—De acuerdo.
Juan terminó la lectura. Dobló los papeles y puso la mano encima.
—Entonces, todos conformes. Hay que buscar ahora quien nos ponga esto a máquina.
—Para qué?
—Es la costumbre. Hay que hacer varias copias. Nosotros nos quedaremos con una.
Bebió un trago del vaso que tenía delante.
—Ahora, que salga alguien para que sepan todos que estáis conformes.
Se abrió la puerta, salieron cuatro o cinco; una racha de aire sacudió la llama de las velas.
—Como siga el viento va a dar lo mismo —dijo un marinero joven, y marchó.
Juan se levantó y entregó los papeles al
Cubano
.
—Dáselos al oficial del Ayuntamiento. Que haga tres copias.
—Hará cuatro —sonrió el
Cubano
—; una para Salgado.
—¿Y qué? No tramamos nada a espaldas de nadie. Cuanto antes lo sepa…
La tasca iba quedando vacía. Carmiña preguntó a Juan si quería comer algo.
—No. Estoy cansado y voy a acostarme pronto. Dame, en cambio, otro tinto.
El
Cubano
preguntó:
—Entonces, ¿cuándo es la visita a la Vieja?
—Si mañana tenemos las copias, pasado mañana.
Temblaron las ventanas, sacudidas por una ráfaga violenta.
—Menos mal que no hay barcos en la mar —dijo Carmiña al servir el tinto.
Y el
Cubano
:
—Te vas a poner como una sopa de aquí a tu casa. Podías quedarte.
—No, no…
Tomó el vino, se puso el impermeable y salió. Las calles estaban barridas, el viento las llenaba de estruendo. Juan subió la cuesta, atravesó el pueblo y salió a la carretera. Tuvo que refugiarse bajo un alpendre en un momento en que la lluvia arreciaba.
Clara esperaba en la cocina, junto al fuego. Juan dijo «Hola!», y pasó de largo.
—Juan.
Se detuvo.
—Estoy cansado. Llévamela cena a la cama.
—Aguarda un poco. Tengo que hablarte.
—Estoy cansado.
Clara se levantó, cogió la palmatoria y atravesó la cocina. Al llegar frente a Juan, alzó la luz y le iluminó el rostro.
—Siento que estés cansado, Juan. Se te nota en la cara.
—¿Qué sucede? ¿Algo de mamá?
—No.
Sacó del bolsillo la carta del padre Ossorio y se la tendió. Juan miró la carta, sorprendido; la miró a ella, interrogante.
—Lee.
Clara se apartó un poco, pero alargó el brazo para que la luz alumbrase el papel.
—Es para Carlos. ¿Qué tiene que ver conmigo?
—¡Lee, Juan, y no me preguntes!
Se arrimó al quicio de la puerta y espió el rostro de Juan. Le vio contraerse, arrugarse, aterrarse. Juan se pasó la enano por la cabeza y por la frente, terminó la lectura, apretó el papel y fue hasta una silla. Se dejó caer, con la cabeza hundida entre las manos, silencioso. Clara dejó la palmatoria encima de una silla y permaneció en la puerta del pasillo, donde empezaba la oscuridad: quieta, con la vista fija en su hermano, durante un espacio muy largo. El caldo hervía en el fogón, y, fuera, el viento continuaba su zarabanda ruidosa. Juan no se había quitado el impermeable: el agua de la lluvia, al escurrir, formaba charquitos alrededor de sus pies. Por algún agujero entró un pájaro asustado, tropezó, en su vuelo, con las vigas del techo, fue y vino de una pared a otra, y salió por la chimenea. El líquido del caldo hirviente se derramó sobre las ascuas. Clara se llegó hasta el fogón y retiró el puchero.
—Juan.
Él se levantó, y, sin decir nada, huyó por el pasillo. Sonó, lejano, el ruido de su puerta al batirse. Clara, de puntillas, fue hasta ella, y escuchó. Creyó oír, entre el ruido del viento, unos sollozos. Puso la mano en el picaporte, pero la retiró y volvió a la cocina. Sirvió un plato de caldo, y con la palmatoria en la mano buscó a su madre.
—A ver, mamá. Aguántate un poco, que no tengo más que dos manos.
Resbalaba el caldo por las esquinas de la boca, delgada, gris, hasta la barba; continuaba luego, empapaba el cuello de la blusa.
—A ver, que te limpie. Espera.
Su madre la miraba con ojos turbios, sin vida; gruñía y apretaba los dientes.
—Anda, un poco más. Luego te daré un trago.
—… Sé buena. Una cucharada más. Si no comes vas a morirte de hambre.
—… Vamos. Ya no falta más que un fondito. Abre la boca.
Dejó en el suelo el plato y respiró, fatigada. Salió y volvió en seguida con el anís. Al olor, su madre se removió, gruñó, empezó a lloriquear.
—Toma. Tranquilízate. Bueno, ya basta. ¡Dije que hasta!
La acomodó en el sillón, le limpió la cara y el cuello y la tapó.
—Ahora, duérmela. ¡Te haría Dios mil favores si te llevase!
Al regresar a la cocina se encontró a Juan, sentado en la piedra del llar, mirando al fuego. Juan volvió la cabeza. Clara sintió que sus ojos se le clavaron en la cara, los ojos que no podía ver, pero que adivinaba rencorosos. Se esforzó por aparentar serenidad.
—Mamá es un cuerpo sin alma —dijo.
Dejó el plato vacío en el fregadero y se sentó delante de Juan.
—¿Qué vas a hacer?
Él no respondió. Dejó de mirarla y se volvió hacia el fuego.
—Hay que hacer algo, Juan. La pena no remedia nada.
—¿Qué harías tú?
—Ir a buscarla. Hubiera ido sin decirte nada, pero pensé que no me lo perdonarías. Sin embargo, créeme, me hubiera gustado evitarte el disgusto.
—¿Disgusto?
Sujetó una rodilla con las manos e inclinó la cabeza sobre el pecho.
—Sí. Antes creí que se me venía el mundo encima, pero fue sólo el primer momento. Ahora pienso…
Se levantó.
—Había algo que nos apartaba a Inés y a mí. Eso, ahora, habrá desaparecido. Cuando me mire y me sonría, no querrá ya decirme que Dios nos separa, que Dios nos estorba.
—¿Qué sabes tú?
—Tiene que ser así, y si no lo es, la ayudaré a sacarse del corazón lo poco que le quede de Dios en él.
Clara movió la cabeza y sonrió tristemente.
—¡Qué poco entendéis a las mujeres!
—¿Quiénes?
Vosotros. Carlos y tú.
—¡Ah, Carlos! ¿Qué dijo?
—Tonterías, teorías. Yo no creo que ahora sea cuestión de Dios, ¿entiendes? A Inés hay que ayudarle consolándola. Es una mujer abandonada…
—Abandonada, no. De esa carta se desprende…
—¡Sí, sí! ¡Ya lo sé! ¡No pasó nada! Pero hay muchas maneras de sentir el abandono… y el desprecio. Basta un minuto; a veces, basta una mirada para lastimar un corazón. Inés, seguramente, lo. ha pasado.
Dejó caer la cabeza y añadió sordamente:
—Y yo también.
—¿Tú?
—Tampoco sucedió nada. Hay hombres que andan como perros detrás de una, pero esos hombres no nos gustan. Y cuando una encuentra un hombre con el que desearía pasar el resto de su vida, o es un fraile, o se llama Carlos Deza.
Se levantó, cogió la palmatoria y la dejó encima de la mesa. Sacó del cajón los cubiertos y los colocó.
—¡Tenemos mala suerte tus hermanas! Y a Inés aún le quedas tú, que es algo. Pero yo no tengo más que el cuerpo sin alma de mamá, y mamá no es una ayuda, ni siquiera una compañía. Mamá no es más que una pena.
Sirvió el caldo de los platos.
—Siéntate. Está caliente.
Juan se sentó y empezó a comer.
—Debes marcharte a Madrid. Me da el corazón que encontrarás a Inés.
Podéis volver en seguida.
—¿Volver?
—Bien, esto no lo sabe nadie. Y no ha pasado nada. Y aunque hubiera pasado… No hay que dar a las cosas más importancia que la que tienen.
Juan dejó la cuchara en el plato y la miró con dureza.
—No volveremos nunca. Tú no entiendes…
—Está bien. No entiendo y, sobre todo, no soy nada para vosotros. No me quejo. Hubo un tiempo en que me parecía injusto, pero he aprendido a tomar las cosas como vienen. Ve a buscarla, quédate con ella, y que todo os salga bien. En el fondo me alegro por vosotros. Fuera de aquí podrás trabajar y ella casarse. Esto de ahora, por mucho que le haya dolido, le pasará, y es lo que habrá ganado, no porque vaya a quererte más, sino porque, al importarle menos las cosas del otro mundo, aprenderá a andar con más cuidado por éste.
Recogió los platos y volvió al fogón.
—Hay unos huevos. ¿Quieres?
Juan tardó en responderle. Lo hizo con desgana.
—Bueno.
Clara puso la sartén sobre las trébedes, cascó los huevos en una taza y les echó sal.
—Y eso del sindicato, ¿cómo va? —dijo sin volverse y como sin darle importancia.
Juan se sobresaltó.
—¿Del sindicato?
—Sí, lo de los barcos; según Carlos es cosa hecha.
—Así parece.
Humeaba el aceite. Clara echó los huevos en la sartén. Juan empezó a liar un cigarrillo.
—Pues ya iba siendo hora de que algo resultase. No sabes cómo me alegro. Vas a quedar muy bien con tus amigos.
—¡Cállate! —se le rompió el papel del cigarrillo y arrojó el tabaco al suelo, con rabia—. No te metas en eso.
Clara se asustó. Los huevos resbalaron de la espumadera y cayeron, de nuevo, en la sartén.
—No es meterme, hijo; es alegrarme de que tengas un éxito.
—Pero ¿no comprendes que marcharé mañana, que lo abandonaré todo?
Clara dejó caer la espumadera. Los huevos chisporroteaban en la sartén; empezaban a quemarse. Olvidada de ellos se acercó a su hermano.
—¿Vas a dejar a tus amigos en la estacada? ¿Eres capaz?
Juan respondió con dureza:
—Dejaría hundirse el mundo.
Y añadió con voz oscurecida:
—Por eso no volveremos. Me iré mañana en el primer autobús, como un traidor, y tú no dirás a nadie a dónde fui ni por qué.
—¡Dios mío, Juan! ¡No os entiendo!
Juan alzó las manos hasta la mitad del pecho; inició un ademán expresivo, inmediatamente cortado.
—¡Bah! No te hace falta entender. Nada de esto va contigo.
Empezó a oler a quemado.
—¡Vaya por Dios! Se me han chamuscado los huevos.
Corrió al llar y retiró la sartén. Dijo que esperase, que freiría otros, y que ella se comería aquéllos. Juan volvió a sentarse.
—¿Te queda algún dinero?
—Claro, hijo. No iba a gastar cincuenta duros en cuatro días.
—Puedes darme algo…
—Te lo daré todo. Yo ya me arreglaré. Tengo cierta práctica.
—No necesito todo. Ya me entiendes. Unos cuantos duros. No sabemos 1o que nos puede pasar. Inés…
—Sí, hombre, sí. No hace falta que te justifiques.
—Es que…
Levantó la cabeza y la miró francamente.
—¡Desembucha! —dijo alto.
—Habría que vender la casa. Podrían dar por ella veinte mil duros. La huerta es grande y buena. Hay muchos pinos en el monte. Veinte mil duros es un buen precio. Los repartiríamos.
Clara frió el segundo par de huevos sin decir nada; los sirvió y puso también los suyos, requemados, en la mesa. Se sentó frente a Juan.
—De acuerdo. La mitad para vosotros, la otra mitad, para mamá y para mí. Mamá también entra a la parte. Si muere, repartiremos también lo suyo.
—Lo he estado pensando. Esta casa es demasiado grande. Podrías buscarte un piso en el pueblo.
—Yo sé lo que he de hacer —hizo una mueca de asco—. ¡Esto no hay quien lo coma!
Apartó el plato con disgusto.
—Si tú no estás, podré hablar a doña Mariana de aquello de la quincalla.
—Me da igual. Habla con ella o con quien quieras. Carlos podrá también ayudarte. Lo de vender la casa traerá enredos. Pero tienes que hacerlo pronto: ya te escribiré a dónde has de mandar el dinero.
Se levantó y encendió en la llama de la vela un nuevo cigarrillo.
—Hasta mañana.
Se fue de prisa por el pasillo oscuro. Clara cruzó los brazos sobre la mesa y contempló, largo rato, la llama bailarina. Después se levantó y se puso a fregar.
No había podido dormir. Llevaba horas revolviéndose en la cama sin encontrar la postura. Si empezaba a transirse, la espabilaba el temor de que Juan se marchase sin decir nada. O bien las imaginaciones le espantaban el sueño. Le dolía una cosa en la cabeza, hacia las sienes; tenía el cerebro fatigado de darle vueltas. Pero, contra su voluntad, las ideas iban y venían y dejaban en su corazón rastros de temor o de esperanza, como si fuesen realidades. A veces conseguía apoderarse de una, retenerla, estudiarla, tomar una determinación; por fin, se le escapaba, era sustituida por otra y, cuando volvía, tomaba la resolución contraria.
Le hubiera gustado limitarse a pensar en sí misma y en su nueva situación, pero el no saber qué hacer le disparaba las ideas. Había dicho a su hermano, un poco a la ligera, que vería a doña Mariana, que le propondría hacerse cargo de la tienda. Ahora le disgustaba la idea de pedir de favor lo que antes le habían ofrecido. Y, sin embargo, no le quedaba otra salida.
Vendida la casa, tendría un dinero. Le daba miedo imaginarse dueña de una fortuna. Las ideas que la habían desvelado, que le habían cansado el cerebro, partían de aquellos diez mil duros que podía tener en seguida, que probablemente tendría pronto. Servían —habían servido— de trampolín a su imaginación para llevar a cabo todos los deseos frustrados por la pobreza. Algunos, al recordarlos, la apenaban. «¿Es posible que haya alguna vez querido esto?» Lo había querido, lo había acariciado, hubiera hecho cualquier cosa por realizarlo, y ahora le avergonzaba. «¡He cambiado mucho, no sé por qué!»
Los diez mil duros podían cambiarla del todo. Tenía que aconsejarse de alguien, ver de darles un empleo razonable y seguro. Diez mil duros no eran moco de pavo. Si alcanzaban para que Inés y Juan empezasen una vida, también alcanzarían para que ella y su madre subsistiesen.
¡Cómo había soplado el viento toda la noche! Seguramente habría arrancado tejas y descuajado algún árbol. Tendría que recorrer los pinos en cuanto se hiciese el día. Si alguno hallaba derribado lo vendería. Y si era de los nuevos haría leña. El viento tenía que haber dañado también las tierras y los montes. Viento como aquél no lo recordaba. Había llegado a tener miedo, arrebujada en la cama; miedo de que las paredes cayesen, de que el techo entero volase. El viento parecía una cabalgata de demonios ululantes. Hacia las cuatro se había calmado un poco. Ahora volvía a arreciar.
Le pareció oír ruido en la cocina. Saltó de la cama, se puso las zapatillas y el abrigo, y arrimó el oído a la puerta. Sintió el rumor suave de unos goznes, y el corazón le saltó en el pecho. Juan se iba: sin decir nada. Más que irse, huía.