Sacó la pipa del bolsillo y la cargó mientras hablaba.
—Claro que puedes establecerte por tu cuenta, si es eso lo que prefieres; pero ni tienes dinero para poner la clínica, a no ser que vendas tus bienes, ni ganarás una peseta, porque aquí la gente paga al médico un duro al mes de iguala, y como ya tenemos a don José, nadie estará dispuesto a pagar dos cuotas. Además, la gente no entiende de psiquiatría. Cuando alguien se vuelve loco, lo llevan al manicomio de Conjo.
—Nunca he pensado establecerme aquí.
—¡Ah! Eso es otra cosa. Ya la discutiremos, pero no deja de ser razonable. Ahora bien, ¿tienes dinero para montar un sanatorio en otra parte? ¿Piensas vender tus bienes? En ese caso, te los compro. Quince por ciento más que el que más te pague. Te advierto que esta oferta también te conviene, porque si saben que los deseo, nadie se atreverá a comprarlos.
—Lo tendré en cuenta. Es lo más que puedo responderte ahora.
—No tengo prisa. Pero ya que hablamos de esto, ¿por qué vas a marcharte? En Pueblanueva se vive bien, y las condiciones que te ofrezco son inmejorables. Yo que tú me tomaría la molestia de estudiarlas bien, antes de rechazarlas. Aunque comprendo que así, de pronto…
Arrugó la frente; miró a Carlos con hosquedad.
—… hasta ahora no has hablado más que con mis enemigos. La vieja, y ese desgraciado de Aldán, y el boceras del boticario, y el
Cubano
, y la gente de la taberna. Estoy bien enterado. Envidiosos, fracasados, mendigos. Lo que te han dicho te hará desconfiar de mí. Pero tú eres inteligente, y comprenderás en seguida que un hombre como yo tiene enemigos necesariamente.
Volvió a sentarse junto a Carlos. Éste había encendido un cigarrillo, y no perdía un solo gesto, una sola palabra de Cayetano. Todo su ser receptivo, como cien mil antenas, permanecía alerta.
—Aldán era
nuestro
amigo. Envidioso ya, a los quince años, ¿te acuerdas?, ¡envidioso de tus trajes bonitos y de mis balandros!; pero eso se olvida cuando se es hombre, y yo lo olvidé. Llegaron por aquí los Aldán, hace dos o tres años, derrotados, hambrientos. Su padre no les había dejado más que deudas. Se metieron en ese pazo, donde llueve dentro como fuera, y no comen más que maíz y pescado. Llamé a Aldán y le ofrecí trabajo. Es listo, lo sé, y tiene estudios. No me hacía puñetera falta un tipo como él en mi oficina, discutidor y vago, pero le ofrecí un sueldo decente. ¿Sabes lo que me respondió? Que prefería morir de hambre con su familia antes que comer mi pan. Eso, en primer lugar, es una grosería…
Pegó un puñetazo en la mesa.
—¡Es un vulgar sinvergüenza! Prefiere comer de lo que cosen sus hermanas, y lo mismo comería de su trabajo si fuesen prostitutas; a él lo que le importa es andar por las tabernas hablando de revolución y justicia social, es decir, hablando mal de mí, que he sacado al pueblo de la miseria. Hasta que me canse y le dé una paliza delante de sus camaradas, a ver si hay uno solo que salga por él. Te habrá dicho pestes de mí —agregó, cambiando el tono de irritado en despectivo.
—Te aseguro que no. No hemos hablado de ti para nada.
—Ya te las dirá. Ninguno de ellos puede desear que seamos amigos.
—Concédeme discreción suficiente para saber elegir los míos.
—Yo, desde luego. Sé lo que vales, y respeto la inteligencia. La prueba acabas de tenerla. Pero a ellos no les preocupa eso.
—¿Y a ti te preocupan ellos?
Cayetano vaciló un instante.
—¿Qué quieres decir?
—Nada más que eso: si te preocupan.
—Como una pulga. El tiempo que tardas en matarla. Pero… ¿por qué ha salido a relucir esa gente? Hablemos de otra cosa.
—Me decías, por ejemplo, que en Pueblanueva se vive bien.
—¡Ya lo creo! Aquí me tienes a mí. Podría vivir en La Coruña, o en Madrid, o donde me diese la gana. Pero aquí lo encuentro todo. Incluso mujeres.
Golpeó la rodilla de Carlos con la mano abierta.
—¡Mujeres estupendas, chico! Y fáciles. No tienes idea… Un hombre como tú puede acostarse con quien le dé la gana. Aldeanas y de las otras. Las bañas, les pones ropa limpia, y como cualquiera de Madrid.
Bajó la voz, en tono confidencial, con picardía en la sonrisa y en los ojos.
—Mira. A ese imbécil de Aldán quizá no llegue a pegarle, pero un día cualquiera me acostaré con su hermana Inés, que es muy guapa, por cierto, y que lo está esperando a pesar de su aparente beatería; y al boticario le pondré los cuernos cuando me apetezca, no porque su mujer valga un pito, que no lo vale y está medio tísica, sino para que se calle de una vez.
Y añadió, como resumiendo:
—En Pueblanueva del Conde no hay más mujeres decentes que mi madre.
Cogido de repente, Carlos no pudo disimular su asombro; y puso la misma cara que si un relámpago le hubiera alumbrado en las tinieblas.
Pero a Cayetano le engañó el gestó.
—No he querido ofenderte —dijo.
—A mí?
—Tu madre fue una verdadera dama; lo sabe todo el mundo. No pensaba en ella, como es natural; que en paz descanse. Me refiero a las otras, y lo que dije, dicho está.
Se puso de pie otra vez, de pie y erguido; y habló con voz tajante:
—No excluyo a ninguna. Y como lo que voy a decirte lo oirás un día de éstos, contado por cualquiera, quiero ser yo quien te lo diga. La primera de todas, la más zorra, la Vieja. Fue querida de mi padre durante veinte años, y tiene en América un hijo que es medio hermano mío.
Había orgullo en su voz. Comprendió Carlos que, para Cayetano, en
aquello
se coronaba la conversación; que para decírselo le había traído, le había convidado, le había hecho ofertas.
—Sólo por eso, ¿comprendes?, sólo por eso tolero que bastantes acciones del astillero estén en manos de la Vieja. Irán a parar a las de mi hermano cuando ella muera. Pero el daño que hizo a mi madre no se lo perdonaré jamás.
Hablaba con énfasis dramático, aunque sincero. Sin embargo, a Carlos le parecía que lo verdaderamente importante y revelador de cuanto había dicho fueran sus palabras anteriores. «No hay más mujeres decentes que mi madre.» Carlos se agarraba a ellas, las retenía, se hubiera desentendido de todo lo demás para quedarse a solas y contemplarlas, analizarlas, destriparlas, ver a su luz el alma de Cayetano.
—Son cuestiones distintas. Él es mi hermano, al fin y al cabo, y no quiere nada con su madre. Esto me lo hace simpático.
Sonó, con voz aguda y prolongada, una sirena, y, al mismo tiempo, el reloj de la chimenea —inglés auténtico y antiguo, por supuesto— dio las doce.
—Perdóname. Tengo que ir…
Pero no continuó la frase.
—Ven tú también. Ahora, todos los obreros que viven lejos, en vez de ir a sus casas y perder el tiempo, disponen de comedores limpios. Les traen el yantar, tienen una cantina barata por si quieren vino, y les queda luego media hora larga de descanso. Pronto les haré un casinillo para que jueguen a la brisca o al dominó. Ven. Yo me doy todos los días una vuelta, para que sepan que los cuido.
Salieron del despacho a un césped reluciente y, por una veredita, llegaron a una especie de barracón encalado, con grandes ventanales, por una de cuyas puertas iban entrando los obreros. Una larga cola de mujeres y mozas con cestos y fiambreras esperaba fuera.
—Para que no se arme barullo, primero entran ellos y se acomodan: después las mujeres, que, sabiendo cada una el sitio, van directamente. Todo bien organizado.
En la cola de mujeres había, al menos, rumor de voces, apagado súbitamente al paso de Cayetano y Carlos. Entraron, por una tercera puerta, a la cantina, desde cuyo mostrador se veía la nave ancha y fría, con grandes mesas de pino, muy blancas y limpias. Los obreros entraban en silencio e iban cada uno a su mesa, después de coger un vaso de aluminio y llenarlo de agua. Algunos, pocos, se acercaban a la cantina y pedían medio cuartillo de tinto que les servía una moza en tazas blancas. Cayetano explicaba menudencias orgánicas, mientras Carlos, asintiendo sin saber lo que oía, examinaba a los trabajadores, se detenía en tal o cual rostro especialmente espabilado, o rencoroso, o triste. Luego, con algarabía de voces, aunque en orden, entraron las mujeres. Sacaban el contenido de los cestos o de las fiambreras, y esperaban, de pie, a que los hombres comiesen.
—Hay una de éstas que quiero que conozcas. Ven adentro.
Le llevó a una habitación desnuda detrás de la cantina, y encargó a la cantinera que llamase a alguien.
—Ya verás qué bombón. ¡Veintitrés añitos como veintitrés soles, estrenados por mí!
Rió sensualmente.
—Ya te dije. Eso es muy fácil aquí.
No sorprendió a Carlos la voz de Rosario, que preguntaba, desde la puerta:
—¿Hay permiso?
Pero sí el tono desenvuelto, con un punto de desvergüenza. Carlos se volvió a mirarla; tardíamente, porque al entrar, Rosario le había visto y su actitud había cambiado.
—Buenos días —dijo, y se detuvo.
—Ven acá, buena pieza. —Cayetano la tomó de un brazo y la acercó hasta Carlos—. Este señor es el doctor Deza. Dale la mano.
—¿La mano? ¿Darle la mano yo al señor?
Instintivamente escondió los brazos; en su mirada había algo de angustia, pero en la de Cayetano brilló un relámpago de ira. Carlos corrió al quite:
—La conocía ya. Hemos venido juntos en el autobús, hace unos días.
Y le tendió la mano. Rosario, dubitante, la tomó.
—Tienes que perdonarle. No está todavía al tanto de las buenas costumbres. Pero es bonita, ¿verdad?
Dio una palmada a Rosario en el trasero, una palmada sonora; y Rosario se revolvió como pisada.
—¡Vaya! Podía guardar las bromas.
—¡Anda! Vete junto a tu padre, y aprende a dar la mano como una señorita.
Camino de la puerta, sin volverse, Rosario respondió:
—¡Vaya a paseo!
Cayetano afectaba diversión, pero en sus ojos persistía la dureza.
—Arisca en público, pero en la cama es una gloria.
Y luego, como sin dar importancia:
—Si no me equivoco, vive en una casa de tu propiedad.
—¡Ah! ¿Sí?
—Una casa vieja, con unos ferrados de tierra: la Granja de Freanes. Pero por poco tiempo. El mes que viene habré terminado el nuevo grupo de casas para obreros, y ocupará una con su familia. Me conviene sacar a mi gente de la tierra y tenerla cerca de mí. A éstos, por doble motivo.
Volvió a reír con la misma risa sensual y ruidosa mientras empujaba a Carlos hacia la salida.
—Ya lo sabes. Piensa lo que te ofrecí, si decides quedarte. No tengo prisa por la respuesta. ¡Ah! Y no cuentes nada a la Vieja; después, ella se lo dice a mi padre, y tenemos líos. No es por mi padre, sino por mi madre.
Añadió con unción respetuosa, sincera:
—Es una santa.
Carlos permaneció silencioso durante la comida. Tomaban café cuando doña Mariana le preguntó:
—¿Te pasa algo?
—No, pero estoy preocupado. ¿Sabe usted que esta mañana encontré a Cayetano? Me llevó al astillero, me lo enseñó, me invitó a una copa.
Contó lo sucedido.
—¿Y eso te preocupa? ¿Piensas aceptar su oferta?
—¡Oh, no, de ninguna manera!… No es por ese lado. Es…
Hizo con la mano un gesto vago.
—Mire usted: empiezan a fallarme los presupuestos. Claro que me sucede por la manía de imaginar la realidad desconocida en vez de esperarla. Pueblanueva no es como suponía; usted, tampoco. Pero si todo se redujese a Pueblanueva y usted, no habría problema. Ahora bien: ayer, un hombre disparatado y borracho me hace confidencias, y hoy, Cayetano Salgado exhibe ante mí su poder, pero, al mismo tiempo, su debilidad, aunque sin saberlo. Entre don Baldomero y Cayetano apenas si hay relación; no la hay entre lo dicho por uno y por otro. Sin embargo, los dos me interesan, lo cual tampoco es extraño, porque mi oficio empieza por ahí: interesándome por las gentes.
—Aunque así sea, ¿qué hay en ellos para preocuparte?
—No son ellos; soy yo mismo quien me preocupa. Más bien es mi relación con ellos y con usted. He vivido durante muchos años ignorándolos. De pronto, descubro que mi vida, y mi existencia, tiene una plaza en la de todos ellos; una plaza tan grande como la que tengo en la de usted. Por razones distintas, que no hubiera podido imaginar, todos me esperaban. Y no me extrañaría ya ir conociendo cada día nuevas gentes y encontrarme con que también significo algo para ellas. Gentes desconocidas ¿Por qué es así? ¿Tiene que ver esto conmigo, con mi vida? Vuelvo a hacerme la misma pregunta que el otro día: ¿es esto mi destino? Y si lo es, ¿por qué lo he ignorado, por qué he preparado mi vida para un destino distinto?
Doña Mariana le había escuchado atenta, con la cafetera en la mano, sin servir el café. No respondió a la pregunta de Carlos, pero algo en sus ojos le invitaba a continuar.
—Ahora necesito hablar con usted de mi padre. He respetado su silencio de ayer. Pensaba respetarlo hasta que usted quisiera, pero ya no lo considero necesario. He leído las cartas.
—¿Y qué?
—Está claro que mi padre la quiso a usted toda su vida, y que no se lo dijo nunca por razones que ignoro, acaso por timidez. Y está claro también que usted ni comprendió su amor ni le amó. Esto es una novedad. Juzgándola por sus propias palabras, yo hubiera creído que usted no sólo le había amado, sino que le amaba todavía.
Doña Mariana había servido el café y ofrecía la taza a Carlos. Él la tomó y la dejó sobre la mesa, sin probarla.
—Hay, sin embargo, muchas cosas que ignoro. Espero que me las cuente.
—He querido mucho a tu padre, aunque a mi modo. Nunca fui sentimental ni enamorada. Sentí por él una gran amistad; si lo prefieres, una amistad de hombre a hombre.
—Sin embargo, usted tuvo un amor, o, al menos, una aventura amorosa.
—Ésa es otra cuestión, de la que ya hablaremos. Quise a tu padre, y sobre todo, le admiré. Era admirable, porque era entero y bueno. Jamás se me hubiera pasado por la cabeza que me amase; me hubiera parecido ridículo que él, admirable, se fijase en mí, que tenía de mí misma muy mala opinión. Yo era una cabeza loca. Entiéndeme bien: no hice, por aquellos años, nada indecoroso, y lo que hice después tampoco lo fue. Quería y respetaba a mi padre, y por nada en el mundo le hubiese disgustado. Mis hazañas y mis locuras fueron demasiado atrevidas en una sociedad que poco a poco se libraba de la mojigatería. Montar a caballo, jugar al tenis y salir a la calle en bicicleta con falda-pantalón. Ésas fueron mis faltas más graves.