Las hormigas (37 page)

Read Las hormigas Online

Authors: Bernard Werber

Tags: #Fantasía, #Ciencia

BOOK: Las hormigas
11.33Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No, las dos civilizaciones no están aún preparadas para conocerse y, no soñemos, comprenderse… Las hormigas no son ni fascistas, ni anarquistas, ni monárquicas… Son hormigas, y todo lo que concierne a su mundo es diferente de lo nuestro. Eso es lo que crea riqueza.

El comisario Bilsheim es quien hace esta declaración apasionada; decididamente ha cambiado mucho desde que abandonó la superficie, y a su jefe, Solange Doumeng.

—La escuela alemana y la italiana se equivocan —dice Jonathan. Porque tratan de englobarlas en un sistema de comprensión «humano». El análisis, así, resulta forzosamente burdo. Es como si ellas intentasen comprender nuestra vida comparándola con la suya. Una especie de mirmeomorfismo. Y el caso es que la menor de sus peculiaridades es fascinante. No comprendemos a los japoneses, a los tibetanos o a los hindúes, pero su cultura, su música, su filosofía son apasionantes, incluso deformadas por nuestro espíritu occidental. Y el futuro de nuestra Tierra es el mestizaje, no puede estar más claro.

—Y ¿qué es lo que las hormigas pueden aportarnos culturalmente? —se sorprende Augusta.

Jonathan, sin contestar, le hace una señal a Lucie. Ésta se eclipsa unos segundos y vuelve con la que parece un bote de confitura.

—Miren; sólo esto ya es un tesoro. Melado de pulgón. Vamos, pruébenlo.

Augusta se aventura con un índice prudente.

—Hummmm…, muy azucarado… ¡Pero es muy bueno! Y no se parece en nada al paladar de la miel de abeja.

—Ya lo ves. ¿No te has preguntado cómo nos las arreglábamos para sobrevivir diariamente en este doble callejón sin salida del subsuelo?

—Ah, bueno, sí, precisamente…

—Son las hormigas quienes nos alimentan con su melado y su harina. Almacenan reservas para nosotros ahí arriba. Pero eso no es todo; hemos copiado su técnica agrícola para cultivar setas agáricas.

Levanta la tapa de una gran caja de madera. Y ahí aparecen unas setas blancas que se asientan en un lecho de hojas fermentadas.

—Galin es nuestro gran especialista en hongos.

Este último sonríe con modestia.

—Aún tengo mucho que aprender.

—Muy bien. Setas, miel… Sólo con eso deben de tener carencia de proteínas…

—Quien se cuida de las proteínas es Max.

Uno de los bomberos señala el suelo con el dedo.

—Yo recojo todos los insectos que las hormigas meten en la cajita que hay a la derecha de la caja grande. Los hervimos para que las cutículas se desprendan. Son como gambas muy pequeñas, tanto por su gusto como por su apariencia.

—Sepan ustedes que aquí, haciendo las cosas bien, existe toda la comodidad que se pueda desear —añade un policía. La electricidad la produce una minicentral atómica, cuya perspectiva de mantenerse en funcionamiento es de quinientos años. Fue Edmond quien la instaló los primeros días de su estancia aquí… El aire pasa por las chimeneas, el alimento procede de las hormigas, tenemos nuestra fuente de agua fresca y, además, tenemos una tarea apasionante. Tenemos la sensación de ser los pioneros de algo muy importante.

—En realidad somos como cosmonautas que viviesen permanentemente en una base, dialogando a veces con unos vecinos extraterrestres.

Risas. Una corriente de buen humor electriza las médulas espinales. Jonathan propone volver al salón.

—¿Saben? Durante mucho tiempo estuve buscando la manera de conseguir que mis amigos viviesen juntos a mi alrededor. Probé con las comunidades, los falansterios… Pero nunca lo conseguí. Acabé creyendo que no era más que un tonto utopista, por no decir un imbécil sin más. Pero aquí…, aquí están pasando cosas. Nos vemos obligados a convivir, a completarnos, a pensar juntos. No tenemos elección. Si no nos entendemos, morimos. No hay posibilidad de fuga. No sé si eso procede del descubrimiento de mi tío o de lo que nos enseñan las hormigas con su simple existencia por encima de nuestras cabezas, pero por el momento nuestra comunidad funciona de maravilla.

—Funciona, incluso a pesar de nosotros…

—A veces tenemos la sensación de que producimos una energía común de la que cada uno puede libremente aprovecharse. Es raro.

—Ya he oído hablar de eso en relación con los rosacruces y algunos grupos de francmasones —dice Jason. Ellos lo llaman
egregor:
el capital espiritual del «rebaño». Como un depósito en el que cada uno vierte su energía para hacer una «sopa» que cada uno puede aprovechar… Por regla general, siempre hay un ladrón que se aprovecha de la energía de los demás para fines personales.

—Aquí no tenemos ese tipo de problemas. No puede haber ambiciones personales cuando se vive en una pequeña comunidad bajo tierra…

Silencio.

—Y cada vez se habla menos, porque no hace falta para comprenderse.

—Sí, aquí están pasando cosas. Pero aún no las comprendemos ni las controlamos. Aún no hemos llegado, sólo estamos a mitad del viaje.

Otro silencio.

—Bueno, resumiendo, espero que les guste vivir en nuestra pequeña comunidad.

La 801 llega agotada a su ciudad natal. ¡Lo ha conseguido! ¡Lo ha conseguido!

Chli-pu-ni opera inmediatamente una CA para saber lo que ha pasado. Lo que oye le confirma sus peores suposiciones en cuanto al secreto oculto bajo la losa de granito.

Decide de inmediato atacar militarmente Bel-o-kan. Las soldados se pertrechan. La novísima legión volante de rinocerontes está dispuesta.

La 103.683 emite una sugerencia. Mientras una parte del ejército estará combatiendo de frente, doce legiones rodearán silenciosamente la Ciudad para intentar el asalto a los aposentos reales.

El Universo se dirige
hacia la complejidad. Del hidrógeno al helio, y del helio al carbono. Cada vez mayor complejidad, cada vez más sofisticación, tal es el sentido de la evolución de las cosas.

De todos los planetas conocidos, la Tierra es el más complejo.

Se encuentra en una zona en la que su temperatura puede variar. Está cubierta de océanos y montañas. Pero si el abanico de sus formas de vida es prácticamente inagotable, hay dos formas que sobresalen por encima de las demás por su inteligencia: las hormigas y los hombres.

Es como si Dios hubiese utilizado el planeta Tierra para hacer un experimento. Ha lanzado a dos especies, con dos filosofías completamente antinómicas, a la carrera de la conciencia para ver cuál de ellas va más de prisa.

El objetivo, probablemente, es llegar a una conciencia colectiva planetaria: la fusión de todos los cerebros de la especie. Tal es en mi opinión la próxima etapa en la aventura de la conciencia. El próximo nivel de complejidad.

Sin embargo, las dos especies líderes han elegido caminos para el desarrollo paralelos:


Para alcanzar la inteligencia, el hombre ha inflado su cerebro hasta darle un tamaño monstruoso. Una especie de gran coliflor rosada.


Para conseguir el mismo resultado, las hormigas han preferido utilizar muchos miles de pequeños cerebros unidos mediante sistemas de comunicación muy sutiles.

En términos absolutos, tanta materia o inteligencia hay en el montón de miguitas de col de las hormigas como en la coliflor humana. La lucha se produce con armas iguales.

Pero, ¿qué ocurriría si las dos formas de inteligencia, en lugar de correr paralelamente, cooperasen…?

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.

A Jean y a Philippe casi no les gusta otra cosa que la televisión y, casi tanto como la televisión, las máquinas «flipper» Ni siquiera el novísimo minigolf, recientemente instalado con un gran costo, les interesa. Y los paseos por el campo… Para ellos no hay nada peor que cuando el celador les obliga a tomar el aire.

La pasada semana se divirtieron matando sapos, pero el placer resultó un tanto breve.

Hoy, en cualquier caso, parece que Jean ha encontrado una actividad verdaderamente digna de interés. Arrastra a su compañero aparte del grupo de huérfanos, que están recogiendo estúpidamente hojas muertas, y le muestra una especie de cono de cemento. Una termitera.

Inmediatamente empiezan a destrozarla a puntapiés, pero no sale nada de ella. La termitera está vacía. Philippe se inclina sobre ella y resopla.

—Se la han cargado los peones camineros. Fíjate, apesta a insecticida. Todos han reventado ahí dentro.

Se disponen ya a reunirse con los demás, decepcionados, cuando Jean ve al otro del riachuelo una pirámide semiescondida bajo un arbusto.

¡Esta vez sí que la han acertado! Es un hormiguero impresionante, con una cúpula de un metro de alto por lo menos. Largas columnas de hormigas entran y salen, a centenares, millares, obreras, soldados, exploradoras. El DDT aún no ha pasado por ahí.

Jean salta lleno de excitación.

—¡Fíjate! ¿Has visto eso?

—¡Oh, no! Quieres volver a comer hormigas… Las últimas tenían un sabor asqueroso.

—¿Quién habla de comer! Lo que tienes delante es una ciudad. Algo como Nueva York o México. ¿Recuerdas lo que decían en el programa? Ahí dentro hay un montón de chusma. ¿Fíjate en todas esas idiotas que se mueven como idiotas!

—Bueno… Ya has visto cómo Nicolás a fuerza de interesarse por las hormigas acabó por desaparecer. Estoy seguro de que había hormigas en el fondo de su bodega y que se lo comieron. Y te diré que no me gusta estar al lado de esta cosa. ¡No me gusta! Mierda de hormigas. Ayer vi que salían de uno de los agujeros del minigolf, a lo mejor querían hacer ahí su nido… ¡Mierda de hormigas idiotas de la porquería!

Jean le palmea el hombro.

—Pues eso, eso mismo. No te gustan las hormigas, ni a mí tampoco. ¡Matémoslas! ¡Venguemos a nuestro amigo Nicolás!

La sugerencia suscita el interés de Philippe.

—¿Matarlas?

—¡Pues claro! ¿Por qué no? Prendamos fuego a esa ciudad. ¿Te imaginas México en llamas, sólo porque a nosotros nos da la gana?

—De acuerdo, prendámosle fuego. Sí. Por Nicolás…

—Espera. Incluso se me ha ocurrido una idea mejor: la llenamos de herbicida, y veremos fuegos artificiales de verdad.

—Genial…

—Escucha, son las once, nos encontramos aquí dentro de dos horas. Así el celador no nos joderá y todo el mundo estará comiendo. Yo buscaré el herbicida. Tú, arréglatelas para conseguir una caja de cerillas. Sirven mejor que un encendedor.

—¡Eso!

Las legiones de infantería avanzan a buena marcha. Cuando las otras ciudades federadas les preguntan a dónde van, las chlipukanianas responden que se ha visto un lagarto en la región oeste y que la Ciudad central les ha pedido ayuda.

Por encima de sus cabezas, los coleópteros rinocerontes zumban, apenas reducida su velocidad por el peso de las artilleras que se agitan sobre sus cabezas.

Las 13 horas. Bel-o-kan está en plena actividad. Se aprovecha el calor para acumular los huevos, las ninfas y los pulgones en el solario.

—He traído alcohol de quemar para que arda aún mejor —dice Philippe.

—Perfecto —dice Jean. Yo he comprado el herbicida. ¡A veinte francos la dosis!

Madre juega con sus plantas carnívoras. Con el tiempo que llevan ahí, y ella se pregunta por qué no ha hecho aún con ellas un muro de contención, como quería al principio.

Y luego vuelve a pensar en la rueda. ¿Cómo utilizar esa idea genial? Quizá se podría fabricar una gran bola de cemento para empujarla con las patas y aplastar a las enemigas. Debiera llevar adelante ese proyecto.

—Ya está. Ya lo he metido todo ahí, el alcohol de quemar y el herbicida.

Mientras Jean habla, una hormiga exploradora empieza a escalar por él. Golpea con las antenas el tejido del pantalón.

Pareces una estructura viviente gigante, ¿puedes mostrar tu identificación?

El niño la atrapa y la aplasta entre el pulgar y el índice. El líquido amarillo y negro impregna sus dedos.

—Una que ya ha cobrado —dice. Y ahora, muévete. ¡Van a saltar chispas!

—Será un buen numerito —dice Philippe.

—¡El Apocalipsis según Juan! —bromea el otro.

—¿Cuántas puede haber ahí dentro?

—Seguramente hay millones. Parece que el año pasado las hormigas atacaron una ciudad de la región.

—Pues también las vengaremos —dice Jean. Vamos, vete detrás de ese árbol.

Madre piensa en los humanos. Ha de hacerles más preguntas la próxima vez. ¿Cómo utilizan ellos la rueda?

Jean enciende una cerilla y la lanza hacia la cúpula de ramitas y agujas de pino. Luego echa a correr, con miedo de que las chispas prendan en él.

Ya está, el ejército chlipukaniano llega a la vista de la Ciudad central. ¡Qué grande es!

La cerilla vuela e inicia una curva descendente.

Madre decide hablar con ellos sin más tardanza. Ha de decirles también que puede ampliar sin problemas la cantidad de melado que les entrega. La producción será excelente este año.

La cerilla cae sobre las ramitas de la cúpula.

El ejército chlipukaniano ya está lo bastante cerca. Se dispone a cargar.

Jean salta detrás del gran pino, donde Philippe ya está guarecido.

La cerilla no llega a ningún punto embebido de alcohol de quemar ni de herbicida. Entonces, se apaga.

Los chicos se enfadan.

—¡Vaya mierda!

—Ya sé lo que vamos a hacer. Pondremos un trozo de papel, así conseguiremos hacer una gran llama que forzosamente llegará hasta el alcohol.

—¿Llevas papel encima?

—Bueno… sólo un billete del metro.

—Dámelo.

Una centinela de la cúpula ve algo misterioso: no sólo hace un momento que hay muchas zonas que huelen a alcohol, sino que además un trozo de madera amarilla acaba de aparecer en lo alto de la cúpula. Establece contacto inmediato con una célula de trabajo para limpiar el alcohol de esas ramitas y para retirar la madera amarilla.

Otra centinela llega corriendo a la puerta número 5.

¡Alerta! ¡Alerta! ¡Un ejército de hormigas rojas nos ataca!

Una tercera centinela ve cómo una gran llama se levanta en la punta del trozo de madera amarilla.

Las chlipukanianas galopan a paso de carga, como se lo han visto hacer a las esclavistas.

Primera explosión.

Toda la cúpula se abrasa de una vez.

Deflagraciones, chispas.

Jean y Philippe intentan mantener los ojos abiertos a pesar del calor. El espectáculo no resulta decepcionante. La madera seca arde con rapidez. Cuando las llamas llegan a los charcos de herbicida, hay un estallido. Detonaciones y pavesas verdes, rojas y malvas brotan de la «Ciudad de la reina perdida».

Other books

Nothing Lasts Forever by Roderick Thorpe
Tuesdays at the Teacup Club by Vanessa Greene
The Heir and the Spare by Maya Rodale
Nano Z by Brad Knight
Death Canyon by David Riley Bertsch
The Indian in the Cupboard by Lynne Reid Banks
Ruin and Rising by Leigh Bardugo