—Mire. Escuche. Pasa de treinta años que no se ve un viento igual.
Los árboles del jardín se sacudían desesperadamente, y toda la casa parecía abrazada por el estruendo del huracán. Carlos se desperezó.
—El viento no se ve; se oye.
—Pero los árboles tronzados se ven, y las olas como montañas. No se levante, que está la galerna encima.
Se batió la puerta del zaguán.
—¿No volaremos?
—La casa aguanta; pero alguna ventana o alguna chimenea ya se la llevará el viento. Quédese en cama.
Carlos, incorporado, se cubría los hombros y la espalda con un abrigo. El
Relojero
le acercó la bandeja.
—Como tengo que salir, pensé que valdría más que me metiera yo en esta cuestión del desayuno. Si quiere, le traigo la comida de casa de la Vieja.
Carlos volvió a mirar los árboles, el cielo oscuro. Torció el gesto.
—Además —añadió Paquito—, hace frío.
—Bueno. Puedes llevarte el coche.
—¿Para qué? ¿Para salir volando? Voy mejor a pie. Será cuestión de caminar a sotavento.
Salió sin decir adiós. En el chiscón recogió un paquete, se puso la zamarra y ató la pajilla a la cabeza con un pañuelo de mujer.
—Rediós con la galerna.
El viento lo sacudió contra la pared de la casa. Ganó el cobijo de la tapia, salió a la carretera. El viento y la lluvia arrancaban la arena y dejaban el morrillo desnudo. Cayó dos o tres veces. Al dar la vuelta la carretera, le vino el viento de espaldas, y pudo correr. Pero en el pueblo era difícil atravesar las bocacalles.
Vio, sin embargo, un grupo de marineros que corría hacia el muelle.
Les dejó pasar; luego, corrió tras ellos.
Frente a la tasca del
Cubano
se había juntado un grupo de treinta o cuarenta marineros y algunas mujeres. Miraban a la mar. Paquito miró también: las olas rompían contra la escollera del malecón, y los barcos fondeados danzaban, tan pronto hundidos, tan pronto levantados, por la cresta de las olas.
—¿Sucede algo?
—El
Mariana Tercera
perdió el ancla de popa. La otra ancla no tardaría mucho en romperse, y, entonces, el barco iría contra la escollera.
Los marineros lo miraban en silencio. Alguno chupaba la cachimba apagada.
—Voy a tomar un vaso —dijo Paquito, y entró en la tasca.
Allí había otro grupo, alrededor del
Cubano
. Discutían en voz alta. Al ver a Paquito, uno le preguntó si traía algún recado.
—¿Un recado? ¿De quién?
—De don Carlos.
—Queda en la cama. Con este temporal…
—Pero ¿creéis que le importa lo nuestro? El hambre de los pobres no les llega.
Paquito se arrimó al mostrador y pidió el vino. Tuvo que pedirlo por segunda vez, porque también Carmiña parecía atareada.
—Pero ¿qué es lo que pasa aquí?
—Se va a perder un barco. Es el pan de muchas familias.
—Pues con media docena de hombres bragados no se perdía.
El
Cubano
golpeó el suelo con la pata de palo.
—Aquí no se mueve un dedo para salvar el
Mariana
. No es de nuestra incumbencia.
Paquito apuró el tinto y se acercó al corro.
—Cuando vino la galerna el diecisiete, se perdieron dos parejas con sus tripulaciones. Aquello sí que fue catástrofe.
Señaló con el dedo a un marinero rubio, imberbe.
—Tu padre murió allí.
El marinero bajó la cabeza.
—Los tiempos cambian —sentenció el
Cubano
—. Los hombres ya no se juegan la vida por el caudal de los ricos. Aún si los barcos fuesen nuestros…
Entró un grupo de marineros. Chorreaban agua los trajes amarillos. Uno dé ellos, maduro, entristecido, dijo:
—No doy media hora de vida al
Mariana
.
Se quitó el sueste y lo arrojó a un rincón.
—¿No te da pena?
—Pena me da. Fui su patrón durante doce años.
Se sentó en un escabel y quedó en silencio, con la cabeza agachada y la boina entre las manos. Alguien le ofreció un pitillo.
—Pues ya puedes pedir a Cayetano que te dé el mando de una barcaza.
—Yo soy un patrón de altura —respondió con orgullo amargo.
Paquito se sentó enfrente. No se dirigía a nadie ni nadie le miraba. Todos habían callado. El
Cubano
parecía inquieto.
—Los hombres de antes eran mejores —dijo Paquito, como hablando consigo mismo—. No se dejaba perder un barco así como así.
—¿Te han comisionado para reventarnos? —le gritó el
Cubano
—. Los hombres de antes eran esclavos resignados. A nosotros ni nos va ni nos viene que el barco se pierda. Allá la Vieja. Como lo tiene asegurado, le importará un pito. Ella, a cobrar su dinero, y la tripulación, a quedar sin trabajo. Ya veréis cómo no compra otro.
—Los hombres de antes tenían más pelotas, y en estos casos no se metía la cuestión social.
La frase de Paquito quedó en el aire. Sacó del bolsillo unas raspas de tabaco y se puso a liarlo en un papel pedido al que estaba más cerca.
El
Cubano
, esforzándose, habló con voz tranquila.
—Es un problema de dignidad. ¿Quién se atreve a decir que la Vieja no nos ha ofendido? Porque, si tuviese a sus obreros el debido respeto, ¿le habría importado que Aldán se marchase o no? Vamos a ver, ¿le habría importado? Lo sucedido fue cosa entre ellos, y nosotros, de víctimas. El hambre de los pobres les trae sin cuidado. La dignidad del obrero les parece una novedad peligrosa. Son, en el fondo, señores feudales.
—Pamemas.
Paquito miraba a un lugar indeterminado del aire. El
Cubano
renunció a hablar tranquilo. Gritó y tendió las manos.
—Pero ¿por qué hablas tú ni quién te dio vela en este entierro? Tú eres un puñetero lacayo de los ricos. Antes, de Cayetano; ahora, de don Carlos.
El
Relojero
se volvió con rapidez.
—¿Por qué le llamas don Carlos? ¡Ahí, ahí! ¿Por qué le llamas don Carlos, y no le llamas al otro don Cayetano?
—Es un modo de hablar.
Los marineros se habían desentendido de la disputa. Agrupados ante la ventana y ante la puerta vidriera, miraban silenciosamente a la mar.
—No sé cómo aguanta.
—El ancla es buena, y la cadena, de primera.
—En una de ésas…
El
Relojero
se levantó y fue a sentarse junto al
Cubano
.
—Desengáñate. Es cuestión de pelotas. Todo lo demás son pamemas. Lo que pasa es que nadie se atreve a meterse en una gemela y sacar al barco del apuro.
El patrón de altura salió de su silencio. Alzó la cabeza y miró al
Cubano
.
—Si hubiera cuatro que viniesen conmigo…
—Cuatro tíos con pelotas, eso es.
—¿Te quieres callar de una joía vez? —el
Cubano
le dio un empellón.
Paquito cayó rodando al suelo.
—Déjalo —dijo el patrón de altura.
—No le ha llamado nadie ni tiene por qué meterse en esto.
—A su modo, no le falta razón.
—¡Y a vosotros no hay quien os saque de esclavos! ¡Lo lleváis en la masa de la sangre!
—Ahora no se trata de eso…
Paquito el
Relojero
se rascaba la rabadilla.
—Así me trataba Cayetano.
Se acercó, renqueando, al grupo de marineros.
—Me voy. Quedamos en que en Pueblanueva ya no hay riñones. Os han hecho maricas a todos.
—¡Eh, que no has pagado el vino! —le gritó Carmiña desde el mostrador.
Paquito hurgó en el bolsillo, sacó unas monedas y las arrojó por el aire. En seguida abrió la puerta y salió. Le vieron atravesar la calle y dirigirse a los que, desde el pretil, contemplaban la mar enfurecida, negra, y al barco zarandeado por las olas.
El patrón de altura se sentó frente al
Cubano
.
—Yo no pido trabajo en el astillero.
—¿Prefieres jugarte la vida por un barco que no es tuyo?
—Ahora no se trata de eso.
—¡Se trata de que os han tomado el pelo con promesas, y a la hora de la verdad, nada!
—Eso es —cierto, y te juro que, si tuviese a Aldán ahí sentado, lo iba a moler a palos.
—Entonces…
—Pero el barco es otra cosa.
El patrón de altura extendió la mano en un ademán convincente. —En cierto modo, es como si el barco fuese mío. Porque, como yo digo…
—Eres un parvo, Miguel; estás engañándote a ti mismo.
—Pero, vamos a ver: si no hubiera pasado lo de Aldán, ¿no encontrarías razonable que intentásemos salvar el barco?
—¿Jugándose la vida?
—La vida nos la jugamos igual cada vez que salimos a la mar. —Haz lo que quieras, Miguel.
—Lo que quiero es razonar contigo.
Uno de los marineros que estaba en la ventana se volvió y dijo:
—Le están dando de palos al
Relojero
.
—Que no se meta en camisa de once varas.
El patrón de altura golpeó afablemente el brazo del
Cubano
.
—Has dado un cambio…
—Es que faenas como ésta… Tiene uno un amigo, confía en él, y luego te hace traición. Te digo que me dolió de veras. Porque tú sabes que Aldán era mi amigo.
Tenía los ojos húmedos.
—De acuerdo.
—Y esto me llegó a lo vivo, ya lo creo. Lo siento más que si hubiera sido mi hijo —tosió y se limpió los labios—. De todos modos, haced lo que os parezca. Yo no me meto más.
El
Cubano
se levantó bruscamente y marchó. Se oyeron los golpes furiosos de su pata de palo contra el pavimento hasta perderse en el interior de la casa. El patrón de altura llamó a Carmiña.
—Trae aguardiente.
—¿Para usted solo?
—Para mi tripulación.
Carmiña puso en la mesa un caneco de barro. El patrón se sirvió un vaso y lo apuró de un trago. Hizo seña a los marineros.
—Si hubiese cuatro que quisieran venir conmigo…
Echó otra copa de aguardiente, pero no bebió.
—Tienen que ser cuatro sin mujer ni hijos. Uno de ellos, mecánico.
Los marineros se aproximaron. Silenciosos, serios.
—Se trata —continuó el patrón— de dar una lección a la Vieja y de demostrar a ese mierda del
Relojero
que tenemos pelotas… Claro está que nos jugamos la vida.
Un marinero de tez morena sonrió.
—Déme esa copa.
Xirome, el patrón de pesca, llegó corriendo a casa de doña Mariana, y pidió verla. Le dijeron que estaba en la cama, con fiebre. Respondió que era igual.
—Quítate, al menos, la ropa de aguas —le dijo la
Rucha
, y mientras Xirome se despojaba, pasó el recado.
Volvió en seguida con la respuesta.
—Que qué pasa.
—Que va a haber una desgracia.
Entró en el dormitorio. Doña Mariana se había incorporado y se envolvía el torso en tina toquilla.
—Se les metió en la cabeza sacar de apuros al
Mariana Tercera
, que tiene rota un ancla y garrea. Van cinco hombres allá.
—Pero ¿por qué lo hicieron?
—Cosas de ellos, señora.
—Están locos. ¿No comprenden que el barco no vale la vida de un hombre?
—Si se pierde, son muchos los que se quedan sin trabajo.
La
Rucha
, hija, esperaba junto a la puerta. Doña Mariana la mandó acercarse.
—Tráemela bata. Y tú, Xirome, sal un momento y espera en el pasillo.
Salió Xirome. Doña Mariana saltó de la cama, se puso las zapatillas y la bata.
—Descórreme esas cortinas.
—Se verá mejor desde el salón, señora.
—Tráeme, entonces, los prismáticos.
Salió al pasillo. Xirome la siguió. La
Rucha
, hija, llegó con unos gemelos grandes.
—Vamos a ver.
Desde la ventana del costado se veía entero el malecón y parte de la pequeña dársena.
Xirome señaló:
—El barco es aquél, señora. No sé cómo no se estrelló hace mucho rato.
La cadena no puede tardar en romperse.
—¿Y ellos?
—No se les ve.
Cuerpos inmóviles de mujeres y hombres iban llenando el pretil del malecón. Se tendían hacia fuera, como anhelantes. La lluvia borraba el perfil de sus siluetas.
—Pero ¿podrán llegar al barco?
—Señora, buenos marineros lo son, pero abordar en esas condiciones es peligroso. Se puede estrellar la buceta.
—Voy a ir allá.
—¡Señora?
—Tú sube al pazo del Penedo y di a don Carlos que venga.
—Señora, ¡no sabe el huracán que sopla!
—Haz lo que te digo.
—Pero, señora, ¿qué va a hacer en el muelle?
—Mirar, como las otras. Soy tan buena corno ellas.
A la
Rucha
, madre, no le pareció razonable. Trajo la ropa, las botas fuertes, el abrigo grueso, sin dejar de rezongar.
—Total, ¿qué pito va a tocar allá? ¿O es que por estar usted mirando se va a salvar el barco?
—Cállate y tráeme coñac.
Lo bebió de un sorbo y salió a la calle. Caminó a grandes pasos, cara al viento y a la lluvia. La
Rucha
, hija, casi no podía seguirla. Llegaron al malecón y se unieron a los que miraban. De momento, nadie advirtió su presencia: les atraía la lucha de la baceta contra las olas. Estaba cerca del barco. Al subir la cresta, se veía el cuerpo de Miguel, aferrado a la caña, y los cuatro remeros, bregando con el agua embravecida. Luego se hundían en el seno negruzco.
—Pero ¿cómo van a subir al barco?
El que estaba a la derecha de doña Mariana volvió la cabeza, la miró largamente, sorprendido, y dijo algo a su vecino. Varias caras se volvieron, igualmente silenciosas.
—Señora, no podrán subir.
—Entonces, ¿por qué no dan la vuelta?
—Tampoco podrán.
—¿Es que están locos?
La baceta distaba unas brazas del barco. Llegaron a confundirse las siluetas. Dos marineros abandonaron los remos. Uno de ellos agarró un cabo y se lo ató a la cintura. Hizo un lazo en el extremo y se colocó en la proa de la baceta; el otro lo aguantaba por la cintura.
Viró, bruscamente, el barco y ocultó la baceta. Pasaron unos minutos.
Cuando volvió a descubrirse, sólo había a bordo cuatro hombres: uno de ellos también se ataba. Agarrado a la cuerda tensa, se empinó en la borda, dio un empellón al bote con los pies y quedó en el aire. El vaivén lo zambulló en el agua. Surgió chorreando. Desde la borda del
Mariana
, el primer marinero cobraba el cabo. Un murmullo de alegría recorrió el malecón.