Los gozos y las sombras (109 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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Cuando se fue, Carlos había desatado el paquete y tenía en las manos media docena de cajas.

—¿Dónde pongo esto?

—En cualquier parte. En el suelo.

—Si quieres, puedo ayudarte. No ahora, que me está esperando el padre Eugenio en la iglesia; pero después, o mañana.

—¿Es así como piensas perderme de vista?

Carlos se levantó.

—Un día me iré para siempre, lo sabes. Mientras tanto…

—Mientras tanto, hay veces en que necesitas hablar con alguien, o hablar conmigo, y Clara que se fastidie. Hasta que un día…

—¿Qué?

Clara levantó hacia él la cara, desafiante:

—Puedo tenderte una trampa.

—¿Piensas que caería en ella?

—Estás hecho de carne.

—Gracias, Clara. Eres la única persona que tiene fe en mí. Crees que soy capaz de algo, aunque sólo sea de caer en una trampa. Yo no me creo capaz ni aun de eso.

—En la que tendió la Galana caíste como un mirlo. Y yo…

Adelantó un paso y miró a Carlos al fondo de los ojos.

—… yo valgo más que ella, y soy más bonita, y te quiero más. Y si te agarro no te permitiré que te deshagas de mí casándome con otro.

Le dio la risa.

—Y tengo un cómplice, ¿sabes? Alguien que me abriría de buena gana la puerta de tu casa.

Carlos se arrimó al mostrador vacío, lustroso; cruzó los brazos y movió la cabeza.

—¿Quién sabe? Sería quizá una solución, quiero decir una solución para mí. Pero tú no lo harás nunca…

—¿Por qué lo aseguras?

—Eres demasiado limpia, demasiado noble.

Clara crispó los puños y los levantó hasta la altura del pecho.

—Y si lo sabes, ¿por qué no te vas de una vez y me dejas que te olvide? ¿O es que te sientes más hombre sabiendo que sufro?

—No, Clara.

La cogió de las muñecas y la acercó a sí.

—Si hay una persona en el mundo cuya felicidad desee, eres tú.

Clara se soltó y se apartó bruscamente.

—Cuando oigo hablar de felicidad me da la impresión de que escucho mentiras. Yo no te quiero para ser feliz contigo. Nadie es feliz, y nosotros no lo seremos nunca, ni juntos ni separados. No se trata de eso…

Llevó la mano a la cabeza y se quitó el pañuelo. Carlos había quedado con las palmas abiertas y tendidas.

—Pero ya que hay que sufrir, mejor es sufrir con alguien y consolarse en compañía. Tampoco se puede ser bueno a solas. Ni tú ni yo lo somos ahora, pero estoy segura de que juntos… Y, además, cuando hay que defenderse…

Empezaba a temblarle la voz. Se detuvo y golpeó el suelo con el pie.

—¿Por qué no te largas junto a tu fraile de una vez? ¿O es que también te divierte sacarme el alma a la cara y verme acongojada?

Escondió el rostro en la sombra de la puerta.

—Anda, vete. Y ven esta tarde a ayudarme.

Carlos, al pasar, le puso la mano en un hombro y le habló, casi al oído:

—Me gustaría no ser perezoso y mendaz, puedes creérmelo. Me gustaría de veras.

Atravesó de prisa la plaza. Daba la hora y unos albañiles trepaban por los andamios. Entró. El padre Eugenio se había parado en medio de la iglesia y miraba a lo alto.

—¿Ya está usted ahí?

Carlos avanzó por la nave y contempló las bóvedas.

—¿Sucede algo?

—Imaginaba esto renovado, restituido a su ser. Hágalo usted también. Limpie la iglesia de esos altares, de esas escayolas, de esos manchones de humedad. Vea desnuda la piedra de las columnas y de las pilastras, y esas bóvedas, sin cal, y también las paredes. ¿Recuerda los dibujos que hice la primera vez que estuvimos aquí? Algo así será la iglesia dentro de unos meses. Y los ábsides pintados, claro.

Empujó a Carlos hacia el fondo de la iglesia.

—Venga acá. Vamos a hacer un ensayo.

Entreabrió la puerta. Entró por la rendija una raya de luz violenta, que partió las sombras y las hizo más oscuras. Carlos se arrimó a la puerta, apoyó en ella la espalda y esperó.

—Vaya abriendo esto. Mientras, preparo las acuarelas.

El padre Eugenio le tendió el cartapacio y sacó de la bolsa los trebejos de pintar: pinceles y unos frasquitos de color. Los acomodó en la paleta y se situó de modo que la luz caía sobre el pliego de papel.

—Ahora aguante usted el tablero. Voy a intentar una visión de la iglesia dentro de seis meses. Con ocres, grises y un poco de azul.

Movía la mano ágilmente; alzaba la cabeza y lanzaba la mirada al espacio cerrado, o se inclinaba y miraba el papel. Carlos mantenía la cabeza apartada.

—Puede ver lo que hago; no hay misterio alguno. Es decir…

Carlos adelantó un poco la cabeza. En el dibujo esbozado aparecían claras las líneas arquitectónicas, como un esquema, dentro del cual los pinceles iban creando cuerpo y profundidad. Era la misma iglesia, pero en el dibujo aparecía como revelada, como si, en virtud de unas pinceladas, el verdadero ser apareciese en toda su evidencia. Carlos experimentaba la atracción de los pinceles en movimiento, de la mano enérgica y rápida. Veía surgir ante sí, como por sortilegio, una realidad que nunca había sospechado. Un toque de luz, la caricia de una pincelada blanca sobre un fondo oscuro, le estremeció.

—No hay misterio en mi trabajo, pero esto tiene alguna relación con el misterio. Porque la realidad última de un templo es misteriosa. Vea.

Le arrebató el cartapacio y lo apartó un poco, de modo que la luz le caía de lleno sobre el dibujo.

—La iglesia fue alguna vez así. Hace muchos siglos, claro. Entonces el arte era distinto, y la gente también. La gente, al entrar aquí, quedaba sobrecogida. El misterio se hacía presente. Si he acertado con mi acuarela, la impresión predominante debe ser de misterio. Esto es un lugar sagrado.

Cogió los pinceles y completó la acuarela. En los vacíos del fondo trazó unos garabatos de color.

—La iglesia, repito,
fue alguna vez así
, y también sus pinturas. No había en ella bancos, ni siquiera el banco del privilegio, ni altares laterales, ni retablo. Fuera de la iglesia había señores y siervos; dentro, sólo una comunidad cristiana. Sentían el mismo misterio del mismo modo, el misterio expresado por el lugar cerrado, por la forma especial de su espacio interior, por el color de las piedras, por la luz. Era un misterio concreto, pero sin determinación, el misterio divino que se determinaba luego en la mesa del sacrificio, en la Eucaristía. Participando en Él se sostenía la comunidad como tal, pero la forma material de la Eucaristía, las Especies Sacramentales, simbolizaban algo que había existido históricamente y que seguía existiendo de modo misterioso: la Humanidad de Jesús. La Humanidad de Cristo es la garantía del cristianismo y es el lugar en que la comunidad se realiza amorosa y metafísicamente. Aquellos cristianos necesitaban un símbolo visible. No un retrato, fíjese bien, sino un símbolo, o toda una simbología. La pintura servía para eso.

Alejó el dibujo hasta dejarlo bien iluminado por la luz de la rendija.

—He aquí lo que quiero reconstruir: un sistema de formas plásticas que de doble manera expresen el misterio.

—¿Y para qué? La comunidad cristiana que asiste a esta iglesia ni es verdaderamente comunidad ni le importa el misterio. Lo que apetece, ya escuchó usted al cura a su debido tiempo, es una serie de imágenes sin misterio alguno. Algo, precisamente, que carezca de misterio. El misterio los desasosiega, y ellos buscan reposo, tranquilidad.

—Ya lo sé. Si usted deja de mirar mi dibujo y contempla la iglesia, verá cómo una serie de añadidos, desde los retablos hasta los asientos, recubren la estructura arquitectónica expresiva y rompen el significado de las líneas, del espacio, de la luz. Es que esa comunidad fue dejando de serlo al mismo tiempo que perdía sensibilidad para el misterio, en cuya fe y comunión la unidad se realizaba. Paralelamente, las significaciones se perdieron, las líneas, los colores y las figuras enmudecieron. Un día, el Cristo del ábside habrá parecido feo, y la iglesia, desnuda y pobre. Para cubrir su desnudez vinieron los pegotes. ¿Sabe usted que ese san Antonio tan guapo de la izquierda lo regaló mi madre? ¡A saber qué desolada soledad, o qué espantoso vacío, quiso llenar con él! Soledad y vacío físicos de la iglesia, pero también espirituales, de su propia alma. Pues bien: lo que yo pretendo al restituir la iglesia a su forma primitiva, al repetir los símbolos pictóricos, es situar al pueblo, de pronto y sin trámites, ante el misterio.

—Sigo preguntándome para qué.

El padre Eugenio arrancó el dibujo del cartapacio y se lo ofreció.

—Quédeselo. Se lo regalo.

Cerró el cartapacio y guardó los útiles de pintar.

—¿Me cree capaz de sentir para mi pueblo alguna clase de amor, hasta el punto de desear redimirlo? Estoy convencido de que si todos estos hombres y mujeres, y hasta nosotros mismos, llegásemos a tener una clara conciencia de Cristo, dejaríamos de ser monstruos y seríamos hombres.

—Es curioso —dijo Carlos—. También Cayetano Salgado, a su modo, piensa convertirse en redentor de Pueblanueva.

El fraile le miró con inquietud.

—¿Eso piensa?

—En estos últimos tiempos he tenido que tratar bastante con él. Quizá su hambre de poder tenga alcances más amplios que compensar su complejo de inferioridad. Quizá desee sinceramente remediar la pobreza del pueblo.

—Yo no pienso en riquezas. Hablo de redimir por el amor.

—Cayetano no piensa en el amor —cogió al fraile del brazo y salió de la iglesia—. Y yo, tampoco. Porque también yo aliento secretamente mi utopía, también yo poseo mi panacea de felicidad.

Se detuvo y miró a la plaza. Estaba casi vacía. Allá, en un extremo, unas mujeres recogían sus tenderetes y, frente al Ayuntamiento, un grupo de hombres discutía.

—Imagínese que todos los habitantes de Pueblanueva, uno por uno, a razón de diez por día, van por mi casa con deseo de curarse, me escuchan, se acuestan en un diván y van contándome sus cosas. Calculando que cada uno de ellos necesitaría de cuarenta a cincuenta sesiones para hallarse totalmente libre de sus complejos, es decir, restituido a sus posibilidades teóricas de convivencia pacífica y razonablemente normal, serían indispensables…, ¿cuántos años? ¿Usted sabe multiplicar y echar cuenta cabal de cuántos años me harían falta para curar a toda Pueblanueva?

—Toda una vida, supongo. Lo que le queda a usted de vida.

—Tengo treinta y cinco. Pongamos otros tantos. Pero mientras curaba a los actualmente vivos, los que fuesen naciendo adquirirían también sus complejos y necesitarían la misma terapéutica. El cuento de nunca acabar. De modo que renuncio. Mi fórmula no es viable más que individualmente, y eso no resuelve nada. En cuanto a la de usted…

—La mía tiene detrás a Jesucristo.

—¿Quién lo duda? No voy a discutirla. Pero… si consideramos algunos detalles técnicos… Porque, si le he comprendido, usted, después del fracaso de su predicación semanal durante un montón de años, se propone, primero, meter al pueblo entero, de rondón y sin previo aviso, en el seno del misterio, para lo cual piensa valerse de unos medios plásticos…

—… acreditados por varios siglos de uso.

—Exactamente. Por varios siglos muertos. Y, una vez convencido el pueblo creyente de que el misterio está ahí, de que Dios nos rodea…

—… recordarles que el mensaje de Cristo sólo fue uno: amaos los unos a los otros.

—Es decir, y. aplicándolo a varios casos concretos: que nadie debe odiar a Cayetano; que la señora de Mariño no debe quitar el pellejo a sus amigas; que el amigo Cubeiro no debe envidiar a todo bicho viviente; que don Baldomero no debe desear a más mujer que la suya… Y que Cayetano, en vez de dominarnos, debe amarnos a todos. Como un inmenso padre poderoso.

En la mirada del fraile había una inmensa desolación.

—¿Por qué se ríe usted del cristianismo?

—No me río, pero le presento a usted la realidad. Si la señora de Mariño, al confesarse, dijera al cura que es la peor lengua del pueblo (pongamos por caso: no sé si es la peor, y hasta me inclino a creer que todas son las peores), el cura le diría que, o dejaba de murmurar, o se condenaría. Y entonces la señora de Mariño se vería metida en un conflicto de conciencia insoportable; porque, si de una parte, tiene miedo real y verdadero al infierno, por otra es incapaz de no ejercer la murmuración, que es su forma auténtica de vida. Entonces, para evitarlo, no se confiesa murmuradora, no se acusa de falta de caridad. Y lo hace sinceramente, porque, antes, ha disfrazado de verdadera justicia su pecado, que no le parece tal, sino virtud. Si usted le pregunta si ama a su prójimo, le dirá que sí, que únicamente censura a los malos por el daño que hacen. Métala usted en la iglesia con ochocientas como ella, acúselas colectivamente de falta de caridad, ponga ante sus ojos la cólera divina en forma de inmensos hornos llameantes. Le escuchará con atención, con aprobación, con entusiasmo, y a la salida cogerá del brazo a doña Angustias y le dirá: «¡Cuántas verdades dijo hoy el padre Eugenio! ¡Y cómo apuntaba a Fulana, y a Zutana, y a Perengana! Porque está claro que se refería a ellas». Y doña Angustias estará conforme,. y convendrá con la señora de Mariño en que Fulana, Zutana y Perengana arden ya en las llamas del infierno, y que varios cientos de demonios feísimos las pinchan en las nalgas con sus enormes tridentes: «¡Bien merecido se lo tienen!», pensarán, con la mayor tranquilidad de conciencia. En tantos siglos de cristianismo, los fieles han aprendido muchos trucos para nadar y guardar la ropa.

—Es que, precisamente, lo que yo pretendo al ponerles enfrente del misterio…

—Al meterlos en él, más bien. ¿O me equivoco? Al bañarlos en la luz misteriosa de la iglesia, al rodearlos del misterio jeroglífico de sus líneas.

—No olvide usted las pinturas. Quiero ponerlos ante una imagen incómoda del Señor. Una imagen que acuse y que ofrezca una vía de perdón: la del amor.

—Estoy seguro de que su Cristo será verdaderamente incómodo. Los fieles de Pueblanueva lo rechazarán a causa de sus incomodidades. El Cristo que ellos toleran es el que parece aprobarles con su sonrisa de azúcar, o, al menos, hacer la vista gorda: un falso Jesucristo.

—¿Por qué me descorazona? —dijo el fraile, con voz angustiada.

—Sólo quiero prevenirle y evitar que, sin querer, se aparte de la realidad. Pase lo que pase, habrá hecho usted una hazaña gigantesca: habrá dicho la verdad. Siempre más que yo, porque yo, ante la imposibilidad de tener paciencia y esperanza, renuncio de antemano a mi utopía y condeno de por vida a nuestros amigos al uso y abuso de sus complejos. Pero siempre menos que Cayetano. Cayetano nos ganará porque su fórmula consiste sólo en dar de comer a todo el mundo, lo cual es compatible con seguir odiándose, con seguir envidiándose, con hacerse daño los unos a los otros, que es lo que verdaderamente apetecen. Usted quiere hacerlos buenos, yo me contentaría con que fuesen apacibles. Ni la paz ni el amor les interesa. Rechazarán a Cristo con la misma energía con que rechazarían a Freud. Pero no creo que rechacen un jornal suficiente, a menos si se ofrece a los demás sin merma del jornal propio. Porque, en ese caso…

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