El timbre sonó cuando Augusta estaba colocando sus preciosas fotos color sepia en la pared gris. Comprobó que la cadena de seguridad estaba colocada y entreabrió la puerta.
Se encontró con un caballero de mediana edad y de aspecto bastante aseado. Ni siquiera había caspa en el cuello de su abrigo.
—Buenos días, señora Wells. Permítame que me presente: soy el profesor Leduc, un colega de su hijo Edmond. No voy a andarme con rodeos. Sé que usted ha perdido ya a su nieto y a su biznieto en la bodega. Y que asimismo han desaparecido ahí ocho bomberos y seis policías. Y, sin embargo, señora… quisiera bajar.
Augusta no estaba segura de haber oído bien. Subió al máximo su prótesis auditiva.
—¿Es usted el profesor Rosenfeld?
—No. Leduc. Soy el profesor Leduc. Ya veo que ha oído usted hablar del profesor Rosenfeld. Rosenfeld, Edmond y yo somos entomólogos, los tres. Tenemos una especialidad en común: el estudio de las hormigas. Aunque precisamente Edmond había ido mucho más allá que nosotros. Sería una pena que la Humanidad no pudiese beneficiarse de ello… Quisiera bajar a su bodega.
Cuando uno oye mal, ve mejor. Augusta examinó las orejas del tal Leduc. El ser humano tiene la particularidad de mantener en sí mismo la forma de su pasado más lejano; las orejas, en este sentido, representan el feto. El lóbulo simboliza la cabeza, la arista del pabellón muestra la forma de la columna vertebral, etc. El tal Leduc debía de haber sido un feto delgado, y Augusta estimaba moderadamente los fetos delgados.
—¿Quién espera usted encontrar en esa bodega?
—Un libro. Una enciclopedia en la que su hijo anotaba sistemáticamente todos sus trabajos. Edmond era muy reservado. Debió enterrarlo todo ahí abajo, instalando trampas para matar o rechazar a los curiosos. Pero yo estoy sobre aviso, y alguien que está sobre aviso…
… ¡puede muy bien morir! —completó Augusta.
—Déme una oportunidad.
—Entre, señor…
—Leduc. Profesor Laurent Leduc, del laboratorio 352 del CNRS.
Augusta le precedió hacia la bodega. Una inscripción hecha con grandes letras rojas aparecía en la pared que había levantado la Policía:
¡¡NO BAJÉIS NUNCA A ESTA MALDITA BODEGA!!
La anciana la señaló con el mentón.
—¿Sabe usted lo que la gente dice de este edificio, señor Leduc? Dicen que es una de las bocas del infierno. Dicen que esta casa es carnívora y que se come a la gente que viene a rascarle el gaznate… A algunos les gustaría que la enterrasen en hormigón.
Augusta miró a Leduc de hito en hito.
—¿No teme usted morir, señor Leduc?
—Sí —dijo el hombre, socarrón. Sí, tengo miedo de morir idiota, sin saber lo que hay en el fondo de esa bodega.
La 103.683 y la 4.000 hace horas que han abandonado el nido de las tejedoras rojas. Dos guerreras de aguijón aguzado las acompañan. Llevan juntas mucho tiempo recorriendo pistas apenas perfumadas con feromonas pistas. Han recorrido ya miles de cabezas de distancia a partir del nido tejido entre las ramas del avellano. Se han cruzado con toda clase de animales exóticos cuyos nombres ni siquiera conocen. Por las dudas, los evitan a todos.
Cuando llega la noche, hacen un agujero en la tierra lo más profundo posible y se introducen en él aprovechando el suave calor y la protección de su planeta nutricio.
Las dos guerreras que las acompañan las han llevado hasta lo alto de una colina.
¿Está lejos aún el fin del mundo?
Está por ahí.
Desde el promontorio las dos exploradoras ven un universo de sombría maleza que se prolonga, perdiéndose de vista, hacia el este. Las dos guerreras les dicen que ahí acaba su misión, que no las acompañan más lejos. Hay ciertos lugares en los que sus aromas no son bien recibidos.
Las belokanianas han de seguir rectamente hasta los campos de las segadoras. Éstas viven permanentemente en los parajes del «borde del mundo». Seguro que podrán darles información.
Antes de dejar a sus guías, las dos exploradoras les hacen entrega de las preciosas feromonas de identificación de la Federación, como precio acordado por el viaje. Luego descienden la pendiente hacia los campos cultivados por las segadoras.
Esqueleto:
¿qué es mejor, tener esqueleto en el interior o en el exterior del cuerpo?
Cuando el esqueleto está en el exterior, constituye una carrocería protectora. La carne está al resguardo de los peligros exteriores, pero se vuelve blanda, casi líquida. Y cuando una punta llega a pasar a pesar del caparazón, los daños son irremediables.
Cuando el esqueleto forma tan sólo una barra pequeña y rígida en el interior del cuerpo, la carne palpitante queda expuesta a cualquier agresión. Las heridas son múltiples y permanentes. Pero precisamente esta debilidad aparente fuerza al músculo a endurecerse y a la fibra a resistir. La carne evoluciona.
He visto seres humanos que habían forjado gracias a su espíritu caparazones «intelectuales» que les protegían de las contrariedades. Parecían más sólidos que la mayoría. Decían «me es igual» y se reían de todo. Pero cuando una contrariedad llegaba a traspasar su caparazón, los destrozos eran terribles.
He visto a seres humanos que sufrían por la menor contrariedad, por el menor roce, pero aun así su espíritu no se cerraba, mantenían su sensibilidad abierta a todo y aprendían con cada agresión.
Edmond Wells
Enciclopedia del saber relativo y absoluto.
¡Las esclavistas atacan!
Pánico en Chli-pu-kan. Unas exploradoras agotadas dan la noticia en la joven ciudad.
¡Las esclavistas! ¡Las esclavistas!
Su terrible reputación las ha precedido. Así como algunas hormigas han primado una u otra vía de desarrollo —pastoreo, almacenaje, cultivo de setas o la química, las esclavistas se han especializado en el terreno exclusivo de la guerra.
Sólo eso saben hacer, pero lo practican como un arte absoluto. Todo su cuerpo se ha adaptado a ello. La menor de sus articulaciones termina en una punta retorcida, su quitina tiene el doble de espesor que la de las rojas. Su cabeza estrecha y perfectamente triangular no ofrece presa a ninguna garra. Sus mandíbulas, con la apariencia de colmillos de elefante puestos al revés, son dos sables curvos que manejan con temible habilidad.
En cuanto a sus costumbres esclavistas, han derivado de forma natural de su excesiva especialización. Incluso estuvo a punto de ocurrir que la especie desapareciese, destruida por su propia voluntad de dominio. A fuerza de guerrear, estas hormigas ya no saben construir nidos, ni cuidar a sus pequeños, ni siquiera alimentarse. Sus mandíbulas-sables, tan eficaces en el combate, se manifiestan muy poco prácticas para alimentarse con normalidad. Sin embargo, por belicosas que sean, las esclavistas no son tontas. Puesto que ya no eran capaces de realizar las tareas caseras indispensables para la supervivencia cotidiana, otras se ocuparían de ellas en su lugar.
Las esclavistas buscan en especial los nidos pequeños y medianos de las hormigas negras, blancas o amarillas —todas ellas especies que carecen de aguijón y de glándula de ácido. Primero rodean la población codiciada. En cuanto las sitiadas se dan cuenta de que todas las obreras que han salido han muerto, deciden bloquear las salidas. Éste es el momento que eligen las esclavistas para lanzar su primer asalto. Desbordan fácilmente las defensas, abren brechas en la ciudad y siembran el pánico en los corredores.
Entonces es cuando las obreras aterrorizadas buscan una salida para poner los huevos al resguardo. Exactamente eso es lo que han previsto las esclavistas. Controlan todas las salidas y obligan a las obreras a abandonar su preciosa carga. Sólo matan a las que no quieren ceder. Las hormigas nunca matan de forma gratuita.
Al acabar el combate, las esclavistas acordonan el nido, piden a las obreras supervivientes que vuelvan a poner los huevos en su lugar y que sigan cuidándolos. Cuando las ninfas eclosionan, se las educa para que sirvan a las invasoras, y como no saben nada del pasado consideran que obedecer a esas grandes hormigas es la forma justa y normal de vivir.
Durante los ataques, las esclavas que llevan tiempo siéndolo se quedan en la retaguardia, ocultas entre la hierba, esperando a que sus dueñas hayan acabado de limpiar el lugar. Una vez ganada la batalla, como buenas amitas de casa, se instalan en el lugar, mezclan el antiguo botón de huevos con el nuevo y educan a las prisioneras y a su descendencia. Las generaciones secuestradas se añaden así unas a otras, de acuerdo con la migración de esas piratas.
Hacen falta por lo general tres esclavas para atender a cada una de estas acaparadoras. Una para alimentarla (ya que no sabe comer más que alimento regurgitado que se le da de boca a boca); otra para lavarla (ya que sus glándulas salivares se han atrofiado); y la tercera para evacuar los excrementos, que si no se eliminan se acumulan alrededor de la armadura y la corroen.
Sí.
Lo peor que puede ocurrirles a estos soldados es, por supuesto, que sus siervas les abandonen. Entonces, salen precipitadamente del nido robado y parten en busca de una nueva ciudad que conquistar. Si no la encuentran antes de la noche, pueden morir de hambre y de frío. La muerte más ridícula para estas magníficas guerreras. Chli-pu-ni ha oído multitud de leyendas acerca de las esclavistas. Se dice que ya ha habido revueltas de esclavas, y que las esclavas que conocen bien a sus dueñas no han perdido el envite. También se cuenta que algunas esclavistas coleccionan huevos de hormiga con el propósito de tenerlas de todos los tamaños y de todas las especies. La reina imagina una sala llena con todos esos huevos de todos los tamaños y de todos los colores. Y bajo cada envoltura blanca… una cultura mirmeceana específica, dispuesta a despertar para servir a esas bárbaras primarias.
Abandona su penosa ensoñación. Lo primero que hay que pensar es cómo hacerles frente. Se ha indicado que la horda procedía del Este. Las exploradoras y las espías chli-pukanianas aseguran que son entre cuatrocientas y quinientas mil soldados. Han cruzado el río utilizando el subterráneo del puerto de Satei. Al parecer, están bastante «molestas», ya que tenían un nido ambulante de hojas tejidas y han tenido que deshacerse de él para pasar por el túnel. Así que ya no tienen dónde alojarse, y si no se apoderan de Chli-pu-kan, ¡tendrán que pasar la noche en el exterior! La joven reina trata de reflexionar con la mayor calma posible; ¿Si tan felices se sentían con su nido tejido portátil, por qué se han sentido obligadas a pasar el río? Pero no tiene respuesta para eso.
Las esclavistas detestan las ciudades con un odio tan visceral como incomprensible. Cada comunidad ciudadana representa para ellas una amenaza y un desafío. Es la eterna rivalidad entre la gente del campo y la de las ciudades. Aunque las esclavistas saben que al otro lado del río hay centenares de ciudades hormigas, todas ellas refinadas y ricas, a cuál más.
Chli-pu-kan, por desgracia, no está preparada para encajar un asalto como ése. Es cierto que desde hace unos días la ciudad rebosa con su millón de habitantes. Es cierto que se ha hecho un muro de plantas carnívoras en la frontera este… Pero eso no será suficiente. Chli-pu-kan sabe que su ciudad es demasiado joven y que no está preparada, Por otra parte, sigue sin tener noticias de las embajadoras que envió a Bel-o-kan para mencionar la pertenencia a la Federación. Así que no puede contar con la solidaridad de las ciudades vecinas. Incluso Guayei-Tyolo está a muchos miles de cabezas, y es imposible avisar a la gente de ese nido de verano…
¿Qué hubiese hecho Madre en tal situación? Chli-pu-kan decide reunir a algunas de sus mejores cazadoras (aún no han tenido ocasión de demostrar que eran guerreras) para tener con ellas una comunicación absoluta. Es urgente urdir una estrategia.
Aún están reunidas en la Ciudad prohibida cuando las vigías apostadas en el arbusto que domina la Chli-pu-kan anuncian que ya se perciben los olores de un ejército que se acerca.
Todo el mundo se prepara. No ha sido posible preparar estrategia ninguna. Hay que improvisar. Suena el zafarrancho de combate. Las legiones se reúnen más o menos bien (lo ignoran todo en cuanto a la formación, tan costosamente adquirida ante las hormigas enanas). De hecho, la mayoría de las soldados prefieren depositar sus esperanzas en la barrera de plantas carnívoras.
En Malí,
los dogon creen que, en el origen, cuando se casaron el Cielo y la Tierra, el sexo de la Tierra era un hormiguero.
Cuando el mundo surgido de esta cópula quedó acabado, la vulva se convirtió en boca, de donde salieron la palabra y lo que es el sostén especial de los dogon: las técnicas del tejido, que las hormigas transmitieron a los hombres.
Aún en nuestros días los ritos de fecundidad siguen vinculados a las hormigas. Las mujeres estériles van a sentarse sobre un hormiguero para pedirle al dios Anima que las haga fecundas.
Pero las hormigas no sólo hicieron eso por los hombres, también les mostraron cómo construir sus casas. Y finalmente les indicaron dónde estaban las fuentes. Porque los dogon comprendieron que tenían que cavar debajo de los hormigueros para encontrar agua.
Edmond Wells
Enciclopedia del saber relativo y absoluto.
Unos saltamontes empiezan a saltar en todas direcciones. Es una señal. Más allá, las hormigas equipadas con los mejores ojos ven ya una columna de polvo. Se ha hablado mucho de las esclavistas, pero verlas cargar es algo muy distinto. No tienen caballería, ellas son la caballería. Todo su cuerpo es ágil y sólido, sus patas son gruesas y musculosas, su cabeza fina y puntiaguda se prolonga en unos cuernos móviles, que son en realidad sus mandíbulas.
Su aerodinamismo es tal que no se oye ningún silbido cuando su cráneo hiende el aire impulsado por la velocidad de las patas.
La hierba se inclina a su paso, la tierra vibra, la arena ondula. Sus antenas apuntadas hacia delante lanzan feromonas tan picantes que se diría que vociferan.
¿Hay que encerrarse y resistir el asedio o salir y pelear? Chli-pu-kan, tiene miedo, tanto que ni siquiera quiere aventurar una sugerencia. Entonces, claro, las soldados rojas hacen lo que no hay que hacer. Se dividen. La mitad sale para hacer frente al enemigo en campo abierto; la otra mitad se queda en la Ciudad como fuerza de reserva y resistencia en caso de sitio.