Los gozos y las sombras (114 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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I

Las primeras rachas fuertes vinieron al acabarse octubre. Siguió una lluvia gorda, incansable. Ennegrecían las piedras y se ensuciaba la cal de las paredes. Poco a poco enfrió el aire. Sobre la mancha oscura de los pinares amarilleaban castaños solitarios. Por San Martín había llegado el invierno.

El padre Eugenio dejó de hacer el viaje a pie, desde el monasterio, cada mañana. Cabalgaba la mula y le cobijaba el paraguas. La mula quedaba amarrada a una argolla en el corral de un tabernero que la cuidaba y le daba el pienso por cuenta de Carlos Deza.

El padre Eugenio subía apresurado la calle, bregando contra el viento. Se envolvía en la capa parda y daba grandes zancadas. Las tenderas le veían pasar y se santiguaban. Decía alguna:

—Tiene el demonio dentro. Dicen que le sale a los ojos.

El padre Eugenio entraba en la iglesia por la puerta lateral, se quitaba la capa y se remangaba los brazos. Carlos solía dejarle tabaco. Encendía un cigarrillo y preparaba la masa y los colores. Hacía tiempo que trabajaba solo. Fumaba el primer pitillo, daba un paseo, contemplaba las pinturas inacabadas. De pronto, arrebatado, trepaba por el andamio y empezaba a pintar furiosamente: paletadas nerviosas, pinceladas rápidas y largas. Le duraba la furia unos minutos, un cuarto de hora. Descendía después, paseaba, fumaba otra vez. Encendía o apagaba las luces, se retiraba al fondo de la iglesia, o a un ángulo, o subía al coro. Tomaba apuntes, rectificaba perfiles o los imaginaba.

A veces deshacía lo hecho: con calma, con cuidado, a conciencia, y pisoteaba los fragmentos coloreados hasta devolverlos a su condición de tierra. Entonces, desalentado, se sentaba en un banco, esperaba la llegada de Carlos, hacia las once, que le traía un piscolabis y un poco de aguardiente para entrar en calor; el padre Fulgencio le había autorizado a comer entre horas y a beber, si el frío de la iglesia lo hacía necesario. Necesitaba escuchar a Carlos, mientras comía, para recobrar la fe en sí mismo.

Carlos daba su opinión, siempre elogiosa; a veces entusiasmada.

—Usted me engaña, don Carlos. Eso no está todavía bien. Lo alaba por no desanimarme.

Sin decir nada, volvía a trepar al andamio, pintaba, se olvidaba de que Carlos quedaba solo, allá abajo, aterido de frío. Para no helarse, Carlos recorría las naves a pasos rápidos, que resonaban, zas, zas, en el aire húmedo. Hasta que se cansaba.

—¡Bueno, padre, volveré a la hora de comer!

Carlos daba una vuelta por el casino, leía los periódicos, miraba jugar y regresaba en busca del fraile. Lo llevaba a casa de doña Mariana. La
Rucha
servía la comida. Tomaban café y el padre Eugenio se retiraba a hacer sus rezos. Hacia las tres volvía a la iglesia, se encerraba en ella, trabajaba hasta tarde. Después recogía la mula y marchaba al monasterio, ya de noche, en medio del viento y de la lluvia.

Si algunas mujeres lo encontraban en el camino se apartaban.

—Dicen que lleva el demonio dentro.

El padre Eugenio seguía adelante, peleaba con el viento y el paraguas.

El padre prior, a veces, le esperaba.

—¿Qué? ¿Progresa?

—Progresa.

—¿Estará para las Navidades?

—Eso espero. Un poco antes.

—Ya empieza a hablarse en el pueblo de esas pinturas.

—¿Y qué dicen?

—Cosas raras.

—No las ha visto nadie más que el doctor Deza, y al doctor Deza le gustan.

—Siempre se hacen conjeturas. O habrá mirado alguno por las rendijas.

El cura empujó la puertecilla y la halló abierta. Se coló sin hacer ruido y cerró tras sí. La iglesia estaba iluminada y silenciosa. El cura avanzó unos pasos, escuchó, alargó la cabeza para mirar: sobre el andamio no parecía haber nadie, ni en la iglesia bicho viviente. Se escondió tras una columna, espió la parte donde la luz no llegaba. Con precauciones echó a andar por la nave lateral, hacia el ábside.

—¿Quién anda ahí?

El vozarrón llegó del coro.

—Soy yo, padre Eugenio. Don Julián.

—¿Y quién le ha dado permiso para entrar?

El cura salió a la nave mayor. El padre Eugenio, con medio cuerpo fuera del balaustre y un brazo extendido hacia la puerta, le conminaba.

—Baje de ahí, padre —gritó don Julián.

—Digo que quién le ha dado permiso para entrar.

Se oyeron los pasos rápidos del fraile por la escalera de caracol. Su figura apresurada, desacompasada, avanzó pronto por el centro. Parecía furioso.

El cura le salió al paso, sonriendo. No se había quitado la teja, y por el embozo, algo caído, sacaba una mano explícita.

—No habrá nada malo en que venga a ver mi iglesia.

—¿Su iglesia? Usted sabe que esta iglesia no es suya.

—Así es, por desgracia, pero nunca creí que usted se pusiera al lado de esas leyes.

—He prohibido la entrada. La prohibición vale para todo el mundo, incluido usted. Hasta que la iglesia sea bendita, no tiene nada que hacer aquí. Y la bendición, ya lo sabe, la hará el prior. Consta la autorización escrita.

El cura seguía sonriendo.

—Curiosidad por ver esas pinturas. Se habla tanto de ellas…

El padre Eugenio pasó, rápido, por su lado. Subió al presbiterio y se metió tras una columna. Se oyó un chasquido y la iglesia quedó en penumbra.

—Algo ya pude ver… —dijo el cura con sorna—. Y no me gusta.

El padre Eugenio reapareció.

—¿Y qué?

—Voy a escribir al señor arzobispo. Esas figuras no son cristianas.

—El señor arzobispo ha visto a su debido tiempo los cartones y les dio su aprobación.

—A pesar de eso, voy a escribirle.

—Allá usted.

Empezó a subir al andamio. La voz del cura le detuvo.

—Espere, padre.

El cura avanzó hacia él.

—Aquí, la gente viene a rezarle a santa Rita, a la Virgen de los Dolores y al Corazón de Jesús. No los veo por ninguna parte.

—Ahí estará la Virgen: ya casi está. Y esa figura grande será la del Señor. ¿No lo adivina?

—¿El Señor? Lo que veo es un mamarracho gigantesco. Y la gente no vendrá a rezar a eso. De modo que, si no me pone los santos que le pido, presentaré la dimisión.

—Haga lo que quiera.

—Pero antes escribiré al señor arzobispo. Ya se lo dije.

El padre Eugenio ascendió a la plataforma y empezó a amasar la cal.

—Nunca me expliqué por qué se gastan tantos cuartos en estas bobadas. ¡Más de veinte mil duros, se dice por ahí, que cobra el monasterio por esto! Y las elecciones encima. Ya veremos si para las elecciones dan otro tanto.

El padre Eugenio se acercó al cuenco del ábside. Encendió una luz pequeña y quedó alumbrado un trozo desnudo de pared. La cubrió de argamasa, la alisó y empezó a pintar. El cura, sin hacer ruido, trepó al andamio. El padre Eugenio pintaba los contornos de un libro, el perfil de unos dedos que lo sujetaban, las letras de un texto:

Qui sequitur me non ambulat in…

—Ganas de complicar las cosas. La gente no lo entenderá.

—¿No está usted aquí para explicarlo?

—Aun así…

El padre Eugenio abandonó los pinceles.

—Váyase, se lo ruego. No puedo atenderle ni discutir con usted. Si se me seca la argamasa, tendré que deshacer lo hecho.

El cura retrocedió con cuidado.

—¡Para lo que iba a perderse…!

El padre Eugenio le miró con ira. El cura sonreía; descendió lentamente, trabajosamente, sin desembozarse. Dijo: «Buenos días», y desapareció. Sonaron sus pisadas; después, el ruido de la puerta.

El padre Eugenio retrocedió y alumbró la figura. Dejó la luz en el suelo, se sentó en una banqueta y ocultó la cabeza entre las manos.

Terminaron el almuerzo. El padre Eugenio había estado silencioso y hosco. Dijo que se retiraba a hacer sus rezos.

—Espere, padre. No le dije que hubo noticias de París.

El fraile se sobresaltó.

—¿Viene Germaine?

—Por fin se digna a venir.

Carlos buscó la carta en el bolsillo y se la ofreció al padre Eugenio.

—Léala.

—¿Para qué? Basta que usted me lo diga.

—Vendrá con su padre; no puede dejarlo solo.

—Es natural.

Y pide dinero para el viaje. También es natural.

—Pero ¿viene para quedarse?

Carlos plegó la carta y la guardó.

—De eso no dice nada. Que viene, solamente; que estará aquí para las Navidades y que asistirá a la bendición de la iglesia.

El padre Eugenio jugueteaba con el cuchillo.

—Gonzalo Sarmiento tiene que estar hecho un viejo. Era mayor que doña Mariana.

—Más que viejo, fofo, blando. Me hizo mala impresión cuando le vi, hace ahora un año.

—¿Tendrá, por lo menos, buena memoria?

—Y a usted, ¿le preocupa?

El fraile apartó el cuchillo.

—No. ¿Por qué ha de preocuparme?

—Hay recuerdos molestos.

—Sí. ¿Quién lo duda? Lo son, sobre todo, cuando se quisieran olvidar y no se puede. Pero cuando se les tiene voluntariamente presentes, cuando son la vida actual, la forma de vida que se ha elegido, entonces nadie puede quejarse de ellos.

El fraile se levantó y cogió el breviario.

—Aunque no lo hubiera deseado, aunque hiciese lo imposible por evitarlos, al pintar otra vez tenían que volver los recuerdos. Han pasado veintitrés años. Mil novecientos trece, mil novecientos catorce… Eugenio Quiroga no sospechaba que pudiera meterse a fraile. Eugenio Quiroga era, en realidad, otro hombre, el hombre viejo que quise enterrar, según el consejo de san Pablo. Enterrado quedó, pero no muerto. Porque recordarlo es hacerlo vivir de nuevo.

Carlos se levantó también. Se acercó al padre Eugenio y le palmoteó la espalda.

—No olvide que la base de mi ciencia consiste en hacer recordar al paciente y procurar que cuente lo que recuerda.

—Como en el confesonario. Allí entregué mis recuerdos, hace ahora veinte años.

Carlos rió.

—No quedaron bien encerrados.

—Quien los escuchó está muerto.

—Pues por lo que veo, olvidó llevarse las llaves.

El padre Eugenio se encogió de hombros.

—Voy a rezar.

Se volvió desde la puerta.

—¿Tiene que hacer esta tarde? ¿Quiere subir conmigo a la iglesia? —¿No le estorbaré?

—No. Venga conmigo.

Salió. Carlos metió las manos en los bolsillos y se acercó a la ventana. Una cortina de lluvia enturbiaba el aire, y en la mar, una dorna bregaba contra las olas. Estaba el cielo oscuro, cruzado de gaviotas. Pasó corriendo un marinero, inclinado contra la lluvia. Alguien gritaba en el muelle.

Entró la
Rucha
y empezó a retirar el servicio. —Haz más café.

—Sí, señor.

—Y deja fuera el coñac.

—Sí, señor.

Carlos se sentó ante el escritorio, lo abrió y empezó a escribir.

Srta. Germaine Sarmiento. París. Mi querida amiga: He recibido su carta, y me alegro de que, por fin, se decida a venir. Empezaba a resultarme inexplicable su desinterés por unos asuntos que deben afectarle y de cuya guarda estoy encargado por una voluntad para mí más respetable que cualquier otra.

Celebro también la elección de la fecha.

Mañana mismo gestionaré el envío del dinero. Procuraré que la cantidad sea suficiente para que usted y su padre puedan hacer cómodamente el viaje.

No ignora que estos envíos están limitados, y que es difícil burlar las disposiciones que los estorban. Me aproximaré todo lo posible a la cantidad que solicita.

Hagan ustedes el viaje directamente hasta Madrid. Allí les esperaré y pondré a su disposición lo necesario para que pueda hacer las compras indispensables. Como usted puede suponer, las limitaciones legales no rigen para el interior del país.

Podría también situarle una cantidad en un Banco de Irún. Telegrafíeme a este respecto. Y avíseme con tiempo la fecha exacta de su llegada a Madrid.

Les saluda muy cordialmente,

Carlos Deza

Cerró el sobre, lo dirigió y lo lacró. Llamó a la
Rucha
.

—Vete a Correos y certifica esta carta.

—Sí, señor. ¿No quiere el café?

—Sí. Que lo traiga tu madre.

Examinó la carta, comprobó la firmeza del lacre. Hizo un gesto.

—De todas maneras, la abrirán…

El padre Eugenio encendió todas las luces. Quedó la iglesia resplandeciente, sin sombras, sin contrastes, como si la luz naciera dentro de las piedras o las abrazase.

—Quiero que vea primero los ábsides laterales. Sobre todo, el del Evangelio. En conjunto, es el que más me satisface.

Le tomó del brazo. Atravesaron las naves. El padre Eugenio se detuvo ante un altar cubierto de arpilleras. Alzó el brazo y apuntó a las pinturas con su dedo largo.

—Ya le expliqué en un principio que las dimensiones de la iglesia no permitían seguir la pauta bizantina. Por eso he pintado aquí a la Virgen. Sin embargo, hay precedentes. Véala. La Virgen y san Juan Bautista. Al otro lado van, como usted sabe, los cuatro Evangelistas. No pude evitar el recuerdo de Durero, al menos en el color; pero son otra cosa.

Señaló la figura de la Virgen: alargada, con manto azul, los brazos levantados y una estrella en la frente.

—¿Le gusta?

—Sabe que sí. Se lo he dicho veinte veces.

—Comprenderá que hoy necesito oírlo una vez más. Después de la visita del cura…

Señaló el cuenco del ábside.

—No quiero hablar ahora de su valor artístico. Pero, litúrgicamente, es una imagen irreprochable.

—Es, además, una figura bella. Tiene gracia y encanto.

El padre Eugenio dejó caer el brazo.

—Pero le falta misterio.

—Lo tendrá, quizá, para quien crea en él, como usted. No olvide que yo todavía estoy fuera.

El fraile no respondió. Empujó a Carlos hacia el ábside central.

—Suba al andamio.

—¿Me lo permite? —le preguntó Carlos, riendo—. ¿Levanta usted los vetos y las condenaciones?

—Hoy, sí.

—Pero ¿de veras me dejará verle pintar?

—No estoy seguro de hacerlo esta tarde. Pero ahí arriba estaremos mejor.

Treparon a la plataforma. El fraile dejó la capa en una banqueta. —Aléjese todo lo que pueda. Hace falta una mínima perspectiva.

—Lo comprendo.

—Cuidado. No vaya a caerse.

Carlos, al borde mismo del andamio, miró la figura del Señor. El fraile, un poco apartado, oscurecidos los ojos bajo la capilla, le contemplaba.

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