Los gozos y las sombras (20 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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VIII

La carta del Arzobispo a don Julián llegó el día de Inocentes; y la primera persona a quien se leyó —porque estaba en la sacristía, tratando de lo suyo, y de no estar hubiera el cura corrido a buscarla— fue a doña Angustias.

—Eso es una inocentada —dijo ella; pero don Julián le garantizó que la carta venía de Santiago, con todas las de la ley, y que el Arzobispo era el Arzobispo, y que había de obedecerle; con lo cual doña Angustias marchó echando chispas, y aquella misma tarde congregó en su casa a toda la Cofradía, y a las presidentas de varias Cofradías más. Se despacharon a gusto, respetando siempre al Arzobispo, es lo cierto; pero el Arzobispo sólo podía parecerles respetable si se le suponía engañado, de modo que toda la responsabilidad, así como buena copia de malas artes hipócritas y embaucadoras, le fue atribuida, con generosidad de proporciones, a doña Mariana. Los respectivos maridos lo supieron a la hora de cenar, y Cayetano un poco antes. Se habló del caso en todas las partidas de
tresillo
e incluso en la más vil de
siete y media
. Unánimemente fue considerado como agravio a doña Angustias, y cuando llegó Cayetano, todo el mundo estuvo de acuerdo en que doña Mariana era una tal y una cual, y que aquello se estaba poniendo intolerable, y que debería destacarse a La Coruña una comisión de las Fuerzas Vivas Republicanas para tratar con el Gobernador de que doña Mariana fuese desterrada; pero Cayetano se opuso a toda colaboración en la revancha, y aunque no contó a nadie lo que pensaba hacer, todo el mundo le oyó decir «que aquella puta vieja se las pagaría». Era tan grande su malhumor, que perdió veinte duros al
tresillo
. Don Lino, ganancioso, se creyó en el deber de acompañarle hasta casa, ya de madrugada. Cayetano iba en silencio. Don Lino, cada vez que acariciaba en el bolsillo los duros contantes y sonantes de la ganancia, se sentía más locuaz. Dio varias explicaciones marcadamente sociológicas acerca de la supervivencia de la tiranía, y por si Cayetano no se había dado cuenta, analizó también la intervención, nada lucida, del Arzobispo. «Esto le ayudará a comprender que toda colaboración de la Iglesia con la República es pura filfa. La Iglesia no cambia, amigo mío. Es monárquica y feudal por naturaleza.» Le sorprendió mucho oír a Cayetano:

—Por lo pronto, haré una capilla junto al astillero.

—Una capilla protestante?

—No seas bestia. Una iglesia católica, para que mi madre tenga el altar de la Virgen de Lourdes.

—Creí que usted no era católico.

—Yo, no; pero mi madre lo es.

Don Julián visitó a doña Mariana al día siguiente, y se enteró, con asombro, de que la iglesia entera iba a ser restaurada.

—Quiere usted decir restaurada por entero?

—Eso. Como si la hiciéramos de nuevo.

—Pero, ¡es una locura! Con unas vigas de cemento, unas manos de cal, y tejas nuevas, no hay viento que la tumbe.

—Ése no fue el trato con el Arzobispo. La iglesia tiene mérito artístico y hay que respetarlo.

—¡Bobadas! Entonces, habrá que cerrar la iglesia.

—Queda la parroquial.

La noticia añadió matices al revoltijo; la gente se indignó más, pero, contra toda previsión, algunas posiciones de intransigencia fueron abandonadas. Don Lino, después de asegurar que la Vieja seguía siendo un personaje, más que odioso, peligroso, no pudo menos que aprobar la decisión restauradora; en primer lugar, la iglesia de Santa María de la Plata, que los gobiernos monárquicos no habían declarado monumento nacional a causa de su incuria, merecía todas las atenciones populares. «Al fin y al cabo, el pueblo es su verdadero propietario, y si hoy no se le reconoce este derecho, el día de la justicia no tardará. Entretanto, el capital cumple con su verdadera función empleándose en conservar el patrimonio nacional. La iglesia es del estilo románico más puro y la capilla de los Churruchaos, como sabes muy bien, una de las más raras muestras del estilo templario. Tiene mucho mérito, y debernos olvidar que los huesos que están allí pertenecieron a unos bandidos. Día llegará en que el pueblo exija entregar al viento sus cenizas, pero, ese día, defenderé con mi cuerpo las sagradas piedras. Sagradas, no porque la Iglesia las haya bendecido, sino porque están benditas por el arte de los canteros que las labraron.» Fue muy aplaudido. Mientras hablaba, le habían servido cartas. Jugó una bola y la sacó.

Don Baldomero buscó adrede a Carlos. Como hacía buena tarde, aunque fría, fueron a pasear al malecón, vacío a aquellas horas, sino de marineros que saludaban y escuchaban. Preguntó. Carlos le contó lo que sabía.

—¿Y no le dijo si el Arzobispo le había dado alguna bula o algún perdón especial?

—No lo creo.

—Me quita usted un peso de encima.

Lo dijo con énfasis dramático, con sinceridad honda; y suspiró.

—Bueno. No creo que sea para ponerse así, don Baldomero. ¿Qué le importan a usted las relaciones entre doña Mariana y la Iglesia?

—Nada, salvo en un punto. La Iglesia
no puede
perdonarla. ¿Me entiende?
No puede
, y si lo hiciera, si lo hace alguna vez, mis convicciones sobre la justicia se quebrantarían.

Iba embutido en un abrigo estrecho y largo, las solapas levantadas y las manos en los bolsillos. Las sacó y sopló la punta de los dedos.

—Quizá le parezca mal que hable así de ella, porque es usted su amigo; pero yo soy un hombre honrado y no sé andar con hipocresías. Considere, además, que mis querellas contra la Vieja no se parecen a las del resto del pueblo. Si ella es Sarmiento, yo soy Piñeiro, y a otra cosa: hay un punto en que los absolutistas somos demócratas. Y si tuvo un hijo de soltera, hizo bien, puesto que sus medios de fortuna se lo permitieron. De modo que, si quiere usted entenderme, no me confunda con Cayetano, ni con el maestro, ni con ningún tipo de esos que ahora andan otra vez alborotados por lo de la capilla y el altar de Lourdes.

Carlos, espiado por la mirada inquieta de don Baldomero, no se atrevió a sonreír.

—Contésteme.

—Somos amigos, ¿no? Usted me ha hecho confidencias y sé a qué atenerme.

—De eso hablaremos después, u otro día. Ahora se trata de doña Mariana, de la que me veo obligado a hablarle mal: por imperativo de conciencia, aunque no, entiéndame bien, por razones morales. Si fuera por ellas, tendría que hablarle mal de todo el pueblo, y, entonces, empezaría por mí. Las beatas dicen que dio mal ejemplo, y cuando aparece preñada una chica, le echan la culpa. Eso no es cierto. Antes de nacer la Vieja, las solteras parían porque los trámites les habían apetecido. ¡Y ahora, con esto del cine! Volvemos a lo del otro día. La moral es la moral, el hombre es pecador, y eso no hay quien lo arregle. Y no piense que estoy del todo contra el cine. Mire: en cierto modo, es un remedio. Ahí tiene a mi mujer. Gracias al cine, los domingos por la noche se siente cariñosa. Claro que no piensa en mí, sino en un tío guapo que se llama no sé cómo, pero es igual.

Se detuvo y cogió a Carlos por los brazos.

—Le digo estas cosas porque el otro día quedamos en que usted es como un confesor. A las íntimas me refiero. Usted pensará que soy un cabrón; y que cuando mi mujer se arrima, a quien se arrima en realidad es al tío guapo del cine; pero podría demostrarle que está equivocado. Si existe adulterio mental, allá ella. Entre el tío del cine y Cayetano, prefiero al del cine. Permite guardar las formas. ¿Está usted de acuerdo?

—No.

—¿Cómo que no?

—Desde mi punto de vista, no.

—Pues cállese.

Parecía repentinamente aterrado o, quizá, dolorido.

—Cállese. No quiero discutir ahora de eso. Después de todo, es una superstición mía. No tengo pruebas de que mi mujer piense en nadie los domingos por la noche, ni siquiera de que piense. Pero si usted me convenciera de que, aun así, me pone realmente los cuernos, tendría que matarla.

Bajó la cabeza y miró a la mar. Bailaba, sobre las olas, una gamela.

Dentro, un rapaz la achicaba, chorro a chorro, con un bote de conservas.

—En el fondo, quiero a mi mujer, y cuando me acuesto con otra, pienso en ella. ¿Tiene tabaco?

Liaron unos cigarrillos.

—Usted es un hombre difícil, Carlos. Me deja hablar solo, me mira, me hace perder el hilo y acabo por sacar los trapos sucios a la luz. ¿Por qué me deja hablar solo?

—Si usted quiere explicarme por qué el perdón de doña Mariana por la Iglesia es una injusticia, ¿qué voy a hacer, sino escuchar?

—Podía usted estar de acuerdo conmigo.

Carlos se encogió de hombros.

—No he pensado jamás en el perdón de doña Mariana, ni siquiera en mi propio perdón.

—¿De veras? Entonces, ¿no es usted creyente? ¿Es cierto que no lo es?

—Tampoco puedo responderle. Pero usted, el otro día, se confesó a mí precisamente porque no lo era.

—El otro día —respondió don Baldomero con melancolía—, me hacía falta que no lo fuese. Hoy, si no lo es, ¿cómo va a entender que la salvación de doña Mariana será una injusticia? A usted no puede dolerle… Pero quizá algún día le duela, y entonces se acordará de lo que le dije. Entérese bien: el padre de la Vieja era masón, y trajo el liberalismo a Pueblanueva. Él tiene la culpa de que haya aparecido Cayetano, de que los obreros sean socialistas, de que don Lino enseñe el ateísmo a los niños de la escuela. ¡Él, sólo él! Pero su hija pudo deshacerlo. Si ella lo hubiera querido, habríamos levantado una muralla en medio de esas montañas, nos hubiéramos encerrado aquí, el mal no habría penetrado. Pecaríamos, sí, señor, como siempre, pero con esperanza. Ahora nos hemos cerrado las puertas del cielo. Estamos tan malditos como todos los españoles.

Hizo una pausa.

—Estamos, quizá, mucho más malditos que los demás, y yo maldito sobre todos. Más maldito porque conozco el camino y no me atrevo a seguirlo.

—El otro día me dijo usted que el camino no era fácil. Recuérdelo. Aquello de que Cristo había dicho…

—¡No, no! No es eso. Para salvarme no necesito ser virtuoso, sino sólo merecer, por algún acto mío, el arrepentimiento final. Volvemos a lo del otro día.

—Que usted no acabó de explicarme.

—¿Qué más da? Puedo explicarlo ahora. El secreto que nadie se atreve a decir es que los españoles nos hemos salvado, hasta ahora, por los méritos de España: España merecía por todos y para todos. Pero España ha dejado de ser meritoria, y nosotros quedamos en la miserable condición de cualquier cristiano. Si quieres salvarte, sé virtuoso. Si quieres salvarte, no robes, forniques, no tengas envidia. Sé bueno e irás al cielo ¿No lo encuentra terrible?

Hizo una mueca de asco.

—Así no se puede, amigo mío. Y no será porque no lo hayan vaticinado a tiempo. Mi bisabuelo, según le oí a mi padre, ya lo decía cuando la Virgen Santísima se apareció en Francia, y no en España, como debía ser. Fue una advertencia. No le hicimos caso: vino el liberalismo, vino la primera República, ahora viene la segunda… ¿En qué pararemos?

Carlos se encogió de hombros.

—No me lo pregunte. Le repito que no entiendo nada de lo que me dice, aunque me interesa.

—Yo se lo diré. Acabaremos en un país de desesperados, y la nación entera lo será también. Porque, amigo mío, se aguanta la vida cuando hay esperanza de salvación; pero, sin ella, ¿por qué vamos a aguantar? Lea los periódicos. Los obreros de tal sitio se dejan matar, los de tal otro prenden fuego a la fábrica, aquí y allá queman iglesias. ¡Naturalmente! ¿Para qué dejarlas en pie si no les sirven para nada?

—Bien; pero si es como usted dice, no veo que le quede ningún camino.

—Siempre está el monte —respondió, con brío, don Baldomero; y al decirlo, algo así como un envaramiento militar paralizó fugazmente su cuerpo—. Perdemos la esperanza si aceptamos este estado de cosas; pero si nos rebelamos, la esperanza puede volver al corazón.

—En cierto modo, es usted ya un rebelde.

—¿Qué idea tiene usted de la rebeldía? ¿Barafustar aquí y allá, poner verde al gobierno? No, amigo mío. La rebelión tiene que ser eficaz y pública. Echarse al monte con un fusil.

—¿Por qué no lo hace?

—Porque el demonio me tiene ya ganado; me hizo poltrón y borracho.

En el monte, además, no hay mujeres. Y, como usted comprenderá, no es fácil encontrar a ninguna que se avenga a la vida de soldado. Los tiempos han cambiado.

—Según eso, los muertos en esa guerra tendrían abierto el camino del cielo.

—Sí. Pero ¿quién se atreve a arriesgarse? Es muy fácil pensarlo. Yo mismo, que tengo escondidos en el corral un par de fusiles viejos, lo pienso a veces. Pero no hago más que pensarlo: me falta el coraje de los hombres antiguos. Hemos degenerado; el liberalismo nos hizo maricones a todos.

Señaló con el puño cerrado la casa de doña Mariana, medio escondida entre la neblina del atardecer.

—Por eso la odio. Sin ella, yo hubiera sido el amo aquí, yo hubiera levantado murallas contra el mal, yo hubiera capitaneado un valle de rebeldes, y todos seríamos felices. Ahora, ni ella vive en paz, ni nosotros. Cayetano se enriquece cada día, y nosotros nos odiamos los unos a los otros porque Cayetano es rico. Seduce a las mujeres, nos deshonra, y nosotros nos odiamos porque no podemos seducir a la hija del vecino y deshonrarle. Pisa nuestros derechos, y nosotros nos odiamos porque no podemos pisar el derecho del vecino. ¿Ha visto alguna vez situación semejante? Somos las víctimas de Cayetano, y nos detestamos porque no podemos ser como él y hacer lo que hace.

—Según eso, para usted Cayetano es el mal.

Don Baldomero se quitó la gorra y se santiguó.

—Dios me perdone, es el Anticristo.

El día siguiente era el último del año. Carlos se despertó temprano, y vio desde la ventana la mar en calma y el cielo claro. Discutía, delante de la puerta, un grupo de pescadores alrededor de Xirome, vestidos con ropas de aguas, como si fueran a embarcarse. Cerca del malecón, una pareja de
bous
, con las máquinas encendidas, lanzaban señales de sirena. Los marineros embarcaron en la gamela: desde la orilla, unas mujeres decían adiós. Entró la
Rucha
con el desayuno.

—Le ha venido recado de que pase por el Ayuntamiento. Le molestó.

Había hecho proyectos para aquella mañana.

—¿Qué me querrán? —preguntó a doña Mariana.

—Algo de contribuciones o de consumos.

Se sentó junto a ella y echó un vistazo al periódico.

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