Carlos rió.
—Ahora te hace reír, y a mí también. Pero en mil ochocientos noventa y tantos, la cosa no era para tomarla a broma. Tuve mala reputación, aunque infundada. Tu padre, como sabes ya, se batió una vez por mí; pero me temo, además, que haya creído la calumnia, y que al creerla, todo se le hubiese desmoronado. Porque si no, ¿a qué vino su fuga, su renuncia a una carrera de extraordinario porvenir? Hubiera llegado a Presidente del Consejo. Valía más que todos los jóvenes de su tiempo juntos.
—Esto aclara una parte de la cuestión.
—Todavía no. No sabes que mi padre me dijo: «Ese chico te quiere», y que yo no lo creí; y, sin embargo, di vueltas a la idea muchas noches, y tuve escritas varias cartas preguntándoselo y no me atreví a enviárselas. No me cabía en la cabeza. Me parecía que si tu padre me quería, era menos admirable de lo que yo pensaba; y yo no era capaz de renunciar a admirarlo. Fue una estupidez.
—¿Por qué?
—Porque si tu padre me hubiese dicho que me quería, me habría casado con él; y lo mismo diez años después, cuando murió mi padre y vine a Pueblanueva. Entonces estaba convencida de que, si me había querido alguna vez, el amor le había pasado. Lo encontré solo, melancólico, entregado a trabajos inútiles, o que me lo parecieron. Yo tenía treinta años. Le dije: «Fernando, tienes que casarte»; y él no me respondió. Pero cuando le busqué una buena novia, una muchacha digna y con algún dinero, aceptó. Mía es la culpa de que se haya casado con tu madre.
Hizo una pausa. Algo en sus ojos mostraba su alma conmovida.
—He sabido siempre cuándo un hombre me deseaba, no cuándo me amaba. Quizá fuese por temor. No me. importaba nada, más que la libertad, y sabía que al casarme con quien fuese, la perdería.
Carlos sonrió.
—Veo que, a los treinta años, se parecía usted bastante a mí.
—Sí. Pero algo sucedió entonces qué me cambió, aunque no me diese cuenta sino más tarde.
—¿La aventura?
—¡No! —respondió ella con desdén—. La aventura fue un error. Yo misma, cuando la recuerdo, no la entiendo bien.
Se levantó a medias y atizó los leños de la chimenea.
—La testamentaría de mi padre me retuvo casi un año en Pueblanueva.
Yo pensaba, en un principio, vender mis bienes y no volver más por aquí, y así se lo dije a tu padre. Él no me respondió. Venía todas las tardes a verme, con el pretexto de estudiar los papeles viejos de nuestra casa. ¡Cuántas veces le dije: « ¿Por qué no te los llevas? Yo no los quiero para nada»! Un día me pidió que le ayudase, y lo hice. Trabajábamos juntos dos o tres horas, merendábamos y comentábamos después, alegremente, lo que habíamos descubierto; de modo que, en pocos meses, supe de vidas y de hechos que había ignorado, y sin darme cuenta, fui teniendo amor a los muertos, a lo que habían hecho y a lo que habían dejado como recuerdo. Cuando un día vinieron a proponerme la venta de esta casa, y de mis fincas, y de todo lo que había heredado de mi padre, me pregunté con asombro si alguna vez había pensado en deshacerme de ellas. Y tu padre me dijo: «¿No lo recuerdas ya? Querías venderlo todo». Comprendí que él había cambiado mis sentimientos sólo con hacerme conocer lo que desconocía.
—Hizo con usted lo que usted quiere ahora hacer conmigo.
—Quizá. En cualquier caso, no pretendo más que devolver lo que he recibido, o, si lo prefieres, restituirlo. Es, para mí, una cuestión de la mayor importancia. Debo a tu padre, a su paciencia, a su amor silencioso, lo que hoy más estimo de mí misma.
—¿Y no sería que mi padre pretendía no perderla, atarla a estas cosas y a estas tierras para tenerla a mano, aunque hubiera de casarse con otra mujer?
—Y si fuera así, ¿qué? No se me había ocurrido nunca, y acaso haya sido así.
Cerró los ojos, como recordando, y continuó:
—Pero no, no. No fue por eso. Cuando marché de Pueblanueva, tu padre, ya casado, recibió la noticia como cosa natural y esperada. Yo pensaba volver, no sabía cuándo, pero pronto. Me sentía, efectivamente, un poco atada por las cosas. La herencia de mi padre requería cuidado, y él lo había dejado todo de modo que me obligase a vigilar mi patrimonio si quería conservarlo. Sin embargo, mi vida anterior tiraba todavía de mí. Me ilusionaba ir a París, a la Exposición Universal, y allá me fui. Un día conocí a un hombre…
Otra pausa; un rictus ligeramente triste endureció sus labios.
—Ruso, militar. ¿Qué quieres? Por primera vez jugué al amor. Él era casado. De regreso a Madrid me sentí embarazada. Si viviese mi padre, hubiera sido una catástrofe. Muerto él, hice lo posible por tomar a broma mi situación. Tenía dinero suficiente y una idea de mí misma lo bastante elevada para no dejarme abatir. Mi posición y mi dinero me permitían guardar el secreto de mi estado sin asomo de escándalo. Fingí un mal de hígado y me dediqué a la cura de aguas en balnearios extranjeros. Llegó, sin embargo, el momento en que necesitaba la ayuda y la confianza de alguien. Escribí a tu padre desde Burdeos; le dije que me encontraba en un grave apuro y que le necesitaba a mi lado. Vino en seguida, me escuchó y sólo me respondió: «Si no me hubieras empujado al matrimonio, podría ahora casarme contigo». Nada más, pero con una voz tal, con una pena en la mirada, como si algo se hubiera destrozado para siempre en su corazón: una ilusión o una esperanza. Permaneció, silencioso siempre, junto a mí; me acompañó cuando nació mi hijo, buscó quien lo tomase a su cargo, quien le diese nombre, y cuando todo estuvo arreglado, marchó a Pueblanueva. También yo volví a Madrid, aunque harto cambiada en mis aficiones y en mi humor, no por haber tenido un hijo bastardo, sino por la pena que había causado a tu padre. Me acusaba a mí misma de estúpida por no haber comprendido los sentimientos del mejor hombre del mundo. ¡Qué claros veía entonces los indicios de su amor, acumulados año tras año en cartas, en actos, en palabras! Llegué a desesperarme, y un día decidí volver a Pueblanueva, y, si él lo quería, a ser su amante. ¡No te asombres, no pongas esa cara! Me importaba un bledo lo demás, si todavía él podía hallar en mí un poco de felicidad. Le escribí una carta. No le decía mi propósito, pero mis palabras eran lo bastante claras para que él supiera a qué atenerse. Malbaraté todo lo que en mi casa madrileña me resultaba odioso o inútil; envié lo demás a Pueblanueva, y poco después me trasladé aquí definitivamente; pero cuando llegué supe que tu padre había desaparecido. Nadie sabía por qué causa. Tu madre adivinaba que yo era la más importante de ellas, y así me lo dijo. Me culpó con razón. Sin embargo, ella ignoraba que su marido había huido para evitarle la humillación y el dolor de verle enamorado de mí.
Se oyeron en la calle ruido de músicas y voces infantiles que cantaban un villancico. Los ojos de doña Mariana se habían humedecido, y su rostro, habitualmente altivo, se dulcificaba y parecía implorar. Entró la
Rucha
y anunció que los niños de la Catequesis pedían el aguinaldo.
—Perdóname, Carlos. Tengo la costumbre de convidarlos personalmente.
Se levantó y salió. Carlos se acercó a la ventana y miró a la mar, indiferente al jolgorio de los niños, que entraban, atropellándose, en el zaguán. Había clareado la tarde, pero el viento salpicaba de blanco las crestas de las olas meneaba los
bous
anclados frente a la casa. Con la frente pegada al cristal frío, se esforzaba en pensar, sin conseguirlo; un sentimiento confuso y fuerte ascendía de su corazón y le oscurecía la cabeza, como si durante largos años hubiera estado escondido y ahora se derramase por todo su ser v lo llenase. Fue como una de aquellas olas en que la rasar se hinchaba, se levantaba, se rompía en la espuma. Abandonó la ventana, bebió rápidamente una taza de café y una copa de coñac. Se sentó, volvió a levantarse, buscó distracción en los cacharros guardados en la vitrina, hasta que, poco a poco, el oleaje sentimental se calmó y pudo pensar. Pensó sobre sí mismo, y halló que algo nuevo habían dejado las olas al retirarse: algo así como la evidencia abrumadora de que jamás podría desligarse de los que le habían traído al mundo; de que un sentimiento nuevo le hacía solidario de sus pecados, y de que en esta solidaridad hallaba algo así como un descanso o una escapatoria.
El día de Navidad, por la mañana, doña Mariana le pidió que la acompañase a misa; y como Carlos se sorprendiese, le explicó que era una de sus obligaciones sociales, y, desde luego, la que cumplía de mejor gana.
—Hay un lugar donde Cayetano no podrá vencernos nunca, porque él jamás tendrá acceso a donde nosotros lo tenemos.
Le contó por el camino que, en virtud de un antiguo privilegio, no sólo los varones de las familias Churruchaos, sino también las hembras, podían sentarse en un banco del presbiterio, precisamente al lado del Evangelio.
—Que se sienten los hombres en el presbiterio no tiene nada de particular; que nos sentemos las mujeres es tan extraordinario como el derecho de no sé quién a entrar a caballo en la catedral de Santiago. Tu padre me leyó en una ocasión el texto del documento, que guardo bien guardado, por si acaso. No sé cuál de los Suárez de Deza ayudó al arzobispo contra otro Suárez de Deza que lo tenía sitiado en su propia iglesia; pero el sitio se levantó precisamente por intercesión de una mujer, esposa del primero. El arzobispo, agradecido, la autorizó a sentarse en el presbiterio de nuestra iglesia —porque Santa María de la Plata es nuestra—; a ella y a todos sus descendientes, y a las esposas de los varones que saliesen de ella; de modo que tu madre, mientras vivió, oyó misa a mi lado y se sentó en mi mismo banco, aunque sin dirigirme la palabra. La madre y las hermanas de Aldán también pueden hacerlo, pero no se atreven. Van a misa a otra iglesia.
—Pero ¿y los curas?
—La iglesia, como te dije, es nuestra, o, mejor dicho, mía; y tengo derecho de presentación. A los curas, antes de ser nombrados, les parece muy bien el privilegio; pero más adelante suelen indicarme que renunciar a él, en mi nombre y en el de todas las que pueden reclamarlo, sería un acto de humildad.
Hizo una pausa y añadió:
—Como habrás observado, no soy humilde. Y, aunque lo fuese, tendría que aguantar, porque la única persona que se escandaliza de verme sentada en el banco es doña Angustias, y es la única que protesta. Como da muchas limosnas y dinero para el culto, los curas siempre quieren estar a bien con ella.
Habían llegado ala iglesia. Grupos de hombres aguardaban junto al pórtico el toque de entrada. Saludaron. Doña Mariana, erguida y solemne, se adelantó por el pasillo, pasó la puerta del comulgatorio; Carlos la seguía unos pasos detrás. Se arrodilló junto a ella; se santiguó como ella y luego se sentó a su lado.
—Otro día, cuando entres —le dijo doña Mariana en voz baja—, ten la precaución de ofrecerme agua bendita.
El cura, al salir, después de inclinado ante el altar, se volvió hacia ellos e hizo una reverencia, a la que doña Mariana contestó. Empezó la misa.
Carlos, olvidado del rito, miraba a doña Mariana. Se ponía de pie, se santiguaba, se arrodillaba cuando ella lo hacía. Después del Evangelio, el cura se sentó en un banco frontero, y un clérigo alto, desgarbado, narigudo y pelirrojo se arrodilló ante el altar y oró un momento; vestía la sobrepelliz encima de un hábito blanco y pardo. Saludó al oficiante y a doña Mariana. Carlos creyó que, además, le había sonreído a él como saludo singular y personal.
—Éste es Eugenio Quiroga.
Fray Eugenio habló, durante unos minutos, de la Venida de Cristo, que ya estaba entre nosotros: con voz pastosa y dramática, con palabras tan quintaesenciadas que —pensó Carlos— nadie debía entenderle. Quinta esenciadas y, sin embargo, sencillas. Modesto y sobrio en sus modales, sin gritos, sin imprecaciones, de una gran elegancia.
—¿Qué te parece el fraile? —le preguntó doña Mariana.
—Estoy sorprendido.
—Tiene fama de loco.
Al terminar la misa, cuando ya salían, un monaguillo se acercó a Carlos:
—Dice el padre que haga el favor de esperarle. Viene en seguida.
—Daré unas vueltas por la plaza, si no llueve, mientras hablas con él. Hace muchos años que no nos tratamos.
Salió doña Mariana. La iglesia quedaba vacía. Fray Eugenio apareció en el fondo del presbiterio y corrió hacia Carlos.
—Perdóneme que lo haya detenido, pero fue necesario. Ante todo, bien venido. Estoy verdaderamente contento de su llegada.
Le tendía una mano, que Carlos estrechó. El fraile parecía apurado; miraba atrás con desasosiego.
—Véngase aquí, a un lado, a una capilla. Tengo que decirle algo. Otro día nos veremos con más calma y hablaremos. Mire, escuche.
Espió el fondo de la iglesia, por si alguien saliera de la sacristía.
—Por favor, vaya usted a buscar a doña Mariana, y que vea la capilla de los Churruchaos. Ahora mismo. Que no lo deje para mañana. Ahora mismo. Hágalo, por favor.
Le apretó el brazo, como despedida, y marchó hacia el fondo, sombra fantástica en medio de las sombras.
Carlos vaciló unos instantes; luego salió. Doña Mariana esperaba en una esquina de la plaza. Le contó lo que el fraile le había dicho, y le condujo a la capilla.
Se llegaba a ella por un pasillo abovedado, detrás del baptisterio. Al entrar se vieron detenidos por un montón de sacos, apilados en la misma puerta.
—¿Qué demonios es esto?
Doña Mariana golpeó uno de ellos con el paraguas, y salió un polvillo gris.
—Vamos a la sacristía.
Cruzó la iglesia con paso rápido y sin ningún miramiento. Abrió la puerta de la sacristía y entró, altiva, airada, irresistible.
—¡Don Julián!
Un cura cincuentón tomaba su taza de café. Al oírla alzó la cabeza.
—¡Doña Mariana!
—¿Qué pito tocan en la capilla de los enterramientos unos sacos de cemento? ¿Es que se ha caído algo?
El cura se levantó y fue hacia ella.
—No, señora. No se ha caído nada.
—¿Entonces?
—Vamos a hacer un altar a la Virgen de Lourdes.
—¿Con el permiso de quién?
—Doña Mariana, no creo que haga falta permiso.
—¿Se ha olvidado de que Santa María de la Plata es mía?
—Es también de la Iglesia.
—Pero es mía. Y yo no permito que levanten un altar encima de mis muertos.
Se sentó en un sillón, con fría, repentina calma.
—Don Julián, ¿quién paga ese altar de la Virgen de Lourdes?
—Los fieles, naturalmente.