Los Cinco y el tesoro de la isla (15 page)

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Authors: Enid Blyton

Tags: #Infantil y Juvenil, Aventuras

BOOK: Los Cinco y el tesoro de la isla
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CAPÍTULO XV

¡Dick se encarga del rescate!

Dick cogió de la mano a su hermana y ambos se alelaron rápidamente de la caleta. Tenían miedo de ser vistos por los que habían arribado a la isla. El muchacho condujo a Ana hasta la habitación-refugio donde tenían todas sus cosas y se sentó con ella en un rincón.

—Apostaría a que han descubierto a Julián cuando estaba dando hachazos en la puerta —dijo Dick—. Pero lo que ocurre es que no tengo la menor idea de qué es lo mejor que se puede hacer. Si nos metemos en los sótanos nos atraparán. Hola. ¿Qué hace
Timoteo
? ¿Por qué se marcha?

El perro había estado hasta entonces con ellos, pero ahora de repente había salido corriendo en dirección a la entrada de los sótanos. Empezó a bajar por la escalinata y en seguida desapareció. Los chicos se intranquilizaron: hasta entonces, la presencia del perro les había proporcionado cierta seguridad, pero ahora que se había ido se sentían desasosegados.

En verdad que no sabían qué resolución tomar. Pero de pronto Ana tuvo una idea.

—¡Ya sé lo que podemos hacer! Coger el bote y pedir ayuda en tierra firme.

—Ya había pensado en eso —dijo Dick, tristemente—. Pero sabes muy bien que nosotros no podemos llevar el bote remando hasta la playa porque no conocemos bien el camino para pasar por entre todas las rocas. El bote se hundirá. Además, no sé si tendremos bastantes energías para remar tanto rato. Oh, querida, ojalá tuviera alguna buena idea.

En realidad no necesitaban ya romperse la cabeza para decidir qué tenían que hacer. ¡Los dos intrusos se dirigían hacia ellos, dispuestos a capturarlos! Habían visto que
Timoteo
regresaba sin la nota y que los muchachos no iban con él. Supusieron que habían cogido el papel, pero no podían comprender por qué no habían vuelto con el perro.

Dick los oyó hablar.

Cogió a Ana por el brazo, indicándole que no se moviera. Había visto que los individuos tomaban la dirección opuesta a donde ellos estaban.

—¡Ana! ¡Ya sé dónde nos podemos esconder! ¡Nos meteremos en el pozo, bajando por la escalerilla unos cuantos metros, y nos quedaremos allí agazapados! Estoy seguro de que a nadie se le ocurrirá mirar dentro del pozo.

A Ana no le hacía nada de gracia tener que meterse en el pozo, aun cuando sólo fuera unos pocos metros. Pero Dick estaba decidido. Cogió a su hermana por el brazo y la arrastró literalmente hasta el centro del patio. Los dos hombres habían emprendido la búsqueda en la otra parte del castillo. Tenían tiempo suficiente para meterse en el pozo sin que los vieran. Dick levantó prontamente la carcomida tapa de madera y ayudó a Ana a bajar por la escalerilla. Ella tenía mucho miedo. Luego se introdujo él, a su vez, y de la mejor manera que pudo cogió la tapa de madera y la restituyó a su sitio.

La gran piedra que había servido de sustentación a
Timoteo
cuando éste cayó estaba todavía allí. Dick la tanteó para ver si podía resistir mucho peso. Estaba firmemente sujeta a la pared del pozo.

—Puedes sentarte aquí si es que no quieres pasar todo el tiempo agarrada a la escalerilla —le dijo a su hermana.

Ana, temblorosa, se sentó en la piedra, temiendo que los descubrieran de un momento a otro. Los niños pudieron oír las voces que daban los dos hombres, unas veces a muy poca distancia y otras lejos. Al final empezaron a llamarlos a gritos.

—¡Dick! ¡Ana! ¡Los otros os están esperando! ¿Dónde estáis? ¡Tenemos buenas noticias para vosotros!

—Vaya, y ¿por qué en vez de avisarnos ellos no dejan que Julián y
Jorge
salgan de allá abajo y vengan a avisarnos ellos mismos? —dijo Dick—. Ya te dije que había algo extraño en todo esto. ¡Qué ganas tengo de poder hablar con los otros y enterarme de una vez de qué es lo que ha ocurrido!

Los dos hombres se dirigieron al patio. Estaban malhumorados.

—¿Dónde se habrán metido esos mastuerzos? —dijo Jake—. El bote está todavía en la caleta, o sea que no pueden haberse marchado de la isla. Deben de estar escondidos en cualquier sitio. No podemos pasarnos todo el día buscándolos.

—Lo mejor que podemos hacer es coger provisiones —dijo el otro hombre— de aquella pequeña habitación. Las hay en abundancia. Supongo que los chicos las habrán traído para su excursión a la isla. Nos llevaremos la mitad abajo para dejársela a los que hemos encerrado, y el resto servirá para los que están fuera. Luego nos llevaremos su bote para que no puedan salir de aquí.

—Muy bien —dijo Jake—. Pero no olvidemos que lo más importante es hacernos cuanto antes con el oro y asegurarnos de que los chicos quedarán aquí el tiempo suficiente para que podamos huir y ponernos a buen recaudo. No tenemos que preocuparnos por la compra de la isla. Lo único que nos interesa es el tesoro.

—Está bien, vamos —dijo su compañero—. Voy a coger las provisiones. No nos preocupemos más por los otros dos. Entre tanto, quédate tú aquí vigilando por si por casualidad se acercan.

Dick y Ana apenas se atrevían a respirar mientras estaban oyendo todo esto. ¡Qué miedo tenían de que a los hombres se les ocurriera mirar dentro del pozo! Oyeron como uno de ellos se dirigía a la habitación-refugio. Estaba claro que iba a recoger alimentos y bebida para llevárselos a los dos prisioneros que había abajo en los sótanos. El otro hombre quedó en el patio vigilando sin demasiada atención.

Después de un rato, que a los chicos les pareció una eternidad, regresó el hombre, reuniéndose con su compañero. Cuchichearon algo entre ellos y en seguida tomaron el camino de la caleta. Dick oyó como ponían en marcha la lancha motora.

—Ahora ya podemos salir sin que nos vean, Ana —dijo—. ¡Caramba! ¡Qué frío hace aquí dentro! Estaba deseando poder tomar el sol cuanto antes.

Salieron de su escondrijo y se pusieron a calentarse bajo los ardientes rayos del sol veraniego. Pudieron ver cómo se alejaba de la orilla la lancha motora.

—Bien: por lo pronto se han marchado —dijo Dick—. Y no nos han cogido nuestro bote, a pesar de que dijeron que lo harían. Si pudiéramos rescatar a Julián y a
Jorge
sería la solución. Como
Jorge
rema muy bien, ella nos podrá llevar en nuestro bote a tierra firme.

—¿Por qué no vamos a poder rescatarlos? —gritó Ana, optimista—. Podemos meternos en los sótanos por la escalera y abrir el cerrojo de la puerta de aquella cueva, ¿verdad?

—No, no podemos —dijo Dick—. ¡Fíjate!

Ana miró donde indicaba su hermano. Pudo ver que los dos hombres habían cubierto la entrada de los sótanos con enormes piedras. Habían empleado todas sus fuerzas en la empresa. Era inútil pensar en sacarlas de allí.

—No podemos quitarlas —dijo Dick—. Ellos tienen más fuerza que nosotros y se han asegurado de que sean bastante pesadas. Y no tenemos la menor idea de dónde está la otra entrada. Sólo sabemos que está cerca de la torre.

—Intentemos encontrarla —dijo Ana, vehementemente. Se acercaron rápidamente a la torre, pero a todas luces podía notarse que, si en tiempos podía haberse entrado por allí a los sótanos, ahora era imposible. La entrada había desaparecido. El castillo, al desplomarse poco a poco, había dejado todo aquello lleno de pesadas piedras, amontonadas de tal manera, que era ilusorio pensar en apartarlas. Los niños dejaron pronto la búsqueda.

—¡Dios mío! —dijo Dick—. ¡No puedo soportar la idea de que Julián y
Jorge
estén allá abajo encerrados y que nosotros no podamos hacer nada para ayudarlos! ¡Oh, Ana! ¿No se te ocurre ninguna idea?

Ana se sentó sobre una piedra y empezó a pensar intensamente. Estaba muy preocupada. De pronto sus ojos parecieron animarse y se dirigió a Dick.

—¡Dick! Yo supongo... yo supongo que quizá pudiésemos rescatarlos si entrarnos por el pozo, ¿verdad? —preguntó—. Ya sabes que pasa por los sótanos y que en el tubo hay una abertura muy grande, por donde nos podíamos asomar y ver la luz del día. ¿Te acuerdas? Lo que hace falta es que quepamos por la rendija que deja aquella piedra que está incrustada dentro del pozo, aquella donde me senté cuando estábamos escondidos.

Dick reflexionó sobre lo que su hermana le había dicho. Rápidamente se dirigieron al pozo y se asomaron...

—Pues, sí, creo que tienes razón —dijo Dick al final—. Creo que, si nos estrujamos un poco, podremos pasar. El pozo está muy cerca de aquella cueva. Lo que no sé es hasta dónde llegará la escalerilla que hay dentro.

—Oh, Dick, intentémoslo —dijo Ana—. ¡Es nuestra única oportunidad!

—Bien: habrá que intentarlo —dijo Dick—. Pero tú no, Ana. No me gusta la idea de que te puedas caer al fondo del pozo. A lo mejor la escalerilla se interrumpe a mitad del camino: todo podría ser. Tú te quedarás aquí, y yo me las arreglaré como mejor pueda.

—Ten mucho cuidado —dijo Ana, ansiosamente—. Llévate una cuerda, no vaya a ser que la necesites de pronto y tengas que volver a subir.

—Buena idea —dijo Dick.

Fue a la habitación que les servía de refugio y cogió una de las cuerdas que habían traído. Se la arrolló a la cintura. Luego volvió con Ana.

—¡Todo va estupendamente! —dijo con voz animada—. No te preocupes por mí, que no va a pasar nada.

Ana se había puesto algo pálida. Tenía un miedo terrible a que Dick pudiese caer al fondo del pozo. Lo observó mientras él iba bajando por la escalerilla, acercándose a la gran piedra que interrumpía el camino. Dick se contrajo todo lo que pudo para poder pasar por el hueco que dejaba la piedra, pero ello resultaba extremadamente difícil. Al final logró pasar y desde entonces Ana no lo volvió a ver. Pero sí oyó que le decía:

—La escalerilla es muy larga, Ana. No ha pasado nada. ¿Me oyes?

—¡Sí! —gritó Ana, asomada al pozo. Pudo oír el eco de Su voz, que resultaba muy extravagante—. Ten cuidado, Dick. Espero que la escalerilla llegue hasta el fondo.

—¡Creo que así es! —gritó Dick desde las profundidades. De pronto profirió una fuerte exclamación.

—¡Vaya! ¡Justo ahora se termina! No sé si es que se acaba aquí o que está rota. Tendré que usar la cuerda.

Hubo un silencio mientras Dick se dedicaba a desenrollar la cuerda. Ató firmemente un cabo al travesaño que le pareció más sólido.

—¡Ahora seguiré bajando por la cuerda! —le gritó a Ana—. No te preocupes, que todo va bien. ¡Allá voy!

A partir de entonces Ana no pudo ya enterarse de lo que Dick le decía, a causa de los enormes ecos, que deformaban enteramente la voz. Sin embargo, aunque no entendiera nada, se tranquilizaba oyéndolo. Le gritó a su hermano para ver si él podría enterarse de lo que ella le decía.

Dick siguió resbalando por la cuerda a la que estaba asido fuertemente con las manos, las rodillas y los pies. Menos mal que, en gimnasia, era uno de los primeros del colegio. No sabía si estaba llegando ya a la altura de los sótanos. Éstos parecían haberse alejado inexplicablemente. Se las arregló para encender la linterna y ponérsela entre los dientes, porque las manos las necesitaba para asirse a la cuerda. La luz iluminó las paredes del pozo. No tenía la menor idea de si estaba todavía por encima de los sótanos o ya debajo. Y, por supuesto, no pensaba de ninguna manera llegar hasta el fondo del pozo.

Le pareció que había rebasado ya el nivel de los sótanos y retrocedió, no sin esfuerzo, ascendiendo un buen trozo de la cuerda. Con gran contento notó que no se había equivocado. La abertura del pozo la tenía ahora justo delante de su cabeza. Trepó algo más y se columpió en la dirección de la abertura. Consiguió asir el borde.

Traspasar la abertura era un cometido difícil, pero, afortunadamente, Dick abultaba poco. Al final pudo poner los pies en los sótanos, con gran alivio de su corazón. ¡Por fin había llegado! Ahora no tenía más que seguir las señales dejadas por Julián con la tiza, hasta llegar a la puerta de la cueva en donde probablemente habían encerrado a Julián y a
Jorge
.

Iluminó las paredes con la linterna. Efectivamente, allí estaban las señales hechas con la tiza. ¡Bien! Metió la cabeza en la abertura del pozo y gritó:

—¡Ana! ¡Ya he llegado! Ten cuidado, no vaya a ser que aquellos hombres vuelvan.

Luego empezó a seguir las señales con el corazón latiéndole apresuradamente. Al cabo de un rato llegó a la puerta de la cueva donde estaba encerrado el oro. Como había supuesto, era totalmente imposible que Julián y
Jorge
hubiesen podido escapar. La cueva estaba cerrada a cal y canto, con el cerrojo de la puerta bien echado. Empeñarse en abrirla a golpes o empujones hubiera sido inútil.

Los de dentro estaban nerviosos y exhaustos. No habían probado nada de la comida y bebida que el hombre les había dejado.
Timoteo
estaba con ellos, echado en el suelo con la cabeza entre las patas, resentido con
Jorge
porque no lo había dejado atacar y morder a aquellos tipos. Pero
Jorge
sabía que lo hubieran matado al menor intento.

—Por lo menos, Dick y Ana han tenido bastante sentido común para no acercarse por aquí y dejar que los aprisionaran a ellos también —dijo
Jorge
—. Seguramente han comprendido que algo había salido mal al ver que en el mensaje yo firmaba Jorgina en vez de
Jorge
. ¿Qué estarán haciendo ahora? Seguramente se habrán escondido en algún sitio.

Timoteo
empezó a gruñir de improviso. Se acercó de un salto a la hermética puerta con la cabeza torcida. Era seguro que había oído algo.

—Espero que no sean esos dos hombres que hayan vuelto ya —dijo
Jorge
. En seguida fijó sus sorprendidos ojos en
Timoteo
, iluminándolo con su linterna. ¡Estaba moviendo alegremente el rabo!

Un fuerte golpe dado en la puerta les hizo estremecer de alegría. Lo acompañaba la animosa voz de Dick.

—¡Eh! ¡Julián! ¡
Jorge
! ¿Estáis ahí?

—¡Guauuuuu! —ladró
Timoteo
, entusiasmado, mientras arañaba la puerta con sus patas delanteras.

—¡Dick, abre la puerta! —gritó Julián lleno de alborozo—. ¡Pronto! ¡Ábrela!

CAPITULO XVI

Un plan y una difícil escapada

Dick manipuló en el cerrojo exterior hasta conseguir abrir la puerta. Rápidamente se metió en la cueva y vio en el fondo a
Jorge
y a Julián.

—¡Hola! —dijo—. ¿Qué se siente cuando lo rescatan a uno?

—¡Algo maravilloso! —gritó Julián, mientras
Timoteo
ladraba, como un loco, dando vueltas alrededor de los chicos.

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