Las aventuras de Tom Sawyer (10 page)

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Authors: Mark Twain

Tags: #Aventuras

BOOK: Las aventuras de Tom Sawyer
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Una sombra se escurrió furtiva a través de una brecha en el otro extremo del ruinoso edificio, pero los muchachos no se percataron de ello.

—Tom —cuchicheó Huckleberry—, ¿con esto ya no hay peligro de que hablemos nunca jamás?

—Por supuesto que no. Ocurra lo que ocurra, tenemos que callar. Nos caeríamos muertos…; ¿no lo sabes?

—Me figuro que sí.

Continuaron cuchicheando un rato. De pronto un perro lanzó un largo y lúgubre aullido al lado de la misma casa, a dos varas de ellos. Los chicos se abrazaron impetuosamente muertos de espanto.

—¿Por cuál de nosotros dos será? —balbuceó Huckleberry.

—No lo sé…; mira por la resquebraja ¡De prisa!

—No; mira tú, Tom.

—No puedo…, no puedo, Huck.

—Anda, Tom… ¡Ya vuelve otra vez!

—¡Ah! ¡Gracias a Dios! Conozco el ladrido; ése es Bull Harbison
[2]
.

—¡Cuánto me alegro! Te digo que estaba medio acabado del susto. Hubiera apostado a que era un perro sin amo.

El perro repitió el aullido. A los chicos se les encogió de nuevo el corazón.

—¡Dios nos socorra! Ése no es Bull Harbison —murmuró Huckleberry—. ¡Mira, Tom, mira!

Tom, tiritando de miedo, cedió y asomó el ojo a la rendija. Apenas se percibía su voz cuando dijo:

—¡Ay, Huck! Es un perro sin amo.

—Dime, Tom, ¿por cuál de los dos será?

—Debe de ser por los dos, puesto que estamos juntos.

—¡Ay, Tom! Me figuro que muertos somos. Y bien me sé a dónde iré cuando me muera. ¡He sido tan malo!

—¡Yo me lo he buscado! Esto viene de hacer rabona, Huck, y de hacer todo lo que le dicen a uno que no haga. Yo podía haber sido bueno, como Sid, si hubiera querido…; pero no quise; no, señor. Pero si salgo de ésta, seguro que me voy a atracar de escuelas dominicales.

Y Tom empezó a sorber un poco por la nariz.

—¡Tú malo…! —Y Huckleberry comenzó también a hablar gangoso—. ¡Vamos, Tom, que tú eres una alhaja al lado de lo que yo soy! ¡Dios, Dios, Dios, si yo tuviese la mitad de tu suerte!

Tom recobró el habla y dijo:

—¡Mira, Huck, mira! ¡Está vuelto de espaldas a nosotros!

Huck miró, con el corazón saltándole de gozo.

—¡Verdad es! ¿Estaba así antes?

—Sí, así estaba. Pero yo, ¡tonto de mí!, no pensé en ello. ¡Qué alegría, Huck! Y ahora, ¿por quién será?

El aullido cesó. Tom aguzó el oído.

—¡Chist…! ¿Qué es eso? —murmuró.

—Parece…, parece gruñir de cerdos. No, es alguno que ronca, Tom.

—¿Será eso? ¿hacia dónde, Huck?

—Yo creo que es allí en la otra punta. Parece como ronquido. Mi padre solía dormir allí algunas veces con los cerdos; pero él ronca, ¡madre mía!, que levanta las cosas del suelo. Además, me parece que no ha de volver ya nunca, por este pueblo.

El prurito de aventuras se despertó en ellos de nuevo.

—Huck, ¿te atreves a ir si yo voy delante?

—No me gusta mucho. Suponte que fuera Joe el Indio.

Tom se amilanó. Pero la tentación volvió sobre ellos con más fuerza, y los chicos decidieron hacer la prueba; pero en la inteligencia de que saldrían disparados si el ronquido cesaba. Fueron, pues, hacia allá en puntillas, cautelosamente, uno tras otro. Cuando estaban ya a cinco pasos del roncador, Tom pisó un palitroque, que se rompió con un fuerte chasquido. El hombre lanzó un gruñido, se movió un poco, y su cara quedó iluminada por la luna. Era Muff Potter. A los chicos se les había paralizado el corazón, y los cuerpos también, cuando el hombre se movió; pero se disipó ahora su temor. Salieron, otra vez en puntillas, por entre los rotos tablones que formaban el muro, y se pararon a poca distancia para cambiar unas palabras de despedida. El prolongado y lúgubre aullido se alzó otra vez en la quietud de la noche. Volvieron los ojos y vieron al perro vagabundo parado a pocos pasos de donde yacía Potter y vuelto hacia él, con el hocico apuntando al cielo.

—¡Es por él! —dijeron a un tiempo los dos.

—Oye Tom, dicen que un perro sin amo estuvo aullando alrededor de la casa de Johnny Miller, a media noche, hace dos semanas, y un chotacabras vino y se posó en la barandilla y cantó la misma noche, y nadie se ha muerto allí todavía.

—Bien; ya lo sé. Y, aunque no se hayan muerto, ¿no se cayó Gracia Miller en el fogón de la cocina y se quemó toda el mismo sábado siguiente?

—Sí, pero no se ha muerto. Y además dicen que está mejor.

—Bueno; pues aguarda y ya verás. Esa se muere: tan seguro como que Muff Potter ha de morir. Eso es lo que dicen los negros, y ellos saben todo lo de esa clase de cosas, Huck.

Después se separaron pensativos.

Cuando Tom trepó a la ventana de su alcoba la noche tocaba a su término. Se desnudó con extremada precaución y se quedó dormido, congratulándose de que nadie supiera su escapatoria. No sabía que Sid, el cual roncaba tranquilamente, estaba despierto y lo había estado desde hacía más de una hora.

Cuando Tom despertó Sid se había vestido y ya no estaba allí. En la luz, en la atmósfera misma, notó Tom vagas indicaciones de que era tarde. Se quedó sorprendido. ¿Por qué no le habían llamado, martirizándole hasta que le hacían levantarse, como de costumbre? Esta idea le llenó de fatídicos presentimientos. En cinco minutos se vistió y bajó las escaleras, sintiéndose dolorido y mareado. La familia estaba todavía a la mesa, pero ya habían terminado el desayuno. No hubo ni una palabra de reproche; pero sí miradas que se esquivaban, un silencio y un aire tan solemne, que el culpable sintió helársele la sangre. Se sentó y trató de parecer alegre, pero era machacar en hierro frío; no despertó una sonrisa, no halló en nadie respuesta y se sumergió en el silencio, dejando que el corazón se le bajase a los talones.

Después del desayuno su tía lo llevó aparte, y Tom casi se alegró, con la esperanza de que le aguardaba una azotaina; pero se equivocó. Su tía se echó a llorar, preguntándole cómo podía ser así y cómo no le daba lástima atormentarla de aquella manera; y, por fin, le dijo que siguiera adelante por la senda de la perdición y acabase matando a disgustos a una pobre vieja, porque ella ya no había de intentar corregirle. Esto era peor que mil vapuleos, y Tom tenía el corazón aún más dolorido que el cuerpo. Lloró, pidió que le perdonase, hizo promesas de enmienda, y se terminó la escena sintiendo que no había recibido más que un perdón a medias y que no había logrado inspirar más que una mediocre confianza.

Se apartó de su tía demasiado afligido para sentir ni siquiera deseos de venganza contra Sid, y por tanto la rápida retirada de éste por la puerta trasera fue innecesaria. Con abatido paso se dirigió a la escuela, meditabundo y triste, y soportó la acostumbrada paliza, juntamente con Joe Harper, por haber hecho rabona el día antes con el aire del que tiene el ánimo ocupado con grandes pesadumbres y no está para hacer caso de niñerías. Después ocupó su asiento, apoyó los codos en la mesa y la quijada en las manos y se quedó mirando la pared frontera con la mirada petrificada, propia de un sufrimiento que ha llegado al límite y ya no puede ir más lejos. Bajo el codo sentía una cosa dura. Después de un gran rato cambió de postura lenta y tristemente, y cogió el objeto, dando un suspiro. Estaba envuelto en un papel. Lo desenvolvió. Siguió otro largo, trémulo, descomunal suspiro, y se sintió aniquilado. ¡Era el boliche de latón! Esta última pluma acabó de romper el espinazo del dromedario.

Capítulo XI

Cerca de mediodía todo el pueblo fue repentinamente electrificado por la horrenda noticia. Sin necesidad del telégrafo —aún no soñado en aquel tiempo—, el cuento voló de persona a persona, de grupo a grupo, de casa a casa, con poco menos que telegráfica velocidad. Por supuesto, el maestro de la escuela dio fiesta para la tarde: a todo el pueblo le habría parecido muy extraño si hubiera obrado de otro modo. Una navaja ensangrentada había sido hallada junto a la víctima, y alguien la había reconocido como perteneciente a Muff Potter: así corría la historia. Se decía también que un vecino que se retiraba tarde había sorprendido a Potter lavándose en un arroyo a eso de la una o las dos de la madrugada, y que Potter se había esquivado en seguida: detalles sospechosos, especialmente el del lavado, por no ser costumbre de Muff Potter. Se decía además que toda la población había sido registrada en busca del «asesino» (el público no se hace esperar en cuanto a desentenderse de pruebas y llegar al veredicto), pero no habían podido encontrarlo. Había salido gente a caballo por todos los caminos, y el
sheriff
tenía la seguridad de que lo cogerían antes de la noche.

Toda la población marchaba hacia el cementerio. Las congojas de Tom se disiparon, y se unió a la procesión, no porque no hubiera preferido mil veces ir a cualquiera otro sitio, sino porque una temerosa inexplicable fascinación, le arrastraba hacia allí. Llegado al siniestro lugar, fue introduciendo su cuerpecillo por entre la compacta multitud, y vio el macabro espectáculo. Le parecía que había pasado una eternidad desde que había estado allí antes. Sintió un pellizco en un brazo. Al volverse se encontraron sus ojos con los de Huckleberry. En seguida miraron los dos a otra parte, temiendo que alguien hubiera notado algo en aquel cruce de miradas. Pero todo el mundo estaba de conversación y no tenía ojos más que para el cuadro trágico que tenían delante.

«¡Pobrecillo! ¡Pobre muchacho! Esto ha de servir de lección para los violadores de sepulturas. Muff Potter irá a la horca por esto, si lo atrapan.» —Tales eran los comentarios. Y el pastor dijo: «Ha sido un castigo; aquí se ve la mano de Dios».

Tom se estremeció de la cabeza a los pies, pues acababa de posar su mirada en la impenetrable faz de Joe el Indio. En aquel momento la muchedumbre empezó a agitarse y a forcejear, y se oyeron gritos de «¡Es él!, ¡Es él!, ¡Viene él solo!».

—¿Quién?, ¿quién? —preguntaron veinte voces.

—¡Muff Potter!

—¡Eh, que se ha parado! ¡Cuidado, que da la vuelta! ¡No le dejéis escapar!

Algunos, que estaban en las ramas de los árboles, sobre la cabeza de Tom, dijeron que no trataba de escapar, sino que parecía perplejo y vacilante.

—¡Vaya un desparpajo! —dijo un espectador`. Se conoce que ha sentido capricho por venir y echar tranquilamente un vistazo a su obra…; no esperaba hallarse en compañía.

La muchedumbre abrió paso, y el
sheriff
ostentosamente, llegó conduciendo a Potter, cogido del brazo. Tenía el citado la cara descompuesta y mostraba en los ojos el miedo que le embargaba. Cuando le pusieron ante el cuerpo del asesinado tembló como con perlesías y, cubriéndose la cara con las manos, rompió a llorar.

—No he sido yo, vecinos —dijo sollozando—; mi palabra de honor que no he hecho tal cosa.

—¿Quién te ha acusado a ti? —gritó una voz.

El tiro dio en el blanco. Potter levantó la cara y miró en torno con una patética desesperanza en su mirada. Vio a Joe el Indio, y exclamó:

—Joe, Joe! ¡Tú me prometiste que nunca…!

—¿Es esta navaja de usted? —dijo el
sheriff
, poniéndosela de pronto delante de los ojos.

Potter se hubiera caído a no sostenerle los demás, ayudándole a sentarse en el suelo. Entonces dijo:

Ya me decía yo que si no volvía aquí y recogía la… —Se estremeció, agitó las manos inertes, con un ademán de vencimiento, y dijo—: Díselo, Joe, díselo todo… ya no sirve callarlo.

Huckleberry y Tom se quedaron mudos y boquiabiertos, mientras el desalmado mentiroso iba soltando serenamente su declaración y esperaban a cada momento que se abriría el cielo y Dios dejaría caer un rayo sobre aquella cabeza, admirándose de ver cómo se retrasaba el golpe. Y cuando hubo terminado y, sin embargo, continuó vivo y entero, su vacilante impulso de romper el juramento y salvar la mísera vida del prisionero se disipó por completo, porque claramente se veía que el infame se había vendido a Satán, y sería fatal entrometerse en cosas pertenecientes a un ser tan poderoso y formidable.

—¿Por qué no te has ido? ¿Para qué necesitabas volver aquí? —preguntó alguien.

—No lo pude remediar…, no lo pude remediar —gimoteó Potter—. Quería escapar, pero parecía que no podía ir a ninguna parte más que aquí.

Joe el Indio repitió su declaración con la misma impasibilidad pocos minutos después, al verificarse la encuesta bajo juramento; y los dos chicos, viendo que los rayos seguían aún sin aparecer, se afirmaron en la creencia de que Joe se había vendido al demonio. Se había convertido para ellos en el objeto más horrendo a interesante que habían visto jamás, y no podían apartar de su cara los fascinados ojos. Resolvieron en su interior vigilarle de noche, con la esperanza de que quizá lograsen atisbar alguna vez a su diabólico dueño y señor.

Joe ayudó a levantar el cuerpo de la víctima y a cargarlo en un carro; y se cuchicheó entre la estremecida multitud… ¡que la herida había sangrado un poco! Los dos muchachos pensaron que aquella feliz circunstancia encaminaría las sospechas hacia donde debían ir; pero sufrieron un desengaño, pues varios de los presentes hicieron notar «que ese Joe estaba a menos de una vara cuando Muff Potter cometió el crimen».

El terrible secreto y el torcedor de la conciencia perturbaron el sueño de Tom por más de una semana; y una mañana, durante el desayuno, dijo Sid:

—Das tantas vueltas en la cama y hablas tanto mientras duermes, que me tienes despierto la mitad de la noche.

Tom palideció y bajó los ojos.

—Mala señal es ésa —dijo gravemente tía Polly—. ¿Qué traes en las mientes, Tom?

—Nada. Nada, que yo sepa… —pero la mano le temblaba de tal manera que vertió el café.

—¡Y hablas unas cosas! —continuó Sid—. Anoche decías: «¡Es sangre, es sangre!, ¡eso es!». Y lo dijiste la mar de veces. Y también decías: «¡No me atormentéis así…, ya lo diré!». ¿Dirás qué? ¿Qué es lo que ibas a decir?

El mundo daba vueltas ante Tom. No es posible saber lo que hubiera pasado; pero, felizmente, en la cara de tía Polly se disipó la preocupación, y sin saberlo vino en ayuda de su sobrino.

—¡Chitón! —dijo—. Es ese crimen tan atroz. También yo sueño con él casi todas las noches. A veces sueño que soy yo la que lo cometió.

Mary dijo que a ella le pasaba lo mismo. Sid parecía satisfecho. Tom desapareció de la presencia de su tía con toda la rapidez que era posible sin hacerla sospechosa, y desde entonces, y durante una semana, se estuvo quejando de dolor de muelas, y por las noches se ataba las mandíbulas con un pañuelo. Nunca llegó a saber que Sid permanecía de noche en acecho, que solía soltarle el vendaje y que, apoyado en un codo, escuchaba largos ratos, y después volvía a colocarle el pañuelo en su sitio. Las angustias mentales de Tom se fueron desvaneciendo poco a poco, y el dolor de muelas se le hizo molesto y lo dejó de lado. Si llegó Sid, en efecto, a deducir algo de los murmullos incoherentes de Tom, se lo guardó para él. Le parecía a Tom que sus compañeros de escuela no iban a acabar nunca de celebrar «encuestas» con gatos muertos, manteniendo así vivas sus cuitas y preocupaciones. Sid observó que Tom no hacía nunca de
coroner
[3]
en ninguna de esas investigaciones, aunque era hábito suyo ponerse al frente de toda nueva empresa; también notó que nunca actuaba como testigo…, y eso era sospechoso; y tampoco echó en saco roto la circunstancia de que Tom mostraba una decidida aversión a esas encuestas y las huía siempre que le era posible. Sid se maravillaba, pero nada dijo. Sin embargo, hasta las encuestas pasaron de moda al fin, y cesaron de atormentar la cargada conciencia de Tom.

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