—No me extrañaría que estuviera enfermo. Me dio la sensación de hombre decrépito.
—Razón de más. Sólo tiene a su hija para cuidarle.
—Usted, ni eso.
—¡Bah! Yo soy dura. No tengo miedo ni a la enfermedad ni a la muerte.
Cuando llegue, llegará, y a morirse. Pero la suerte de esa criatura me preocupa. A ti ya te tengo a mano, pero ella se me escapa. ¿Qué se le perderá en París?
Carlos sorbió el café y mordió una galleta.
—Probablemente, su vida está allí. Es algo que usted debe comprender.
—No lo comprendo. Para mí, su vida está aquí.
—¿A su lado?
—Sí, pero no para cuidarme, ni siquiera para acompañarme, sino para aprender a sustituirme.
Se le ensombreció la frente y miró a Carlos con ojos tristes.
—Me temo que no sepa hacerlo. Y me temo que tú no seas el llamado a ayudarla. ¡Cómo me falláis todos, vaya por Dios!
Bajaron juntos al pueblo. Antes de comer, Carlos se dio una vuelta por la taberna, donde encontró a Aldán.
—Ya sé que ayer a poco te peleas con Cayetano. Lo que no sabía es que te gustase Rosario.
Quitó importancia al incidente y negó que Rosario le gustara.
—Se hablaba de eso esta mañana en el mercado. La noticia la trajo mi hermana Clara. Por cierto que…
Le llevó, con un pretexto, fuera de la taberna.
—Hay algo que quiero explicarte, pero me cuesta trabajo. Tengo entendido que el otro día diste a mis hermanas ropas antiguas para que las vendiesen.
—Más bien se las di para que hiciesen de ellas lo que les pareciera.
—Clara las recibió como un regalo personal.
—Me parece muy bien.
—Es que… las va a usar ella misma.
Carlos le tomó del brazo.
—Mira, Juan, ¿por qué te atormentas en justificar lo que ya lo está de antemano? Regalé a tus hermanas las ropas de mi madre con un pretexto, pero, en realidad, lo hice porque comprendí que a Clara le vendrían bien. No he creído obrar mal, ni menos ofenderte. Es algo tan sencillo que no necesita comentario. Y tú no debieras haberte enterado, si no tuvieras la manía de hurgar en las cosas de tus hermanas.
Aldán no respondió, pero se soltó del brazo de Carlos. Caminaron un rato en silencio.
—¿Me juzgas mal por no haber aceptado el trabajo que Cayetano me ofreció? ¿Crees, como todo el mundo, que yo debiera someterme, sólo por llevar a mi casa un dinero y sacar a mis hermanas de la pobreza?
—No seas bobo. Si mi juicio te importa, tranquilízate. Comprendo perfectamente tus razones y las comparto. En realidad, yo he hecho lo mismo que tú.
—Tú eres solo.
—¿Y qué? ¿Altera acaso los términos?
—Naturalmente. Eres libre de aceptar y rechazar; pero yo tengo un deber…
Agarró a Carlos del brazo y le detuvo.
—Vamos al muelle. Allí podemos hablar con libertad.
Se acogieron al socaire del faro.
A mí me importa un bledo que la gente me tenga por un vago, y, en cuanto a la opinión de mi hermana, no me preocupa, porque si bien es cierto que lo que hago lo hago por ellas, ellas no lo entenderían. El
Cubano
y los pescadores del Sindicato son mis amigos y estamos de acuerdo, pero las verdaderas razones de mi conducta no se les alcanzan. Les parece bien que no me haya sometido a Cayetano, y me admiran porque soporto la miseria. Más aún: no tienen de mis hermanas, sobre todo de Clara, buena opinión, porque las mujeres de ellos trabajan y ayudan a llevar la casa sin protestas, como cosa natural, en tanto que mi hermana no lo hace así. Bueno, reconozco que Clara trabaja, pero su trabajo no se ve o no se aprecia.
Hizo una pausa.
Además —continuó—, todo el mundo sabe que es ella la que compra el anís para mi madre, muchas veces sin dinero, y que soy yo quien tiene que pagarlo, siempre con vergüenza.
—También Clara puede tener sus razones.
—Quizá, pero no son justas.
—¿Lo son las tuyas?
—Eso creo, al menos. Y tú conoces el pueblo lo suficiente para comprenderlas. Porque en otro lugar no habría razón para que yo no trabajase. Y aquí mismo intenté hacerlo, poco después de nuestra llegada. Pretendí dar clases, una especie de escuela nocturna para muchachos. Pero un día se me presentó don Lino y me explicó que si no despedía inmediatamente a mis alumnos mandaría a mi casa a la Guardia Civil. Resulta que, según la ley, no puedo enseñar. Claro que, en otras circunstancias, don Lino no se hubiera metido en nada. Lo hizo obligado por Cayetano. Él supuso que acabaría por aceptar el empleo que me ofrecía y que, al aceptarlo, renunciaría a mi dignidad, como todos han renunciado. Es decir, que el día que le llegase el turno a cualquiera de mis hermanas, yo haría lo que los demás: no darme por enterado.
—El otro día aceptabas como una fatalidad el que Clara acabaría por entregarse a Cayetano.
—Sí; pero también dije que lo mataría. Ésta es la razón principal: la libertad de poder matarlo me cuesta soportar la miseria.
—Pues mira —dijo doña Mariana—, eso me hace más simpático a Juan.
—Reconozca, sin embargo, que nuestra simpatía no le resuelve nada.
—Si lo aceptase, yo podría inventar un empleo para él. Llevarme las cuentas, por ejemplo.
—No olvide que usted es la dueña de los barcos, es decir, que pertenece a la clase patronal.
—No sé que Aldán se haya metido nunca conmigo.
—Sin embargo, su papel de líder le impediría aceptar un empleo de usted.
—Eso sería un pretexto. La verdadera causa es el orgullo.
—Es probable. En cualquier caso, no me atrevería a servir de intermediario.
—¿También por orgullo?
—No precisamente, sino más bien… ¡Qué sé yo! Aldán es muy picajoso y más complicado de lo que parece. ¿Habría nada más fácil que callar lo del regalo de Clara y no venirme con explicaciones?
Doña Mariana mandó que preparasen a Carlos una merienda fuerte.
—No quiero que yayas tarde a casa.
Le obligó también a que llevase el coche.
—Tienes de sobra dónde encerrarlo. Mandaré que metan en él un saco de pienso, para que
Bonito
no te dé preocupaciones.
Carlos acomodó el caballo en una bodega cuya puerta abría al zaguán. La luz de carburo le permitía moverse fácilmente en aquellas tenebrosidades. Iba a cerrar cuando vio sobre un banco un papel, sujeto con una piedra. Casi se le cayó la lámpara, de sorpresa. Era un sobre cerrado, con su nombre y apellidos escritos a pluma. Lo abrió rápidamente.
Sr. D. Carlos Deza.
Don Carlos: Una servidora irá esta noche a devolverle el pañuelo.
Haga el favor de no cerrar la puerta, para que una servidora pueda entrar, y no pase cuidado, porque una servidora esta noche está libre. Servidora de usted, que le saluda,
Rosario Vienes.
Letra grande y firme, aunque tosca; la ortografía, mala, y la firma, apoyada en una rúbrica retorcida.
Quedó perplejo, en medio del zaguán, y sólo se le ocurrió prender fuego a la carta y esperar a que se quemase. Miró la hora: pasaba un poco de las ocho. «Esta noche» era un término muy vago. Podía llegar en seguida o tardar dos horas. Corrió a la cocina, cargó de petróleo un quinqué de los traídos por doña Mariana, lo encendió y lo colocó detrás de la ventana grande del salón; luego salió al jardín, sin cuidarse de la lluvia, y comprobó que se veía la luz desde la entrada del pazo, y más allá, desde la carretera. El camino era un puro lodazal, pero Rosario estaba habituada y traería, seguramente, zuecas.
¿Dónde la recibiría? ¿En el salón o en el cuarto de la torre? Haría frío. Subió de dos zancadas y encendió la chimenea. Debía invitarla: ella lo había hecho también el día de su primera visita. Preparó la cafetera napolitana, tazas, azúcar, cucharillas, y lo puso en la bandeja traída por doña Mariana. Había sido muy oportuno el regalo. También había coñac. ¿Le gustaría a Rosario? Quizá mejor jerez y unas galletas. Lo llevó todo a la torre; dejó una luz prendida y la puerta abierta; bajó al zaguán y esperó. No pasaba de las ocho y media.
Estaba mal que le sorprendiese agitado. Debía recibirla con tranquilidad, o mejor aún, con frialdad; días antes, mientras los viejos
Galanes
le ofendían, ella no podía interpretarlo como hostilidad, menos aún como indiferencia. No tenía por qué devolverle el pañuelo; pero, determinada a hacerlo, le hubiera bastado con dejarlo en el banco donde él se sentaba ahora, sujeto por la misma piedra que había sujetado el sobre. Hacerlo personalmente, y a cencerros tapados, significaba amistad, quizá respeto, quizá algo más.
Por la puerta abierta entraba el viento helado, y se le envaraban las piernas. Tuvo que echarse al coleto un trago de coñac, y, en vez de sentarse, pasear. «Esta noche» querría decir a las nueve. Los padres de Rosario se acostarían temprano, y, acostados, ella saldría por la ventana, y vendría sola por el camino, arrimada a los setos de zarzas para no ser notada. Como llovía, vendría envuelta en su mantón azul oscuro, y al llegar, antes de sacudirlo, las gotas de agua brillarían a la luz.
—Buenas noches.
Estaba en el umbral, vacilante.
—Entra. Buenas noches.
Fue hacia ella y le tendió la mano. Rosario, sin mirarle, buscaba algo bajo el mantón, quizá en el pecho. Sacó el pañuelo y se lo ofreció.
—Ahí lo tiene.
—¿Por qué me lo devuelves?
Rosario le miró fijamente.
—¡Señor! Tiene que ser.
—Como quieras.
Cogió el pañuelo y lo guardó.
—Bien. Entra.
—¿Para qué, señor?
—Estás mojada. Vamos, entra.
La empujó suavemente por los hombros. Rosario permanecía envuelta, casi embozado el rostro en el mantón, y las manos ocultas. Quedó en medio del zaguán.
—Creo —dijo Carlos— que la costumbre es dejar las zuecas aquí.
—¿Es que… voy a subir?
—Si quieres…
No respondió, pero dejó las zuecas debajo del banco y empezó a subir las escaleras. Carlos cogió la lámpara y la siguió. El mantón cubría casi por entero el cuerpo de Rosario; sus flecos excedían el borde de la falda, llegaban al tobillo.
Al cabo de la escalera, Rosario se detuvo. Intentó que Carlos pasara delante, y él hubo de empujar de nuevo.
—¿No cierra la puerta, señor?
—¿Para qué?
—¡Ciérrela! —gritó ella con un terror súbito; y antes de que él lo hiciera, corrió el gran cerrojo—. No debe dejar la puerta abierta —agregó.
—No pases cuidado. Aquí no vendrá nadie.
El aire estaba tibio en el salón de la torre, y las llamas se enroscaban y perseguían en el hogar. Rosario volvió a detenerse; miró alrededor.
—Acércate al fuego y caliéntate. Haré un poco de café. Ahí tienes galletas, si te gustan. Dame el mantón; lo pondremos a secar.
Fue a quitárselo. Ella no se había movido. No se movió. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, y la cabellera rubia le caía por los hombros.
—Estás muy guapa así, despeinada.
—Me deshago las trenzas en la cocina, antes de retirarnos, delante de todos. No me dio tiempo a hacérmelas después.
—Siéntate. ¿No te habrás mojado las medias? Puedes ponerlas a secar junto al mantón.
Lo colgó él mismo, frente a la chimenea, en el respaldo de una silla.
Con el pretexto de preparar el café, volvió la espalda a Rosario. Ella se sentó, se quitó las medias y acercó al fuego los pies desnudos.
—Señor…
—¿Quieres algo? ¡Ah, te has descalzado! Espera. Traeré una manta para que te abrigues.
Ella protestó, pero él ya había salido. Regresó en seguida con la manta.
—Deja. No te muevas. Yo lo haré.
Se arrodilló y le envolvió las piernas y el cuerpo hasta la cintura. Ella no dijo nada: le miraba. Y Carlos, al sorprender la mirada, adivinó lo que iba a pasar, aunque no sabía cómo.
Estaba tranquilo. Podía moverse sin prisa, hablar de bagatelas, escucharla.
—Ibas a decir algo.
—Pedir perdón.
—¿Por qué?
—EL otro día, cuando el señor volvió a mi casa…
—¡Ah, el otro día! Fueron tus padres, no tú.
—Yo no podía decir nada. Quiero que el señor lo comprenda.
—Claro que lo comprendo.
—Yo hubiera dicho que sí de muy buena gana. Le estoy muy agradecida al señor de que se haya acordado de mí —sonrió—. Yo cerraría la puerta todas las noches.
En la cafetera napolitana silbaba un chorro de vapor. Carlos apagó el alcohol y esperó a que el café se colase. Luego lo sirvió y acercó las tazas.
—No está bien que el señor haga eso.
—¿Por qué?
—¿Tengo que decir por qué?
—No. ¿Te gusta con mucho azúcar?
Rosario estaba un poco embarazada. Alargó una mano hacia la taza.
—Así. Está bien ya, señor; gracias.
—¡Espera! ¡No lo bebas aún!
Pero Rosario ya se había quemado. Carlos rió, y ella rió también. Después quedaron serios, mirándose.
—¿Cómo te has atrevido a venir?
—Él no está esta noche.
—Pero venir sola, a estas horas…
—Nadie tiene por qué saberlo ni por qué hacerme mal.
—¿Querías sólo entregarme el pañuelo?
Rosario le devolvió en silencio la taza vacía.
—También quería contar algunas cosas, si el señor puede escucharme. No quiero que el señor piense mal de mí.
—¿Por qué he de hacerlo?
—Es natural que lo haga.
—Hay muchas más mujeres en Pueblanueva que han sido queridas de Cayetano.
—No me importan las otras; de quien tengo que dar razón es de mí.
—¿Y por qué a mí?
Rosario esquivó la respuesta y contó que, un día, su padre había dicho: «Están metiendo mucha gente en el astillero», y la
Galana
vieja había respondido: «Sí, mucha gente. A los peones les dan un duro de jornal». Días después lo habían repetido, y habían calculado los ingresos si el padre y los dos hermanos se empleaban. «Tres pesos diarios, que hacen dieciocho a la semana.» «¿Y por qué no se lo pides a Cayetano?» «¿Yo, mujer? Eso no es cosa de hombres.» Acordaron que iría la
Galana
. Otro día, de mañana, mandó a Rosario que dejase la labor. «Vas á venir conmigo.» Le aconsejó ponerse la ropa del domingo y cintas en la trenza, y fueron al astillero. Cayetano las encontró a la puerta de la oficina, les preguntó quiénes eran y qué querían. «¡Ah, sí, los
Galanes
!» Las mandó pasar y escuchó a la vieja, mientras miraba a la joven. «Algo habrá, algo habrá.» «¿Quiere que mande a mi marido?» «No, ya iré yo una de estas noches a llevar la respuesta.» «El señor no tiene por qué molestarse.» «No es molestia. Después de la cena, siempre doy un paseo. Y esta moza, ¿cómo se llama?» Rosario no respondió. «Contéstale, mujer. ¿O es que no sabes hablar?» Dos noches después, Cayetano apareció en casa de Rosario, habló con los hombres y quedó en que irían al trabajo a partir del lunes. Se hacía tarde. «Si al señor no le parece mal, nosotros nos retiramos. Rosario puede hacerle compañía hasta que el señor quiera.» Cuando los viejos y dos hermanos se marcharon, Cayetano preguntó a Rosario dónde estaba su cuarto.