Pero al cabo la batalla llegó a su fin, y las fuerzas contendientes se retiraron, con amenazas y murmullos cada vez más débiles y lejanos, y la paz recuperó sus fueros. Los chicos volvieron al campamento, todavía sobrecogidos de espanto; pero vieron que aún tenían algo que agradecer, porque el gran sicomoro resguardo de sus yacijas no era ya más que una ruina, hendido por los rayos, y no habían estado ellos allí, bajo su cobijo, cuando la catástrofe ocurrió.
Todo en el campamento estaba empapado, incluso la hoguera, pues no eran sino imprevisoras criaturas, como su generación, y no habían tomado precauciones para en caso de lluvia. Gran desdicha era, porque estaban chorreando y escalofriados. Hicieron gran lamentación, pero en seguida descubrieron que el fuego había penetrado tanto bajo el enorme tronco que servía de respaldar a la hoguera, que un pequeño trecho había escapado a la mojadura. Así, pues, con paciente trabajo, y arrimando briznas y cortezas de otros troncos resguardados del chaparrón, consiguieron reanimarlo. Después apilaron encima gran provisión de palos secos, hasta que surgió de nuevo una chisporroteante hoguera, y otra vez se les alegró el corazón. Sacaron el jamón cocido y tuvieron un festín; y sentados después en torno del fuego comentaron, exageraron y glorificaron su aventura nocturna hasta que rompió el día, pues no había un sitio seco donde tenderse a dormir en todos aquellos alrededores.
Cuando el sol empezó a acariciar a los muchachos sintieron éstos invencible somnolencia y se fueron al banco de arena a tumbarse y dormir. El sol les abrazó la piel muy a su sabor, y mohínos se pusieron a preparar el desayuno. Después se sintieron con los cuerpos anquilosados, sin coyunturas, y además un tanto nostálgicos de sus casas. Tom vio los síntomas, y se puso a reanimar a los piratas lo mejor que pudo. Pero no sentían ganas de canicas, ni de circo, ni de nadar, ni de cosa alguna. Les hizo recordar el importante secreto, y así consiguió despertar en ellos un poco de alegría. Antes de que se desvaneciese, logró interesarlos en una nueva empresa. Consistía en dejar de ser piratas por un rato y ser indios, para variar un poco. La idea los sedujo: así es que se desnudaron en un santiamén y se embadurnaron con barro, a franjas, como cebras. Los tres eran jefes, por supuesto, y marcharon a escape, a través del bosque, a atacar un poblado de colonos ingleses.
Después se dividieron en tres tribus hostiles, y se dispararon flechas unos a otros desde emboscadas, con espeluznantes gritos de guerra, y se mataron y se arrancaron las cabelleras por miles. Fue una jornada sangrienta y, por consiguiente, satisfactoria.
Se reunieron en el campamento a la hora de cenar, hambrientos y felices. Pero surgió una dificultad: indios enemigos no podían comer juntos el pan de la hospitalidad sin antes hacer las paces, y esto era, simplemente, una imposibilidad sin fumar la pipa de la paz. Jamás habían oído de ningún otro procedimiento. Dos de los salvajes casi se arrepentían de haber dejado de ser piratas. Sin embargo, ya no había remedio, y con toda la jovialidad que pudieron simular pidieron la pipa y dieron su chupada, según iba pasando a la redonda, conforme al rito.
Y he aquí que se dieron por contentos de haberse dedicado al salvajismo, pues algo habían ganado con ello: vieron que ya podían fumar un poco sin tener que marcharse a buscar navajas perdidas, y que no se llegaban a marear del todo. No era probable que por la falta de aplicación, desperdiciasen tontamente tan halagüeñas esperanzas como aquello prometía. No; después de cenar prosiguieron, con prudencia, sus ensayos, y el éxito fue lisonjero, pasando por tanto, una jubilosa velada. Se sentían más orgullosos y satisfechos de su nueva habilidad que lo hubieran estado de mondar y pelar los cráneos de las tribus de las Seis Naciones. Dejémoslos fumar, charlar y fanfarronear, pues por ahora no nos hacen falta.
Pero no había risas ni regocijos en el pueblo aquella tranquila tarde del sábado. Las familias de los Harper y de tía Polly estaban vistiéndose de luto entre congojas y lágrimas. Una inusitada quietud prevalecía en toda la población, ya de suyo quieta y tranquila a machamartillo. Las gentes atendían a sus menesteres con aire distraído y hablaban poco pero suspiraban mucho.
El asueto del sábado les parecía una pesadumbre a los chiquillos: no ponían entusiasmo en sus juegos y poco a poco desistieron de ellos.
Por la tarde, Becky, sin darse cuenta de ello, se encontró vagando por el patio, entonces desierto, de la escuela, muy melancólica.
«¡Quién tuviera —pensaba— el boliche de latón! ¡Pero no tengo nada, ni un solo recuerdo!», y reprimió un ligero sollozo.
Después se detuvo y continuó su soliloquio:
«Fue aquí precisamente. Si volviera a ocurrir no le diría aquello, no…, ¡por nada del mundo! Pero ya se ha ido y no lo veré nunca, nunca más».
Tal pensamiento la hizo romper en llanto, y se alejó, sin rumbo, con las lágrimas rodándole por las mejillas. Después se acercó un nutrido grupo de chicos y chicas —compañeros de Tom y de Joe— y se quedaron mirando por encima de la empalizada y hablando en tonos reverentes de cómo Tom hizo esto o aquello la última vez que lo vieron, y de cómo Joe dijo tales o cuales cosas —llenas de latentes y tristes profecías, como ahora se veía—; y cada uno señalaba el sitio preciso donde estaban los ausentes en el momento aquel, con tales observaciones como «y yo estaba aquí como estoy ahora, y como si tú fueras él… y entonces va él y ríe así…, y a mí me pasó una cosa por todo el cuerpo… y yo no sabía lo que aquello quería decir…, ¡y ahora se ve bien claro!».
Después hubo una disputa sobre quién fue el último que vio vivos a los muchachos, y todos se atribuían aquella fúnebre distinción y ofrecían pruebas más o menos amañadas por los testigos; y cuando al fin quedó decidido quiénes habían sido los últimos que los vieron en este mundo y cambiaron con ellos las últimas palabras, los favorecidos adoptaron un aire de sagrada solemnidad a importancia y fueron contemplados con admiración y envidia por el resto. Un pobre chico que no tenía otra cosa de qué envanecerse dijo, con manifiesto orgullo del recuerdo:
—Pues mira, Tom Sawyer, me zurró a mí un día.
Pero tal puja por la gloria fue un fiasco. La mayor parte de los chicos podían decir otro tanto, y eso abarató demasiado la distinción.
Cuando terminó la escuela dominical, a la siguiente mañana, la campana empezó a doblar, en vez de voltear como de costumbre. Era un domingo muy tranquilo, y el fúnebre tañido parecía hermanarse con el suspenso y recogimiento de la Naturaleza. Empezó a reunirse la gente del pueblo, parándose un momento en el vestíbulo para cuchichear acerca del triste suceso. Pero no había murmullos, dentro de la iglesia: sólo el rozar de los vestidos mientras las mujeres se acomodaban en sus asientos turbaba allí el silencio. Nadie recordaba tan gran concurrencia. Hubo al fin una pausa expectante, una callada espera; y entró tía Polly seguida de Sid y Mary, y después la familia Harper, todos vestidos de negro; y los fieles incluso el anciano pastor, se levantaron y permanecieron en pie hasta que los enlutados tomaron asiento en el banco frontero. Hubo otro silencio emocionante, interrumpido por algún ahogado sollozo, y después, el pastor extendió las manos y oró. Se entonó un himno conmovedor y el sacerdote anunció el texto de su sermón: «Yo soy la resurrección y la vida».
En el curso de su oración trazó el buen señor tal pintura de las gracias, amables cualidades y prometedoras dotes de los tres desaparecidos, que cuantos le oían, creyendo reconocer la fidelidad de los retratos, sintieron agudos remordimientos al recordar que hasta entonces se habían obstinado en cerrar los ojos para no ver esas cualidades excelsas y sí sólo faltas y defectos en los pobres chicos. El pastor relató además muchos y muy enternecedores rasgos en la vida de aquellos que demostraban la ternura y generosidad de sus corazones; y la gente pudo ver ahora claramente lo noble y hermoso de esos episodios y recordar con pena que cuando ocurrieron no les habían parecido sino insignes picardías, merecedoras del zurriago. La concurrencia se fue enterneciendo más y más a medida que el relato seguía, hasta que todos los presentes dieron rienda suelta a su emoción y se unieron a las llorosas familias de los desaparecidos en un coro de acongojados sollozos, y el predicador mismo, sin poder contenerse, lloraba en el púlpito.
En la galería hubo ciertos ruidos que nadie notó; poco después rechinó la puerta de la iglesia; el pastor levantó los ojos lacrimosos por encima del pañuelo, y… ¡se quedó petrificado! Un par de ojos primero, y otro después, siguieron a los del pastor, y en seguida, como movida por un solo impulso, toda la concurrencia se levantó y se quedó mirando atónita, mientras los tres muchachos difuntos avanzaban en hilera por la nave adelante: Tom a la cabeza, Joe detrás, y Huck, un montón de colgantes harapos, huraño y azorado, cerraba la marcha. Habían estado escondidos en la galería, que estaba siempre cerrada, escuchando su propio panegírico fúnebre.
Tía Polly, Mary y los Harper se arrojaron sobre sus respectivos resucitados, sofocándolos a besos y prodigando gracias y bendiciones, mientras el pobre Huck permanecía abochornado y sobre ascuas, no sabiendo qué hacer o dónde esconderse de tantas miradas hostiles. Vaciló, y se disponía a dar la vuelta y escabullirse, cuando Tom le asió y dijo:
—Tía Polly, esto no vale. Alguien tiene que alegrarse de ver a Huck.
—¡Y de cierto que sí! ¡Yo me alegro de verlo pobrecito desamparado sin madre! y los agasajos y mimos que tía Polly le prodigó eran la única cosa capaz de aumentar aún más su azoramiento y su malestar.
De pronto el pastor gritó con todas sus fuerzas:
—«¡Alabado sea Dios, por quien todo bien nos es dado…!» ¡Cantar con toda el alma!
Y así lo hicieron. El viejo himno se elevó tonante y triunfal, y mientras el canto hacía trepidar las vigas Tom Sawyer el pirata miró en torno suyo a las envidiosas caras juveniles que le rodeaban, y se confesó a sí mismo que era aquél el momento de mayor orgullo de su vida.
Cuando los estafados concurrentes fueron saliendo decían que casi desearían volver a ser puestos en ridículo con tal de oír otra vez el himno cantado de aquella manera.
Tom recibió más sopapos y más besos aquel día —según los tornadizos humores de tía Polly— que los que ordinariamente se ganaba en un año; y no sabía bien cuál de las dos cosas expresaba más agradecimiento a Dios y cariño para su propia persona.
Aquél era el gran secreto de Tom: la idea de regresar con sus compañeros en piratería y asistir a sus propios funerales. Habían remado hasta la orilla de Misuri, a horcajadas sobre un tronco, al atardecer del sábado, tomando tierra a cinco o seis millas más abajo del pueblo; habían dormido en los bosques, a poca distancia de las casas, hasta la hora del alba, y entonces se habían deslizado por entre callejuelas desiertas y habían dormido lo que les faltaba de sueño en la galería de la iglesia, entre un caos de bancos perniquebrados.
Durante el desayuno, el lunes por la mañana, tía Polly y Mary se deshicieron en amabilidades con Tom y en agasajarle y servirle. Se habló mucho, y en el curso de la conversación dijo tía Polly:
—La verdad es que no puede negarse que ha sido un buen bromazo, Tom, tenernos sufriendo a todos casi una semana, mientras vosotros lo pasabais en grande; pero ¡qué pena que hayas tenido tan mal corazón para dejarme sufrir a mí de esa manera! Si podías venirte sobre un tronco para ver tu funeral, también podías haber venido y haberme dado a entender de algún modo que no estabas muerto, sino únicamente de escapatoria.
—Sí, Tom, debías haberlo hecho —dijo Mary, y creo que no habrías dejado de hacerlo si llegas a pensar en ello.
—¿De veras, Tom? —dijo tía Polly con expresión de viva ansiedad—. Dime, ¿lo hubieras hecho si llegas a acordarte?
—Yo…, pues no lo sé. Hubiera echado todo a perder.
Tom, creí que me querías siquiera para eso —dijo la tía con dolorido tono, que desconcertó al muchacho—. Algo hubiera sido el quererme lo bastante para, pensar en ello, aunque no lo hubieses hecho.
—No hay mal en ello, tía —alegó Mary; es sólo el atolondramiento de Tom, que no ve más que lo que tiene delante y no se acuerda nunca de nada.
—Pues peor que peor. Sid hubiera pensado, y Sid hubiera venido, además. Algún día te acordarás, Tom, cuando ya sea demasiado tarde, y sentirás no haberme querido algo más cuando tan poco te hubiera costado.
—Vamos, tía, ya sabe que la quiero —dijo Tom.
—Mejor lo sabría si te portases de otra manera.
—¡Lástima que no lo pensase! —dijo Tom, contrito—; pero, de todos modos, soñé con usted. Eso ya es algo, ¿eh?
—No es mucho…: otro tanto hubiera hecho el gato; pero mejor es que nada. ¿Qué es lo que soñaste?
—Pues el miércoles por la noche soñé que estaba usted sentada ahí junto a la cama, y Sid junto a la leñera, y Mary pegada a él.
Y es verdad que sí. Así nos sentamos siempre. Me alegro que en sueños te preocupes, aunque sea tan poco, de nosotros.
—Y soñé que la madre de Joe Harper estaba aquí.
—¡Pues sí que estaba! ¿Qué más soñaste?
—La mar. Pero ya casi no me acuerdo.
—Bueno; trata de acordarte. ¿No puedes?
—No sé cómo me parece que el viento…, el viento sopló la…, la…
—¡Recuerda, Tom! El viento sopló alguna cosa. ¡Vamos!
Tom se apretó la frente con las manos, mientras los otros permanecían suspensos, y dijo al fin:
—¡Ya lo tengo! ¡Ya lo sé! Sopló la vela.
—¡Dios de mi vida! ¡Sigue, Tom, sigue!
—Y me acuerdo que usted… dijo: «Me parece que esa puerta…».
—¡Sigue, Tom!
—Déjeme pensar un poco…, un momento. ¡Ah, sí! Dijo que la puerta estaba abierta.
—¡Como estoy aquí sentada que lo dije! ¿No lo dije, Mary? ¡Sigue!
—Y después, después…, no estoy seguro, pero me parece que le dijo a Sid que fuese y…
—¡Anda, anda! ¿Qué le mandé que hiciese?
—Le mandó usted…, le mandó… ¡que cerrase la puerta!
—¡En el nombre de Dios! ¡No oí cosa igual en mis días! Que me digan ahora que no hay nada en los sueños. No ha de pasar una hora sin que sepa de esto Sereny Harper. Quisiera ver qué razón da de ello con todas sus pamplinas sobre las supersticiones. ¡Sigue, Tom!
—Ya lo voy viendo todo claro como la luz. En seguida dijo usted que yo no era malo, sino travieso y alocado, y que no se me podía culpar más que…, que a un potro, me parece que fue.