Read Los Cinco y el tesoro de la isla Online
Authors: Enid Blyton
Tags: #Infantil y Juvenil, Aventuras
Jorge
se dirigió a Dick.
—¡Buen trabajo! —le dijo—. ¿Cómo ha ido eso?
Dick les contó a los dos su aventura en pocas palabras. Cuando les dijo que había descendido por el pozo agarrado a una cuerda, los otros no acababan de creérselo. Julián abrazó a su hermano.
—¡Eres un hombre de una pieza! —le dijo—. ¡De una pieza! Bueno, rápido. ¿Qué haremos ahora?
—Si es que esos hombres no se han llevado nuestro bote, lo mejor será embarcar cuanto antes y regresar a tierra firme —dijo
Jorge
—. No me agrada el trato con individuos que llevan revólveres. ¡Vamos ya! Subiremos por el pozo y cogeremos el bote.
Fueron en seguida a la caverna donde se encontraba el ojo del pozo y, uno a uno, fueron traspasando la pequeña abertura. Se encaramaron luego por la cuerda y pronto tomaron por la escalerilla de hierro. Julián los hizo subir uno a uno, porque no confiaba en la resistencia de la escalerilla y no sabía si podría ésta soportar el peso de los tres a la vez.
Poco después estaban en la superficie abrazando a Ana y oyendo sus exclamaciones de alegría. Apenas podía contener las lágrimas.
—¡Vamos al bote! —dijo
Jorge
, al cabo de un minuto—. ¡Rápido! ¡Esos hombres pueden volver en seguida!
Fueron todos corriendo a la caleta. Allí estaba la embarcación, bien adentrada, fuera del alcance de las olas. Pero la impresión que recibieron al llegar allí fue tremenda: ¡los individuos aquellos se habían llevado los remos!
—¡Los muy ladinos! —dijo
Jorge
, abatida—. ¡Saben que no podemos salir de aquí sin los remos! Por eso, en vez de molestarse en remolcar el bote y sacarlo de la isla han preferido llevarse los remos. Ahora sí que llevamos las de perder. No podemos salir de aquí.
Todos se sintieron grandemente decepcionados. Estaban a punto de echarse a llorar. Hasta entonces todo había ido bien: el rescate de Julián y
Jorge
había sido perfecto. Pero ahora parecía que la suerte cambiaba de signo.
—Tenemos que resolver este contratiempo —dijo Julián, sentándose en un sitio desde donde se dominaba toda la extensión de la caleta, por si podía divisar algún barco que pasara cerca—. Esos individuos se han marchado. Probablemente fletaran un barco para traerlo hasta aquí, cargarlo con el oro y escapar luego. Tardarán algún tiempo en volver, porque supongo que fletar un barco no es cosa de un momento, siempre y cuando no tengan un barco de su propiedad.
—Y durante todo ese tiempo nos tendremos que quedar aquí, sin poder pedir ayuda, porque nos han robado los remos —dijo
Jorge
—. Y no tenemos siquiera la esperanza de que pase algún barco de pesca porque ahora no salen: la marea no es propicia. ¡Todo lo que nos queda que hacer es esperar pacientemente a que regresen esos individuos y se lleven mi oro! No podemos hacer nada.
—Sin embargo, me está dando vueltas por la cabeza un plan que podría darnos buen resultado; esperad, esperad, no me interrumpáis. Estoy pensándolo.
Los otros esperaron pacientemente mientras Julián fruncía el ceño, pensativo. Al poco rato se volvió a ellos, sonriente.
—Creo que tenemos un arduo trabajo por delante —dijo—. ¡Escuchad! Esperemos aquí pacientemente hasta que los hombres vuelvan. Y ellos ¿qué es lo que probablemente harán? Apartarán las piedras que han puesto a la puerta de los sótanos y se meterán en la escalinata. En seguida se dirigirán a la cueva donde nos encerraron, creyendo que aún estaremos allí, y se meterán en ella tan satisfechos. Pues bien: ¿qué os parece si uno de nosotros se escondiera allá abajo para, una vez dentro, encerrar allí a los dos individuos? Entonces podríamos marcharnos de la isla utilizando su lancha motora, o nuestro mismo bote, si es que ellos vuelven con los remos, y pedir luego ayuda.
Ana pensó que Julián había tenido una idea excelente. Pero Dick y
Jorge
no estaban tan convencidos.
—Deberíamos ir abajo y cerrar la puerta de nuevo para que crean que aún estamos dentro —dijo
Jorge
—. Y suponte que el que vaya a encerrar a esos hombres no lo consiga. Porque creo que habría que hacerlo todo con demasiada rapidez. Lo más probable es que atrapen al que vaya abajo para tal menester, lo encierren y suban luego a buscar a los demás.
—Creo que tienes razón —dijo Julián, reflexionando intensamente—. Pero supongamos que Dick, o quienquiera que vaya a los sótanos para llevar a cabo el plan, no logra encerrar a esos dos, y que ellos suben a la superficie para buscarnos. No tiene importancia. Mientras estén abajo podemos taponar la entrada de los sótanos con grandes piedras, lo mismo que hicieron ellos. Entonces sí que no podrán salir de allá abajo de ninguna manera.
—Sí, pero ¿y Dick? También tendrá que quedarse allí con ellos —dijo Ana, rápidamente.
—No te preocupes: subiré por el pozo —dijo Dick con vehemencia—. Yo seré el que baje a los sótanos a encerrar a ésos. Procuraré por todos los medios conseguirlo. Y si tengo que huir de ellos, nada más fácil que meterme en el pozo y llegar hasta arriba. Esos individuos no conocen esa salida. O sea que, aunque no queden encerrados en la celda, quedarán presos por todos los sótanos.
Los niños pensaron detenidamente el plan de Julián y decidieron que era lo mejor que podían hacer. Entonces
Jorge
propuso que lo inmediato era comer. Estaban todos muertos de hambre, ahora que la pesadilla y la emoción del rescate habían pasado ya.
Recogieron algo de comida de la habitación-refugio y se pusieron a vigilar la orilla, acechando el regreso de los dos hombres. Un par de horas después pudieron ver que se acercaba una especie de queche pesquero a motor, que producía el clásico sonido de "chug, chug, chug".
—¡Ya están ahí! —exclamó Julián, excitado—. Ése debe de ser el barco donde piensan embarcar los lingotes. ¡Fijaos! ¡Los individuos se han metido en una lancha motora! ¡Van a desembarcar de nuevo en la isla! ¡Rápido, Dick! ¡Métete en el pozo y ve a los sótanos.
Dick echó a correr en dirección al pozo. Julián se volvió a los otros.
—Tendremos que escondernos allá, tras aquellas rocas. No es que crea que esos hombres se vayan a dedicar ahora a darnos caza, pero todo podría ser. ¡Vamos! ¡Rápido!
Se escondieron tras las rocas y pudieron ver como la lancha motora atravesaba la bahía en dirección a la caleta. Oyeron voces de hombres hablando unos con otros.
Esta vez parecía que había más de dos individuos en la embarcación. Los hombres abandonaron la caleta y empezaron a trepar por las rocas que bordeaban el castillo.
Julián se agazapó tras las rocas y se puso a vigilar los movimientos de los individuos. Estaba seguro que lo primero que harían sería apartar el montón de piedras que habían puesto a la entrada de los sótanos.
—¡
Jorge
, ven! —dijo Julián con fuerte voz—. Creo que los hombres se han metido ya en los sótanos. Pongamos otra vez las piedras donde estaban para taponar la entrada. ¡Rápido!
Jorge
, Julián y Ana echaron a correr en dirección al centro del castillo, procurando hacer el menor ruido posible. Pudieron ver que las piedras que taponaban la entrada de los sótanos las habían quitado. No había ni rastro de los hombres. Estaba claro que se habían metido allá abajo.
Los tres chicos emplearon todas sus energías en arrastrar las pesadas piedras hacia el agujero. Pero no tenían tanta fuerza como aquellos hombres. Las piedras más voluminosas no las podían trasladar. Taponaron la entrada con tres piedras de tamaño más reducido, con la esperanza de que, aun cuando no impidieran en absoluto la salida de aquellos hombres, por lo menos la dificultaran.
—Con tal de que Dick haya conseguido encerrarlos en aquella cueva... —dijo Julián a los otros—. Vamos a acercarnos al pozo ahora. Dick tiene que salir por allí, porque la entrada auténtica está taponada con piedras.
Todos fueron a la boca del pozo. Dick había quitado la tapa de madera y la había dejado en el suelo. Los chicos se asomaron y miraron ansiosamente el interior. ¿Qué estaría haciendo Dick? No se oía su voz ni ningún ruido a través del pozo. Difícilmente podían saber lo que estaría ocurriendo.
¡Muchas cosas estaban sucediendo allá abajo! Los dos hombres, con otro más que había desembarcado con ellos, se habían metido en los sótanos con la seguridad de encontrar, por supuesto, a Julián,
Jorge
y el perro todavía encerrados en la cueva con los lingotes. Pasaron por donde estaba la parte baja del pozo sin el menor atisbo de que allí había un niño escondido, dispuesto a traspasar la abertura y meterse en las cavernas en cuanto ellos hubiesen pasado.
Dick oyó sus pasos. Se deslizó por la abertura, saliendo, por fin, del pozo y escondiéndose tras el tubo sin hacer ruido. Pudo ver el resplandor de las linternas que llevaban los hombres y, con el corazón latiéndole apresuradamente, se deslizó por los viejos, malolientes y cavernosos pasadizos mientras los tres hombres se encaminaban por el que conducía a la celda de los lingotes.
—Aquí es —oyó Dick que decía uno de ellos. El que había hablado iluminó la puerta con su linterna—. El oro está ahí dentro —añadió.
Una vez dicho esto descorrió completamente el cerrojo. Dick se alegró de haberlo echado anteriormente porque, si no lo hubiera hecho, los individuos habrían adivinado que Julián y
Jorge
se habían escapado y no hubieran entrado en la cueva.
El hombre se introdujo en ella después de haber abierto la puerta. El otro le siguió. Dick esperó a que el tercer hombre se introdujera también. ¡Entonces no tenía más que cerrar rápidamente la puerta y echar el cerrojo!
El primer hombre iluminó la cueva con su linterna y vociferó:
—¡Se han escapado! ¡Qué cosa más rara!
Dos de los hombres estaban ahora en la cueva y el tercero se disponía a entrar en aquel momento. En cuanto lo hizo, Dick, con rápida carrera, llegó a la puerta y la cerró. Esto produjo un ruido que los ecos repitieron a lo largo de todas las demás cavernas y pasadizos. Luego Dick empezó a echar el cerrojo con mano temblorosa. El cerrojo estaba oxidado y difícil de manipular. No era tan fácil como parecía encerrar a aquellos individuos, los cuales, por su parte, no habían permanecido ociosos.
En cuanto oyeron cerrarse la puerta dieron media vuelta. El tercer hombre, el que acababa de llegar, le dio un puntapié. Dick no había echado todavía del todo el cerrojo. Los hombres empujaron con todas sus fuerzas y, al fin, lograron abrir la puerta.
Dick quedó petrificado de horror. ¡Habían abierto la puerta! Echó a correr por el oscuro pasadizo. Los hombres encendieron sus linternas y lo iluminaron de lleno. En cuanto lo vieron se pusieron a perseguirle. Dick seguía corriendo en dirección a la caverna por donde pasaba el pozo. Afortunadamente, la abertura de éste estaba al otro lado y no podía ser iluminada por las linternas. El chico tuvo el tiempo justo de meterse por ella, un momento antes de que llegaran los hombres.
Ninguno de ellos pudo adivinar que por el pozo se podía también salir de los sótanos. Por otra parte, ninguno sabía tampoco que aquella especie de tubo era un pozo.
Temblando de la cabeza a los pies, Dick empezó a trepar por la cuerda que había dejado atada a un travesañoo de la escalera de hierro. En cuanto alcanzó la escalerilla la desató, porque temía que los hombres pudieran descubrir por dónde se había escapado y atraparlo, cosa imposible sin la cuerda.
El chico subió rápido por la escalerilla y contrajo fuertemente todo el cuerpo cuando llegó a la gran piedra que obstruía el paso. A la boca del pozo estaban los otros esperándole ansiosamente.
Por la expresión del rostro de Dick comprendieron en seguida que había fallado en su intento de dejar encerrados a aquellos individuos.
—La cosa no ha ido bien del todo —dijo Dick, jadeando—. No pude encerrarlos. Empujaron la puerta mientras yo estaba corriendo el cerrojo y se pusieron a perseguirme. A duras penas conseguí meterme en el pozo.
—¡Ahora seguramente estarán intentando forzar la salida! —dijo Ana de pronto—. ¿Qué hacemos? ¡Nos van a atrapar a todos!
—¡Vamos al bote! —gritó Julián—. ¡Corramos! ¡Es nuestra última oportunidad! Esos individuos conseguirán al final apartar las piedras.
Los cuatro echaron a correr en dirección a la playa.
Jorge
, mientras pasaban cerca de la habitación-refugio, aprovechó para entrar en ella un momento y coger un hacha. Dick estaba perplejo: no sabía para qué necesitaba
Jorge
el hacha.
Timoteo
corría con ellos, ladrando como un loco.
Llegaron a la caleta. Allí estaba el bote, pero no los remos. También estaba allí la lancha motora.
Jorge
se metió en ella y lanzó un grito de alegría.
—¡Aquí están los remos! —dijo—. Cógelos, Julián. Yo tengo un trabajo que hacer aquí ahora.
Julián y Dick cogieron los remos. Luego arrastraron el bote hasta meterlo en el agua, maravillados de lo que
Jorge
estaba haciendo. ¡Estaba dando de hachazos al motor de la lancha!
—¡
Jorge
! ¡
Jorge
! ¡Ven acá! ¡Los individuos esos han salido ya de los sótanos! —gritó de pronto Julián. Había visto a los tres hombres que corrían en dirección a las rocas que bordeaban la caleta.
Jorge
, de un salto, salió de la lancha motora y fue corriendo a reunirse con los otros. Se metió en el bote, que ya estaba en el agua, empuñó los remos y empezó a alejar la embarcación de la orilla con todas sus fuerzas.
Los tres hombres corrían ahora en dirección a la lancha motora. Al llegar pudieron notar con enorme rabia que el motor estaba destrozado. ¡
Jorge
se había cuidado de ello! ¡Era imposible ponerlo en marcha! Y no podían repararlo con las pocas herramientas de que disponían.
—¡Maldita niña! —farfulló Jake, amenazando a
Jorge
con el puño, desde lejos—. ¡Ya verás cuando te cojamos!
—¡Sí, ya veré! —gritó
Jorge
con los ojos brillantes de furia—. ¡Y ya veréis vosotros también! ¡Ahora sí que nunca podréis, comprar mi isla!
El final de la gran aventura
Los tres hombres quedaron en la orilla, observando como
Jorge
iba distanciando cada vez más el bote de la isla. No podían hacer nada. Su lancha motora era inservible.
—El barco pesquero que han traído aquí es demasiado grande para atracar en la caleta —dijo
Jorge
—. Tendrán que esperarse ahí hasta que alguien que pase en un bote pequeño quiera recogerlos. ¡Esto sí que les habrá hecho polvo!