Fue entonces cuando se le insinuaron los proyectos difíciles. No dejarse besar ni dar facilidades, ni hablar de eso. ¿Y si Carlos, en el cine, quería aprovecharse de la oscuridad? Al imaginarlo sintió repugnancia, no de sí misma, de Carlos. Podía pensar en él pidiendo un beso o besándola por sorpresa, pero no aprovechándose en el cine. Carlos tenía que ser de otra manera, y todo el interés que sentía por él nacía de esta seguridad. ¡Oh, si Carlos pretendiese lo mismo que los otros —lo mismo que el barbero, por ejemplo—, su simpatía se vendría abajo, y no volvería a mirarle a la cara! De modo que si estimaba a Carlos por su corrección —hubiera podido aprovecharse aquella tarde en que ella estaba inerme, y él lo sabía—, era justo que también ella fuese correcta. No sólo en apariencia, claro.
Tenía que cambiar, para poder decirle un día: «Oye, Carlos: aquello que te confesé una vez ya no existe, ya ha desaparecido, ya…». Cómo se diría con toda claridad, y, al mismo tiempo, sin mentarlo? «Ya no lo hago.» O quizá mejor: «Mira, Carlos: ahora, cuando me acuesto, me duermo tranquilamente, ¿sabes?». Él comprendería.
No sólo eso. Hablar mejor, pensar mejor. Lo de pensar resultaba más difícil, pero imprescindible: porque todo el mal venía de pensar; y el pensar, del desear. Pero ¿y si deseaba a Carlos? Esto iba a suceder necesariamente; más bien había sucedido ya. Sucedía incluso obsesivamente. Cuando le dijeron que «el médico del pazo andaba detrás de Rosario la
Galana
, y quería quitársela a Cayetano», le dolió el corazón. Después había pensado que Carlos era admirable, porque osaba lo que nadie había osado, quitarle una mujer al amo (en realidad, dos, porque también a ella se la había quitado); pero la admiración no le evitaba las imaginaciones de cada día. Carlos detrás de la
Galana
, Carlos rondándole la casa o quizá acostado con ella —entonces no era ya la
Galana
, sino ella misma, la imaginada: se volvía hacia la ventana y esperaba que se abriese y saltase Carlos por ella.
También todo esto tenía que cambiar. Pero ¿cómo?
La plancha se había enfriado; faltaba por encañonar un tercio del encaje. Por suerte, era de la parte trasera. Se puso las enaguas como un delantal, y caminó unos pasos: daba gusto ver el donaire con que se meneaban.
Se detuvo en medio de la cocina. «¿Y si acompañase a su hermana al monasterio?», pensó.
Todas aquellas muchachas que iban a la misa matutina con Inés y con doña Lucía, estaban protegidas del pecado, lo había oído muchas veces. Se decía incluso que a toda mujer que no deseaba ser solicitada, un día u otro, por Cayetano, le bastaba con sumarse a ellas, ir a misa con ellas, rezar como ellas rezaban y hacer lo que hacían. A Clara no le eran simpáticas: las encontraba sosas, afectadas, hipócritas. Hacían dengues por nada y miraban a las demás orgullosamente, como si fueran de otra clase. Pero, a lo mejor, eran, en efecto, de una clase distinta —carecían de imaginación y dominaban el deseo, o quizá no lo sintiesen por estar también protegidas contra él—. Cómo podía ser, no se le alcanzaba, ni había sentido jamás curiosidad por averiguarlo, pero el hecho era cierto. Caminaban en grupo, muy de mañana, hacia el monasterio: parecían monjas, y la gente las miraba respetuosamente, como si lo fuesen. Cayetano no se había atrevido con ninguna —con Inés, meses atrás, y había perdido el tiempo.
Lo recordó. Inés no se había alborotado. De una manera sencilla, con palabras amables, había rogado a Cayetano que siguiese su camino, y Cayetano la había obedecido. Si esto podía hacerse con Cayetano, hombre de carne y hueso, resultaría más fácil hacerlo con una imaginación.
Pero ¿cómo decirle a Inés: «Quiero ir contigo»? Y si se atrevía, si Inés lo aceptaba, ¿cómo presentarse delante de las otras, que nunca la habían mirado bien? Sin embargo, tenía que intentarlo. Allá, en el monasterio, el padre Ossorio, que sería, seguramente, una especie de brujo, disponía de un poder especial para que las muchachas fuesen capaces de resistir a Cayetano. Las que querían, resistirle, claro.
(A lo mejor, su hermana no estaba enamorada del padre Ossorio. Se puede probablemente sentir entusiasmo por un hombre sin amarle. O quizá, al decir aquí amor, se quisiera significar un sentimiento distinto.).
Podía, por ejemplo, levantarse con el alba, dejarlo todo arreglado, y salir antes que Inés, ir sola al monasterio; y esperar allí. La iglesia es un lugar público, de donde no se echa a nadie. Ella se sentaría detrás y regresaría sola: pasados algunos días se atrevería a juntarse a ellas, a regresar con ellas. El padre Ossorio no podía darse cuenta de que había una más, y, si daba alguna bendición especial, o si hacía un exorcismo, también a ella le alcanzaría.
Levantarse de madrugada: a las siete. Y eran más de las tres.
Salió de casa con miedo; todavía era de noche. Se echó sobre la cabeza el mantón de su madre, no sólo porque llovía, sino porque, así, la confundirían con una aldeana de camino. Rodeó el pueblo hasta la carretera del monasterio: miró, de pasada, hacia la casa de Carlos, allá arriba, oscura, encaramada en lo alto de la enorme peña, medio oculta por los árboles sombríos. Le dieron ganas de subir, de golpear el portón y gritar a lo que iba —y escapar luego, claro.
No fueron más que ganas. Sus piernas caminaban independientes, como si el cuerpo marchara sin relación con el pensamiento y la voluntad. Había veces que parecían cosas distintas, separadas. Siempre que trabajaba, el cuerpo hacía lo suyo, como desentendido de lo que pensaba o de lo que quería. Cuando las cosas venían de la mente, nunca llegaban al cuerpo, sino que quedaban como metidas en la cabeza, moviéndose allí, transformándose.
—A lo mejor, ahí es el alma.
En cambio, cuando surgían del cuerpo, cuando subían, ardientes, por el pecho y la garganta, lo encendían todo, lo trastornaban todo, también la cabeza, también el alma.
Si siempre fuese como ahora, no harían falta exorcismos ni bendiciones especiales. Pero lo de ahora sólo era posible al trabajar o al caminar. Cuando se ama, hace falta el cuerpo.
Pudiera ser que el exorcismo del padre Ossorio mantuviese la separación, crease una especie de prisión al deseo, o le impidiese nacer. Encerrarlo, sí: saber que está ahí, sentirlo vivo, esperar que un día pueda saltar y quemarlo todo, y que sobre fuego para dar. Pero matarlo, no.
—Yo no quiero ser monja.
Clareaba el alba por encima de los montes. Del fondo del camino llegaba el canto agrio de una carreta. Apuró el paso. La carreta surgió en una revuelta; el carretero hablaba con dos mujeres cargadas de cestas.
—Buenos días nos dé Dios.
—Buenos días.
Iba a preguntar si faltaba mucho para el monasterio, pero no. se atrevió. Continuó de prisa. Había dejado de oírse la carreta cuando llegó a la playa. Las olas se estrellaban a un lado y a otro: veía sus crestas de espuma, alumbradas por la suave aurora, romperse y deshacerse sobre la arena; y, más allá, golpear con furia los acantilados y escalarlos. Las luces del monasterio brillaban por encima de la espuma.
Tuvo miedo otra vez, como si las olas de una y otra parte fueran a caer sobre ella, fueran a tragarla. Recordó la conseja de que, cierta vez, aquel camino entre la costa y el monasterio se había hundido, y que la mar había arrebatado a un tropel de peregrinos borrachos y pecadores: sus ánimas volvían, algunas noches, y cantaban su pena a lo largo de la playa.
Se quitó las zuecas y echó a correr, a riesgo de mojarse, hasta la cuesta que subía al monasterio; y, allí, siguió corriendo, como si algo la persiguiera. Llegó, jadeante, al atrio vacío. ¿Por qué tenía tanto miedo? Estaba sola, en la inmensa plaza de piedra, que, a la luz suave y cruda, parecía irreal. Dos o tres luces de las ventanas se reflejaban en las losas húmedas y era como si las perforasen y por el agujero saliesen llamas tenues, como de infierno lejano.
Le temblaban las piernas, le golpeaba el corazón. Dejó caer las zuecas y se santiguó.
—Esto sólo nos pasa a los pecadores. Ellas no tendrán miedo.
Ellas aparecerían pronto, silenciosas. Clara no quería que la sorprendiesen ni que la viesen siquiera. Miró a su alrededor. Al fondo del atrio, la mole inmensa del monasterio —monótona e inmensa, sin más que una puerta cerrada e innumerables ventanas— no ofrecía rincón para esconderse; a un lado, la iglesia se había abierto, y salían de ella un resplandor difuso y el lejano rumor de los frailes que cantaban. Se puso las zuecas y corrió, otra vez: corrió hasta la puerta de la iglesia, perseguida por el ruido de sus pasos. La iglesia estaba vacía, y algo la cerraba a la mitad: detrás cantaban los monjes, y el resplandor venía también de allí detrás. Se puso el velo, se arrimó a una columna y esperó mientras los frailes cantaban.
—¿Viene a oír misa?
Un fraile se había acercado, silencioso. Traía en una mano un libro y una vela encendida. Repitió la pregunta:
—¿Viene a oír misa, o quiere confesarse?
¡Qué raro! Se parecía a Juan. Juan, de viejo, sería así.
—Vengo a la misa, a esa misa…
—Entonces, baje a la cripta. Aquella puerta pequeña, a la derecha de la entrada.
—Gracias.
—Si quiere confesarse, yo estaré hasta las nueve.
Señaló un confesonario oscuro.
—Gracias.
La miró todavía con curiosidad, y luego se fue, se metió en el confesonario, y se puso a leer. Entonces Clara se dio cuenta de que los monjes ya no cantaban, y de que todo había quedado en silencio.
Bajó: con pasos cautelosos y lentos, con temblor en el corazón. Alumbraban la escalera dos candiles de aceite, tan altos y tenues que, más que alumbrar, creaban sombras a lo largo de las paredes húmedas y en los rincones polvorientos. A cada escalón, el golpe de la zueca resonaba, seco, bajo la bóveda, y escapaba, hacia abajo, como para anunciarla y precederla. Se descalzó las zuecas y descendió en puntillas los últimos escalones, y quedó sobre el umbral de la entrada, sobrecogida de la penumbra, de la soledad y del silencio. Sentía oscuramente que se hallaba delante de algo desconocido, quizá terrible, y todo su cuerpo se estremeció, y estuvo a punto de volver sobre sus pasos y escapar, escaleras arriba, fuera de la cripta y de la iglesia, lejos del monasterio, hacia lo que era suyo y no le daba temor: sólo un esfuerzo la detuvo y la empujó hacia dentro, y la ayudó a dominarse cuando sus pies pisaron el suelo frío de la cripta y su mirada buscó dónde esconderse.
Era un lugar pequeño, abovedado, con unos bancos y un altar al fondo. Sobre el altar había una cruz delgada y unas velas encendidas: cortas y anchas, metidas en unos cuencos como tazas; el libro, cerrado, no descansaba sobre el atril, sino sobre un cojín. Y nada más: ni santos, ni flores.
Se refugió en el rincón más lejano, se arrodilló sin saber por qué, y así estuvo como queriendo esconderse y anularse, como si algo demasiado misterioso y grande, que su presencia podía estorbar, fuese a acontecer delante de ella: porque, en aquel silencio casi espeluznante, en aquella penumbra casi dramática, tenía que haber algo más que una misa para beatas; algo que exigía la transfiguración de los asistentes —en tanto que ella permanecía igual, y en vez de felicidad, llevaba miedo en el corazón, un miedo nuevo, sin nombre.
Se oyeron en la escalera los pasos de las que bajaban, y también eran distintos: pasos quedos y rítmicos, pasos respetables, como de soldados que marchan sin algarabía de música en la noche sin luz, en una tierra sin casas —mirándolo bien, eran vulgares pasos de unas gentes que bajan de dos en dos—; pero su ritmo volvió a sobrecogerla, y le hizo esperar la aparición de unos ángeles. Entraron, emparejadas, doña Lucía e Inés, Julia Mariño y Sarita Couto, Pepa Ferreiro y Rula Doval…, hasta catorce. No se habían transfigurado. Pepa Ferreiro seguía gorda, y, a pesar de la compostura, movía las caderas y se le meneaban las faldas al andar, como a una vieja. Se arrodillaron, se santiguaron, pero lo hacían de manera especialmente recatada y compuesta. Clara intentó imitarlas, pero no supo.
Sonó una campanita y entró un monaguillo seguido de un cura que no vestía como los otros, sino que se envolvía en una como capa verde; y entraba con las manos recogidas y la cabeza inclinada. Hizo una reverencia, subió al altar, dejó algo sobre él y bajó de nuevo. El monaguillo no estaba a su lado, sino lejos.
—Introibo ad altare Dei.
Ad Deum qui laetificat juventutem meam.
Habían contestado todas en voz baja y unánime. Clara se estremeció. Nunca había visto una misa así; la novedad la sacó de sí misma y de sus pensamientos, le hizo escuchar y ver solamente.
—Misereatur tui Omnipotens Deus…
El cura ascendió a las gradas, rodeó el altar y se volvió hacia ellas.
—Aufer a nobis…
Y, de pronto, Inés empezó a cantar.
—Kyrie eleison.
Las otras le respondieron. Clara intentó cantar con ella —en voz muy baja, como un susurro, para no ser oída—;pero lo que ella sabía era distinto: la misma música (¡Dios mío, cuántos años y cuántas vueltas desde el colegio!), pero cantada de otra manera. Todo era de otra manera. Cerró los ojos, quisiera cerrar los oídos. ¡Qué bien cantaban, qué dulcemente! También el cura cantó:
—Gloria in excelsis Deo.
Después, el coro. Y, después, el cura solo. Por último, Inés: algo que Clara no había oído jamás, que no recordaba del colegio ni de parte alguna —podía ser que, en los años que no iba a misa, las cosas hubieran cambiado.
—Timebunt gentes numen tuum, Domine, et omnes reges terrae gloriam tuam.
Aquello no le pertenecía. Tuvo la sensación creciente de robar algo, de que algo profanaba, y de que no le pertenecería nunca porque lo profanaba y lo robaba. Y también de que, aunque quisiera entrar, no podría, porque algo la retenía fuera y eso mismo se interponía como una valla que sólo dejase mirar, y escuchar.
El cura, después de leer en alta voz, se había apartado hasta la esquina del altar, y empezaba a hablar en castellano.
—Se dice en el Evangelio de hoy que «el reino de los cielos es semejante al fermento que toma una mujer y lo esconde entre celemines de harina, hasta que la hace fermentar toda». Es una parábola. El mismo Evangelio explica que Jesús «no hablaba a las turbas sino en parábolas, para que se cumpliese lo dicho por el Profeta: Abriré mi boca en parábolas, diré cosas ocultas desde la creación del mundo».