—Dígame, padre: ¿cree usted verdaderamente en Dios? ¿Cree usted en la Iglesia y en Jesucristo?
—¿Por qué me lo pregunta?
—Porque si usted cree, tendrá que volver a la Iglesia, porque no podrá permanecer fuera de ella sin vivir en pecado; porque la angustia del pecado le atormentará hasta hacerle la vida imposible; pero si no vuelve…
La interrumpió:
—Mi determinación no tiene que ver con mi fe.
—Si usted cree, comprenderá que el demonio le ha tentado y le ha vencido. Y si lo comprende intentará restituirse a la gracia de Dios. Pero si persiste es porque usted no cree. Y, en ese caso,
tampoco creeré yo
; me desprenderé del recuerdo de Dios fácilmente, porque es en usted en quien creo.
El padre Ossorio apartó las manos, desalentadas.
—Bien. ¿Qué culpa tengo? Me siento ya absolutamente libre de ella. He intentado explicarle que su fe tiene que ser independiente de mi persona.
Incluso de mi fe, y no digamos de mi conducta. Si su cabeza funciona disparatadamente, no tengo qué hacerle. Allá usted.
Hizo ademán de levantarse; pero ella, con un movimiento rápido, le detuvo.
—¿Qué va a hacer?
—Marcharme, señorita.
Inés no le había soltado. Ahora sintió el padre Ossorio la presión fuerte de la mano en su brazo.
—No puede usted abandonarme.
Él se soltó bruscamente. Pero la mano de ella se trabó en la suya.
—No se vaya. He pensado siempre que nos salvaríamos juntos, pero ahora empiezo a sentir…
Se interrumpió y apretó más fuerte.
—… a desear que nos perdamos juntos.
Levantó la mirada. El padre Ossorio sintió un estremecimiento, sintió el despertar, en el fondo de su alma, de todos los temores. El rostro de Inés se tendía hacia él, anhelante. No era un rostro lúbrico, como el de la furcia del café cantante; no era un rostro sensual. Era un rostro hermoso y puro, aunque apasionado. Pero ¿qué se escondería tras aquellos ojos cuyo mensaje no sabía leer? Entre una furcia y una señorita bien educada tenía que haber diferencias; pero, en el fondo, eran lo mismo, deseaban lo mismo. De una, como de otra, saldrían en seguida los largos tentáculos de la sensualidad que le abrazarían, que le atenazarían, hasta devolverle a la inquietud —tan lejana, tan repugnante en el recuerdo— de la adolescencia.
—¡Usted está loca, señorita! ¿Qué es lo que pretende? ¡Vamos, suélteme!
—¡No me…!
El padre Ossorio corría hacia la salida. Ella quedó clavada en el asiento, con la vista perdida. Estuvo así unos minutos, inmóvil. El trío tocaba una pieza alegre. El camarero, apoyado a una columna, miraba a Inés.
Esperó un poco. Se acercó.
—Son tres setenta y cinco, señorita.
Ella le miró sin verle.
—Tres con setenta y cinco —repitió el camarero.
—Sí.
—Los hombres, ya se sabe…
Sonrió e inclinó la cabeza hacia la puerta.
—A lo mejor es casado.
Inés buscaba el bolso. El camarero se lo alcanzó de la rejilla.
—Gracias.
—Tres con setenta y cinco.
Inés dejó un duro encima de la mesa. El camarero había cogido también el abrigo, y esperaba con él dispuesto a ayudarle. Inés se lo puso, murmuró algo y salió. El camarero echó mano al duro, lo miró, y dijo en voz no muy alta:
—Sobra una veinticinco…
Inés se había alejado. Se detuvo, como siempre, ante la puerta giratoria, dejó pasar a un cliente que salía y salió también. El aire de la calle estaba fresco. Voceaban periódicos, pasaban tranvías y automóviles, la gente se empujaba en las aceras. Echó a andar con el alma oscura.
—¡Mire por dónde anda, señorita! ¡A poco me tira el niño!
«Mi querido y respetado amigo: Le escribo estas líneas no para darle cuenta de mi vida, que bien quisiera que fuesen buenas noticias, sino para un asunto con el que no contaba al abandonar Pueblanueva y que en este momento pesa en mi conciencia, aunque no como culpable. De mí le diré que estoy a la espera de un trabajo de traducción, bien pagado, y que cuento con obtenerlo dentro de pocos días. No es, a mi juicio, una esperanza vana, sino que está en manos de persona seria y que parece interesada por mí. Una vez conseguido, y acomodado en Madrid de modo estable, procuraré orientarme en el sentido que usted conoce.
»De lo otro, le diré que se trata de una señorita de ésa, de la familia Aldán, algo pariente de usted y creo que también del padre Eugenio Quiroga. La razón de estos parentescos es lo que me obliga a escribirle, pues usted y el padre Eugenio son dos personas a las que estoy agradecido y por las que siento respeto y amistad. Dicha señorita se me presentó, el otro día, con la pretensión de que regresase al monasterio. Pensé desde el primer momento que se trataba de una perturbada, pero por consideración a su sexo y principalmente a ustedes la atendí, y aun hablé con ella, siempre de lo mismo, tres o cuatro veces más. Esta misma tarde me entrevisté con ella, dispuesto a convencerla de que se volviese sola a su casa y me dejase con mis problemas y la responsabilidad de mi decisión. Pues bien: cuando se hubo percatado de mi firmeza, cambió repentinamente de propósito, y con un descaro (perdone la palabra) que yo no hubiera esperado jamás de una señorita bien educada y cristiana; un descaro que hubiera estado bien en mujer de otra calaña, me propuso que nos fuéramos a vivir juntos. Le aseguro, querido don Carlos, que no se trata de una falsa interpretación, pues no puede darse otra a las palabras que salieron de sus labios. “Si no quiere usted que nos salvemos juntos, perdámonos juntos”, o algo muy parecido, en que no cabe otra interpretación que la que le doy. No necesito decirle que entonces comprendí que no me había equivocado en mi opinión inicial y que se trata, en efecto, de una perturbada. De modo que inmediatamente decidí escribir estas líneas para que usted advierta a la familia de la interesada y que venga alguien a buscarla, aunque yo no pueda darles sus señas, pues no sé dónde vive ni con quién. Pero algo podrá averiguarse, pienso yo, ya que en todas las pensiones de Madrid hay que dar nombre y señas para la Policía, y ella habrá tenido también que darlas. No necesito añadirle que me encuentro a disposición de quien sea si en algo vale mi ayuda…»
—Lo demás —dijo Carlos— es el acostumbrado «queda de usted suyo affamo…».
Clara había escuchado desde el hueco de la ventana, en sombra su cuerpo contra la luz. Había escuchado quieta y silenciosa; no se movió ni dijo nada al concluir Carlos la lectura.
—Es la carta de un aldeano —añadió él—. Ni la teología ni el andar por el mundo parecen haber cambiado gran cosa en el interior del padre Ossorio. Sus ideas acerca de la moral femenina deben de ser, en el fondo, las que heredó de su madre. Y su madre, claro, llevaría siete refajos…
—Tenemos la negra —dijo entonces Clara, y suspiró hondamente.
—No te niego que, en este caso, la mala suerte influya bastante más que la voluntad humana. Influye hasta el punto de proporcionar un desenlace ilógico al caso peregrino de Inés Aldán. Lo natural sería que el fraile viese el cielo abierto, o el infierno —que para el caso es igual—, al escuchar esas palabras, tan teatrales, de tu hermana. Es bonito ese «Perdámonos juntos»; es bonito, sobre todo, por lo que revela. Pero a ese tarugo sólo se le ocurre, ante el estallido de la pasión, pensar que Inés es una loca descarada.
—Es un mierda —murmuró Clara—. Un hombre, aunque sea fraile, hace frente a la situación de otra manera.
—Nunca he creído que la castidad del padre Ossorio fuese inconmovible. Temí, más bien, que al tropezarse con la primera mujer perdiese los estribos. Pero ya ves: ni una persona tan bella como tu hermana, tan interesante, tan atractiva, le saca otra cosa que un comentario de paleto. A no ser que…
—¿Qué?
—Que lo haya hecho por miedo al hambre. Cargar con otro, en su situación, exige un amor que él no puede haber sentido tan de repente.
—Dalo mismo por lo que haya sido —dijo Clara con desaliento—. El caso es que la pobre Inés andará perdida y desesperada.
—No olvides que tiene fe.
Clara abandonó el hueco de la ventana y se dejó caer en un sillón. Quedaba ahora iluminado su rostro, patéticamente serio.
—¡La fe! ¿Crees que le habrá quedado mucha para hacer lo que hizo?
—En cualquier caso ella tiene buen sentido.
Clara le miró con una chispa de desdén en los ojos.
—¡Qué poco sabes de mujeres, Carlos!
—¿Quieres decirme que Inés hará un disparate?
—Quiero decirte que no sé lo que hará; pero que ninguna mujer, y menos Inés, después de ese fracaso, hace un lío con sus cosas y vuelve arrepentida al hogar de sus honrados padres. Inés es orgullosa, te lo dije el otro día. Más que loca de amor debe sentirse en estos momentos despreciada, humillada.
Se puso en pie y apoyó la espalda en la chimenea.
—No pienses que temo que Inés se eche a la mala vida ni nada semejante. En primer lugar, lleva dinero para aguantar una temporada sin necesidades; en segundo lugar, ella no es de ésas…
Se interrumpió y bajó los ojos.
—… no es como yo. Pero, precisamente por eso, sufrirá más que yo. Daría cualquier cosa por verme en su pellejo; yo sabría arreglármelas, y lo primero, le bajaría las ínfulas a ese tipo, que por muy fraile que sea se ha largado del convento, lo cual no debe de ser muy virtuoso. Luego, ya vería.
Hablaba con rabia. Le brillaban los ojos, le habían enrojecido las mejillas morenas.
—Tendrás que ir a buscarla.
—¿Yo?
—Parece lo natural. Eres su hermana. Si alguien puede hacer algo…
—Me asombras, Carlos —interrumpió Clara—. Yo soy la última persona a quien desea ver Inés. ¿No lo comprendes? Mi presencia la humillaría más.
Carlos se encogió de hombros y empezó a liar un pitillo.
—Naturalmente, no estoy en todos los matices de vuestra intimidad, pero pienso que Juan no es el indicado. Además, no está ahora en condiciones de hacer un viaje. Lo del alquiler de los barcos por el sindicato está maduro, y Juan no abandonará el asunto fácilmente, no debe abandonarlo. Puede ser su éxito, su gran éxito, eso que busca y espera hace más de dos años. Por mucho que quiera a Inés, no irá a buscarla, al menos de momento.
—De todas maneras, y aunque me resulte difícil, tengo que decirle lo que pasa.
Sonrió.
—Me va a dar de bofetadas. Voy a pagarlas yo, como si fuera la culpable. Ya casi me pega cuando le dije que Inés se había ido, y eso que creyó que marchaba al convento.
Se llevó las manos al rostro.
—No sé si me da más pena él que ella.
Carlos dobló la carta y se la tendió. Clara la apretó con rabia.
—Había de echarle yo la vista encima al fraile ése…
—¿Qué querías? ¿Que se liara con Inés? ¿No era ése, precisamente, tu temor cuando ella marchó?
—Una nunca sabe qué es mejor ni peor…
Guardó la carta en el bolsillo del abrigo.
—… una nunca sabe de qué se trata en este pijotero mundo. Te hablan de honradez y de decencia, y si eres decente puedes tener por seguro que eres desgraciada. Te hablan de Dios, y, cuando lo necesitas, no lo encuentras en ninguna parte. Pero si dejas de ser honrada tampoco eres feliz, y si le vuelves la espalda a Dios, Dios te está llamando a todas horas.
—¿Tú le oyes?
—¡Sí, hijo, sí; en mi propia vergüenza! Y supongo que si Inés no quiere oírlo, tendrá que taparse bien las orejas. Y aun así…
Hizo con la mano un movimiento vago, resumidor, y bajó la cabeza.
—A veces crees ver una salida, y corres como una loca, para darte, al final, de narices contra el muro. No hay tal salida. No hay más que aguantar y seguir adelante, aunque sea volviendo atrás. Y todo porque nadie puede arreglárselas solo.
Dirigió a Carlos una mirada rápida.
—Ni tú. Y cuidado que eres egoísta. Cuidado que sabes defenderte de la vida a fuerza de palabras. Pero, aun así, a pesar de tu castillo, y de tu torre, y de esa ventana desde la que nos miras a todos, necesitas un bufón, una querida y la amistad de una vieja loca. Y no eres feliz.
La mano de Carlos protestó.
—¡Un momento! No me propongo serlo. Sé lo bastante de la vida para no hacerme ilusiones, ni pretender imposibles.
Clara movió la cabeza, sonriendo.
—De libros quizá sepas mucho, porque supongo que habrás leído todos éstos; pero de la vida no sabes gran cosa. A pesar de tus años me pareces a veces un niño de esos que presumen de saberlo todo porque son muy estudiosos, pero que se llevan todas las tortas que se pierden en el colegio.
Carlos estaba sentado, y el cigarrillo se consumía entre sus dedos. No dejaba de sonreír, pero su sonrisa parecía forzada, falsa. Y miraba a Clara desde la penumbra, como enmascarado o protegido en ella.
Clara se acercó.
—No has sufrido nunca. Es para lo que te reconozco talento, para escurrir el bulto. Pero no te confíes, porque, tarde o temprano, a todos nos coge el toro, y a ti va a cogerte desprevenido.
En el auditorio figuraban los patrones de todos los pesqueros y dos hombres por cada tripulación. Frente a la tasca del
Cubano
, al socaire de los secaderos, esperaban grupos de hombres silenciosos. Saltaba, a veces, la chispa de un encendedor; un hombre soplaba la mecha, encendía el pitillo y la pasaba a los otros del corro. Si alguien decía: «Tardan», le respondían «Tardan», y continuaba el silencio. O bien: «Si sigue el viento, nos vamos a morir de hambre». «Pues el viento va a seguir.»
El viento venía del Sudoeste, en rachas violentas, y empujaba las nubes oscuras. Ellos miraban a las nubes, cuando no miraban a la puerta de la taberna o a la luz del interior. Las miraban atravesar el cielo y perderse en la tierra del Nordés, por encima de los montes renegridos.
—El diecisiete, por esta época, fue la galerna. Se murió mucha gente.
Uno arrojó el cigarrillo con violencia.
—Voy a ver qué pasa.
—Dijeron que no entrase nadie.
—Yo voy…
Atravesó la calle, abrió la puerta con precaución. Aldán, en el fondo de la tasca, leía unos papeles. Levantó la cabeza al sentir la puerta, esperó, siguió leyendo.
—¿Qué pasa?
—Nada.
Aquello no lo entendía nadie, pero sonaba bien. El
Cubano
interrumpió una vez, para precisar una palabra. Juan la tachó y escribió otra.
—Es para que quede claro —explicó el
Cubano
, y miró a todas partes, como buscando aprobación.