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Authors: Enid Blyton

Tags: #Infantil y Juvenil, Aventuras

Los Cinco y el tesoro de la isla (8 page)

BOOK: Los Cinco y el tesoro de la isla
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—Llegaron a levantarse unas olas enormes —dijo Ana, mirando a los otros, desafiante. ¿No creían que ella iba a decir que la tempestad había levantado y sacado del fondo del mar el barco hundido? ¡Pues se habían equivocado! ¡Le habían dado los puntapiés sin ninguna razón!

—Siento haberte lastimado, Ana —dijo Julián—. Se me resbaló el pie.

—El mío también —dijo Dick—. Sí, tía Fanny, desde la isla se divisaba un panorama impresionante. Las olas azotaban la caleta y eran tan fuertes que tuvimos que adentrar mucho el bote en la arena para que el mar no se lo llevara.

—A mí la tormenta, no me daba miedo, realmente —dijo Ana—. De hecho, no tenía, por lo menos, tanto miedo como
Ti
...

Todos se dieron cuenta de que Ana iba a mencionar al perro. Se pusieron a hablar atropelladamente y en voz muy alta. Julián le dio a su hermanita otro puntapié.

—¡Oh!... —dijo Ana.

—Los conejos parecían todos domesticados —dijo Julián, a voces.

—También hemos visto los cormoranes —dijo Dick.

Mientras éste hablaba,
Jorge
iba diciendo:

—Los grajos chillaban muy fuerte: hacían "chak, chak, chak" todo el tiempo.

—Vosotros sí que parecéis una manada de grajos hablando todos al mismo tiempo —dijo tía Fanny, riendo—. Bueno: ¿habéis terminado ya de comer? Será mejor que vayáis a lavaros las manos. Sí,
Jorge
, tenéis que tenerlas pringosas a la fuerza: os habéis tomado cada uno tres rebanadas de pastel con miel. Cuando os hayáis lavado, podéis iros a jugar sin hacer ruido a la habitación de al lado, porque con esta lluvia no es bueno que salgáis. Pero procurad no estorbar a papá,
Jorge
, porque ahora está muy atareado.

Los chicos fueron a lavarse las manos.

—¡Idiota! —dijo Julián a Ana—. ¡Has estado dos veces a punto de meter la pata!

—La primera vez os equivocasteis. ¡Yo no pensaba decir nada de lo que habíais supuesto! —empezó a decir Ana, indignada.

Jorge
la interrumpió.

—No disimules. ¡Has estado a punto de revelar el secreto del barco y el de
Timoteo
! —dijo—. ¡Hay que ver cómo se te desata la lengua siempre!

—Sí, es cierto —dijo Ana, lastimeramente—. Creo que será mejor que no vuelva a hablar nunca más durante las comidas. Es que me gusta tanto
Timoteo
que no puedo resistir las ganas de hablar de él.

Se fueron a la habitación de al lado a jugar. Julián cogió una pequeña mesa que había allí y la volvió del revés, produciendo un fuerte ruido.

—Jugaremos a barcos hundidos —dijo—. Esta mesa es el barco. Ahora vamos a explorarlo.

La puerta se abrió de pronto y un rostro severo y ceñudo empezó a mirar a los chicos. ¡Era tío Quintín!!

—¿Qué significa ese ruido? —dijo—. ¡
Jorge
!¡Jorge! ¿Has puesto tú esa mesa del revés?

—He sido yo —dijo Julián—. Lo siento, señor. Había olvidado completamente que estaba usted trabajando.

—¡Como volváis a hacer ruido no os dejaré levantaros de la cama mañana! —dijo tío Quintín—. Jorgina, encárgate de que tus primos no armen escándalo.

Tío Quintín se marchó dando un portazo. Los chicos se miraron unos a otros.

—Tu padre tiene un mal genio terrible, ¿verdad? —dijo Julián—. Cuánto siento haber hecho ruido. Fue sin querer.

—Es mejor que nos dediquemos a distraernos con cosas más sosegadas —dijo
Jorge
—. ¡No vaya a ser que mi padre cumpla su promesa y nos prohíba mañana salir de la cama, precisamente cuando tenemos que explorar el barco!

Este pensamiento horrorizaba a todos. Ana fue a buscar una de sus muñecas para jugar con ella. Se las había arreglado para meter en el equipaje unas cuantas de su colección. Julián empezó a hojear un libro y
Jorge
cogió un pequeño barco de madera que estaba tallando ella misma. Dick quedó recostado en una silla mientras recordaba los excitantes acontecimientos del día. La lluvia seguía cayendo, constante. Los chicos tenían la esperanza de que a la mañana siguiente hubiera cesado.

—Mañana tendremos que levantarnos terriblemente temprano —dijo Dick, dando un bostezo—. ¿No sería mejor que nos fuésemos a la cama en seguida? Estoy muy cansado de haber remado tanto.

Normalmente, a los chicos no les gustaba nada acostarse temprano, pero los acontecimientos que iban a producirse al día siguiente les hacía pensar de diferente manera.

—El tiempo se me hace muy largo —dijo Ana, soltando la muñeca que tenía en las manos—. ¿No podríamos acostarnos ya?

—A mamá le extrañaría mucho que nos acostásemos todos después del té —dijo
Jorge
—. Creería que estamos enfermos. No; nos acostaremos después de cenar. Le diremos que estamos muy cansados de la excursión y de tanto remar, cosa que es verdad, y procuraremos dormir muchas horas de un tirón para estar bien dispuestos mañana por la mañana. Por supuesto que tenemos por delante una aventura de verdad. ¡Muy pocas personas habrán tenido la magnífica ocasión de registrar un barco antiguo que acaba de salir del fondo del mar!

Total, que a eso de las ocho de la noche todos se habían ido ya a la cama, ante la sorpresa de tía Fanny. Ana se durmió en seguida. Sus hermanos lo hicieron pronto también, pero
Jorge
se pasó buena parte de la noche pensando en su isla, su barco y, sobre todo, en su adorado
Timoteo
.

"Timoteo
irá también —se dijo a sí misma, poco antes de dormirse—. No podemos dejar a
Timoteo
al margen de esta aventura. ¡Quiero que comparta con nosotros todas nuestras cosas!"

CAPITULO VIII

Explorando el barco

El primero que se despertó al día siguiente fue Julián, justo cuando el sol, bordeando el horizonte, empezaba a iluminar el cielo con sus dorados resplandores. Estuvo un momento contemplando el techo con indiferencia, pero luego se acordó de golpe de todos los acontecimientos del día anterior. Se levantó de la cama de un salto y le gritó a su hermano:

—¡Dick! ¡Despiértate! ¡Tenemos que ir a explorar el barco! ¡Levántate ya!

Dick se despertó y miró a Julián con ojos soñolientos. En seguida se sintió invadido por un sentimiento de felicidad. Iban pronto a disfrutar de una verdadera aventura. Saltó de la cama y fue corriendo al dormitorio de las chicas. Abrió la puerta. Las dos niñas estaban todavía profundamente dormidas, sobre todo Ana, que parecía un lirón, acurrucada entre las sábanas.

Dick zarandeó a
Jorge
y luego le dio a Ana un palmetazo en la espalda. Ellas se despertaron sobresaltadas, y se incorporaron.

—¡Arriba! —dijo Dick, sin gritar mucho, para que no pudieran oírle sus tíos—. Acababa de salir el sol. Hay que darse prisa.

Los ojos de
Jorge
brillaban mientras se estaba vistiendo. Ana brincaba de contento mientras buscaba su escueto ropaje: un par de sandalias, el traje de baño, el jersey y los
shorts
.

—Ahora no hagáis ruido mientras bajamos por la escalera: que nadie hable ni tosa —advirtió Julián cuando estaban ya todos reunidos.

A Ana se le escapaban a menudo gritos por cualquier fruslería, y más de una vez con ellos había puesto a la luz secretos planes de sus hermanos. Sin embargo, esta vez tuvo buen cuidado de no hacerlo. Bajaron sigilosamente por la escalera y entraron en el jardín. No hicieron ningún ruido. Con mucho cuidado cerraron tras ellos la puerta de la casa y atravesaron el jardín en dirección a la puerta de la valla. Pero como ésta hacía siempre mucho ruido al abrirse y cerrarse, los chicos optaron por saltar por encima del valladar. El sol resplandecía fulgurantemente, aun cuando todavía no se había despegado del horizonte. Producía un calor muy agradable. El cielo estaba tan límpido que Ana pensó que lo acababan de fregar.

—Parece enteramente que lo han sacado del lavadero hace poco —dijo a los otros.

Todos rieron con ganas. Ana ciertamente tenía ocurrencias muy extravagantes a veces. Pero esta vez comprendieron lo que había querido decir y estaban de acuerdo con ella. El día era tan luminoso que producía una especial sensación de alegría. Las nubes se recortaban limpiamente en el cielo azul y el mar aparecía majestuosamente en calma. Parecía increíble que el día anterior hubiera estado tan alborotado.

Jorge
, después de preparar el bote, se fue a buscar a
Timoteo
, mientras los otros arrastraban la embarcación hasta el mar. Alfredo, el pescador, quedó muy sorprendido de ver a
Jorge
tan temprano. Estaba a punto de marcharse con su padre a pescar. Le hizo señas a
Jorge
.

—¿Es que también vas de pesca? —le preguntó—. ¡Hay que ver la tormenta de ayer! Supongo que regresaríais antes de que empezara.

—No; se nos echó encima —dijo
Jorge
—. ¡Ven!
¡Tim!
¡Ven!

Timoteo
estaba muy contento de ver a su amita tan de buena mañana. La acompañó haciendo cabriolas tan alborotadas a su alrededor que por poco la tira al suelo.

En cuanto vio el bote se metió en él, plantándose en la popa, con la roja lengua fuera y moviendo el rabo vertiginosamente.

—No comprendo cómo conservas todavía el rabo,
Timoteo
—dijo Ana—. Un día se te va a escapar si lo agitas con tanta fuerza.

Emprendieron el camino hacia la isla. Era fácil remar ahora, porque el mar estaba muy en calma. Luego la rodearon para dirigirse a la parte que no se veía desde tierra firme.

¡Allí estaba todavía el barco, aprisionado entre las escarpadas rocas! Se había quedado fijo allí, sin que las olas hubiesen conseguido arrastrarlo de nuevo.

Estaba ligeramente inclinado y el mástil, aún más destrozado que antes, había caído contra un rincón de la cubierta.

—Aquí tenemos el barco —dijo Julián, excitado—. ¡Pobre velero! Debe de estar ahora más averiado que antes de la tormenta. ¡Hay que ver el ruido que hizo cuando se estrelló contra estas rocas!

—¿Cómo podremos meternos en él? —preguntó Ana, mirando las enormes rocas que obstruían el camino. Pero
Jorge
, a este respecto, no estaba nada desanimada. Conocía pulgada a pulgada toda la costa que bordeaba su pequeña isla. Siguió remando firmemente en dirección a las rocas.

Cuando hubieron llegado, los chicos contemplaron admirados el barco. Era enorme, mucho más grande de lo que parecía cuando lo vieron hundido. Estaba cubierto de escamas de peces y ristras verdoso oscuras de algas, que colgaban por todos sitios. Ofrecía un aspecto muy extraño. Tenía grandes agujeros en los costados, que se habían producido al topar contra las rocas. En cubierta también había agujeros. El viejo barco producía cierta impresión de tristeza y abandono, cosa que no le prestaba gran atractivo, pero para los chicos era la cosa más interesante que habían visto en su vida.

Se aproximaron más a las rocas, remando. La marea les favorecía.
Jorge
abarcó la nave con la mirada.

—Será mejor que enganchemos la borda con una cuerda —dijo—. Así podremos trepar por ella y llegar a cubierta fácilmente. ¡Julián! ¡Toma esa cuerda y echa el lazo a ese trozo de madera que sobresale allí!

Julián hizo lo que
Jorge
le había dicho. La cuerda cruzó rápidamente el aire y aprisionó con el lazo un saliente de cubierta. De esa manera, pudieron poner el bote en el lugar más adecuado para el abordaje. Entonces
Jorge
empezó a trepar por la cuerda con la misma facilidad que un mono. Era una maravilla trepando. Julián y Dick la siguieron solos, pero a Ana hubo que ayudarla. Pronto se encontraron todos sobre la inclinada cubierta. La verdina, que despedía un fuerte olor, la hacía muy resbaladiza.

—Ésta es la cubierta —dijo
Jorge
—. Y por ese agujero era por donde los marineros entraban y salían.

Señaló un gran agujero. Todos se dirigieron a él y observaron el interior. Aún se conservaban los restos de una escalerilla de hierro.
Jorge
la examinó:

—Creo que podrá aguantar nuestro peso —dijo—. Yo bajaré primero. ¿Tiene alguien una linterna? Está todo muy oscuro.

Julián había traído una linterna. Se la dio a
Jorge
. Todos guardaban silencio, impresionados. Tenían ante sí una ocasión única en la vida de explorar por dentro un misterioso barco del pasado. ¿Qué encontrarían en él?
Jorge
encendió la linterna y empezó a bajar por la escalerilla. Los demás la siguieron.

A la luz de la linterna pudieron contemplar un espectáculo extraño. El techo de la parte interna del barco era de roble y muy bajo, de tal modo que los niños tenían que ir con la cabeza gacha. Al parecer, lo que veían habían sido camarotes, pero no podían asegurarlo, dado lo húmedo, verdinoso y destrozado que estaba todo. El olor que desprendía la verdina secándose era horrible. Los chicos tenían que andar haciendo equilibrios para no resbalar a causa de la humedad del suelo. El barco, al fin y al cabo, no parecía tan grande por dentro.

A la luz de la linterna pudieron ver una cavidad en el suelo.

—Ahí debe de ser donde se guardaban las cajas con las barras de oro —dijo Julián—. Pero ahí dentro no hay ahora nada más que agua y peces.

Los chicos no pudieron meterse en la cavidad, porque había mucha agua en su interior. Dos barriles flotaban en ella, reventados y mostrando a las claras que no había nada en su interior.

—Supongo que serán barriles que usarían para guardar agua o comida —dijo
Jorge
—. Vamos a ver si en la otra parte del barco hay camarotes. A lo mejor vemos las literas donde dormían los marineros. ¡Fíjate en esa vieja silla de madera! ¡Es fantástico que se haya conservado después de tanto tiempo! ¡Mirad las cosas que cuelgan de esos ganchos! ¡Todo está lleno de algas, pero apostaría a que se trata de cacharros de cocina!

Todo en el barco resultaba extraño e interesante. Los chicos estaban todos ojo avizor, a la búsqueda de las cajas donde se encontraban las barras de oro. Pero, en realidad, no parecía que hubiese oro por ningún sitio.

Entraron en un camarote que era algo mayor que los demás. En un rincón había una litera sobre la cual se divisaba un cangrejo. El mobiliario era viejo y consistía apenas en una mesa de dos patas, pegada a la litera e incrustada de conchas marinas. Algunos cuadros colgaban de las paredes del camarote, festoneados de algas gris-verdosas.

—Éste debió de haber sido el camarote particular del capitán —dijo Julián—. Es el más grande de todos. Fijaos: ¿qué es eso que hay en ese rincón?

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