en blanco, pero disculpando la sencillez de su atuendo. Carlos, por respuesta, señaló sus ropas gastadas.
—¡Bah! —le respondió ella—. En los hombres no importa, y menos en un sabio como usted.
Le hizo sentarse en el sofá, a su lado, y le agradeció que hubiese aceptado la invitación.
—Tengo que confesarle que empezaba a preocuparme por usted. Un hombre joven… Ya se sabe… La soledad no es buena, y en este pueblo hay mucha lagarta. Un hombre como usted necesita conocer muchachas…
Bajó la voz y se acercó al oído de Carlos.
—Tengo aquí a dos amiguitas. Ya verá… Ahora están en la cocina; se empeñaron en hacer unas tartas, para obsequiarle… Son muy buenas y muy guapas. Ya verá.
Rula Doval, Julia Mariño; entraron poco después, endomingadas, modosas. Se habían pintado los labios, aconsejadas —seguramente— por doña Lucía, pero no sabían llevarlo. Rula era rubia; Julia, morena —como escogidas—; Rula, tierna en el mirar; Julita, ardiente. Coincidían en lo robustas, en lo bien alimentadas. Los trajes, si decentes, ponían de relieve los atractivos descritos por don Baldomero. Se sentaron en las butacas, una a cada lado del sofá, y respondían con monosílabos cada vez que doña Lucía o Carlos les hablaban.
—Están un poco azoradas. ¡Imagínese, delante de usted, que habrá conocido por esos mundos a tantas clases de mujeres!
El repertorio femenino de Carlos no era variado, pero fantaseó un rato y describió con detalle más lo imaginado que lo visto. Rula y Julita, cuando no se sabían miradas, escuchaban con atención apasionada.
—¿Y en París? ¿También estuvo usted en París? ¡Oh, no nos hable de París! Dicen que aquello es Sodoma, Gomorra y Babilonia juntas.
Pero Carlos habló de París.
Otra vez junto a su oreja, doña Lucía se atrevió a preguntar:
—¿Es cierto que los novios se besan en público?
—Nunca me he fijado.
—Hizo usted bien. En ciertas cosas más vale no fijarse. ¡Y cómo va el mundo! Un día tiene que caer fuego del cielo y abrasar esas ciudades en que tanto se ofende a Dios.
Rula y Julita pusieron la mesa, y marcharon a buscar el chocolate y las golosinas. En su ausencia, doña Lucía elogió sus virtudes:
—Créame, amigo mío: si quiere usted una mujer pura, no la busque por esos mundos entregados a Satán. —Una mujer pura, lo que se dice pura, sólo se encuentra en España.
Discretamente, Carlos aludió a Cayetano.
—¡No me miente usted al diablo! Él, y otros como él, quieren traer la inmoralidad del extranjero, pero entre nosotras no triunfarán, se lo aseguro. Ya sabe usted lo que dice el Señor: que las puertas del infierno no prevalecerán. Con estas almas escogidas, el diablo no tiene que hacer nada. ¡Los esfuerzos que me ha costado! Pero ya que en mi vida privada no hallo la felicidad, me compensa, al menos, la satisfacción de oponerme al mal con mis pocas energías.
Se atrevió a coger la mano de Carlos, mientras sus ojos imploraban:
—Ayúdeme. Entre estas criaturas, hay algunas que sienten vocación religiosa, y de ésas no me preocupo; pero otras no han sentido la llamada del Señor. Son chicas alegres y esperan, naturalmente, un marido…
El chocolate estaba bueno, y los pestiños, churros, picatostes, almendrados, bizcochos y tarta, si tentaban por su aspecto, amedrentaban por su abundancia. Carlos hubo de probar de todo, y repetir, y ponderar su sabor.
—¡Son unos cielos estas criaturas! ¡Tienen manos de monja!
Las criaturas, después de la merienda, cantaron unos motetes, porque de canciones profanas no sabían, pero escucharon con buena cara las que Carlos quiso cantar. En mitad de la canción dio la tos a doña Lucía, y se marchó a su cuarto, y las toses resonaban en toda la casa. Rulita dijo:
—¡La pobre!
Y Julita respondió:
—¡La pobre!
No dijeron más, y Carlos siguió cantando a media voz. Hasta que regresó doña Lucía, pálida bajo el afeite.