Los Cinco y el tesoro de la isla (6 page)

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Authors: Enid Blyton

Tags: #Infantil y Juvenil, Aventuras

BOOK: Los Cinco y el tesoro de la isla
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Se metieron en el bote y
Jorge
empezó a apartarlo de la orilla. El pescador les gritó desde lejos, con tono preocupado:

—No estaréis mucho rato, ¿verdad? Creo que va a haber tormenta y no de las suaves.

—Ya lo sé —exclamó
Jorge
—. Pero seguramente estaremos de vuelta antes de que empiece. Todavía ha de tardar.

Jorge
siguió remando en dirección a la isla.
Timoteo
iba de un extremo a otro del bote, ladrando cada vez que veía una gran ola. Los chicos observaban extasiados la isla, que cada vez se iba acercando más. Les parecía más extraña y misteriosa que el primer día.

—Jorge
, ¿dónde vamos a atracar? —preguntó Julián—. No comprendo cómo te las puedes arreglar para pasar por entre estas rocas terribles. Debes de conocer muy bien el camino. A cada momento tengo miedo de que encallemos.

—Atracaremos en la caleta de que os hablé el otro día —dijo
Jorge
—. Para llegar allí sólo hay un camino, pero yo me lo sé de memoria. Está en un sitio muy resguardado al otro lado de la isla.

La primita remaba con gran destreza, sorteando hábilmente el intrincado laberinto de las rocas. Al doblar una de éstas vieron de pronto la caleta a la que
Jorge
se había referido. Era como un pequeño puerto natural, cuyas tranquilas aguas, resguardadas del viento entre las altas rocas, azotaban suavemente la orilla de la playa. El bote se deslizó quietamente a través de la caleta y se detuvo. No se notaba el menor balanceo. El agua allí parecía un espejo: ni siquiera formaba rizos.

—¡Caramba! ¡Qué sitio más bonito! —dijo Julián, con los ojos brillantes de admiración.

Jorge
lo miró. Tenía también brillantes sus claros ojos azul mar. Nunca había querido invitar a nadie a visitar la isla. Sin embargo, esta vez estaba muy contenta de haber llevado allí a sus primos.

Introdujo en la amarilla arena la proa del bote.

—¡Estamos de verdad en la isla! —exclamó Ana, casi sin creer lo que veían sus ojos. Saltaba de contento.
Timoteo
la imitó dando enormes saltos. Parecía todavía más loco que al principio. Los chicos no pudieron contener la risa.
Jorge
arrastró el bote un buen trozo en la arena.

—¿Por qué lo metes tanto en la arena? —preguntó Julián mientras la ayudaba—. Aunque suba la marea no creo que llegue a tanta altura.

—Ya te dije que me parecía que iba a haber tormenta —dijo
Jorge
—. Y cuando llegue, esta caleta se convertirá en un infierno. Supongo que no querrás que las olas se nos lleven el bote, ¿verdad?

—¡Vamos a explorar la isla! ¡Vamos a explorar la isla! —gritó Ana, mientras trepaba alegremente por las rocas que bordeaban la caleta—. ¡Venid! ¡Venid!

Los demás fueron corriendo a reunírsele. Realmente era aquél un sitio encantador. ¡Por todas partes había conejos! Éstos lanzaban breves carreritas al ver a los chicos, pero ninguno se metía en su madriguera.

—¡Están magníficamente domesticados! —dijo Julián, sorprendido.

—Claro: yo soy la única persona que viene a la isla. Y no me dedico a asustarlos. ¡
Tim
,
Tim
, no persigas a los conejos o te zurraré!

Timoteo
miró a su amita con expresión dolorida. El can y
Jorge
estaban siempre de acuerdo en todo, menos cuando de conejos se trataba. Según
Timoteo
, los conejos no servían más que para una cosa: ¡para darles caza! Nunca pudo comprender por qué
Jorge
no le dejaba perseguirlos. Pero se contuvo y retrocedió con paso solemne, mientras contemplaba codiciosamente sus frustradas presas.

—Se les podría, creo, dar de comer con la mano —dijo Julián.

—No: yo lo he intentado muchas veces, pero no quieren —dijo
Jorge
—. Fíjate en esos pequeñitos. ¿Verdad que son una monería? ¿No están para comérselos?

—¡Guau! —ladró
Timoteo
, completamente de acuerdo, dirigiendo sus pasos peligrosamente hacia los animalitos. Pero
Jorge
le dio un grito de aviso y el can volvió sobre sus pasos con el rabo entre las piernas.

—¡Allí está el castillo! —dijo Julián—. ¿Vamos a explorarlo ahora? Tengo enormes ganas.

—Sí, podemos hacerlo ahora —dijo
Jorge
—. Fíjate: aquella bóveda medio derruida era la entrada.

Los chicos contemplaron la enorme y vieja bóveda. Tras ella aparecía una escalera de pétreos y destrozados escalones que terminaban casi en el mismo centro del castillo.

—Está rodeado por una muralla soberbia que tiene dos torres —dijo
Jorge
—. De una de ellas ya no queda gran cosa, como podéis ver, pero la otra no está tan derruida. En ella anidan los grajos todos los años. ¡Está llena a reventar de nidos y palitroques!

Cuando llegaron junto a la torre menos derruida, los grajos empezaron a volar dando vueltas alrededor de los chicos con fuertes gritos de "¡chak, chak, chak!"
Timoteo
daba brincos en el aire en la creencia de que podría atraparlos, pero los grajos lo esquivaban tan fácilmente que parecía que se estaban burlando del pobre can, dejándolo en ridículo.

—Éste es el centro del castillo —dijo
Jorge
, mientras cruzaban una ruinosa entrada. Desde ella podía verse como un espacioso patio con suelo de piedras entre cuyos intersticios abundaban las hierbas y toda suerte de maleza.

—Aquí es donde vivían los habitantes del castillo. Estas eran las habitaciones. Fijaos: aquélla de allí está casi intacta. Vamos a pasar por aquella puertecita y la podremos ver por dentro.

Se dirigieron en tropel a la puerta y, una vez franqueada, encontraron una pequeña y oscura habitación con las paredes, el suelo y el techo de piedra. En un rincón había una especie de chimenea. Dos estrechos ventanucos dejaban pasar unos débiles rayos de luz, dando a la habitación un aspecto legendario.

—¡Qué lástima que esté todo tan derruido! —dijo Julián, una vez hubieron salido al aire libre—. Esta habitación parece la única que está enteramente intacta. Veo que hay otras muchas, pero a todas les falta el techo o las paredes. Sólo en la habitación donde hemos estado se podría vivir. ¿No hay ninguna escalera para ir a la parte alta del castillo?

—Desde luego —dijo
Jorge
—. Pero ya no tiene escalones. ¿Ves? Allí arriba puedes ver un trozo de habitación junto a la torre de los grajos. No se puede llegar a ella; yo lo he intentado varias veces y no he podido. Una vez estuve incluso a punto de romperme la nuca. Los escalones están todos desmoronados.

—¿No hay sótano en el castillo? —preguntó Dick.

—No lo sé —dijo
Jorge
—. Supongo que habrá. Pero hasta ahora nadie lo ha encontrado: está toda la parte baja llena de maleza.

Ciertamente que el suelo del castillo estaba cubierto de maleza. Se veían por doquier matojos de negras bayas y genistas que cubrían las posibles aberturas y tapaban los rincones. La hierba verde abundaba también, y toda clase de plantas silvestres proliferaban por las hendiduras y grietas.

—¡Qué sitio más bonito es éste! —exclamó Ana—, Lo encuentro perfecto.

—¿Verdad que sí? —dijo
Jorge
, complacida— Yo estoy muy orgullosa de esto. Oíd: ahora iremos a visitar la otra parte de la isla, la que da al mar abierto. ¿Veis aquellas grandes rocas donde están posados unos pájaros extraños?

Los chicos miraron en la dirección que les indicaba
Jorge
. Pudieron ver una porción de rocas apiladas, sobre las cuales descansaban unos pájaros exóticos en posturas extravagantes.

—Son cormoranes —dijo
Jorge
—. Han atrapado y se han comido su buena porción de peces, y ahora están haciendo la digestión. ¡Anda! ¡Remontan el vuelo! ¡Se marchan todos! ¿Qué les pasará?

En seguida oyeron un estruendo lejano en dirección sudoeste.

—¡Es un trueno! —dijo
Jorge
—. Es que se acerca la tormenta. ¡Se nos va a echar encima antes de lo que creía!

CAPÍTULO VI

Lo que hizo la tormenta

Los cuatro dirigieron la vista al mar. Habían estado tan entusiasmados explorando el viejo castillo que ninguno se había dado cuenta de que el tiempo estaba cambiando.

Se oyó otro trueno. Parecía el mugido de un perro surcando todo el espacio.
Timoteo
, al oírlo, lanzó un prolongado gruñido que, a su vez, parecía un trueno.

—¡Dios mío, se nos viene encima! —dijo
Jorge
, alarmada—. No creo que tengamos tiempo de coger el bote y regresar. El viento es fortísimo. ¡Fijaos cómo el cielo cambia de color!

Hasta entonces el cielo había permanecido azul. Pero, ante el sobresalto de los chicos, se estaba oscureciendo a ojos vistas, y pesadas y plomizas nubes lo iban taponando poco a poco. Echaron a correr vertiginosamente. El viento producía un sonido tan lúgubre que la pobre Ana se sintió horrorizada.

—Está empezando a llover —dijo Julián, extendiendo la mano, en la que caían fuertes y espaciados goterones—. Será mejor que nos refugiemos en aquella habitación de piedra, ¿verdad,
Jorge
? Si no, nos vamos a mojar de lo lindo.

—Sí, está muy cerca —dijo
Jorge
—. ¡Fíjate qué olas más enormes! ¡Va a ser una tormenta de las más fuertes! ¡Oh, cuántos relámpagos!

Las olas iban siendo cada vez más altas. Resultaba extraño ver el cambio que se había producido en el mar en tan poco tiempo. Las olas se precipitaban en grandes masas contra las rocas, invadiendo la playa con gran estruendo.

—Siento no haber metido el bote más adentro de la arena —dijo
Jorge
, de pronto—. La tormenta esta me parece que va a ser de las peores. En verano ocurre con frecuencia.

Ella y Julián se separaron de los demás y fueron corriendo a la otra parte de la isla, en donde habían dejado el bote. Hicieron bien en darse prisa, porque las olas estaban ya precipitándose contra la embarcación. Los dos consiguieron arrastrarla más hacia dentro y
Jorge
la amarró fuertemente a un arbusto silvestre.

La lluvia había arreciado y los dos niños estaban empapados.

—Espero que los demás hayan recordado el camino que conduce a aquella habitación —dijo
Jorge
.

Efectivamente: cuando Julián y
Jorge
llegaron, ya estaban allí los otros tres, bien resguardados de la tormenta, aunque algo asustados y con cierto frío en el cuerpo. La habitación estaba muy oscura: apenas podían distinguirse con la escasa luz que entraba por los estrechos ventanucos y la pequeña puerta.

—Si pudiéramos encender un fuego para hacer más agradable la estancia... —dijo Julián mirando en derredor—. No sé si podré encontrar por aquí madera seca.

A manera de respuesta se oyó el desafinado graznido de unos cuantos grajos que volaban en grupo, huyendo de la tormenta. "¡Chak, chak, chak!"

—¡Ya lo creo! —gritó Julián—. ¡Al pie de la torre hay montones de ramas y palitroques que traen los grajos para hacer sus nidos! Está todo lleno.

Echó a correr bajo la lluvia en dirección a la torre. Una vez allí recogió una buena cantidad de ramas secas y volvió a la habitación-refugio.

—Muy bien —dijo
Jorge
—. Con esta leña podremos encender un buen fuego. ¿Alguno de vosotros tiene un trozo de papel para encenderlo? Cerillas también hacen falta.

—Yo tengo cerillas —dijo Julián—. Pero me parece que no tenemos papel.

—Sí, sí —dijo Ana—. Podemos aprovechar los envoltorios de los bocadillos.

—Buena idea —dijo
Jorge
.

Desenvolvieron, pues, los bocadillos y pusieron los envoltorios sobre una gran piedra, después de frotarlos y secarlos. Luego se dispusieron a encender el fuego, para lo cual distribuyeron bien las ramas sobre los papeles.

Todo fue a las mil maravillas. El fuego del papel prendió rápidamente en la madera, porque las ramas estaban bien resecas. Pronto pudieron oír el agradable chisporroteo de las danzantes llamas, que empezaban a iluminar la vetusta habitación. La oscuridad reinaba fuera. Las nubes, bajas y en compactas masas, casi rozaban las torres del castillo. ¡Y cómo corrían! El fuerte viento las arrastraba en dirección nordeste, con un violento zumbido que se confundía con el bramar de las olas.

—Nunca había oído el mar rugiendo de esa manera —dijo Ana—. ¡Nunca! Realmente parece imposible que pueda sonar más fuerte.

¡Qué difícil resultaba a los chicos entenderse entre el zumbido del viento y el ensordecedor bramar de las olas, azotando la costa de la isla en todas direcciones! Tenían que hablar a voces para hacerse oír.

—¡Vamos a comer! —gritó Dick, que estaba hambriento, según su costumbre—. ¡Es lo único que podemos hacer mientras dure la tormenta!

—Sí, no es mala idea —dijo Ana, mirando codiciosamente los bocadillos de jamón—. Será muy divertido hacer un
picnic
alrededor del fuego en esta habitación vieja y oscura. Los antiguos habitantes de este castillo habrán comido aquí más de una vez. ¡Cómo me gustaría poderlos ver!

—Pues yo no los veo —dijo Dick, mirando temerosamente a su alrededor, como si esperase que alguien del pasado fuese a entrar en la habitación para compartir el ágape—. Ya nos han pasado hoy bastantes cosas. No hace falta que, además, tengamos apariciones.

Todos se sintieron más animados cuando empezaron a comer y a beber. El fuego se hacía cada vez mayor, a medida que iba quemando más y más madera. Producía un calor muy confortable a pesar de ser verano, ya que la fuerte ventisca había hecho bajar bastante la temperatura.

—Podríamos ir por turno a la torre para traer más madera —dijo
Jorge
.

Ana se sintió sobrecogida. Hasta entonces había procurado por todos los medios disimular el miedo que la tormenta le producía, pero tener que salir del refugio y andar ella sola bajo la lluvia y los truenos era demasiado.

Tampoco parecía agradarle mucho a
Timoteo
la tempestad. Estaba sentado, muy pegado a
Jorge
, con las orejas empinadas, y lanzaba un gruñido cada vez que oía tronar. Los niños, de vez en cuando le daban trozos de sus bocadillos, que el can comía ávidamente, porque también estaba hambriento.

Cada niño había traído cuatro bocadillos.

—Yo voy a darle a
Timoteo
todos mis bocadillos —dijo
Jorge
—. No me acordé de traerle sus galletas y parece que tiene mucha hambre.

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