Los gozos y las sombras (96 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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—¿Tu hermano?

Cayetano sonrió sencillamente.

—Sí, ya sabes, el hijo de la Vieja, ese que.está en la Argentina.

—No es tu hermano —Carlos afirmó tajante, seco, y quedó erguido, mirando a Cayetano; éste no dejó de sonreír.

—Lo sabe todo el mundo.

—Lo
dice
todo el mundo, que no es lo mismo. Lo dice todo el mundo, porque necesitan que sea cierto. Tú mismo lo necesitas, pero no es verdad.

—¿Puedes probarlo?

Carlos vaciló.

—No sé… Yo conozco la historia; me la contó ella misma. Fue un militar ruso, agregado a la Embajada de Madrid, hace unos treinta y seis años. Era casado.

Cayetano se levantó, dio un paseo corto y se arrimó a la consola.

—Una bonita novela, pero falsa. No hubo tal ruso. La inventó la Vieja para hacerte creer que no había sido la amante de mi padre. Es natural. Mi padre era un hombre inferior, un sujeto que se enriquecía con su trabajo, no un señorito; pero también un hombre fuerte y guapo, ¿comprendes?

Carlos dijo:

—No.

—Sabes poco de mujeres. Ni siquiera la Vieja, con toda su soberbia, sería capaz de confesar que se habla entregado al nieto de sus antiguos siervos porque le gustaba. Un militar ruso viste más. Pero… —interrumpió a Carlos, que iba a hablar— ¿qué nos importa ahora eso? Estábamos tratando del testamento.

—A mí me importa más que el testamento. Lo último que voy a hacer en Pueblanueva es desbaratar la leyenda de doña Mariana. Voy a dejar al Casino sin su cotilleo predilecto. Será mi último acto de fidelidad.

—Y nadie te creerá.

—Encontraré pruebas —golpeó el bolsillo y algo tintineó en el interior—.

Como es natural, tengo todas las llaves. Habrá cartas…

—Si las encuentras, me gustaría conocerlas. ¡No pongas esa cara, Carlos! Ese asunto es la tragedia de mi familia, y estoy reñido con mi padre hace veinte años a causa de él. Imagina qué cargo de conciencia para mí si al cabo del tiempo descubriera que he sido injusto.

Carlos quedó en silencio. Cayetano encendió otro cigarrillo y volvió a sentarse. Miraba con una especie de seriedad burlona, de seriedad destruida por la burla de los ojos. Hizo un gesto a Carlos, corno pidiéndole permiso, y se sirvió vino.

—Bueno. Aún no he terminado con lo del testamento.

Carlos se encogió de hombros.

—¿Qué me importa lo que la Vieja haya hecho con sus bienes?

—Más de lo que crees. Por lo pronto, te nombra su administrador universal hasta que su sobrina haya cumplido veinticinco años.

Carlos intentó reír. Apenas dijo:

—No, no es posible…

—De modo que la venta de las acciones del astillero tienes que tratarla tú… ¡conmigo! ¿Te das cuenta? ¡Porque yo soy el gerente del astillero, con plenos poderes, y mi padre ya no pinta nada!

Esta vez fue Carlos quien se levantó. Apoyó las manos en la camilla y miró a Cayetano, como si fuera a responderle; pero, de pronto, bajó la cabeza, dio la vuelta y se acercó a la ventana. Cayetano dejó de sonreír: había resplandores de triunfo en sus pupilas.

Carlos, de espaldas, con las manos en los bolsillos, parecía contemplar la calle. En el pretil del malecón cantaban unos marineros, y un poco más allá un grupo de mozas cuchicheaba, reía. Había salido la luna, y el aire limpio de la noche resplandecía.

Aún hay más, Carlos. Aún queda el asunto de los barcos.

Carlos se volvió bruscamente.

—No quiero saber más. Estoy resuelto a marcharme.

—¿Quién te dice que te quedes? ¿La Vieja, desde el otro mundo? Pero lo de los barcos es bonito, francamente bonito. Los entrega al Sindicato de Pescadores para su explotación colectiva…, ¡a condición de que durante los cinco primeros años seas tú el gerente de la empresa! —soltó una carcajada grande, divertida—. ¡El gerente, Carlos! ¿Es que has estudiado alguna vez economía de empresa aplicada a la explotación sindical de la pesca?

Se levantó y se acercó a la ventana.

—Hay que estar como una verdadera cabra, hay que tener la cabeza de chorlito, para tomar en serio a ese pobre imbécil de Aldán y creer que su proyecto es viable. Porque yo no niego que se pueda explotar la pesca con un sentido moderno y hacer de ella un buen negocio: lo están haciendo en Vigo con bastante éxito. Incluso admito que la explote el propio gremio de pescadores. Soy socialista, Carlos; pero no por llevar la contraria a don Baldomero, sino por convicción. Estuve bastantes años en Inglaterra, conozco el mundo del trabajo, estudié mucho y sé que tarde o temprano desembocaremos en el socialismo o nos hundiremos; y como a mí no me coge nada de sorpresa… Pero en el estado actual de las cosas, para una empresa así hace falta un capital de resistencia, un capital muy fuerte. Nada más que para empezar y poner las cosas en marcha necesitan cincuenta o sesenta mil duros. Después, mientras el negocio no sea rentable, ¿cómo vas a pagar a los pescadores lo que necesitan para vivir? Porque, de momento, se entusiasmarán con la idea y hasta serán capaces de sacrificarse; pero cuando pasen unos meses y vean que el pescado se vende y que el reparto de los beneficios no llega, porque no puede llegar, porque todavía no los hay, empezarán a protestar y a decir que si tal y que si cual… ¿Comprendes? ¡Un capital de resistencia para hacer frente a los compromisos durante dos o tres años, que es lo que yo calculo que tardará el negocio en ser productivo! Pues bien: doña Mariana ha ignorado estos detalles. Y te entrega el embolado para que lo torees…

Puso la mano en el hombro de Carlos.

—Haces bien en marcharte. Estas cosas no son para ti. En cuanto a la sobrina…

Rió otra vez.

—Hasta los veinticinco años no entrará en posesión de la herencia; pero durante ese tiempo
tiene que vivir en Pueblanueva
. ¿Te haces cargo, Carlos? ¡Una muchacha acostumbrada a París, la mete en este agujero durante cinco años! ¿Para qué? Lo más probable es que acabe siendo mi amante. Y no porque a mí me interese, sino porque se aburriría mucho, y como tú te marchas…

Carlos miró furtivamente el retrato de Germaine. Se apartó del hueco de la ventana y se acercó a la consola hasta cubrir con su cuerpo el marco de plata.

—Reconozco que esta vez tu as era de triunfo —dijo con voz apagada.

—Pues aún no lo he jugado del todo.

—¿Para qué? Por mí, tienes ganada la partida. Insisto en que me marcharé en cuanto pueda. Antes quizá de lo que tenía pensado.

Cayetano se acercó a la camilla y, de espaldas, se sirvió el último vaso de vino. Carlos le miró con inquietud, mientras ocultaba el retrato de Germaine. Sin volverse, Cayetano dijo:

—Me interesa mucho el asunto de las cartas. Avísame si encuentras algo. Ya ves: estoy dispuesto a agradecértelo y hasta quedar tan amigo tuyo como antes…

VI

Había muchos papeles en casa de doña Mariana. Los había en una especie de archivo: testamentos, contratos, vejestorios en seguida descartados; cartas y minutas de cartas: en el secreter, en el escritorio, en una cómoda, en otra, dos cajones de cómoda atestados, cuarenta años de vida epistolar reunidos en paquetitos con balduque, pero sin marbetes. La primera inspección descorazonó a Carlos, porque las cartas estaban atadas sin orden. Eligió un montón y fue pasando pliegos amarillentos.

Le interrumpió un recado de Clara, que le esperaba en la casa de la plaza con el maestro de obras. Dejó la inspección para más tarde y fue allá. Clara había franqueado puertas y ventanas, la luz entraba en todas las habitaciones, un rayo de sol iluminaba el polvo denso del aire. También había barrido lo gordo de las basuras, y ahora daba instrucciones al maestro para que tapasen bien todos los agujeros por donde pudieran venir ratones.

—Conmigo ya está de acuerdo —dijo a Carlos—. Ahora falta que te arregles con él.

El maestro de obras tardó unos minutos en ir al grano. Por fin, dijo que doña Mariana le había llamado una vez para hablar de unos arreglos de la iglesia, y que él le había llevado el presupuesto, y que como doña Mariana había muerto…

—También el cura me mandó llamar por dos veces, a ver cuándo se empezaba; pero como la señora estaba enferma… Y ahora pienso que, al venir el buen tiempo, se podrían aprovechar los días para andar en el tejado. Hay muchas goteras, y eso es peligroso, porque pueden salir grietas a las bóvedas.

Enseñó a Carlos un papel con la copia del presupuesto. Carlos lo leyó por cumplido y le respondió que empezarían en seguida, en cuanto lo tratase con el cura y con otras personas interesadas. Por lo que al arreglo del bajo se refería, podía comenzar cuanto antes, de acuerdo con la señorita.

—Es decir, mañana mismo —intervino Clara—. Mañana a las nueve quiero ver aquí a media docena de albañiles.

El maestro de obras respondió que tres bastaban y se despidió.

—Esto le importa menos que la iglesia —dijo Clara—, porque es menos dinero; pero no le dejaré en paz hasta que lo haya terminado.

Empezó a cerrar puertas y maderas.

—Ya me he enterado de que vas a ser rico —dijo, vuelta de espaldas—. ¡Y tú te lo tenías bien callado!

Carlos se sobresaltó.

—¿Cómo lo sabes?

—No se habla de otra cosa desde ayer. La Vieja lo dejó todo de tal manera que eres prácticamente el dueño. O, al menos, eso dicen. ¡Mira por dónde vas a ser mi casero!

—Las cosas no son así y, además, no las aceptaré. Sigo pensando en marcharme.

—Pues eres bien idiota, hijo. Te dan la vida resuelta y la rechazas.

Esperó a que Carlos saliera y cerró la puerta.

—Y los pescadores no te lo van a agradecer. Porque también se sabe…

Se interrumpió. Carlos había puesto la cara de vinagre.

—¿Te pasa algo?

—Me molesta que Cayetano haya ido contando lo que no es más que conjetura. El testamento de la Vieja aún está sin abrir.

—Pues por algo lo dicen.

Se despidieron. Sonó la sirena del astillero, y las campanas de la iglesia tocaron al ángelus. Unas viejas del mercado se santiguaron. Carlos pasó, metido en sí, entre el bullicio de vendedores. Al llegar frente al Casino cambió de rumbo y entró. No había nadie. Atravesó la calle y se llegó a la botica.

Don Baldomero, con la visera puesta y las gafas en la nariz, intentaba traducir una receta magistral.

—¡Este condenado médico! ¿Por qué no recetará específicos?. Ganas de darme trabajo…

Pasó el papel al mozo e invitó a Carlos a que entrase con él en la trastienda. Tenía, sobre la mesa, un libro abierto y una copa mediada de aguardiente de yerbas. La apuró de un trago y ofreció a Carlos servirle otra.

—Bueno.

—¿Sabe que tengo noticias? De Lucía. Está peor. No creo que pase de este otoño. ¿Quiere que le lea la carta?

—Le ruego que no lo haga. Será una carta íntima.

—¿Y qué? Usted está al tanto de mis intimidades.

—Aun así…

—Como quiera. No voy a forzarle… Pero habría de interesarle. Sirvió, por fin, el aguardiente y pasó la copa a Carlos.

—Anoche se habló de usted en el Casino. Claro que yo no creo una palabra de lo que dijeron. Según Cayetano, usted rechaza el testamento de la Vieja y se marcha.

—Sí.

—Pues, mire, lo voy a sentir. Porque si usted se va, ¿a quién voy a contar mis cosas? Además…

Le temblaron las palabras y miró a Carlos de soslayo.

—… es la gran ocasión para hacerse el amo. Anoche, Cayetano hablaba de usted con respeto. Y hasta dijo que, si a usted le diera por quedarse, no sería difícil que llegasen a un acuerdo; que a quien él quería mal era a la Vieja, pero que contra usted no tiene nada.

Le nació, bajo el bigote, una sonrisa cazurra.

—Ya ve. Todo por el dinero.

Carlos probó el aguardiente. Sacó tabaco y se sentó.

—Mire, don Baldomero. Vamos a suponer que todo ese bulo sea cierto, que yo todavía no lo sé, porque no he visto el testamento. ¿Piensa que debo quedarme? ¿No se da cuenta de que, si lo hago, me traiciono a mí mismo? No he pasado veinticinco años estudiando para acabar de administrador de una herencia, por mucho poder que esto me diera. Usted, que me conoce mejor que nadie, sabe que lo único que me interesa es el conocimiento de los hombres, no el mando sobre ellos. Me dedico a la ciencia, no a la política; como tal, hasta ahora, no he hecho más que acumular saberes. No le niego que estos meses que llevo en Pueblanueva me han servido de mucho, quizá sin proponérmelo. En las ciudades, los hombres son de otra manera. Aquí he visto muchas cosas claras y por lo menudo, como al microscopio. Pero ya va siendo hora de que todo esto dé algún fruto, ¿no le parece? Tengo que escribir un libro. ¡Sobre Pueblanueva, sí, no ponga esa cara! Un libro que a usted le gustará; no una novela, sino un tratado sobre una sociedad en la que he experimentado en vivo lo que sólo conocía por los libros. Ustedes me han visto entrar y salir, escuchar, discutir a veces. Han podido creer que poco a poco me iba metiendo en la vida del pueblo. Se equivocaron. Desde que estoy aquí no he hecho otra cosa que trabajar. Y a usted puedo decirle cuál es el resultado de mi trabajo, lo que voy a describir en este libro: una sociedad en pecado. El pecado es un concepto religioso. Yo voy a hacer de él una categoría científica. Mis predecesores han intentado descomponer en sus factores psicológicos la situación del que está en pecado, con lo cual lo reducen a mera ilusión subjetiva. Yo reconozco la entidad del pecado, su radical realidad, y esto, que a usted le parecerá vulgar, porque estudió teología, en el campo de la medicina psicológica es una revelación.

Don Baldomero le había escuchado sin pestañear.

—¡Claro! Si es así…

—Naturalmente, yo no diría esto en el Casino. ¿Qué es para ellos un hombre que escribe libros? Los puntos del tresillo no suelen ver más allá de sus narices, y el propio Cayetano ha limitado sus aspiraciones al dinero y a acostarse con muchas mujeres. Pero yo soy de otra manera. Tengo una ambición y una vocación. No me dejo llevar por la vida, sino que mi vida la llevo yo. ¿Comprende lo que esto quiere decir? No el poder sobre los demás, que es un engorro y una mentira, sino el poder sobre mí mismo, que es una realidad.

—Comprendo.

—Usted dirá que para todo esto se necesita dinero y que soy pobre. Yo le respondo que no hace falta tanto y que con lo que tengo me sobra. Porque si más necesitase…, doña Mariana me lo hubiera dejado.

Don Baldomero golpeó la mesa con la palma de la mano abierta.

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