Las aventuras de Tom Sawyer (13 page)

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Authors: Mark Twain

Tags: #Aventuras

BOOK: Las aventuras de Tom Sawyer
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Después del desayuno se tendieron a la sombra, mientras Huck se regodeaba con una pipa, y después echaron a andar a través del bosque, en viaje de exploración. Vieron que la isla tenía tres millas de largo por un cuarto de anchura y que la orilla del río más cercana sólo estaba separada por un estrecho canal que apenas tenía doscientas varas de ancho. Tomaron un baño por hora, así es que era ya cerca de media tarde cuando regresaron al campamento. Tenían demasiado apetito para entretenerse con los peces, pero almorzaron espléndidamente con jamón, y después se volvieron a echar en la sombra para charlar. Pero no tardó la conversación en desanimarse y al cabo cesó por completo. La quietud, la soledad que transpiraban los bosques, la sensación de soledad, empezaron a gravitar sobre sus espíritus. Se quedaron pensativos. Una especie de vago a indefinido anhelo se apoderaba de ellos. A poco tomaba forma más precisa: era nostalgia de sus casas, en embrión. Hasta Huck el de las Manos Rojas se acordaba de sus quicios de puertas y de sus barricas vacías. Pero todos se avergonzaban de su debilidad y ninguno tenía arrestos para decir lo que pensaba.

Por algún tiempo habían notado, vagamente, un ruido extraño en la distancia, como a veces percibimos el tictac de un reloj sin darnos cuenta precisa de ello. Pero después el ruido misterioso se hizo más pronunciado y se impuso a la atención. Los muchachos se incorporaron mirándose unos a otros y se pusieron a escuchar. Hubo un prolongado silencio, profundo, no interrumpido: después, un sordo y medroso trueno llegó al ras del agua, desde la lejanía.

—¿Qué será? —dijo Joe, sin aliento.

—¿Qué será? —repitió Tom en voz baja.

—Eso no es un trueno —dijo Huck, alarmado—, porque el trueno…

—¡Chist! —dijo Tom—. Escucha. No habléis.

Escucharon un rato, que les pareció interminable, y después el mismo sordo fragor turbó el solemne silencio.

—¡Vamos a ver lo que es!

Se pusieron en pie de un salto y corrieron hacia la orilla en dirección al pueblo. Apartaron las matas y arbustos y miraron a lo lejos, sobre el río. La barca de vapor estaba una milla más abajo del pueblo, dejándose arrastrar por la corriente. Su ancha cubierta parecía llena de gente. Había muchos botes bogando de aquí para allá o dejándose llevar por el río próximos a la barca; pero los muchachos no podían discernir qué hacían los que los tripulaban. En aquel momento una gran bocanada de humo blanco salió del costado de la barca, y según se iba esparciendo y elevándose como una perezosa nube el mismo sordo y retumbante ruido llegó a sus oídos.

—¡Ya sé lo que es! —exclamó Tom—. Uno que se ha ahogado.

—Eso es —dijo Huck—; eso mismo hicieron el verano pasado cuando se ahogó Bill Turner; tiran un cañonazo encima del río y eso hace salir a flote al cuerpo. Sí; y también echan hogazas de pan con azogue dentro, y las ponen sobre el agua, y van y donde hay algún ahogado se quedan paradas encima.

—Sí, ya he oído eso —dijo Joe—. ¿Qué será lo que hace al pan detenerse?

—A mí se me figura —dijo Tom— que no es tanto cosa del pan mismo como de lo que
dicen
al botarlo al agua.

—¡Pero si no le dicen nada! —replicó Huck—. Les he visto hacerlo, y no dicen palabra.

—Es raro —dijo Tom—. Puede ser que lo digan para sus adentros. Por supuesto que sí. A cualquiera se le ocurre.

Los otros dos convinieron en que no faltaba razón en lo que Tom decía, pues no se puede esperar que un pedazo de pan ignorante, no instruido ni aleccionado por un conjuro, se conduzca de manera muy inteligente cuando se le envía en misión de tanta importancia.

—¡Lo que yo daría por estar ahora allí! —exclamó Joe.

Y yo también —dijo Huck—. Daría una mano por saber quién ha sido.

Continuaron escuchando sin apartar los ojos de allí. Una idea reveladora fulguró en la mente de Tom, y éste exclamó:

—¡Chicos! ¡Ya sé quién se ha ahogado! ¡Somos nosotros!

Se sintieron al instante héroes. Era una gloriosa apoteosis. Los echaban de menos, vestían de luto por ellos; se acongojaban todos y se vertían lágrimas por su causa; había remordimientos de conciencia por malos tratos infligidos a los pobres chicos a inútiles y tardíos arrepentimientos; y lo que valía más aún: eran la conversación de todo el pueblo y la envidia de todos los muchachos, al menos por aquella deslumbradora notoriedad. Cosa rica. Valía la pena ser pirata, después de todo.

Al oscurecer volvió el vapor a su ordinaria ocupación y los botes desaparecieron. Los piratas regresaron al campamento. Estaban locos de vanidad por su nueva grandeza y por la gloriosa conmoción que habían causado. Pescaron, cocinaron la cena y dieron cuenta de ella, y después se pusieron a adivinar lo que en el pueblo se estaría pensando de ellos y las cosas que se dirían; y las visiones que se forjaban de la angustia pública eran gratas y halagadoras para contemplarlas desde su punto de vista. Pero cuando quedaron envueltos en las tinieblas de la noche cesó poco a poco la charla, y permanecieron mirando el fuego, con el pensamiento vagando lejos de allí. El entusiasmo había desaparecido, y Tom y Joe no podían apartar de su mente la idea de ciertas personas que allá en sus casas no se estaban solazando con aquel gustoso juego tanto como ellos. Surgían recelos y aprensiones; se sentían intranquilos y descontentos; sin darse cuenta, dejaron escapar algún suspiro. Al fin Joe, tímidamente, les tendió un disimulado anzuelo para ver cómo los otros tomarían la idea de volver a la civilización… «no ahora precisamente, pero…».

Tom lo abrumó con sarcasmos. Huck, como aún no había soltado prenda, se puso del lado de Tom, y el vacilante se apresuró a dar explicaciones, y se dio por satisfecho con salir del mal paso con las menos manchas posibles, de casero y apocado, en su fama. La rebelión quedaba apaciguada por el momento.

Al cerrar la noche, Huck empezó a dar cabezadas y a roncar después; Joe le siguió. Tom permaneció echado de codos por algún tiempo, mirando fijamente a los otros dos. Al fin, se puso de rodillas en gran precaución y empezó a rebuscar por la hierba a la oscilante claridad que despedía la hoguera. Cogió y examinó varios trozos de la corteza enrollada, blanca y delgada del sicomoro, y escogió dos que al parecer le acomodaban. Después se agachó junto al fuego y con gran trabajo escribió algo en cada uno de ellos con su inseparable tejo. Uno lo enrolló y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta; el otro lo puso en la gorra de Joe, apartándola un poco de su dueño. Y también puso en la gorra ciertos tesoros muchachiles de inestimable valor, entre ellos un trozo de tiza, una pelota de goma, tres anzuelos y una canica de la especie conocida como «de cristal de verdá». Después siguió andando en puntillas, con gran cuidado, por entre los árboles, hasta que juzgó que no podría ser oído, y entonces echó a correr en dirección al banco de arena.

Capítulo XV

Pocos minutos después Tom estaba metido en el agua somera de la barra, vadeando hacia la ribera de Illinois. Antes de que le llegase a la cintura ya estaba a la mitad del canal. La corriente no le permitía ya seguir andando, y se echó a nadar, seguro de sí mismo, las cien varas que aún le faltaban. Nadaba sesgando la corriente, aun si ésta le arrastraba más abajo de lo que él esperaba. Sin embargo, alcanzó la costa al fin, y se dejó llevar del agua por la orilla hasta que encontró un sitio bajo y salió a tierra. Se metió la mano en el bolsillo: allí seguía el trozo de corteza, y, tranquilo sobre este punto, se puso en marcha, a través de los bosques, con la ropa chorreando. Poco antes de las diez llegó a un lugar despejado, frente al pueblo, y vio la barca fondeada al abrigo de los árboles y del terraplén que formaba la orilla. Todo estaba tranquilo bajo las estrellas parpadeantes. Bajó gateando por la cuesta, ojo avizor; se deslizó en el agua, dio tres o cuatro brazadas y se encaramó al bote que hacía oficio de chinchorro, a popa de la barca. Se agazapó bajo las bancadas, y allí esperó, recobrando aliento. Poco después sonó la campana cascada y una voz dio la orden de desatracar. Transcurrieron unos momentos, y el bote se puso en marcha remolcado, con la proa alzándose sobre los remolinos de la estela que dejaba la barca: el viaje había empezado, y Tom pensaba satisfecho que era la última travesía de aquella noche. Al cabo de un cuarto de hora, que parecía eterno, las ruedas se pararon, y Tom se echó por la borda del bote al agua y nadó en la oscuridad hacia la-orilla, tomando tierra unas cincuenta varas más abajo, fuera de peligro de posibles encuentros. Fue corriendo por callejas poco frecuentadas, a instantes después llegó a la valla trasera de su casa. Salvó el obstáculo y trepó hasta la ventana de la salita, donde se veía luz. Allí estaban la tía Polly, Sid, Mary y la madre de Joe Harper reunidos en conciliábulo. Estaban sentados junto a la cama, la cual se interponía entre el grupo y la puerta. Tom fue a la puerta y empezó a levantar suavemente la falleba; después empujó un poquito, y se produjo un chirrido; siguió empujando, con gran cuidado y temblando cada vez que los goznes chirriaban, hasta que vio que podría entrar de rodillas; a introduciendo primero la cabeza, siguió, poco a poco, con el resto de su persona.

—¿Por qué oscila tanto la vela? —dijo tía Polly
(Tom se apresuró)
—. Creo que está abierta esa puerta. Claro que sí. No acaban de pasar ahora cosas raras. Anda y ciérrala, Sid.

Tom desapareció bajo la cama en el momento preciso. Descansó un instante, respirando a sus anchas, y después se arrastró hasta casi tocar los pies de su tía.

—Pero, como iba diciendo —prosiguió ésta—, no era lo que se llama
malo
, sino enredador y travieso. Nada más que tarambana y atolondrado, sí, señor. No tenía más reflexión que pudiera tener un potro. Nunca lo hacía con mala idea, y no había otro de mejor corazón… —y empezó a llorar ruidosamente.

—Pues lo mismo le pasaba a mi Joe…, siempre dando guerra y dispuesto para una trastada, pero era lo menos egoísta y todo lo bondadoso que podía pedirse… ¡Y pensar, Dios mío, que le zurré por golosear la crema, sin acordarme de que yo misma la había tirado porque se avinagró! ¡Y ya no lo veré nunca, nunca, en este mundo, al pobrecito maltratado!

Y también ella se echó a llorar sin consuelo.

Yo espero que Tom lo pasará bien donde está —dijo Sid—; pero si hubiera sido algo mejor en algunas cosas…

—¡Sid…!
(Tom sintió, aun sin verla, la relampagueante mirada de su tía)
. ¡Ni una palabra contra Tom, ahora que ya lo hemos perdido! Dios lo protegerá…, no tiene usted que preocuparse. ¡Ay, señora Harper! ¡No puedo olvidarlo! ¡No puedo resignarme! Era mi mayor consuelo, aunque me mataba a desazones.

—El Señor da y el Señor quita. ¡Alabado sea el nombre del Señor! ¡Pero es tan atroz…, tan atroz! No hace ni una semana que hizo estallar un petardo ante mi propia nariz y le di un bofetón que le tiré al suelo. ¡Cómo iba a figurarme entonces que pronto…! ¡Ay! Si lo volviera a hacer otra vez me lo comería a besos y le daría las gracias.

—Sí, sí; ya me hago cargo de su pena; ya sé lo que está usted pensando. Sin ir más lejos, ayer a mediodía fue mi Tom y rellenó al gato de «matadolores», y creí que el animalito iba a echar la casa al suelo. Y… ¡Dios me perdone!, le di un dedalazo al pobrecito…, que ya está en el otro mundo. Pero ya está descansando ahora de sus cuidados. Y las últimas palabras que de él oí fueron para reprocharme…

Pero aquel recuerdo era superior a sus fuerzas, y la anciana no pudo contenerse más. El propio Tom estaba ya haciendo pucheros…, más compadecido de sí mismo que de ningún otro. Oía llorar a Mary y balbucear de cuando en cuando una palabra bondadosa en su defensa. Empezó a tener una más alta idea de sí mismo de la que había tenido hasta entonces. Pero, con todo, estaba tan enternecido por el dolor de su tía, que ansiaba salir de su escondrijo y colmarla de alegría… y lo fantástico y teatral de la escena tenía además para él irresistible atracción; pero se contuvo y no se movió. Siguió escuchando, y coligió, de unas cosas y otras, que al principio se creyó que los muchachos se habían ahogado bañándose; después se había echado de menos la balsa; más tarde, unos chicos dijeron que los desaparecidos habían prometido que en el pueblo se iba «a oír algo gordo» muy pronto; los sabihondos del lugar «ataron los cabos sueltos» y decidieron que los chicos se habían ido en la balsa y aparecerían en seguida en el pueblo inmediato, río abajo; pero a eso de mediodía hallaron la balsa varada en la orilla, del lado de Misuri, y entonces se perdió toda esperanza: tenían que haberse ahogado, pues de no ser así el hambre los hubiera obligado a regresar a sus casas al oscurecer, si no antes. Se creía que la busca de los cadáveres no había dado fruto porque los chicos debieron de ahogarse en medio de la corriente, puesto que de otra suerte, y siendo los muchachos buenos nadadores, hubieran ganado la orilla. Era la noche del miércoles: si los cadáveres no aparecían para el domingo, no quedaba esperanza alguna, y los funerales se celebrarían aquella mañana. Tom sintió un escalofrío.

La señora de Harper dio sollozando las buenas noches e hizo ademán de irse. Por un mutuo impulso, las dos afligidas mujeres se echaron una en brazos de otra, hicieron un largo llanto consolador, y al fin se separaron. Tía Polly se enterneció más de lo que hubiera querido al dar las buenas noches a Sid y Mary. Sid gimoteó un poco, y Mary se marchó llorando a gritos.

La anciana se arrodilló y rezó por Tom con tal emoción y fervor y tan intenso amor en sus palabras y en su cascada y temblorosa voz, que ya estaba él bañado en lágrimas, antes de que ella hubiera acabado.

Tuvo que seguir quieto largo rato después de que la tía se metió en la cama, pues continuó lanzando suspiros y lastimeras quejas de cuando en cuando, agitándose inquieta y dando vueltas. Pero al fin se quedó tranquila, aunque dejaba escapar algún sollozo entre sueños. Tom salió entonces fuera, se incorporó lentamente al lado de la cama, cubrió con la mano la luz de la bujía y se quedó mirando a la durmiente. Sentía honda compasión por ella. Sacó el rollo de corteza, y lo puso junto al candelero; pero alguna idea le asaltó, y se quedó suspenso, meditando. Después se le iluminó la cara como con un pensamiento feliz; volvió a guardar, apresuradamente, la corteza en el bolsillo; luego se inclinó y besó la marchita faz, y en seguida se salió sigilosamente del cuarto, cerrando la puerta tras él.

Siguió el camino de vuelta al embarcadero. No se veía a nadie por allí y entró sin empacho en la barca, porque sabía que no habían de molestarle, pues aunque quedaba en ella un guarda, tenía la inveterada costumbre de meterse en la cama y dormir como un santo de piedra. Desamarró el bote, que estaba a popa, se metió en él y remó con precaución arriba, Cuando llegó a una milla por encima del pueblo empezó a sesgar la corriente, trabajando con brío. Fue a parar exactamente al embarcadero, en la otra orilla, pues era empresa con la que estaba familiarizado. Tentado estuvo de capturar el bote, arguyendo que podía ser considerado como un barco y, por tanto, legítima presa para un pirata; pero sabía que se le buscaría por todas partes, y eso podía acabar en descubrimientos. Así, pues, saltó a tierra y penetró en el bosque, donde se sentó a descansar un largo rato, luchando consigo mismo para no dormirse, y después se echó a andar, fatigado de la larga caminata, hasta la isla. La noche tocaba a su término; ya era pleno día cuando llegó frente a la barra de la isla. Se tomó otro descanso hasta que el sol estuvo ya alto y doró el gran río con su esplendor, y entonces se echó a la corriente. Un poco después se detenía, chorreando, a un paso del campamento, y oyó decir a Joe:

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