Dentro, en la iglesia, voces viejas, arrastradas, cantaban una canción religiosa. Cantaban sin entusiasmo, voces cansadas. Cesó la canción, el pórtico se iluminó suavemente, y comenzaron a salir unas pocas gentes que huían en seguida, pegadas a las paredes, con chapoteo de zuecos sobre las losas del atrio. Algunas, al pasar, le miraron. Una de ellas, un hombre con un gran paraguas, volvió sobre sus pasos.
—Pero, ¡hombre! ¿Qué hace ahí? ¡Le va a coger una pulmonía!
Don Baldomero, con un impermeable negro y una boina calada hasta los ojos, le cogió de un brazo.
—Véngase conmigo. Le convido a una copa. ¡Con este frío…!
Calle abajo, le explicó que iba todas las tardes al Rosario.
—Mire, la verdad: lo hago por llevarle la contraria a mi mujer. Ella, con esa moda nueva del padre Ossorio, no es partidaria de novenas ni rosarios. En cambio, va todos los días a la misa del monasterio, aunque caigan centellas del cielo. Yo no estoy de acuerdo. Bueno, lo hago también por bien de mi alma, que lo necesita.
Había cerrado su paraguas y se cobijaba bajo el de Carlos.
—Usted me inspira confianza. Puedo decirle muchas cosas más y algún día se las diré.
Y, en seguida:
—Oiga, ¿es cierto que usted sabe la manera de quitarle a uno las preocupaciones?
Carlos rió.
—¿Qué quiere decir?
—Mire, desde que se supo que iba a venir, hemos hablado de usted muchas veces, como es natural. Con Aldán, claro. Él, ya lo sabe usted, no es de los míos, y le suelo hacer poco caso; pero muchas veces dijo que esto de confesarse no sirve ya de nada, y que, en lugar de confesor, se usan médicos, precisamente médicos como usted. ¿Es eso cierto?
—Sí, en cierto modo.
—¿Y sirve de algo? ¿Es como si le absolvieran a uno?
—Es otra cosa.
Habían llegado a la botica.
—Entre, entre. Hay brasero. Digo, si no tiene otra cosa que hacer.
Entraron. Don Baldomero colgó el impermeable de una percha y ayudó a Carlos a que se quitase el suyo. Cambió la boina por la gorra de visera.
—Si no le molesta, seguiré cubierto. Tengo frío. ¿Por qué no se pone el sombrero? Está en su casa.
De rodillas, meneó la ceniza del brasero; luego, acercó dos asientos.
—En seguida nos traerán de beber. Si quiere, de veras, escucharme…
—Claro. ¿Por qué no?
—Lo que le digo puede ser aburrido. Pero hace mucho tiempo que pensaba: cuando venga don Carlos, le hablaré. La culpa de la ocurrencia la tiene Juan, pero no se lo diga, por favor. Se reiría de mí, con razón, porque yo sostengo siempre que estas invenciones modernas no sirven para nada.
Se arregló el vuelo de la gorra y sacó tabaco de una petaca mugrienta.
—Fume. No le parezca mal lo que le digo. Yo creo que detrás de todo lo moderno está el diablo, pero…
Bajó los ojos y añadió en voz baja:
—… a veces hace falta el diablo para vivir en paz.
Entró la criada: la bandeja, el vino, las galletas, como la noche anterior, restos quizá de lo que le habían ofrecido. Don Baldomero llenó las copas; apuró la suya y volvió a llenarla.
—Hace un frío de todos los demonios. Pero, cuando hace calor, bebo lo mismo. No soy borracho, pero bebo. Ayuda mucho, ¿sabe? Usted, si se queda aquí, beberá también. ¿Qué se va a hacer en un pueblo como éste, sin nada en qué entretenerse? O se va a la taberna o se tiene vino en casa. Claro que también se come. Le convidaré un día con unos amigos: hay muy buen marisco. Esos días, entre lo que se habla y lo que se calienta la cabeza, no se piensa en nada; pero, cuando estoy aquí metido, solo, ¿qué voy a hacer sino pensar? Pero pensar es malo. Todo el mal viene del pensamiento. Porque usted peca como un caballo, se arrepiente después, y hasta otra, y todo va bien si no piensa en el pecado. Pero, si piensa…
Se interrumpió y miró a Carlos con desconfianza.
—¿No le estoy aburriendo?
—No. Siga.
—Usted es un caballero, ya lo sé. Pero no está bien que, así, por las buenas, le coja el primero que pase por la calle, le meta en su casa y le diga: siéntese ahí, beba lo que quiera y escúcheme.
—Usted no es cualquiera, sino un amigo.
—¿De veras?
Carlos le respondió con un gesto.
—Usted, para nosotros —continuó don Baldomero— es algo más que un amigo. ¡No sabe cómo se le esperaba! Desde que se dijo que volvía, no hemos hecho más que hablar de usted, algo así como si fuese un redentor. Pero, en lo concerniente a mí, por motivos particulares. No es que esté loco, ¿eh? No es eso. Es…
Vaciló.
—Ante todo, ¿cree usted en Dios? ¿Es usted, como yo, católico, apostólico, romano?
—¿Por qué?
—Porque, si lo es, no me sirve. Pero si no lo es, tendré que explicarle algo previamente.
Señaló los libros del anaquel.
—Yo sé mucho de religión. Vea esos libros; los he leído todos. Usted quizá los desconozca, pero yo los sé de memoria. Sin embargo, no está en ellos toda la verdad. La verdad, a veces, se calla, porque no conviene que la gente la sepa, y hay una verdad que no encontrará usted en ningún libro, pero yo se la puedo decir. A mí es la que me importa más, porque se refiere a mi salvación. Yo no podré salvarme, y usted tampoco. Y lo más gracioso y terrible es que me condenaré sin comerlo ni beberlo.
—No entiendo bien. ¿Quiere decir que se condenará por los pecados de otros?
—No. Por mis pecados, sí, pero no por mi culpa. Por mis pecados y por la culpa de otros.
—¿Es ésa la verdad que no viene en los libros?
—No.
Se levantó, fue al anaquel, echó mano a uno de los volúmenes más desvencijados, pero volvió a dejarlo en su sitio.
—Mire, me he metido en un lío. Yo no debiera empezar por esto, ni siquiera mentarlo. Hay cosas que usted no entenderá, porque viene del extranjero y sabe poco de España. Para entenderlo hay que ser un español hasta las cachas, perdone la expresión, como yo; y sentirlo como yo.
Se sentó, bebió. «Quiere más vino?» Mordió una galleta.
—Iba a leerle el sermón de un francés antiguo, del que quizá haya oído hablar alguna vez, un tal Bourdaloue. Habla «Del escaso número de los que se salvan». ¡Terrible! No me explico cómo los que vivían fuera de España podían estar tranquilos. ¿Qué esperanza puede haber cuando el propio Cristo dijo «Muchos son los llamados y pocos los elegidos»? Es para mandarlo todo a paseo y echarse a la bartola, y pechar luego con lo que venga. Porque Cristo dijo: «Si quieres salvarte, haz esto». Pero, ¡amigo mío!, ¿quién es capaz de hacerlo? ¿Usted sabe lo que es ver una rapaza que pasa por la calle, con las tetas bailando debajo de la blusa, y en vez de mirarla como a una gloria, darle espalda y santiguarse?, pongo por caso de lo que no se puede hacer. De modo que, o renuncia usted a todo lo que hay de bueno en este pijotero mundo, o se condena. Y aquí viene el conflicto. ¿Quién es capaz de renunciar?
Se oyó ruido de pisadas y voces en el portal. Don Baldomero, rápido, se acercó a la puerta y echó la llave.
—Mi mujer. Ella no puede oír estas cosas. Ella —señaló vagamente en una dirección— es de las del monasterio. Ese puñetero fraile las embauca y les habla de esperanza. ¡Esperanza! ¿Es que hay alguna esperanza después de la República? ¡Dios nos ha dado la espalda, nos ha abandonado a nosotros mismos!… ¡Nos ha…!
Carlos alzó una mano, interrumpiéndole.
—Perdone, pero vuelvo a no entender. ¿Qué tiene que ver la República con la esperanza, la desesperación y todas esas cosas de que usted me habla?
—¡Ahí le duele, don Carlos! —respondió Piñeiro, casi gritando; y añadió en voz baja—: Ahí le duele. No lo entiende porque no es, propiamente hablando, un español. Usted empieza, seguramente, por ignorar la Historia de España, como casi todo el mundo. A usted le hablaron de reyes, batallas y monumentos. Eso es secundario; son las consecuencias de la verdadera Historia, que empieza el día en que Dios buscó, entre los pueblos, aquel más capaz de defender su Iglesia, y nos vio a nosotros, dispuestos siempre a morir por una cabezonada. Desde entonces nos señaló y nos envió a Santiago, a san Pablo y a la santísima Virgen María. Fue como si nos dijese: «Quedáis elegidos para la muerte». Pero, amigo mío, con los soldados se tiene benevolencia, y el Señor la tuvo con nosotros.
Volvió a beber. Carlos intentó detenerle con un gesto, pero Piñeiro le apartó la mano.
—Déjeme. Lo necesito. Sólo una vez dije lo que estoy diciendo, y le aseguro que no basta el valor de un hombre. Hace falta el vino.
Le miró de hito en hito.
—¿No se ha preguntado nunca por qué se salvan ciertos españoles especialmente pecadores? Lope de Vega, por ejemplo.
—Le pido perdón, pero, como es natural, ignoro si Lope de Vega se salvó.
—Se salvó, se lo garantizo. Y uno se pregunta cómo pudo salvarse un hombre como aquél, fornicador y sacrílego como nadie. Y uno se pregunta, con más perplejidad todavía, cómo aquel hombre pudo tener siempre confianza en su salvación. Porque la tuvo; de eso hay toda clase de seguridades. La tuvo, lo dijo, y fue el primero en preguntarse por qué la tenía.
Fue al anaquel, y, esta vez sin vacilar, hurgó en los plúteos y sacó un librejo, edición barata de Lope de Vega. Lo abrió y, abierto, vio Carlos que uno de los poemas aparecía encajado entre grandes rayas rojas.
—Ahí lo tiene. Léalo.
Carlos se acercó y leyó:
¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
E, inmediatamente, el recuerdo de los versos restantes le vino a la memoria, y, con él, la clase de Literatura en el Colegio de jesuitas de Vigo. Apartó el libro y siguió recitando:
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno, oscuras?
—¿Lo sabe?
—Claro. Soy bachiller.
—¿Y no se le ha ocurrido nunca preguntarse cómo pudieron haberse escrito esos versos?
—Le confieso que no.
—En la respuesta se encierran muchos secretos. ¡Ah! —añadió; y retiró el libro de sobre la mesa—. Sin embargo, está bien claro. No hay más que ponerse en el lugar de Dios.
Carlos dio un respingo evidente.
—¿Le sorprende o le asusta?
—Por lo menos, me sorprende. Porque, ¿quién podrá o sabrá ponerse en el lugar de Dios? Personalmente, no me atrevería ni a intentarlo. Que lo haga usted, que es creyente…
Vaciló.
—En fin: que me asusta un poco.
—No pase cuidado. No hay pecado. ¡Si lo sabré yo! Tengo amigos teólogos. El doctoral de Santiago es mi amigo, y hemos discutido de esto muchas veces. Claro que él me decía que ando al borde de la herejía, pero me lo decía riendo. En fin: no se trata de ponerse
realmente
en el lugar de Dios, sino teóricamente. Es como un ejercicio escolar.
—¿Estuvo usted en el Seminario?
—Sí, claro. ¿Por qué me lo pregunta?
—No sé. Me lo pareció de pronto.
—Claro que estuve. Hice toda la carrera, y colgué la sotana dos meses antes de ordenarme. Me gustaban las mujeres.
Se sentó, encajó entre las palmas de las manos la cabeza, y se estuvo así unos instantes. Continuó luego, con voz sombría:
—Si no fuera por ellas, yo podría ser santo. Son mi pecado. Los otros vienen detrás. Me gustan las mujeres. Me gustan con las tetas en punta, bien duras. Es una especie de obsesión.
Miró a Carlos con los ojos ya extraviados por el vino.
—Es una tragedia, don Carlos. Mi mujer no tiene tetas. ¿Ha visto usted todo ese armatoste que se gasta? Postizo. Me engañó. Me dio el puñetero pego con unos cucuruchos de algodón en rama. Y cuando me di cuenta, ya no tenía remedio.
Carlos, un poco molesto de la confidencia, le interrumpió:
—Hablábamos de unos versos…
—¡Ah, sí, el soneto! El soneto. Usted pensará que una cosa no tiene que ver con la otra; pero todo viene de lo mismo, todo tiene su ilación. Me gustan las mujeres, me enamoro de la mía, cuelgo los hábitos, me caso como Dios manda, con la esperanza de vivir virtuosamente, y, ¡zas!, el desengaño. Y entonces pienso: Baldomero, el diablo se te ha metido en el cuerpo. Porque, a pesar del matrimonio, me siguen gustando las mujeres. A ésta la miro, a ésta la toco. Un día, caigo, y ya sabe usted lo que pasa: detrás de un pecado, ciento. Y empiezan a atormentarme los remordimientos. Tengo miedo al infierno. La teología no me deja vivir. Bebo, y el vino me hace pensar más. ¡Recoño! ¿Por qué tendremos cerebro? Bebo y pienso y peco; y un día descubro que aún hay esperanza de salvación, por lo que quiero explicarle, eso del soneto, y empiezo a estar tranquilo. Y, de pronto, la República. ¡Al diablo las esperanzas!
Se levantó con un gran esfuerzo.
—A usted le parecerá un disparate, pero los pechos postizos de mi mujer y la República española obedecen al mismo designio inescrutable del Señor. Y uno, ¿qué puede hacer… ?
Se tambaleó. Carlos le agarró por un brazo.
—Siéntese.
—… qué va a hacer uno… si…
Se pasó la mano por la frente, cerró los ojos y se dejó caer como un pelele.
Carlos abrió la puerta de la rebotica y llamó. Se oyeron, arriba, unos pasos rápidos. La voz de Lucía preguntó, alarmada:
—¿Sucede algo?
—Baje, por favor.
Lucía no bajó. Sus pasos se retiraron de la escalera, y, después de un silencio, se escucharon de nuevo, más rotundos, pasos de taconeo.
«Ha ido a ponerse los zapatos», pensó Carlos.
Lucía apareció, toda apurada.
—Su marido, creo que se ha puesto enfermo.
—¡Dios mío!
Arrimada al quicio de la puerta, contempló a don Baldomero, derribado sobre el suelo de tierra apisonada, murmurando palabras oscuras. Lucía no se movió. Levantó hacia Carlos los ojos llorosos.
—¡Dios mío, qué vergüenza! ¿Qué pensará usted?
—Nada, señora. Eso le pasa a cualquiera.
—Una vez. Cualquier hombre se emborracha una vez, pero el mío todas las noches. ¿Cree usted que esto es vida?
Sacó un pañolillo y se enjugó los ojos.
—¡Todas las noches, don Carlos! ¡Beodo, como el último marinero! Y una aguantando, un año y otro, sólo, porque una es decente…
Se acercó a la silla. Carlos la ayudó a sentarse.
—… sólo porque una tiene principios y es una señora. Pero ya ve, metida en este poblacho desde casada, sin otra ilusión que ir al cine los domingos por la tarde; y, encima, tener que acostar cada noche al marido como si acostara a un saco de patatas.