—Nada. Sobre todo, no hagamos nada. Nada en absoluto. Y ni una palabra a la Prensa, ni una palabra a quienquiera que sea. Y ahora ustedes clausurarán esta bodega lo más de prisa posible. La investigación ha terminado. Vamos, dense prisa, vayan a comprar ladrillos y cemento. Y ustedes, ocúpense de los problemas de las viudas de esa gente.
A primera hora de la tarde, cuando los policías se disponían a colocar los últimos ladrillos, se oyó un ruido sordo. ¡Alguien estaba subiendo! Dejaron el paso expedito. Una cabeza emergió de la oscuridad, y luego todo el cuerpo del que había escapado. Era una policía. Por fin iban a poder saber lo que pasaba allá abajo. El rostro del hombre estaba pigmentado por el más absoluto terror. Algunos músculos faciales parecían tetanizados como por un ataque. Era un auténtico zombi. Algo le había arrancado la punta de la nariz y la sangre fluía en abundancia. Temblaba con los ojos enloquecidos.
—Gebeeeegeee —articuló.
Un hilo de saliva brotaba de su boca. Se pasó por la cara una mano cubierta de heridas, que los ojos entrenados de su colegas interpretaron como cortes hechos con un cuchillo.
—¿Qué ha pasado? ¿Ha sido usted atacado?
—¡Gebeeeegeee!
—¿Hay alguien más vivo ahí abajo?
—¡Gebeegeeebebeggeee!
Como no era capaz de articular nada más, se ocuparon de sus heridas, le llevaron a un centro de atención psiquiátrica y cerraron con una pared de obra la puerta de la bodega.
El más leve roce de sus patas en el suelo provoca un cambio en la intensidad de la luz. Ésta tiembla, como si las oyese llegar, como si estuviese viva.
Las hormigas se detienen para recuperar el ánimo. La luminosidad no tarda mucho en crecer, hasta iluminar las más pequeñas anfractuosidades de los corredores. Las dos espías se esconden precipitadamente para que no pueda descubrirlas el extraño proyector. Luego, aprovechando una caída de la intensidad luminosa, se lanzan hacia la fuente de los rayos.
Bien, pues no era otra cosa que un coleóptero fosforescente. Una luciérnaga. En cuanto ve a las intrusas, se apaga por completo… Pero como no ocurre nada, expande poco a poco una débil claridad verde, una prudente media luz.
La 103.683 lanza olores de no-agresión. Aunque todos los Coleópteros conocen este lenguaje, la luciérnaga no contesta. Su claridad verde se debilita, se vuelve amarilla antes de convertirse poco a poco en rojiza. Las hormigas suponen
que
ese color supone una interrogación.
Estamos perdidas en este termitero,
emite la vieja exploradora.
Al principio, la luciérnaga no contesta. Unos grados después, empieza a parpadear, lo que puede expresar tanto alegría como pesar. En la duda, las hormigas esperan. La luciérnaga se dirige de pronto hacia un corredor transversal parpadeando cada vez más de prisa. Parece como si quisiera enseñarles algo. Las hormigas la siguen.
Llegan así a un sector todavía más húmedo y frío. De no se sabe dónde se escuchan unos gritos lastimeros. Son como gritos de angustia que llegan en forma de olores y sonidos.
Las dos exploradoras se preguntan qué es eso. Entonces, aunque el insecto de luz no habla, sí que oye a la perfección y, como para responder a su pregunta, se enciende y se apaga con prolongados impulsos, como si dijese: «No tengáis miedo, seguidme».
Los tres bajan cada vez más profundamente por el subsuelo de la ciudad extranjera y así llegan a una zona muy fría, en la que los corredores son mucho más largos.
Los gritos lastimeros vuelven a sonar con mayor fuerza.
¡Cuidado!
emite bruscamente la 4.000.
La 103.683 se vuelve. La luciérnaga ilumina a una especie de monstruo que se acerca, con un rostro arrugado de anciano y el cuerpo envuelto en un lienzo blanco y transparente. La soldado lanza un potente olor de miedo que perturba a sus dos compañeras. La momia sigue acercándose, parece incluso inclinarse para hablarles. De hecho, bascula hacia adelante. Se deja caer al suelo en toda su longitud con violencia. El capullo se abre, y el monstruo anciano se convierte en un recién nacido…
¡Una ninfa termita!
La momia sigue retorciéndose y lanzando tristes gemidos. Ése era, pues, el origen de los gritos.
Hay más momias. Ya que los tres insectos se encuentran en una casa-cuna. Centenares de ninfas termitas están alineadas verticalmente a lo largo de las paredes. La 4.000 las inspecciona y se da cuenta de que algunas han muerto por falta de cuidados. Las supervivientes lanzan olores afligidos llamando a las nodrizas. Hace al menos 2° que nadie las lame y todas están a punto de morir de inanición.
Es algo aberrante. Jamás un insecto social abandonaría ni siquiera 1° de tiempo sus huevos. Es que… La misma idea pasa por el ánimo de las dos hormigas… O bien es que todas las obreras han muerto y sólo quedan las ninfas.
La luciérnaga parpadea otra vez, haciéndoles signos de que la sigan hacia otros corredores. Un extraño olor invade el ambiente. La soldado está caminando sobre algo duro. No tiene ocelos infrarrojos y no puede ver en la oscuridad. La luz viviente se acerca e ilumina las patas de la 103.683. ¡Un cadáver de soldado termita! Es bastante parecida a una hormiga, aparte de que es completamente blanca y de que su abdomen es diferente…
Hay centenares de esos cadáveres blancos cubriendo el suelo. Es una matanza. Y lo más raro es que todos los cuerpos están intactos. No ha habido combate. La muerte ha debido de ser fulminante. Los habitantes están en las posiciones propias de sus trabajos cotidianos. Algunos parecen conversar o cortar madera con sus mandíbulas. ¿Qué ha podido provocar semejante catástrofe?
La 4.000 examina esas mórbidas estatuas. Están impregnadas de fragancias picantes. Un estremecimiento recorre a las dos hormigas. Se trata de un gas venenoso. Eso lo explica todo: la desaparición de la primera expedición enviada contra la termitera, el último superviviente de la segunda expedición que muere sin haber resultado herido.
Y si ellas mismas no sienten nada, eso se debe a que después del tiempo transcurrido el gas tóxico se ha dispersado. Pero entonces, ¿por qué las ninfas han sobrevivido? La vieja exploradora emite una hipótesis. Tienen defensas inmunitarias específicas; quizá los capullos las han salvado… Ahora deben de estar ya vacunadas contra el veneno. Es el conocido fenómeno de la mitridatización que permite a los insectos resistir todos los insecticidas produciendo generaciones mutantes.
Pero, ¿quién ha podido introducir ahí ese gas asesino? Es un verdadero rompecabezas. Una vez más, al buscar el arma secreta, la 103.683 ha dado con «otras cosas» tanto o más incomprensibles.
A la 4.000 le gustaría salir de ahí. La luciérnaga destella en signo de asentimiento. Las hormigas les dan un poco de celulosa a las larvas que aún pueden salvarse, y luego van en busca de la salida. La luciérnaga va tras ellas. A medida que van avanzando, los cadáveres de soldados termitas dejan lugar a cadáveres de obreras encargadas de atender a la reina. Algunas aún llevan huevos en las mandíbulas.
La arquitectura se va haciendo cada vez más sofisticada. Los corredores, de sección triangular, están llenos de signos grabados. La luciérnaga cambia de color y empieza a difundir una luminosidad azulada. Ha debido percibir algo. Y, de hecho, una respiración se deja oír en el fondo del corredor.
El trío llega ante una especie de santuario defendido por cinco guardias gigantes. Todos ellos muertos. Y la entrada está obstruida por los cuerpos inanimados de una veintena de pequeñas obreras. Las hormigas las apartan, pasándoselas de pata en pata.
Así queda desvelada una caverna cuya forma esférica es casi perfecta. Se trata de los aposentos de la reina. De ahí procedía el ruido.
La luciérnaga da una bonita luz blanca que ilumina en el centro de la estancia a una especie de extraño limaco. Es la reina termita, una caricatura de una hormiga reina. Su cabecita y su tórax raquítico se prolongan en un fantástico abdomen de más de cincuenta cabezas de largo. Este apéndice hipertrófico se ve agitado con regularidad por espasmos.
La cabecita se agita de dolor, produciendo gritos en idioma olfativo y auditivo. Los cadáveres de las obreras habían bloqueado tan bien el orificio de entrada que el gas no había podido entrar. Pero la reina está a punto de morir por falta de cuidados.
¡Mira su abdomen! Los pequeños se agitan ahí dentro y ella no puede poner sola.
La luciérnaga sube hasta el techo y produce inocentemente una luz anaranjada similar a la que baña los cuadros de Georges de La Tour.
Con los esfuerzos conjugados de las dos hormigas, los huevos empiezan a brotar del enorme saco procreador. Es un auténtico grifo de vida. La reina parece aliviada; ha dejado de gritar.
Pregunta en lenguaje olfativo universal quién le ha salvado. Queda muy sorprendida al identificar los olores de las hormigas. ¿Son hormigas enmascaradas?
Las hormigas enmascaradas son una especie muy dotada para la química orgánica. Son insectos negros y de gran talla, que viven en el nordeste. Pueden reproducir artificialmente cualquier feromona: pasaporte, pista, comunicación, sólo mezclando adecuadamente savias, polen y saliva.
Una vez destilado su camuflaje, llegan a introducirse por ejemplo en las ciudades termitas sin que las descubran. Entonces saquean y matan, sin que ninguna de sus víctimas haya podido identificarlas.
No, no somos hormigas enmascaradas.
La reina termita les pregunta si han quedado supervivientes en la ciudad, y las hormigas le contestan que no. Ella, entonces, emite su deseo de que la maten, que le ahorren sufrimientos. Pero antes quiere revelarles algo. Sí, bien sabe por qué ha sido destruida su ciudad. Las termitas han descubierto hace poco el confín del mundo. El final del planeta. Es un país negro, liso, en el que todo está destruido.
Allí viven extraños animales, muy rápidos y muy feroces. Ellos son los guardianes del fin del mundo. Están armados con placas negras que pueden aplastar cualquier cosa. Y ahora utilizan también gas venenoso.
… Eso es algo que recuerda la vieja ambición de la reina Bistin-ga. Llegar hasta uno de los confines del mundo. ¿Sería posible? Las dos hormigas se quedan estupefactas.
Hasta entonces habían creído que la Tierra es tan vasta que es imposible llegar a su final. Y sin embargo esta reina termita da a entender que el fin del mundo está cerca. Y que sus guardianes son monstruos. ¿Será realizable el sueño de la reina Bistin-ga?
Y todo ello les parece algo tan enorme que no saben por qué pregunta empezar.
Pero, ¿por qué esos «guardianes del fin del mundo» han llegado hasta aquí? ¿Quieren invadir las ciudades del Oeste?
La reina no sabe nada más. Ahora lo que quiere es morir. Insiste en ello. No ha aprendido a detener su corazón. Hay que matarla.
Las hormigas decapitan, pues, a la reina termita una vez esta les ha indicado cuál es el camino de salida. Luego, se comen unos cuantos huevecillos y abandonan la imponente ciudad que ya no es más que una ciudad fantasma. Depositan a la entrada una feromona con la narración del drama de ese lugar. Ya que, como exploradoras de la Federación, no deben descuidar ninguna de sus obligaciones.
La luciérnaga se despide. Seguro que también ella entró en la termitera para guarecerse de la lluvia. Y ahora que vuelve a hacer buen tiempo, volverá a su rutina habitual, comer, emitir luz para atraer a las hembras, reproducirse, comer, emitir luz para atraer a las hembras, reproducirse… En fin, una vida de luciérnaga.
Las dos hormigas vuelven la mirada y las antenas hacia el Este. Desde donde están no ven gran cosa. Bueno, pero ellas lo saben: el fin del mundo no está lejos. Está por allí.
Choque de civilizaciones.
El contacto entre dos civilizaciones es siempre un momento delicado. Entre los grandes compromisos que han conocido los seres humanos se puede citar el caso de los negros africanos hechos esclavos en el siglo XVIII.
La mayoría de las poblaciones que servían para la esclavitud vivían en tierras con llanuras y bosques. Nunca habían visto el mar. Y de repente un rey vecino llegaba para hacerles la guerra sin motivo aparente, y luego, en lugar de matarlos a todos, se los llevaban cautivos, les encadenaban y les hacían caminar hacia la costa.
Al final del periplo, descubrían dos cosas incomprensibles: 1) el mar inmenso, 2) los europeos de piel blanca. En cuanto al mar, aunque no lo habían visto directamente, les resultaba conocido por mediación de los cuentos como el país de los muertos. Y en cuanto a los blancos, para ellos eran como seres extraterrestes, tenían un olor desagradable, su piel era de un color extraño, llevaban prendas de vestir extrañas.
Muchos morían de miedo, otros, enloquecidos, saltaban de los barcos y los tiburones se los comían. Los supervivientes iban, por su parte, de sorpresa en sorpresa.
Pues, ¿qué veían? Por ejemplo, que los blancos bebían vino. Y ellos estaban seguros de que era sangre; la sangre de su pueblo.
Edmond Wells
Enciclopedia del saber relativo y absoluto.
La hembra 56 está hambrienta. No es sólo un cuerpo, sino toda una población quien reclama su ración de calorías. ¿Cómo alimentar al nido que lleva en su seno? Acaba decidiéndose a salir de su agujero, se arrastra unos centenares de cabezas y reúne tres agujas de pino que lame y masca con avidez.
No es suficiente. Hubiese ido a cazar, pero no tiene fuerzas. Y es ella la que puede ser pasto de los miles de depredadores ocultos en los alrededores. Así que se encaja en su agujero para esperar la muerte.
Pero en lugar de eso, aparece un huevo. ¡Su primer chlipukaniano! Apenas ha sentido que llegaba. Agita sus patas y aprieta con todas sus fuerzas su vientre. La cosa ha de funcionar, porque si no todo habrá acabado. El huevo sale rodando. Es pequeño, casi negro a fuerza de ser gris.
Si deja que eclosione, dará nacimiento a una hormiga muerta al nacer. Además… ni siquiera podría alimentarla hasta la eclosión. Así que se come a su primer vástago.
Eso le da inmediatamente más energía. Hay un huevo menos en su abdomen y un huevo más en su estómago. Con ese sacrificio cobra fuerzas para poner un segundo huevo, también muy oscuro, y tan pequeño como el primero.
Se lo come. Se siente aún mejor. El tercer huevo apenas es un poco más claro. Y asimismo lo devora.