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Authors: Bernard Werber

Tags: #Fantasía, #Ciencia

Las hormigas (33 page)

BOOK: Las hormigas
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Recordaron a Edmond. Su afecto por el difunto, desprovisto de la más ligera segunda intención, les sorprendía a ellos mismos. Jason Bragel no habló de su familia; Daniel Rosenfeld no habló de su trabajo; Augusta no habló de su enfermedad. Decidieron bajar esa misma noche. Lo sabían; era lo único que había que hacer, aquí y ahora.

Durante mucho tiempo
se ha creído que la informática en general y los programas de inteligencia artificial en particular mezclarían y presentarían desde nuevos ángulos los conceptos humanos. En resumen, se esperaba de la electrónica una nueva filosofía. Pero incluso presentándola de manera diferente, la materia prima sigue siendo la misma: ideas producidas por imaginaciones humanas. Es un callejón sin salida. El mejor medio para renovar el pensamiento es salir de la imaginación humana.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.

Chli-pu-kan crece en tamaño y en inteligencia. Ahora es ya una ciudad «adolescente». Siguiendo por el camino de las «tecnologías acuáticas», se ha instalado toda una red de canales bajo el nivel -12. Esos canales permiten el rápido transporte de alimentos de un extremo al otro de la ciudad.

Las chilipkanianas han tenido tiempo para poner a punto sus técnicas de transporte acuático. El
nec plus ultra
es una hoja de arándano flotante. Basta encontrar en la corriente en la dirección adecuada para viajar a lo largo de muchos centenares de cabezas de vía fluvial. Desde los criaderos de setas del este hasta los establos del oeste, por ejemplo.

Los hormigas esperan conseguir un día la domesticación de una especie de coleópteros de agua dulce, los díticos. Esos grandes coleópteros subacuáticos, provistos de bolsas de aire bajo los élitros, nadan muy de prisa. Si pudiesen convencerles de que impulsasen las hojas de arándano, las almadías dispondrían de una locomoción menos azarosa que las actuales.

La propia Chli-pu-ni lanza otra idea futurista. Recuerda el coleóptero rinoceronte que la liberó de la tela de araña. ¡Una máquina de guerra perfecta! Los rinocerontes no sólo tienen un gran cuerno frontal, no sólo tienen un caparazón blindado, sino que vuelan también a gran velocidad. La Madre piensa en una legión de esos animales, con diez artilleras en la cabeza de cada uno. Ya ve lanzarse a esas tripulaciones, casi invulnerables, sobre las tropas enemigas e inundándolas con ácido…

La única dificultad es que tanto los díticos como los rinocerontes presentan dificultades para su domesticación mientras no lleguen a aprender su idioma. Así, muchas obreras dedican todo su tiempo a descifrar sus emisiones olfativas y a intentar hacerles comprender el idioma feromonal de las hormigas.

Si bien los resultados son por el momento mediocres, las chlipukanianas provocan su apego hartándoles de melado. El alimento es, finalmente, el idioma insecto más extendido.

Pese a ese dinamismo colectivo, Chli-pu-ni está preocupada. Se han enviado tres escuadras de embajadoras hacia la Federación para que se les reconozca que son la sexagésimo quinta ciudad y sigue sin haber respuesta. ¿Será que Belo-kiu-kuni rechaza esa alianza?

Cuanto más piensa en ello más convencida está Chli-pu-ni de que sus embajadoras espías han debido de cometer torpezas, y que las han interceptado las guerreras con olor a roca. A no ser que hayan quedado simplemente encantadas con los efluvios de la lomechuse del nivel -50… O quién sabe qué otra cosa.

Pero la reina no tiene intención de renunciar ni a su reconocimiento por la Federación ni a proseguir su investigación. Decide enviar a la 801, su mejor y más sutil guerrera. Para comunicarle todos los detalles de la misión, la reina opera una CA con la joven soldado, que así sabrá tanto como ella acerca de ese misterio. La guerrera, con ello, se convertirá en:

El ojo que ve

La antena que percibe

La garra que golpea de Chli-pu-kan.

La anciana señora había preparado una mochila de vituallas y bebidas, entre ellas tres termos de tisana caliente. Por encima de todo, no había que actuar como el antipático de Leduc, obligado a regresar de prisa al haber olvidado el factor alimentación… Pero, en cualquier caso, ¿hubiese dado con el código? Augusta se permitía dudarlo.

Entre otros accesorios, Jason Bragel se había pertrechado de bombas lacrimógenas de gran tamaño y de tres mascaras de gas. Daniel Rosenfeld, por su parte, llevaba una cámara fotográfica con flash, un modelo del último grito.

Estaban ahora dando vueltas en el tiovivo de piedra. Como había sido el caso con todos los que les habían precedido, el descenso hacía reaparecer los recuerdos, pensamientos olvidados. La niñez, los padres, los primeros dolores, los errores cometidos, el amor frustrado, el egoísmo, el orgullo, los remordimientos…

Sus cuerpos se movían de forma maquinal, más allá de toda posibilidad de cansancio. Se hundían en la carne del planeta, en su vida pasada. ¡Ah, qué larga era una vida, cuan destructora podía ser!… Y con más facilidad destructora que creativa…

Llegaron finalmente ante una puerta. En ella había grabado un texto: «En el momento de la muerte, el alma experimenta la misma sensación que aquellos que se inician en los Grandes Misterios. En primer lugar se producen carreras al azar con penosos giros, viajes inquietantes y sin final a través de las tinieblas. Luego, antes del final, el terror llega al colmo. El estremecimiento, el temblor, el sudor frío, el horror dominan. A esta fase le sigue casi de inmediato una ascensión hacia la luz, una brusca iluminación. Una luminosidad maravillosa se ofrece a los ojos, se pasa por lugares puros y praderas donde resuenan las voces y las danzas. Unas palabras sagradas inspiran el respeto religioso. El hombre perfecto e iniciado se hace libre y celebra los Misterios».

Daniel tomó una fotografía.

—Conozco este texto —dijo Jasón. Es de Plutarco.

—Hermoso texto, en verdad.

—¿No les da miedo? —preguntó Augusta.

—Sí, pero para eso está ahí. Y en todo caso ahí se dice que tras el terror viene la iluminación. Así pues, actuemos por etapas. Si es necesario un poco de terror, dejémonos aterrorizar…

—Eso precisamente. Las ratas…

Fue como si no tuviese más que mencionarlas. Ahí estaban. Los tres exploradores sentían sus presencias furtivas, su contacto al nivel del calzado. Daniel utilizó otra vez su cámara. El flash reveló la imagen repulsiva de una alfombra de pelotas grises y orejas negras. Jason se apresuró a distribuir las máscaras antes de pulverizar generosamente gas lacrimógeno a su alrededor. A los roedores no les hizo falta que se lo dijesen dos veces…

Siguieron bajando durante mucho rato todavía.

—¿Y si comiésemos algo, señores? —propuso Augusta.

Así que comieron algo. El episodio de las ratas parecía olvidado y los tres se sentían del mejor humor. Como hacía un poco de frío acabaron su colación con un sorbo de licor y un buen café caliente.

Cavan prolongadamente antes de poder subir de nuevo a una zona en la que la tierra es blanda. Un par de antenas emergen por fin, como un periscopio; unos olores desconocidos las inundan.

El aire libre. Ya están al otro lado del fin del mundo. Y sigue sin aparecer el muro de agua. Aunque se trata de un universo que, verdaderamente, no se parece en nada al otro. Si bien identifican aún algunos árboles y plantas, inmediatamente después aparece un desierto gris, duro y liso. No hay la menor termitera ni hormiguero a la vista.

—Dan unos pasos. Pero enormes cosas negras caen a su alrededor. Es algo parecido a lo de los Guardianes, pero estas cosas caen un poco a la buena de Dios.

Y eso no es todo. Hacia delante, lejos, se yergue un monolito gigantesco, tan alto que sus antenas no llegan a percibir su límite. Ensombrece el cielo, aplasta la tierra.

Esto debe de ser el muro del fin del mundo, y detrás está el agua,
piensa la 103.683.

Avanzan aún un poco, para darse de manos a boca con un grupo de cucarachas amontonadas encima de un trozo de…no se sabe qué. Los caparazones transparentes dejan ver todas las vísceras, todos los órganos e incluso la sangre que late en las arterias. ¡Repugnante! Al batirse en retirada, tres segadoras quedan pulverizadas por la caída de una cosa.

La 103.683 y sus tres últimas compañeras deciden seguir a pesar de todo. Pasan por muretes porosos, siempre en dirección al monolito de altura infinita. Y de repente se encuentran en una región aún más desconcertante. El suelo es rojo y tiene el tacto de una fresa. Ven una especie de pozo y ya están considerando bajar para tener algo de sombra, cuando bruscamente una gran esfera blanca de seis cabezas de diámetro por lo menos surge del cielo, bota y se lanza sobre ellas. Se lanzan al pozo… y les da el tiempo justo de pegarse a las paredes cuando la esfera se estrella en el fondo.

Vuelven a salir enloquecidas, y corren. A su alrededor el suelo es azul, verde o amarillo, y por todas partes hay pozos como el anterior y esferas blancas que las persiguen. Esta vez es demasiado, el valor tiene un límite. Este universo es demasiado diferente para que resulte soportable.

Entonces huyen, corriendo desalentadas, vuelven a pasar por el subterráneo y vuelven con rapidez al mundo normal.

Civilización (continuación):
otro gran choque entre civilizaciones: el encuentro de Occidente y Oriente.

Los Anales del Imperio chino hablan, alrededor del año 115 de nuestra era, de la llegada de un barco, verosímilmente de origen romano, al que una tempestad había averiado y que se estrelló en la costa después de permanecer unos días a la deriva.

Sus pasajeros eran acróbatas y juglares que, en cuanto llegaron a tierra, quisieron atraerse a los habitantes de ese país desconocido presentándoles un espectáculo. Los chinos vieron, pues, boquiabiertos a esos extranjeros de nariz larga escupir fuego, hacer nudos con sus miembros, transformar ranas en serpientes, etc.

Y llegaron a la conclusión pertinente de que el Oeste estaba poblado por payasos y tragafuegos. Y pasaron muchos cientos de años antes de que se presentase una ocasión para sacarles del error.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.

Finalmente se encontraron ante el muro de Jonathan. «¿Cómo hacer cuatro triángulos con seis cerillas?». Daniel hizo la foto consabida. Augusta tecleó la palabra «pirámide» y el muro se hizo suavemente a un lado. La anciana se sintió orgullosa de su nieto.

Pasaron, y no tardaron en oír cómo el muro volvía a su lugar. Jason iluminó las paredes. Había roca por todas partes, aunque no era la misma de hacía un momento. Antes el muro era rojo, y ahora amarillo, con vetas de azufre.

Sin embargo, el aire seguía siendo respirable. Incluso parecía haber un ligero soplo de brisa. ¿Tenía razón el profesor Leduc? ¿Llevaba este túnel al bosque de Fontainebleau?

De repente se encontraron con otra horda de ratas, mucho más agresivas que las que habían encontrado antes. Jason comprendió lo que debía estar pasando, pero no le dio tiempo a explicárselo a los demás: tuvieron que ponerse otra vez las máscaras y abrir la espita del gas. Cada vez que el muro se movía, lo que por cierto no debía de ocurrir a menudo, unas ratas de la «zona roja» pasaban a la «zona amarilla», en busca de comida. Pero si los de la zona baja roja conseguían algo, los otros —los migradores— no habían conseguido nada y habían debido devorarse entre sí.

Y Jason y sus amigos tenían que vérselas con los supervivientes, dicho de otra manera con los más feroces. Con éstos, el gas lacrimógeno resulta claramente ineficaz. ¡Atacaban! Saltaban, trataban de hacer presa en los brazos…

Al borde de la histeria, Daniel ametrallaba con disparos del flash, pero esos animales de pesadilla pesaban kilos y no temían a los hombres. Aparecieron las primeras heridas. Jason sacó su Opinel, apuñaló a dos ratas y las arrojó como pasto a las otras. Augusta hizo muchos disparos con un pequeño revólver… Así pudieron ponerse a salvo. ¡Y muy a tiempo!

Cuando yo era
pequeño, pasaba horas tendido en el suelo mirando los hormigueros. Eso era para mí más real que la televisión.

Entre los misterios que me ofrecía el hormiguero estaba éste: ¿por qué después de uno de mis destrozos se llevaban a algunas heridas y dejaban morir a las demás? Todas tenían la misma apariencia… ¿Según qué criterio de selección se consideraba interesante a un individuo y a otro despreciable?

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.

Corrían por un túnel rayado de amarillo.

Llegaron ante una reja de acero. Una abertura que tenía en el centro le daba al conjunto la apariencia de una nasa de pescador. Era un cono que se contraía de forma que dejaba pasar un cuerpo humano de talla mediana aunque sin posibilidad de regreso, debido a los pinchos que había en la salida del cono.

—Es reciente…

—Bueno, parece que los que han construido la puerta y la nasa no querían que hubiese vuelta atrás…

Augusta reconocía una vez más el trabajo de Jonathan, el maestro de las puertas y de los metales.

—¡Miren!

Daniel iluminó una inscripción:

«Aquí acaba la conciencia. ¿Queréis entrar en el inconsciente?».

Se quedaron boquiabiertos.

—¿Qué hacemos ahora?

Todos pensaron en lo mismo en el mismo momento.

—En el punto en que nos encontramos seria una lástima renunciar. Propongo que sigamos.

—Pasaré yo primero —dijo Daniel, poniendo al resguardo su cola de caballo para que no se enredase en los metales.

Fueron arrastrándose por turno a través de la nasa de acero.

—Es divertido —dijo Augusta; tengo la sensación de haber vivido ya esta experiencia.

—¿Ha estado ya en una nasa que le impide a uno echarse atrás?

—Sí. Fue hace mucho tiempo.

—¿A qué le llama usted mucho tiempo?

—¡Oh! Yo era joven. Debía tener… uno o dos segundos.

Las segadoras cuentan en su ciudad sus aventuras en el otro lado del mundo, un país de monstruos y de fenómenos incomprensibles. Las cucarachas, las placas negras, el monolito gigante, el pozo, las bolas blancas… ¡Es demasiado! No hay ninguna posibilidad de crear una población en un universo tan grotesco.

La 103.683 se queda en un rincón recuperando sus fuerzas. Está pensando. Cuando sus hermanas oigan la historia, tendrán que modificar todos los mapas y reconsiderar los principios básicos de su planetología. Y se dice que ya es hora de que vuelva a la Federación.

BOOK: Las hormigas
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