Read Los Cinco y el tesoro de la isla Online
Authors: Enid Blyton
Tags: #Infantil y Juvenil, Aventuras
—No, gracias —dijo—. Ya has oído lo que he dicho. Yo no tengo dinero para comprar helados. Por eso no podré nunca invitaros, y por la misma razón no debo aceptar nada de vosotros. No es justo aceptar cosas de los demás si luego no podemos corresponderles de alguna manera.
—Con nosotros es distinto —dijo Julián, intentando poner la barra de helado en la morena mano de
Jorge—.
Somos primos tuyos.
—No, gracias —volvió a decir
Jorge—.
No lo quiero, aunque reconozco que eres muy amable.
Miró serenamente a Julián con sus azules ojos. El muchacho frunció el ceño, haciendo cabalas sobre cuál sería la mejor manera de conseguir que su terca prima aceptara el helado. De pronto sonrió.
—Escucha —dijo—. Tú tienes cosas que ofrecernos a las cuales nosotros no podemos corresponder como es debido. En realidad, tienes muchas cosas de las que nos gustaría disfrutar, si tú quisieras. Deja que disfrutemos con ellas y permite que te correspondamos con helados y cosas así. ¿De acuerdo?
—¿Qué cosas puedo yo tener que vosotros queráis? —preguntó
Jorge,
sorprendida.
—Tienes un perro espléndido —dijo Julián, acariciando al pardo animal de raza mixta—. Nos gustaría mucho poder jugar con él siempre que quisiéramos. Tienes una isla maravillosa. Estaríamos encantados si pudiésemos ir a verla. Tienes también un barco hundido en sus aguas. No sabes lo interesante que sería para nosotros acercarnos a los restos y verlos de cerca: con todo eso nos correspondes a nosotros espléndidamente. Todas esas cosas tuyas valen mil veces más que los helados y los dulces. Pero, si quieres, podríamos hacer un contrato para repartir bien todo y que no haya desigualdad.
Jorge
miró los pardos ojos de Julián, que estaban fijos en los suyos. No pudo evitar el sentir un ramalazo de simpatía hacia su primo. Por supuesto que no entraba en sus costumbres el hacer contratos de esa naturaleza. Siempre había sido una muchachita solitaria e incomprendida, de fuerte carácter, aunque muy apasionada. Nunca había tenido amigos de verdad.
Timoteo
fijó su mirada en Julián y comprendió que éste estaba ofreciendo a
Jorge
algo realmente bueno: nada menos que una magnífica barra de chocolate helado. Se abalanzó sobre él y empezó a lamerle.
—Ya puedes verlo,
Timoteo
está conforme en formar parte de nuestro contrato —dijo Julián, riendo—. Estoy seguro de que le gustaría mucho tener tres nuevos amigos.
—Sí, eso creo —dijo
Jorge,
cambiando rápidamente de opinión y cogiendo la barra de chocolate—. Gracias, Julián. Pactaré contigo. Pero ¿verdad que no le diréis a nadie que yo tengo todavía a
Timoteo?
—Claro que no —dijo Julián—. Además, no creo que tus padres se acuerden ya de él, después de tanto tiempo. ¿Qué tal el helado? ¿Te gusta?
—¡Ooooh! ¡Nunca había probado nada tan bueno! —dijo
Jorge,
saboreándolo—. Está muy frío. Este año no había tomado ninguno. ¡Es sencillamente DELICIOSO!
Timoteo
hacía intentos por probar el helado de su amita.
Jorge
arrancó un trocito y se lo dio. Luego se volvió a sus primos, sonriente.
—Sois muy agradables —dijo—. Al fin y al cabo, me alegro mucho de que hayáis venido a mi casa. Esta tarde cogeremos un bote e iremos remando a la isla para ver si conseguimos ver el barco hundido, ¿queréis?
—¡Claro que sí! —dijeron los tres hermanos al momento. El mismo
Timoteo,
como si entendiera todo lo que se hablaba, empezó a mover la cola alegremente.
Una tarde emocionante
Poco después estaban todos bañándose en el mar. Los chicos pudieron notar que
Jorge
nadaba mucho mejor que ellos. Lo hacía con fuerza y muy deprisa. Además podía mantenerse bajo el agua mucho tiempo sin respirar.
—Nadas magníficamente —dijo Julián, admirado—. Es una pena que Ana no lo haga un poco mejor. Ana, tendrás que practicar mucho y duro o nunca podrás hacerlo tan bien como nosotros.
A la hora de comer todos estaban hambrientos. Regresaron por la rocosa senda anhelando que les tuvieran preparadas a la mesa muchas cosas buenas. Su esperanza no quedó frustrada. Les sirvieron carne, empanadillas, queso y flan. Era de ver lo aprisa que dieron cuenta de todo.
—¿Qué vais a hacer esta tarde? —preguntó la madre de
Jorge
.
—
Jorge
nos llevará en un bote a ver el barco hundido que hay al otro lado de la isla —dijo Ana. Su tía quedó muy sorprendida.
—¿Qué dices? ¿Que
Jorge
os va a llevar a la isla? —dijo—. ¿Qué te ha pasado,
Jorge
? ¡Con la de veces que te he pedido que lleves allí a amiguitos tuyos y nunca has querido!
Jorge
no dijo nada. Siguió comiendo tranquilamente su empanadilla. Durante toda la comida no había pronunciado palabra. Su padre no había aparecido por el comedor, cosa que tranquilizó a los muchachos.
—Jorge
, estoy muy contenta de que te hayas avenido a hacer lo que tu padre te ordenó —siguió hablando la madre.
Jorge
negó con la cabeza.
—Lo haré no porque me lo hayan mandado, sino porque quiero. No llevaría a nadie a ver mi barco hundido, ni siquiera a la reina de Inglaterra, si no me fuera simpática.
Su madre se echó a reír.
—Está bien. De todos modos, bueno es que tus primos te hayan sido simpáticos —dijo—. Espero que tú les serás a ellos simpática también.
—¡Oh, sí! —dijo Ana, vehementemente, deseosa de agradar a su extraña prima—.
Jorge
nos es muy simpática, y también nos ha resultado muy simpático
Ti...
Estaba a punto de decir que también les había agradado mucho
Timoteo
, cuando sintió un fuerte puntapié en el tobillo, cosa que le hizo lanzar un gemido de dolor y saltársele las lágrimas.
Jorge
la miró con ojos fulgurantes.
—¡Jorge!
¿Cómo se te ocurre dar un puntapié a Ana, precisamente mientras estaba hablando bien de ti? —le gritó su madre—. Márchate de la mesa inmediatamente. No quiero que te comportes de esa manera.
Sin pronunciar palabra,
Jorge
se levantó de la mesa y se marchó al jardín. Acababa en aquel momento de coger un trozo de pan y un poco de queso, pero todo lo volvió a dejar en el plato. Sus primitos la miraban consternados. Ana estaba turbadísima. ¡Qué tonta había sido, olvidando que en la casa no se podía hablar de
Timoteo
!
—¡Oh, por favor, tía, dígale a
Jorge
que vuelva! —dijo—. Ella no tenía intención de darme un puntapié. Fue sin querer.
Pero tía Fanny estaba muy enfadada con
Jorge
.
—Seguid comiendo —dijo a los tres hermanos—.
Jorge
está ahora muy huraña. ¡Oh, queridos, qué niña más difícil tengo!
Lo que menos importaba a los tres era que
Jorge
estuviese huraña. Su preocupación mayor era pensar que a lo mejor desistía de la idea de llevarlos a la isla a ver los restos del barco hundido.
Terminaron de comer en silencio. Su tía fue a ver si tío Quintín quería otra empanadilla. Estaba comiendo solo en su despacho. En cuanto se marchó, Ana cogió rápidamente el pan y el queso que había dejado
Jorge
en su plato y se fue al jardín. Sus hermanos no la regañaron. Sabían que Ana se iba a menudo de la lengua, pero siempre procuraba luego disculparse y remediar lo mal hecho. Pensaron que era muy valiente yendo a enfrentarse con
Jorge
.
Jorge
estaba en el jardín, echada en el suelo boca arriba al pie de un gran árbol. Ana se le acercó.
—¡Cuánto siento haber estado a punto de meter la pata,
Jorge
! —dijo—. Aquí te traigo tu pan y tu queso. Te prometo que nunca más olvidaré que no se puede hablar de
Timoteo
en tu casa.
—¡Estoy pensando en no llevarte a ver el barco, niña estúpida! —contestó
Jorge
.
Ana la escuchó, apabullada. Lo que acababa de oír era precisamente lo que más estaba temiendo.
—Bueno, no me lleves si no quieres. Pero a mis hermanos sí debes llevarlos,
Jorge
. Al fin y al cabo, ellos no han cometido ninguna estupidez. Pero tú me has dado un puntapié terrible: fíjate qué bulto me has hecho en el tobillo.
Jorge
miró el tobillo. Luego miró a Ana a los ojos.
—Pero tú te sentirías muy desgraciada si los llevase a ellos y a ti no, ¿verdad?
—Claro que sí —asintió Ana—. Pero no quiero que por mi culpa se queden ellos sin ver el barco.
Entonces
Jorge
hizo algo que sorprendió a Ana. ¡Le dio un abrazo! Inmediatamente se sintió avergonzada de sí misma: estaba segura de que los chicos no hacían cosas así. Y por nada del mundo quería dejar de parecer un chico.
—Está bien —dijo ásperamente, cogiendo el pan y el queso que le había traído Ana—. Tú has estado a punto de meter la pata; yo te he dado un puntapié. Así, todo está compensado. Por supuesto que esta tarde podrás venir con nosotros.
Ana regresó a la casa para decirles a sus hermanos que ya estaba todo arreglado. Al cabo de cinco minutos los cuatro corrían alegremente camino de la playa. Había allí un bote al lado del cual esperaba un muchacho, al parecer pescador, de unos catorce años. Junto a él estaba
Timoteo
.
—El bote está preparado, "señorito"
Jorge
—dijo, con una leve sonrisa—.
Timoteo
también está dispuesto.
—Gracias —dijo
Jorge
. Indicó en seguida a sus primos que se metieran en el bote. Todos se metieron, incluido
Timoteo
, que movía la cola con alegría.
Jorge
apartó un poco el bote de la orilla y se introdujo limpiamente en él, sin ayuda de nadie. Luego empuñó los remos.
Remaba espléndidamente. El bote, como una flecha, se deslizaba a través de la azul bahía. El tiempo era espléndido y a los chicos les gustaba mucho sentir el balanceo de la embarcación.
Timoteo
iba en la proa. Cada vez que una ola le llegaba al nivel de la cabeza se ponía a ladrar violentamente.
Jorge
lo arrastró hacia dentro y dijo:
—Si lo vierais cuando hace mal tiempo. En cuanto ve olas grandes se pone a ladrar como un loco y se enfada mucho si le salpican. Pero sabe nadar como nadie.
—¿Verdad que ha sido una buena idea traer el perro? —dijo Ana, deseosa de borrar la mala impresión que había producido en
Jorge
con su desliz—. Le he cogido mucho afecto.
—¡Guau! —ladró
Timoteo
con voz profunda. En seguida empezó a lamerle a Ana las orejas.
—Apostaría a que se ha enterado de lo que he dicho —dijo Ana, complacida.
—Por supuesto que sí —dijo
Jorge
—. Se entera al detalle de todo cuanto se habla a su alrededor.
—Estamos ya casi llegando a la isla —dijo Julián, excitado—. Es más grande de lo que parecía desde lejos. ¿Verdad que el castillo es maravilloso?
Estaban ya muy cerca de la isla. Los chicos pudieron observar lo accidentada que era la costa. Estaba plagada de arrecifes y afilados salientes rocosos. Se veía a las claras que para poder atracar era indispensable conocer muy bien el camino que el bote tenía que seguir. Hacia la mitad de la isla y sobre una pequeña colina se destacaba el ruinoso castillo. Estaba construido con grandes piedras blancas. A pesar de sus rotas bóvedas y derrumbadas murallas y torretas conservaba el aspecto de castillo poderoso y señorial. Ahora, abandonado, lo utilizaban los grajos y otras aves para hacer en él sus nidos, y servía también de refugio a las gaviotas, que en su mayor parte descansaban sobre las piedras más altas.
—Parece un castillo de leyenda —dijo Julián—. ¡Cómo me gustaría atracar allí y echarle una ojeada! ¡Sería estupendo poder pasar en la isla una o dos noches!
Jorge
paró los remos. Su rostro parecía iluminado.
—¡Ya lo creo! —dijo entusiasmada—, ¡Nunca me había parado a pensar lo interesante que sería! ¡Pasar una noche en la isla! ¡Nosotros cuatro solos! ¡Llevarnos la comida y hacernos a la idea de que vivimos en ella! ¿Verdad que sería maravilloso?
—Sí —asintió Dick, mientras contemplaba largamente la isla—. ¿Crees que tu madre nos dejaría hacerlo?
—No sé —dijo
Jorge
—. Tal vez sí. ¿Por qué no se lo preguntáis?
—¿No podríamos atracar ahora? —preguntó Julián.
—Si queréis ver el barco hundido no tendremos tiempo —dijo
Jorge
—. A la hora del té tenemos que estar de vuelta y hay el tiempo justo para llegar al otro lado de la isla y volver.
—Yo quisiera ver el barco hundido, claro —dijo Julián, dubitativo—. Oye, déjame remar un poco,
Jorge
. Todo el tiempo no vas a estar remando tú.
—Puedo hacerlo perfectamente —dijo
Jorge
—. Aunque me gustaría descansar un poco. Si quieres, ahora, cuando pasemos por entre estas rocas, puedes coger los remos; pero me los devolverás en cuanto lleguemos al otro arrecife. ¡Esta ribera es peligrosísima!
Jorge
y Julián cambiaron sus puestos en el bote. Julián remaba bien, pero no tan impetuosamente como su prima. La embarcación se deslizaba suavemente. Rodearon la isla y vieron el castillo desde la otra parte. Aparecía totalmente en ruinas.
—Siempre está azotado por el fuerte viento que viene del mar —explicó
Jorge
—. Aquí no hay más que montones de piedras, pero un poco más allá hay una caleta donde el mar está tranquilo: parece un puerto. Claro que para llegar allí hay que conocer bien el camino.
Poco después
Jorge
volvió a coger los remos. Con la firmeza de siempre alejó el bote un tanto de la isla. Luego dejó de remar y contempló desde lejos la orilla.
—¿Cómo te las arreglas para saber cuándo pasamos por encima del barco hundido? —preguntó Julián, interesado—. Yo no sabría encontrarlo.
—¿Ves la torrecita de aquella iglesia? —preguntó
Jorge
—. ¿Ves aquella colina? Pues bien: cuando la torrecita, la colina y las dos torres del castillo estén en línea recta, será señal de que hemos llegado. Hace mucho tiempo que lo comprobé.
Cuando los muchachos, poco después, vieron que la colina, la torrecita de la iglesia y las torres del castillo formaban una línea recta miraron ávidamente debajo del agua a ver si podían atisbar los restos del barco. El mar estaba tranquilo y transparente. Parecía de cristal.
Timoteo
se dedicó también a explorar sus profundidades con la cabeza inclinada y los ojos fijos en el líquido elemento, dando la impresión de que sabía sobradamente qué es lo que había que descubrir. Al verlo así, los chicos empezaron a reír.