—Señora, ya hay dos a bordo.
La baceta se apartó. Desde el pesquero arrojaron un rollo grande de cuerda, que cayó al agua. Un segundo rollo golpeó la borda y fue agarrado antes de naufragar. Los remeros abandonaron los remos y empezaron a atarse. Miguel continuaba al timón. Desde el pesquero empezaron a cobrar. Se zambulló un hombre; logró subir. Se zambulló el segundo, y también subió. Miguel, atado por la cintura, se arrojó al mar, y pronto fue izado. La baceta, abandonada, saltó sobre las olas, dio unos tumbos y se hundió.
En el malecón empezaron a formarse grupos. Una mujer invitó a doña Mariana a refugiarse bajo el alpendre del almacén, donde pegaba menos el viento.
—Si es que la señora no quiere volverse a casa.
Las mujeres se habían juntado allí. Un marinero viejo contaba que su barco había encallado, con temporal, en los bajos de Corcubión, y que a la tripulación la habían salvado, hombre a hombre, con un andarivel, desde un cañonero. Cuando llegó doña Mariana, se interrumpió y pidió permiso para seguir contando; luego, empezó por el principio.
—La señora debía marchar a su casa. Está empapada.
—No. Esperaré a que esos hombres lleguen a tierra.
—La señora debía tomar una copa de caña…
Los que quedaban en el pretil del malecón empezaron, de pronto, a gritar. Una mujer fue a ver qué pasaba. Regresó corriendo.
—¡Se les rompió la cadena del ancla antes de encender el motor! ¡Que Dios nos valga a todos!
El alpendre del cobertizo quedó desierto. La
Rucha
aprovechó la ocasión.
—Ahora deberíamos irnos.
—¿Ahora?
Todo el mundo se había juntado en un extremo del muelle, frente al cual el
Mariana
intentaba poner proa al viento. Las mujeres lloraban a gritos.
Un marinero se acercó a doña Mariana.
—Si no viene el remolcador del astillero…
Otro marinero añadió:
—Tendría que ser de prisa.
No rogaban. Había en sus miradas algo así como una acusación o una orden.
—Pero no hay quien se atreva a pedirlo. El señor Salgado no es amigo de los marineros.
—Y si tuviera voluntad de ayudarnos, ya lo hubiera mandado.
—¿Y qué queréis? ¿Que se lo pida yo, que soy su amiga?
Ellos no respondieron, pero tampoco escurrieron la mirada. Doña Mariana veía la mar por encima de sus hombros. El barco distaba de las escolleras cincuenta o sesenta brazas. El viento traía pedazos de gritos que daban los cinco hombres de a bordo.
—Piden el remolcador.
—Si no viene el remolcador, se mueren.
—Está bien.
Salió del cobertizo y echó a andar, resuelta. Caminó sola unos pasos.
De pronto, una mujeruca corrió a unírsele, y otra siguió su ejemplo, y otra más.
—Póngase este mantón, señora. Va a empaparse.
Doña Mariana caminaba de prisa, con la cabeza levantada. La lluvia le golpeaba el rostro, le mojaba el cuello. Le echaron un mantón negro por encima de los hombros.
Diez, doce mujeres, se habían agregado. Iban detrás, cogidas del brazo, silenciosas. Sus zuecos golpeaban el suelo desnudo; el tamborileo se perdía en el estruendo del vendaval.
Quedaron a la puerta del astillero, cobijadas al amparo de la cerca.
Doña Mariana entró sola. El guarda jurado le salió al paso.
—Vengo a ver a Cayetano.
El guarda se quitó la gorra y se apartó. Doña Mariana entró en las oficinas. Cesaron las conversaciones, cesó el repiqueteo de las máquinas de escribir. Martínez Couto, con una sonrisa, le preguntó a quién buscaba. Fue delante de ella, la condujo hasta el despacho de Cayetano y entró el primero, a anunciarla; pero doña Mariana no esperó. Empujó la puerta y se plantó dentro.
El viento la había despeinado. Las guedejas blancas, empapadas, caían por los hombros.
Quedó junto a la puerta. Cayetano, al verla, se levantó. Se miraron. Martínez Couto, después de una vacilación, salió y cerró tras sí.
—Cinco hombres están a punto de ahogarse. Sólo el remolcador puede salvarlos.
Cayetano apartó su silla, rodeó la mesa y se acercó a doña Mariana con parsimonia.
—¿Viene usted a pedírmelo?
—Vengo a recordarte que tu obligación es mandarlo sin que yo lo pida.
—¿Y si no lo mando?
—Entonces, yo misma me pondré al frente de los marineros que vengan a arrastrarte.
Cayetano inició una sonrisa.
—¿No exagera?
—Si exagero, es cosa mía. No he venido a discutir.
—Tendrá, al menos, que convencerme. El remolcador es mío, y, hasta ahora, la autoridad no me ha mandado acudir al salvamento. Puedo esperar —se arrimó al respaldo de un sillón—. O puede telefonear al comandante de Marina de Villagarcía. Si él me lo ordena…
—Allá tú. Yo he cumplido. De lo que suceda, serás el responsable. No pienso hablar a nadie ni telefonear a nadie.
Respiraba con fatiga, le golpeaba la sangre en las sienes, y el frío le ascendía por las piernas hasta las rodillas. El agua escurrida del abrigo caía en el
parquet
encerado, brillante. Cayetano miraba con sorna las botas embarradas, la figura penosa, ridícula.
—Pero si esos hombres se ahogan, te consideraré, además, como asesino.
Doña Mariana se volvió hacia la puerta, pero Cayetano la detuvo.
—Espere, hágame el favor.
Descolgó el teléfono.
—Que esté listo el remolcador antes de cinco minutos. Que lleven mi ropa de aguas. Voy a dirigir personalmente un salvamento.
Colgó y la miró con sorna.
—A valiente no me gana, señora. Y a generoso, tampoco.
—Haces bien.
—Hasta me siento capaz de ofrecerle una copa. Va usted a coger una pulmonía.
No esperó respuesta. Sirvió la copa y se la ofreció.
—Tome. Bébala tranquila. No es una copa de paz.
Doña Mariana se había apoyado en la pared. Alargó el brazo, cogió la copa y la bebió. Estaba pálida y le temblaban las manos.
—Mejor será que se vaya a casa y se meta en la cama. Las cosas que sigan su curso. Puede llevarla mi coche…
—Gracias. Ahí fuera esperan unas mujeres, y no creo que quepan todas.
—Allá usted.
Cayetano hizo un gesto de incomprensión y salió. Había pasado ya la puerta, cuando doña Mariana le llamó.
—Entiéndelo bien. Quiero que se salven los hombres. El barco me importa un pito.
Se oyó la carrera de Cayetano por el pasillo; luego, el batir de una puerta y voces fuera. Doña Mariana se acercó al ventanal, pero no había un resquicio claro en los vidrios opacos. Salió del despacho. Martínez Couto llegaba sonriente.
—Venga. La acompañaré al coche.
—He dicho que no lo quiero.
—Señora, está usted mojada, y le va a hacer daño. Llueve mucho.
—¿Y qué?
Martínez Couto sonrió humilde.
—Bueno.
Abrió la puerta y esperó con ella abierta a que saliese doña Mariana. La siguió, con un paraguas, hasta donde esperaban las mujeres. Se oyó la queja larga, bronca, de una sirena.
—Es el remolcador.
—Vuelva a su oficina. Gracias.
Las mujeres, mudas, esperaban a que Martínez Couto se retirase. Miraban con ojos de esperanza.
—Señora, Dios la bendiga.
—Dejad en paz a Dios, y vamos al muelle.
—La señora no tiene por qué ir. Puede coger una pulmonía.
—¿Pensáis que soy menos que vuestros hombres?
Las mujeres bajaron los ojos. Marcharon —como antes— detrás de doña Mariana: más de prisa. Poco a poco fueron alzando las cabezas. Una de ellas gritó:
—¡Mirad! ¡Ya está ahí el remolcador!
Aquel que iba a proa, de sueste más nuevo y limpio, era, seguramente, Cayetano. Llevaba en la mano un cabo grueso. Se inclinaba contra el aire, como un felino que fuese a saltar.
Al pasar frente a la tasca del
Cubano
, unos marineros se acercaron a doña Mariana.
—Señora, no se moje más. Señora, ya están salvados.
Le echaron encima una chaqueta de aguas y le obligaron a meterse la capucha. La escoltaron hasta su casa. Entraba en ella, cuando el remolcador dio unas pitadas.
—Eso quiere decir que ya consiguieron echar el cabo. Ahora es coser y cantar.
Doña Mariana les devolvió la chaqueta de aguas y el mantón.
—¿Mi criada? ¿Dónde está mi criada?
La
Rucha
, hija, se había perdido. O quizá estuviese ya en casa. No las acompañara al astillero.
—Métase en cama, señora. Que le pongan botellas de agua caliente.
—Que le den friegas de alcohol alcanforado.
—Que le preparen vino tinto con azúcar.
—Señora, que venga el médico a verla.
Carlos miró el termómetro a la luz de la ventana.
—Treinta y ocho y medio. Ha hecho usted una locura.
—Yo sé cuál es mi deber, Carlos.
—Todo se hubiera arreglado por teléfono.
Doña Mariana tosió un poco y sonrió.
—Hay que verse las caras, y el teléfono no sirve para eso.
—En el fondo, es usted un gallo de pelea, como Cayetano.
—En el fondo, no, hijo, sino bien a las claras.
—¿Y qué saca usted en limpio?
—La conciencia tranquila. Ya ves: si no salgo de ésta, podré morir en paz. He dado una lección a los pescadores y otra a Cayetano.
Carlos se sentó en el borde de la cama.
—El médico vendrá en seguida. ¿Le duele algo?
—El costado. No me deja respirar.
—Entonces, estése callada.
—¿Y si me queda poco tiempo de hablar contigo?
—Haga lo que quiera. Pero, de momento, escúcheme. Xirome me contó que no fueron a salvar el barco por hacerle un favor a usted, sino porque el
Relojero
les dijo que no tenían riñones para hacerlo.
—Y yo no fui al muelle para darles las gracias, sino para que viesen que tenía tantos riñones como ellos.
Carlos hizo un mohín de desaliento.
—¿Qué puede esperarse de un país donde las cosas se hacen por riñones?
—Del país, a lo mejor, nada; pero de mí, que, cuando la gente me recuerde, lo haga con respeto. En cuanto a los pescadores, ¿qué quieres?, me resultan simpáticos. Después de que se vaya el médico y nos diga de qué voy a morir, irás a casa del
Cubano
y encargarás, de mi parte, que vengan a verme los que fueron al barco.
—¿Va usted a gratificarlos?
—Voy a darles la mano, por lo menos.
Volvió a toser. Hizo una mueca dolorida y se apretó un costado.
—¿Duele?
—Un pinchazo.
—No se mueva y no hable. Puede ser serio.
—¿Y qué?
Tenía la cara fatigada, hundidos los ojos; pero en el fondo de las pupilas resplandecía una luz enérgica, un poco burlona.
—Si me ha llegado la hora, bien venida sea. Pensaba durar unos años más, pero no temo a la muerte.
—Cállese.
Carlos se acercó a la ventana y levantó los visillos. Seguía lloviendo; el viento levantaba olas enormes, pero en el muelle no había nadie. Se detuvo ante la puerta un automóvil pequeño, sucio. Descendió el médico. Carlos salió al pasillo a recibirle.
—¿Qué sucede?
—Creo que es importante. Quizá pulmonía.
El médico torció el morro.
—A esa edad…
Entraron. El médico manipuló sus gomas, echó teatro al examen. A cada golpecito en el tórax de doña Mariana miraba a Carlos y, con la mirada, confirmaba el diagnóstico.
—Tome. Escuche usted.
—He olvidado lo más elemental…
—Sin embargo, escuche, escuche… El lado izquierdo, sobre todo. Ruidos, ruidos.
Devolvió el auscultador. Doña Mariana preguntó:
—¿Pulmonía?
—Hizo usted una locura, señora. Tenía usted una gripe.
—Le he preguntado si es pulmonía.
El médico miró a Carlos. Éste le respondió:
—Dígaselo.
—Sí, señora. Una fuerte pulmonía.
—Bien. Así nos entenderemos.
El médico recetó, aconsejó, aseguró que vendría cada hora y media, y que si antes era necesario, que le dejasen aviso en su casa. Carlos le acompañó hasta el portal.
—Es grave, ¿comprende? Y tratándose de una persona de edad…
—Doña Mariana es muy fuerte.
—La fortaleza, a veces, falla.
Entró en el automóvil y lo puso en marcha.
—Avíseme. Yo paso por mi casa a cada momento.
Antes de entrar en el dormitorio, Carlos envió a la criada por las medicinas.
—Entérate, también, de si ha regresado don Baldomero.
Doña Mariana se había amodorrado. Carlos esperó el regreso de la
Rucha
. La Vieja se despertó con el ruido de la puerta. Tomó el piramidón recetado. Había que ponerle, además, unas inyecciones y aplicarle unas ventosas. Carlos se ofreció a hacerlo. A cada movimiento, doña Mariana tosía. Gimió brevemente al ser pinchada. Se adormiló de nuevo, y sólo se espabiló un poco cuando le trajeron de comer. Pidió café y coñac. Parecía encontrarse mejor.
—Mañana, Carlos, te vas, temprano, a La Coruña. Tengo mucho dinero en cuenta corriente y quiero que lo pongas a tu nombre. De lo contrario, la Hacienda se llevará su parte, y yo no quiero que el Estado se enriquezca a mi costa. Además, hay que arreglar el asunto de mi sepultura. El arzobispo ha reconocido mi derecho a enterrarme en Santa María, y en el Gobierno Civil existe un expediente para conseguir el permiso del Estado. No estoy dispuesta a que me entierren en otra parte, de modo que lo resuelves como sea. Siempre hay un empleado que admite dinero o un gobernador que se deja convencer por un donativo a las escuelas nocturnas. Me da lo mismo. Lo que quiero es ser enterrada en mi iglesia.
Se interrumpió y pidió agua.
—La fiebre me da sed. Cuando yo era niña, a los que tenían fiebre no les dejaban beber agua.
Señaló un cajón de una cómoda.
—Ahí están mis llaves. Hazte cargo de ellas y de todo. En el escritorio encontrarás dinero. En fin, revuelve lo que te parezca y vete enterando.
Sonrió, se estiró en la cama, hizo una muequecilla de dolor.
—Pero no me dejes sola más que lo indispensable. Me gusta hablar contigo y tengo que aprovechar el tiempo que me quede.
El
Cubano
parecía más satisfecho que el día anterior, aunque pretendiese disimular la satisfacción con frialdad fingida y parquedad de palabras. Dijo que Miguel, el patrón, y los cuatro marineros que le acompañaran estarían en la cama, porque se habían mojado mucho mientras bregaban de lo lindo; que les pasaría recado y que, cuando pudiesen, irían a ver «a la propietaria del barco». Después, como sin darle importancia, preguntó a Carlos si se sabía algo de Aldán, y Carlos le respondió que aún era pronto y que no escribiría hasta tener resuelto lo que le llevaba a Madrid. Cono el
Cubano
no respondiera con ningún denuesto contra Aldán, Carlos aprovechó el momento y la soledad de la taberna para contar al
Cubano
algo de lo que había sacado a Juan de sus casillas hasta apartarle de su deber. No mencionó para nada al padre Ossorio: dijo que Inés había escapado para entrar en un convento y que se había vuelto atrás, pero que no se atrevía a regresar a casa, y que por eso Juan, como de más autoridad, había ido a buscarla.