Habían atravesado la plaza. Se oyó, súbita, ronca, sobrecogedora, la sirena del astillero.
—La hora de comer —dijo Carlos—. Muy tarde para que regrese al monasterio. ¿Quiere almorzar conmigo? Cambiaremos de conversación. Podemos hablar de nuestra bella princesa desconocida, que también es un misterio. ¿Cómo supone que será Germaine? Porque usted conoció a su madre, y si se parece a ella…
—Casi no la recuerdo.
Rosario, la Galana, dejó las zuecos en el último escalón. Sus pies, calzados de escarpines, pisaron silenciosamente el entarimado. Se detuvo a la puerta del cuarto de estar. La
Rucha
la franqueó y la invitó a pasar y a esperar, con un gesto. Rosario entró, miró alrededor y caminó hasta la ventana, volvió la espalda a la luz y quedó de pie. Carlos llegó en seguida. Iba a acercarse, pero Rosario le detuvo con un movimiento de la mano y un gesto. Carlos quedó en medio de la habitación, sonriente.
—Mañana es la boda, señor.
—Siéntate.
Señaló un sillón. Rosario adelantó un paso y bajó la cabeza.
—No me atrevo, señor. ¿Qué dirá ésa, si me ve?
—Siéntate.
—Bueno, señor.
Se sentó, con las rodillas juntas y la falda baja.
—¿Quieres desayunar?
—Gracias, señor. Ya lo hice.
Levantó la cabeza. Carlos se había arrimado a la chimenea, con la taza del café en las manos.
—Mañana es la boda. A las siete.
—¿Por qué tan tarde?
—Pensé que seria mejor al anochecer. Aun así, habrá mirones.
—Iré a buscarte en un automóvil.
Rosario levantó las manos, implorante:
—¡Ay, señor, no haga eso! ¡No es propio de una mujer de mi clase!
—Entonces, ¿qué quieres? ¿Que vayamos a pie por la calle, con todo el pueblo detrás?
—Iré con mis padres y mis hermanos, y el señor me esperará en la iglesia. Ya sabe, en la parroquia. Ser padrino no le obliga a más. Habrá después cena para los invitados. Si el señor quiere, puede ir. Me gustaría que fuese y que llevase a algún amigo… Porque los que estarán allí no son para hablar con el señor.
Miraba la puerta entreabierta. Bajó la voz y se inclinó hacia delante, hasta acercarse a Carlos lo más posible.
—Ésa está escuchando. Y tengo que decirle…
Carlos hizo sonar la campanilla. Rosario se incorporó rápidamente.
Entró la
Rucha
, sofocada.
—Perdón, señor. Estaba en la cocina.
Carlos le entregó la taza vacía.
—Llévate esto. Pero antes abre la ventana.
—Va a haber corriente.
—Pues cierras la puerta.
—Sí, señor.
Cuando la puerta estuvo cerrada, Rosario se levantó y se acercó a Carlos.
—Señor, mañana ya seré de mi marido.
—Por tu voluntad.
—Sí, señor. Y me da mucha pena pensar que ya no podré volver a su casa… como antes. Al menos, de momento…
Le echó las manos al cuello. Tenía los ojos húmedos y le temblaba la voz.
—Esta noche, si el señor quiere… Ahora no vivo en mi casa, lo sabes. Sería sospechoso, después de haber estado tú aquí, que no viniese a dormir.
—El señor puede ir a la mía, aunque sea poco tiempo. Ramón se va a las once. A las doce duerme todo el mundo. Encerraré al perro, para que no ladre.
—No está bien, Rosario. Mañana es tu boda.
Ella le miró anhelante, pero su voz era como un mandato.
—Entrará por mi ventana. Si mi luz queda encendida, pasa de largo; pero si está apagada, entra…
Acercó los labios a los de Carlos, cerró los ojos.
—Tengo una cama nueva. Vendí todas las cosas de oro que tenía, y la compré, con otros muebles. Es muy hermosa. Con sábanas finas.
Se apretó más todavía.
—Si el señor viene —susurró—, las que use esta noche no las volveré a usar.
Las manos de Carlos recorrieron los brazos de Rosario hasta la cintura, y la abrazó también.
—¿Y tus padres?
—Duermen arriba. No tenga miedo el señor. Cuando le digo que vaya…
Escondió la cara en el pecho de Carlos, quedó silenciosa y quieta unos instantes; luego le miró con los ojos húmedos.
—¿Irá?
—Sí. Quizá…
Rosario le dio un beso y se apartó.
—Ahora marcho. Recuérdelo bien: pasadas las doce. Y mañana lleve a un amigo.
Llegó a la puerta con pasos menudos, se volvió y sonrió.
—Gracias, señor.
Carlos se acercó a la ventana. La vio salir, tranquila, con la cabeza erguida, y atravesar airosa la calle. Alguien la saludó. Una mujer enlutada se paró con ella y hablaron unos instantes. Después, Rosario continuó su camino hasta perderse.
«Eres un indecente.»
Marchó al salón, se sentó al piano, lo abrió y estuvo unos instantes con los dedos inmóviles sobre las teclas y la mirada perdida en las escayolas del techo. De pronto empezó a tocar, furiosamente; luego, con suavidad. Interrumpió la melodía, cerró el piano de golpe y salió a la calle. Pasó adelante del Casino y, por la ventana abierta, miró al interior. No había nadie. Llegó a la plaza, la atravesó y entró en la iglesia.
—¡Padre Eugenio!
No le respondió nadie. Estaba a oscuras y, al fondo de la nave del Evangelio, se adivinaba una plataforma montada sobre postes de pino. Llegó hasta ella y trepó por la escalera de mano. Habían picado la cal del ábside y se veían las piedras desnudas y la argamasa de las junturas. Curioseó en un montón de papeles y cartones. Descendió, se arrimó a una pilastra y miró hacia arriba y hacia abajo. Los restos del retablo central ocupaban el presbiterio: columnas, santos de palo, doseles dorados, todo en desorden, revuelto con cubos de cal, cubetas de argamasa, sacos de cemento. Un montón de cascote cubría la sepultura de doña Mariana.
Salió.
Pasó entre los puestos de las vendedoras con las manos en los bolsillos y la cabeza agachada. Sintió que alguien le llamaba.
—¡Don Carlos!
Paquito, el
Relojero
, medio sacaba el cuerpo por el ventanuco de su tenderete. Llevaba puesto un extraño monóculo, montado en una especie de tubo corto de celuloide sucio.
—¿Va usted a ver a la señorita Clara?
—No. ¿Por qué?
—Hoy abrió la tienda. Y convida a un vaso a todo el que va allí. Un aldeano cargado de harneros y canastos tropezó con Carlos. Iba a protestar, pero, al verle, inició las disculpas.
—Perdone el señor. No fue con intención de molestar.
Intentaba desprenderse de la carga para quitarse la gorra. Carlos lo tranquilizó. El aldeano repetía:
—No fue con intención…
El
Relojero
le tiró de la chaqueta. Carlos se volvió.
—Déme un pitillo antes de irse.
Le tendía la mano abierta. Carlos sacó unos pitillos.
—Le pedí uno.
—Los demás, para luego.
Siguió caminando entre las vendedoras. Una brisa suave agitaba las lonas de los puestos y acercaba el humo de un freidor de churros. Pregones de mercancías, disputas de precios y calidades.
—No deje de visitar a la señorita Clara… —gritó el
Relojero
. En un extremo de la plaza, un truhán anunciaba la suerte del pajarito. Le rodeaban mozas y niñas; entre preocupadas y risueñas, entregaban las perras, asistían a las manipulaciones del canario con los papeles de colores y, recibido el destino, se escondían a leerlo. El truhán preguntó a Carlos si quería conocer su fortuna.
—No, gracias.
—El canario, a un precio especial, trabaja también para señores. Carlos se alejó. Ya en los soportales, se arrimó a una pilastra y contempló la iglesia y el mercado. Por fin, se acercó a la tienda. Al lado de la puerta, un gran letrero anunciaba la apertura.
Clara vendía cinta elástica a una aldeana vieja. Carlos esperó a que saliera.
—Me dijo Paquito que hoy convidas a tus clientes.
—Sólo a mis amigos.
—¿Me darás un vaso?
—Tengo que pensarlo.
Rió, echó mano a una frasca y la puso sobre el mostrador.
—Te traeré un vaso. Espera.
Desde dentro, Clara preguntó:
—¿Te gusta la tienda?
—No veo ninguna novedad. Las cosas permanecen tranquilas, donde yo las puse. Todavía no se han sublevado.
—Pero ya está todo limpio.
Apareció con el vaso en las manos y sirvió el vino.
—Bebe a mi salud.
Carlos levantó el vaso y miró a Clara a su través.
—Por tu felicidad.
—¡Déjate de eso!
—Entonces, por tu propiedad.
Apuró el vino y dejó el vaso en el mostrador. Clara lo cogió rápidamente, lo volvió a llenar y lo levantó.
—Ahora, yo brindo por…
Se interrumpió.
—¡Cualquiera sabe, tratándose de ti, por lo que vas a brindar! —Por mi salud. Es lo más socorrido.
—Un día me dijiste que eras prisionero de ti mismo. Brindo por tu libertad.
Bebió un sorbo y abandonó el vaso. Se había arrugado la frente de Carlos, y su mirada quería desviarse.
—¿Te parece mal?
—No.
—Te has quedado serio y como triste.
Carlos se acercó una banqueta y se sentó.
—¿Sabes que mañana se casa la
Galana
?
—¿Y eso es lo que te entristece?
—No. Ya lo sabes. Pero…
Inclinó la cabeza. Clara, acodada en el mostrador, empujó hacia él el vaso de vino.
—Anda, bebe.
—No. No quiero más.
—¿Qué sucede ahora con la
Galana
?
—¿Te conté alguna vez lo que me pasó con la otra, con la judía?
—Viniste huyendo de ella. Al menos, eso dijiste. No recuerdo otra cosa.
Carlos cruzó los brazos y miró al aire de la plaza.
—Hay mujeres cuyo amor hace libre. Tú eres seguramente una de ellas. Enamorado de ti, tendría que ejercer mi voluntad, porque me pondrías constantemente en necesidad de hacerlo. Cuando llegué a Pueblanueva, había reconquistado mi libertad en peligro y deseaba mantenerla. Si entonces, precisamente entonces, te hubiera encontrado, me habrías ayudado mucho. Pero, cuando nos conocimos, doña Mariana, por un lado, y Rosario, por otro, se habían metido en mi vida. Desde un principio comprendí que doña Mariana pretendía gobernarme. Entonces hice de Rosario mi defensa: doña Mariana no aprobarla jamás mis relaciones con ella. Apoyado en Rosario, fui libre ante doña Mariana, pero, sin estar enamorado, dejé de serlo ante Rosario. ¿Cómo? Sería difícil de explicar, y yo mismo no he llegado a entenderlo. No hice la corte a Rosario, no fue tampoco el pretexto de que me he valido, como piensan por ahí, para ganar una baza a Cayetano. Todo me lo dio hecho. Fue a mi casa por su voluntad, deliberadamente, y, sin querer, hice lo que ella se había propuesto. Quedé desde entonces prisionero, no de ella, sino de la situación. Esto es, de la situación; de mil cosas y matices de cosas que no son Rosario, ni mucho menos amor, ni siquiera el gusto de acostarme con ella. ¿Cómo iba a rechazarla, si por mi culpa había sido golpeada? ¿Cómo iba a dejarla indefensa? Quizá yo entonces necesitase, sin saberlo, que alguien me quisiera, y ella me quería. Me quería como se quiere a un objeto del que uno se apodera con riesgo, y construía a mi alrededor murallas de mimos y de compromisos que me protegieran para ella, murallas que pusieran en juego mi corazón y mi hombría. Era una criatura desvalida, y yo su única protección. ¿Entiendes?
Clara sonrió.
—¡Menuda lagarta está hecha! ¡La muy zorra!
—Un día me dijo que tenia que casarse, y otro hizo que le regalase la Granja de Freame. Pensé entonces que el asunto estaba liquidado y que, una vez casada, recobraría mi libertad. Pero esta mañana estuvo a verme y le he prometido ir a su casa y dormir con ella.
Clara se estremeció.
—¿Has sido capaz de eso?
Carlos se puso en pie y miró a Clara fijamente. Parecía esforzarse en mantener la frialdad de la voz y la impasibilidad del rostro.
—A ciencia y conciencia de que es una vileza y a sabiendas de que se repetirá siempre que Rosario quiera.
Apoyó el codo en el mostrador y la barbilla en la palma abierta de la mano. Empezó a sonreír…
—Te lo he contado para que me insultes.
—¡Pobre Carlos!
—¿No me insultas?
Ella movió la cabeza. Extendió hacia Carlos las manos, hasta casi tocarle. Luego las cerró fuertemente. Él la miró un instante.
—Bueno. Si no me insultas, será que no lo merezco. A lo mejor no es tan grave la cosa como pienso.
Sacó un cigarrillo y papel para liarlo. Clara empezaba a agitarse; respiraba fuerte y escondía las manos sin sosiego.
—Todo depende del punto de vista. ¿Existen el bien y el mal? Si no existen, ¿qué más da que Rosario duerma conmigo un número indefinido de veces, qué más da que tenga un marido o no, qué más da que yo sea libre o prisionero? Quizá el bien y el mal sean ideas que no se corresponden a ninguna realidad. Si el Universo está vacío y mudo, que Rosario y yo durmamos juntos es tan indiferente como el choque de dos piedras. Y la libertad, otra ilusión. Las causas engendran los efectos, y lo que yo hago es el resultado de un sistema de causas…
—¡Cállate!
—¿Por qué? No conozco otra manera de librarme de mis sentimientos que analizarlos. Ahora siento vergüenza de mí mismo; pero es un sentimiento espontáneo, incontrolado. Con poner las causas en claro, la vergüenza quedará reducida a simple efecto de esas causas. ¿Y por qué va uno a avergonzarse, a desesperarse de ser un efecto entre millones de efectos?
Buscó las cerillas, encendió una. Clara se había echado atrás y ahora se aproximaba.
—Si dejo que esta cerilla arda, me quemaré el dedo. Si soplo, la apagaré. Como sé que la llama me causará dolor, soplaré antes de que llegue a quemarme. El miedo al dolor será la causa…
Clara sopló sobre la cerilla y la apagó.
—Con esto no contabas —dijo con voz resuelta.
—¿Qué quieres decir?
—Ésta es la última noche que duermo en mi casa. Mañana por la mañana, a las ocho, traeré los muebles y a mi madre.
Se irguió violentamente y agarró con fuerza el borde del mostrador.
—No cerraré la puerta y te esperaré. Te esperaré hasta las doce.
Bajó la cabeza, escondió la cara entre las guedejas revueltas. Carlos se habla quedado con las manos levantadas. En una, el cigarrillo sin encender; en la otra, la cerilla apagada.
—Y, si duermo, tampoco cerraré. Cuando vayas a casa de Rosario, recuerda que estoy esperándote. Cuando salgas, te esperaré todavía. Hasta el amanecer.