Todos los días, o al menos un día sí y otro no, durante aquella temporada de angustia, Tom, siempre alerta para aprovechar las ocasiones, iba hasta la ventanita enrejada de la cárcel y daba a hurtadillas al asesino cuantos regalos podía proporcionarse. La cárcel era una mísera covacha de ladrillo que estaba en un fangal, al extremo del pueblo, y no tenía nadie que la guardase; verdad es que casi nunca estaba ocupada. Aquellas dádivas contribuían grandemente a aligerar la conciencia de Tom. La gente del pueblo tenía muchas ganas de emplumar a Joe el Indio y sacarlo a la vergüenza, por violador de sepulturas; pero tan temible era su fama, que nadie quería tomar la iniciativa y se desistió de ello. Había él tenido muy buen cuidado de empezar sus dos declaraciones con el relato de la pelea, sin confesar el robo del cadáver que le precedió, y por eso se consideró lo más prudente no llevar el caso al tribunal por el momento.
Una de las razones por las cuales el pensamiento de Tom se había ido apartando de sus ocultas cuitas era porque había encontrado un nuevo y grave tema en que interesarse. Becky Thatcher había dejado de acudir a la escuela. Tom había batallado con su amor propio por unos días y trató de «mandarla a paseo» mentalmente; pero fue en vano. Sin darse cuenta de ello, se encontró rondando su casa por las noches y presa de honda tristeza. Estaba enferma. ¡Y si se muriese! La idea era para enloquecer. No sentía ya interés alguno por la guerra, y ni siquiera por la piratería. La vida había perdido su encanto y no quedaba en ella más que aridez. Guardó en un rincón el aro y la raqueta: ya no encontraba goce en ellos. La tía estaba preocupada; empezó a probar toda clase de medicinas en el muchacho. Era una de esas personas que tienen la chifladura de los específicos y de todos los métodos flamantes para fomentar la salud o recomponerla. Era una inveterada experimentadora en ese ramo. En cuanto aparecía alguna cosa nueva, ardía en deseos de ponerla a prueba, no en sí misma, porque ella nunca estaba enferma, sino en cualquier persona que tuviera a mano. Estaba suscrita a todas las publicaciones de «Salud» y fraudes frenológicos, y la solemne ignorancia de que estaban henchidas era como oxígeno para sus pulmones. Todas las monsergas que en ellas leía acerca de la ventilación, y el modo de acostarse y el de levantarse, y qué se debe comer, y qué se debe beber, y cuánto ejercicio hay que hacer, y en qué estado de ánimo hay que vivir, y qué ropas debe uno ponerse, eran para ella el evangelio; y no notaba nunca que sus periódicos salutíferos del mes corriente habitualmente echaban por tierra todo lo que habían recomendado el mes anterior. Su sencillez y su buena fe la hacían una víctima segura. Reunía todos sus periódicos y sus medicamentos charlatanescos, y así, armada contra la muerte, iba de un lado para otro en su cabalgadura espectral, metafóricamente hablando, y llevaba «el infierno tras ella». Pero jamás se le ocurrió la idea de que no era ella un ángel consolador y un bálsamo de Gilead, disfrazado, para sus vecinos dolientes.
El tratamiento de agua era a la sazón cosa nueva, y el estado de debilidad de Tom fue para la tía un don de la Providencia. Sacaba al muchacho al rayar el día, le ponía en pie bajo el cobertizo de la leña y lo ahogaba con un diluvio de agua fría; le restregaba con una toalla como una lima, y como una lima lo dejaba; lo enrollaba después en una sábana mojada y lo metía bajo mantas, haciéndole sudar hasta dejarle el alma limpia, y «las manchas que tenía en ella le salían por los poros», como decía Tom.
Sin embargo, y a pesar de todo, estaba el muchacho cada vez más taciturno y pálido y decaído. La tía añadió baños calientes, baños de asiento, duchas y zambullidas. El muchacho siguió tan triste como un féretro. Comenzó entonces a ayudar al agua con gachas ligeras como alimento, y sinapismos. Calculó la cabida del muchacho como la de un barril, y todos los días lo llenaba hasta el borde con panaceas de curandero.
Tom se había hecho ya para entonces insensible a las persecuciones. Esta fase llenó a la anciana de consternación. Había que acabar con aquella «indiferencia» a toda costa. Oyó hablar entonces por primera vez del «matadolores». Encargó en el acto una buena remesa. Lo probó y se quedó extasiada. Era simplemente fuego en forma líquida. Abandonó el tratamiento de agua y todo lo demás y puso toda su fe en el «matadolores». Administró a Tom una cucharadita llena y le observó con profunda ansiedad para ver el resultado. Al instante se calmaron todas sus aprensiones y recobró la paz del alma: la «indiferencia» se hizo añicos y desapareció al punto. El chico no podía haber mostrado más intenso y desaforado interés si le hubiera puesto una hoguera debajo.
Tom sintió que era ya hora de despertar: aquella vida podía ser todo lo romántica que convenía a su estado de ánimo, pero iba teniendo muy poco de sentimentalismo y era excesiva y perturbadoramente variada. Meditó, pues, diversos planes para buscar alivio, y finalmente dio en fingir que le gustaba el «matadolores». Lo pedía tan a menudo que llegó a hacerse insoportable, y la tía acabó por decirle que tomase él mismo lo que tuviera en gana y no la marease más. Si hubiese sido Sid no hubiera ella tenido ninguna suspicacia que alterase su gozo; pero como se trataba de Tom, vigiló la botella clandestinamente. Se convenció así de que, en efecto, el medicamento disminuía; pero no se le ocurrió pensar que el chico estaba devolviendo la salud, con él, a una resquebrajadura que había en el piso de la sala.
Un día estaba Tom en el acto de administrar la dosis a la grieta, cuando el gato amarillo de su tía llegó ronroneando, con los ojos ávidos fijos en la cucharilla y mendigando para que le diesen un poco. Tom dijo:
—No lo pidas, a menos que lo necesites,
Perico
.
Pero
Perico
dejó ver que lo necesitaba.
—Más te vale estar bien seguro.
Perico
estaba seguro.
—Pues tú lo has pedido, voy a dártelo, para que no creas que es tacañería; pero si luego ves que no te gusta no debes echar la culpa a nadie más que a ti.
Perico
asintió: así es que Tom le hizo abrir la boca y le vertió dentro el «matadolores». Perico saltó un par de veces en el aire, exhaló en seguida un salvaje grito de guerra y se lanzó a dar vueltas y vueltas por el cuarto, chocando contra los muebles, volcando tiestos y causando general estrago. Después se irguió sobre las patas traseras y danzó alrededor, en un frenesí de deleite, con la cabeza caída sobre el hombro y proclamando a voces su desaforada dicha. Marchó en seguida, disparado, por toda la casa, esparciendo el caos y la desolación en su camino. La tía Polly entró a tiempo de verle ejecutar unos dobles saltos mortales, lanzar un formidable ¡hurra! final, y salir volando por la ventana llevándose con él lo que quedaba de los tiestos. La anciana, se quedó petrificada por el asombro, mirando por encima de los lentes; Tom, tendido en el suelo, descoyuntado de risa.
—Tom, ¿qué es lo que le pasa a ese gato?
—No lo sé, tía —balbuceó el muchacho.
—Nunca he visto cosa igual. ¿Qué
le habrá
hecho ponerse de ese modo?
—De veras que no lo sé, tía; los gatos siempre se ponen de ese modo cuando lo están pasando bien.
—¿Se ponen así? ¿No es cierto?
Había algo en el tono de esta pregunta que escamó a Tom.
—Sí, tía. Vamos, me parece a mí.
—¿Te parece?
—Sí, señora.
La anciana estaba agachada, y Tom la observaba con interés, avivado por cierta ansiedad. Cuando adivinó por «donde iba» ya era demasiado tarde. El mango de la cucharilla delatora se veía por debajo de las faldas de la cama. Tom parpadeó y bajó los ojos. La tía Polly lo levantó del suelo por el acostumbrado agarradero, la oreja, y le dio un fuerte papirotazo en la cabeza con el dedal.
—Y ahora, dígame usted: ¿Por qué ha tratado a ese pobre animal de esa manera?
—Lo hice de pura lástima…, porque no tiene tías.
—¡Porque no tiene tías! ¡Simple! ¿Qué tiene que ver con eso?
—La mar. ¡Porque si hubiera tenido una tía, le hubiera quemado vivo ella misma! Le hubiera asado las entrañas hasta que las echase fuera, sin darle más lástima que si fuera un ser humano.
La tía Polly sintió de pronto la angustia del remordimiento. Eso para poner la cosa bajo una nueva luz: lo que era crueldad para un gato,
podía
también ser crueldad para un chico. Comenzó a enternecerse; sentía pena. Se le humedecieron los ojos; puso la mano sobre la cabeza de Tom y dijo dulcemente:
—Ha sido con la mejor intención, Tom. Y además, hijo, te ha hecho bien.
Tom levantó los ojos y la miró a la cara con un imperceptible guiño de malicia asomando a través de su gravedad:
Ya sé que lo hiciste con la mejor intención, tía, y lo mismo me ha pasado a mí con
Perico
. También a él le ha hecho bien: no le he visto nunca dar vueltas con tanta soltura.
—¡Anda, vete de aquí antes de que me hagas enfadar de nuevo! Y trata de ver si puedes ser bueno por una vez, y no necesitas tomar ya más medicina.
Tom llegó a la escuela antes de la hora. Se había notado que ese hecho, tan desusado, se venía repitiendo de algún tiempo atrás. Y aquel día, como también, en los anteriores, se quedó por los alrededores de la puerta del patio, en vez de jugar con sus compañeros. Estaba malo, según decía, y su aspecto lo confirmaba. Aparentó que estaba mirando en todas direcciones menos en la que realmente miraba: carretera abajo. A poco apareció a la vista Jeff Thatcher, y a Tom se le iluminó el semblante; miró un momento y apartó la vista compungido. Cuando Jeff Thatcher llegó, Tom se le acercó y fue llevando hábilmente la conversación para darle motivo de decir algo a Becky; pero el atolondrado rapaz no vio el cebo. Tom siguió en acecho, lleno de esperanza cada vez que una falda revoloteaba a lo lejos, y odiando a su propietaria cuando veía que no era la que esperaba. Al fin cesaron de aparecer faldas, y cayó en desconsolada murria. Entró en la escuela vacía y se sentó a sufrir. Una falda más penetró por la puerta del patio, y el corazón le pegó un salto. Un instante después estaba Tom fuera y lanzado a la palestra como un indio bravo: rugiendo, riéndose, persiguiendo a los chicos, saltando la valla a riesgo de perniquebrarse, dando volteretas, quedándose en equilibrio con la cabeza en el suelo, y en suma, haciendo todas las heroicidades que podía concebir, y sin dejar ni un momento, disimuladamente, de observar si Becky le veía. Pero no parecía que ella se diese cuenta; no miró ni una sola vez. ¿Era posible que no hubiera notado que estaba él allí? Trasladó el campo de sus hazañas a la inmediata vecindad de la niña: llegó lanzando el grito de guerra de los indios, arrebató a un chico la gorra y la tiró al tejado de la escuela, atropelló por entre un grupo de muchachos, tumbándolos cada uno por su lado, se dejó caer de bruces delante de Becky, casi haciéndola vacilar. Y ella volvió la espalda, con la nariz respingada, y Tom le oyó decir: «¡Puff! Algunos se tienen por muy graciosos…; ¡siempre presumiendo!».
Sintió Tom que le ardían las mejillas. Se puso en pie y se escurrió fuera, abochornado y abatido.
Tom se decidió entonces. Estaba desesperado y sombrío. Era un chico, se decía, abandonado de todos y a quien nadie quería: cuando supieran al extremo a que le habían llevado, tal vez lo deplorarían. Había tratado de ser bueno y obrar derechamente, pero no le dejaban. Puesto que lo único que querían era deshacerse de él, que fuera así. Sí, le habían forzado al fin: llevaría una vida de crímenes. No le quedaba otro camino.
Para entonces ya se había alejado del pueblo, y el tañido de la campana de la escuela, que llamaba a la clase de la tarde, sonó débilmente en su oído. Sollozó pensando que ya no volvería a oír aquel toque familiar nunca jamás. No tenía él la culpa; pero puesto que se le lanzaba a la fuerza en el ancho mundo, tenía que someterse…; aunque los perdonaba. Entonces los sollozos se hicieron más acongojados y frecuentes.
Precisamente en aquel instante se encontró a su amigo del alma Joe Harper, torva la mirada y, sin duda alguna, alimentando en su pecho alguna grande y tenebrosa resolución. Era evidente que se juntaban allí «dos almas, pero un solo pensamiento». Tom, limpiándose las lágrimas con la manga, empezó a balbucear algo acerca de una resolución de escapar a los malos tratos y falta de cariño en su casa, lanzándose a errar por el mundo, para nunca volver, y acabó expresando la esperanza de que Joe no le olvidaría.
Pero pronto se traslució que ésta era la misma súplica que Joe iba a hacer en aquel momento a Tom. Le había azotado su madre por haber goloseado una cierta crema que jamás había entrado en su boca y cuya existencia ignoraba. Claramente se veía que su madre estaba cansada de él, y que quería que se fuera; y si ella lo quería así, no le quedaba otro remedio que sucumbir.
Mientras seguían su paso condoliéndose, hicieron un nuevo pacto de ayudarse mutuamente y ser humanos y no separarse hasta que la muerte los librase de sus cuitas. Después empezaron a trazar sus planes. Joe se inclinaba a ser anacoreta y vivir de mendrugos en una remota cueva, y morir, con el tiempo, de frío, privaciones y penas; pero después de oír a Tom reconoció que había ventajas notorias en una vida consagrada al crimen y se avino a ser pirata.
Tres millas aguas abajo de San Petersburgo, en un sitio donde el Misisipí tenía más de una milla de ancho, había una isla larga, angosta y cubierta de bosque con una barra muy somera en la punta más cercana y que parecía excelente para base de operaciones. No estaba habitada; se hallaba del lado de allá del río, frente a una densa selva casi desierta. Eligieron, pues, aquel lugar, que se llamaba Isla de Jackson. Quiénes iban a ser las víctimas de sus piraterías, era un punto en el que no pararon mientes. Después se dedicaron a la caza de Huckleberry Finn, el cual se les unió, desde luego, pues todas las profesiones eran iguales para él: le era indiferente. Luego se separaron, conviniendo en volver a reunirse en un paraje solitario, en la orilla del río, dos millas más arriba del pueblo, a la hora favorita, esto es, a medianoche. Había allí una pequeña balsa de troncos que se proponían apresar. Todos ellos traerían anzuelos y tanzas y las provisiones que pudieron robar, de un modo tenebroso y secreto, como convenía a gentes fuera de la ley; y aquella misma tarde todos se proporcionaron el delicioso placer de esparcir la noticia de que muy pronto todo el pueblo iba a oír «algo gordo». Y a todos los que recibieran esa vaga confidencia se les previno que debían «no decir nada y aguardar».