El notario aceptó una copa de vino y se marchó. Sus últimas palabras fueron de amenaza para el chupatintas traidor. «Pero ¿cuál de los tres será?» Inmediatamente, Carlos mandó recado al
Cubano
de que aquella misma noche, a las ocho, iría a hablar con él. «Sería conveniente que estuviera presente la Directiva del Sindicato», añadía la nota. Después cogió el carricoche y se fue a casa de Clara. La llamó desde el corral. Tuvo que repetir la llamada. Por fin, ella apareció. Venía del pinar, con una carga de leña a la cabeza. Vio a Carlos, dejó caer la leña y corrió al carricoche.
—¡Carlos!
Estaba colorada y un poco despeinada. Se echó atrás las guedejas.
—Ya ves, hijo. Trabajo como una mula; pero esto se acabará pronto.
Carlos le contó la visita del notario.
—Me ha dado una gran idea. Puedo nombrar un apoderado y descargar en él lo de los barcos.
—¿Y eso te parece justo?
—Sí, porque el apoderado puede ser Juan. Vengo a pedirte su dirección.
A Clara le tembló una tristeza súbita en los ojos. Se apartó del carricoche y se arrimó a la cerca. Carlos saltó al camino y la siguió.
—¿No te alegra?
—No. ¿Qué quieres? Empezaba a arreglármelas sin ellos y mis planes no los tienen en cuenta para nada.
—Me parece leal ofrecer a Juan esta oportunidad.
—Debes hacerlo.
—Sin embargo, no me gustaría dejarte al marchar el regalo de una situación incómoda, sólo porque sea más fácil para mí.
—¡Oh, no te preocupes! Por lo pronto, ni Inés ni Juan caben en la casa de la plaza. De modo que, si vienen, tendrán que buscarse un piso para ellos dos. Pero el miedo no me viene por ese lado. Me iba haciendo a la idea de ser independiente, ¿comprendes?, y lo más probable es que ellos me estorben de alguna manera. Ya haré algo que a Juan no le guste… En cuanto a Inés…
Quedó un momento silenciosa.
—Inés no puede ser la misma —continuó—. A lo mejor no quiere volver. Pero, si vuelve, ¿crees que seguirá como antes? Yo no podré verla entristecida, metida siempre en casa. En fin, que me entristeceré con ella, cuando lo que yo deseo es un poco de alegría. Además…
Cogió la mano de Carlos y le miró de frente.
—… sabes tantas cosas mías que también puedes saber ésta. Inés me hizo mucho daño. Sin quererlo ella, claro; pero me lo hizo. Parecía como si me acusase constantemente, que me llamase sucia cada vez que me miraba. Y yo sentía necesidad de llevarle la contraria, de hacer lo que ella, sin hablar, me reprochaba. Cuando se fue, a pesar de la pena que me dio, se me quitó un peso de encima. Es horrible eso de tener siempre el juez delante.
El viento le jugaba con el cabello. No había soltado la mano de Carlos y le miraba con mirada franca.
—Aunque es cierto que, desde hace algún tiempo, no tengo nada de qué acusarme.
Apretó fuertemente la mano de Carlos y la soltó en seguida.
—También te lo debo a ti.
Bajó los ojos y se apartó corriendo del carricoche.
Empezaba a anochecer. Carlos dijo que no cenaría, y salió. A lo largo del pretil, grupos de mujeres remendaban las redes puestas a secar. Más allá, en la lonja del pescado, las vendedoras armaban su barullo.
—Por aquí andará Clara, quizá.
Se detuvo unos instantes en el malecón, a ver el agua estrellarse contra las piedras de la escollera. Después atravesó la calle, caminó arrimado a las casas, hasta el barrio de los pescadores. Se oía una canción cantada a coro por muchos hombres; no muy lejos, acaso bajo los mismos soportales. Cantaban a media voz, lentamente, sólo hombres, jóvenes y maduros. Supuso que los pescadores excluidos de la entrevista esperaban ahora su llegada, esperarían luego sus decisiones. Se hizo el silencio; luego, volvieron a cantar. La voz común le llegaba por encima de la pequeña dársena, donde media flotilla de pesca estaba amarrada desde la muerte de la Vieja. Las luces de las casas se reflejaban en las aguas tranquilas; una barca cruzó el espacio rizado, espejeante, con rumor rítmico de remos. Los hombres quizá esperasen sentados en el pretil, o mirasen las aguas mientras cantaban.
Carlos volvió la esquina, se metió en los soportales. Los pescadores estaban frente a la casa del
Cubano
: un grupo compacto. Arrimados a la pared, sentados en el suelo. Le vieron llegar y enmudecieron repentinamente. Carlos saludó y entró en la taberna.
El presidente y los vocales, sentados junto a la mesa del fondo, se levantaron. El
Cubano
abandonó el mostrador y se acercó a Carlos, la mano tendida. Con la izquierda se quitó de la boca la colilla apagada. Tardó en decir «Buenas noches»» como si no supiese decir otra cosa, o como si no pudiese decir lo que quería.
La Directiva del Sindicato se adelantó también: dijeron lo mismo, hicieron lo mismo que el
Cubano
. Luego, el presidente acercó una silla a la mesa y pidió a Carlos que se sentase. Vino Carmiña y puso un mantel, un jarro de vino, pescado frito, pan. Después se retiró.
Fuera, los marineros no habían vuelto a cantar.
—Le agradecemos que haya venido. Nosotros no nos atrevíamos… Ya le habrá dicho Clara…, la señorita Clara…
—Era mi obligación, ¿no les parece? No lo hice antes porque desconocía el testamento de doña Mariana; pero esta mañana vino el notario… Voy a leerles lo que les atañe.
El
Cubano
acercó una lámpara. La mantuvo un poco en alto, mientras Carlos leía. Los directivos adelantaban y retiraban las cabezas, silenciosos, serios. Carlos leyó lentamente; si salía en el texto una palabra abstrusa, la explicaba.
—Esto es todo. Como pueden ver, eran ciertos los rumores. Doña Mariana quiso resolverles a ustedes la papeleta. No puedo decirles que sea, jurídicamente, una donación; pero, prácticamente, lo es.
—¿Y usted? ¿También acepta usted…?
La respuesta de Carlos parecía causarles más ansiedad que la lectura del testamento.
—Yo no puedo oponerme.
—Entonces, ¿usted… va a llevar el negocio?
Carlos agarró del brazo al
Cubano
.
—¿Cree usted que lo llevaría bien?
—No sé. Claro que sí. Usted sabe más que nosotros.
—De estos achaques, menos que nadie. Estoy seguro de que si yo dirigiese el negocio, les arruinaría. El dinero y yo no nos llevamos bien. Y, como comprenderán, no puedo ni debo arriesgar el pan de tantas familias.
Se echó atrás en la silla y les miró.
—No hay ningún precepto en el testamento que me impida nombrar un apoderado, alguien que entienda de pesca y que sea amigo de ustedes. Quiero decir, alguien que les merezca confianza. Esa persona me sustituirá, y las cosas irán mejor.
Calló, guardó la copia del testamento en el bolsillo.
—Una persona que, al mismo tiempo, merezca también mi confianza. He pensado en Aldán.
El
Cubano
, los directivos del Sindicato, le miraron. El presidente bajó la cabeza. Uno de los vocales cogió un trozo de pan y lo metió en el vino de su taza. El otro vocal empezó a golpear la mesa con los nudillos. El
Cubano
no se movió ni apartó la mirada.
—¿Qué? ¿No les gusta?
El
Cubano
meneó la cabeza.
—Compréndalo, don Carlos. Hizo traición. Nos dejó en la estacada.
—Admito que les haya dejado en la estacada, pero no que sea un traidor.
—Será lo mismo.
—No es lo mismo. Son muchos los motivos que puede tener un hombre para hacer algo aparentemente malo, y de los motivos depende que el hecho sea malo o no. Es evidente que Aldán les abandonó a ustedes en un momento en que le necesitaban. Pero ¿por qué? Yo sé por qué, y les aseguro que cualquiera de ustedes, en su lugar, hubiera hecho lo mismo.
—A Juan ya no le quiere la gente —dijo el presidente.
—A Juan le han querido. Yo he estado alguna vez con él entre ustedes, y he visto lo que Juan era y lo que Juan podía.
—Bueno, pero ya se acabó.
—Puede volver a empezar.
El
Cubano
alzó la palma de la mano y la mantuvo en el aire.
—Mire, don Carlos. Déjeme hablar un poco. No sé si diré tonterías, pero tengo que hablar. Le aseguro que la gente tendría mucha más confianza en la empresa si le viera a usted al frente que si vuelve Juan. Ya ve que se lo digo con franqueza, y lo mismo le digo que nunca esperé que usted fuese a sacrificarse por nosotros, y a éstos les he explicado muchas veces que no tenemos derecho a pedírselo. Las cosas, como son. Encuentro razonable que usted se desentienda de todo y nombre un apoderado. Pero ¿por qué Aldán? Las partes son aquí dos. Juan, a usted, le merece confianza; a nosotros, no.
—Yo soy amigo de Juan y lo conozco. Les aseguro que no hay nadie capaz de entregarse a ustedes como él, y de trabajar para ustedes con el desinterés con que él lo haría, de romperse la cara con el lucero del alba por ustedes, y de perder la vida si hace falta. Por eso, porque sé todo esto, y a pesar de la desconfianza de ustedes, insisto en pensar que Juan es el único que puede llevar adelante el asunto.
—Si usted lo manda…
—No nos queda más remedio que hacer lo que usted quiera —dijo el presidente.
—Pero yo no pretendo hacer nada contra la voluntad de ustedes. Yo no mando, ¡Dios me libre! Sólo deseo que lleguen a comprender mi punto de vista y a ponernos de acuerdo.
—Nosotros no podemos decidir nada sin contar con la gente. Somos unos mandados.
—La gente está ahí fuera.
—¿Por qué no les habla usted?
—Yo no debo hacerlo. Son ustedes los que tienen que discutirlo. Vayan, háblenles. Yo esperaré.
—¿Y si no quieren?
—Entonces buscaremos otra solución, es decir, otra persona. Los directivos del Sindicato se levantaron.
—Me quedaré —dijo el
Cubano
—. No vamos a dejar solo a don Carlos.
—No importa. Si usted cree que debe salir…
—No, no. Basta que hablen éstos.
Salieron los directivos. El
Cubano
se sentó frente a Carlos.
—Oiga, don Carlos. Yo soy hombre callado. Aunque me maten, no revelaré jamás un secreto. Y a usted le tengo por cabal. Cuando usted insiste tiene que haber una razón…
Se echó atrás la gorra de visera y se rascó la frente.
—Puede usted creerme si le digo que en la vida me llevé un disgusto mayor que cuando Juan nos abandonó. Le quería bien y tenía fe en él. Si usted me contase… Me gustaría volver a quererlo, ¿sabe? No se lo diré a nadie. Claro que si no puede saberse…
Extendió las manos encima de la mesa, con las palmas abiertas.
—Juan era mi amigo. Hubiera hecho por él cualquier cosa. Estuvimos juntos en la cárcel, y allí se conoce bien a las personas. Cuando se fue de aquella manera, sin explicarse, sin justificarse; tuve más disgusto que cuando perdí la pierna.
Cerró los puños.
—Me gustaría que Juan llevase el asunto, claro; él lo haría mejor que nadie. Me gustaría, si fuese el mismo de antes, es decir, si se demostrara que no nos traicionó.
Carlos inclinó la cabeza y se mantuvo así unos instantes.
—Usted sabe que Juan quería mucho a su hermana Inés.
—Sí.
—Escúcheme.
Habló un par de minutos. El
Cubano
no dejó de mirarle. Carlos habló del padre Ossorio, de Inés, de la escapada a Madrid, de la carta del fraile. El
Cubano
sólo interrumpió una vez, para exclamar: «¡Claro! Si los dejaran casar, no pasarían esas cosas». Y volvió a su silencio.
—Juan no podía, en estas condiciones, dejar sola a su hermana. Me consta que marchó con dolor, a sabiendas de que sería mal juzgado y de que se tendría por traición lo que era, en realidad, un deber penoso e ineludible. Pero él no podía convocarles a ustedes y contarles el mal paso que había dado su hermana. Esto es todo.
El
Cubano
se levantó, atravesó la estancia y abrió la puerta. Los marineros discutían con el presidente del Sindicato. La luz de la taberna iluminaba débilmente a través de la ventana sus rostros airados, decepcionados.
—Callarse un momento —dijo el
Cubano
.
—¿Pasa algo?
—Sí, pasa —cerró la cristalera y apoyó en ella la espalda: . No quiero meterme en vuestra deliberación. Pero os aseguro que si volviese Aldán seria para mí el de siempre. Y no tengo por qué explicarlo.
Vaciló, le tembló la voz:
—Ahora, allá vosotros.
Entró en la taberna. Carlos, medio vuelto hacia él, le sonreía.
Había tardado mucho tiempo en escribir la carta; había ensayado estilos, desde el irónico y juguetón al dramático y acuciante; la había encabezado de mil maneras —hasta quedar con el «Querido Juan», por el que había empezado—; había iniciado el texto con rodeos y había ido directamente al toro. El primer borrador ocupaba las cuatro carillas de dos folios; el definitivo apenas pasó de cien palabras. Puso la carta en limpio, escribió el sobre, la cerró y selló. Como no valía la pena mandar a aquella hora a la
Rucha
al correo, la carta quedó encima de una consola. «Mañana, a primera hora, llevarás esta carta.» Cogió un libro y se puso a leer. Le trajeron la cena y siguió leyendo mientras cenaba. La
Rucha
le preguntó si iba a salir, y dijo que no sabía. Se sentó junto a la chimenea apagada —el hogar limpio y barrido, relucientes los cobres de los trebejos— y dejó el libro a mano, con una señal. Cerró los ojos. Hasta que llamaron a la puerta.
—Está ahí el señorito Cayetano —dijo la
Rucha
.
Carlos se sobresaltó.
—Lo hice pasar. Espera en el salón.
—Que venga aquí.
Salió la
Rucha
. Carlos se anudó la corbata, guardó rápidamente lo escrito y retiró el retrato de Germaine. La
Rucha
abrió la puerta y dejó paso al señorito Cayetano. Vestía de azul mahón y traía la cachimba entre los dientes. Sonreía. Carlos le sonrió también, y Cayetano retiró la pipa de la boca y se la guardó en el bolsillo.
Carlos le preguntó:
—¿Tomarás café?
—Bueno. Si me lo ofreces.
Carlos hizo una señal a la
Rucha
. Indicó a Cayetano un sillón, pero Cayetano no se sentó. Palmoteó, riendo, el hombro de Carlos.
—Estás completamente loco; estáis todos locos.
—¿Ha funcionado ya tu servicio de espionaje?
—No fue necesario. Todo el pueblo lo sabe. ¡Qué disparate! Nos habíamos librado de Aldán y ahora se te ocurre traerlo justamente del modo en que más daño puede hacer. No a mí, claro, sino a los demás. Ante todo, a los propios pescadores. Té apuesto lo que quieras a que ese negocio de los barcos no dura un año.